Ser rey no es el peor trabajo del mundo. Es cierto que casi nunca puedes hacer lo que te apetece, tienes que procurar aprender a no tener nunca un mal gesto o alguna actitud prosaica, tienes que ir un montón de veces a actos que maldita la gana que tienes de atender y, hasta hace algunas décadas, además tenías que aprender a montar a caballo que es algo que, por ejemplo, a mí me inhabilita por completo para el cargo. Sin embargo, el sueldo no es malo, las gavelas muchas y, si te va eso de que la gente te adule sí o sí, es probablemente el puesto de trabajo que más dotado está para eso (aparte de alcalde de Marbella, claro).
Por esto, porque el balance personal de ser rey es algo que suele ser positivo, en la Historia del mundo hay pocos casos en los que una nación buscase uno sin encontrarlo. Cuando un país, máxime si se trata de un país conocido y razonablemente civilizado, clama por tener un rey, suelen salirle pretendientes por todas partes. España es un ejemplo. La guerra que ganó Felipe V fue básicamente una guerra dinástica (aunque algunos puntos de vista, como los del nacionalismo catalán, quieran convertirla en otra cosa). Y las tres guerras carlistas fueron, cuando menos epidérmicamente, una lucha entre candidatos al trono. No obstante, también hay un caso en el que ocurrió lo contrario. Un caso que, una vez contado, parece alucinante. España buscaba rey, y nadie quería ocupar el puesto.
Ocurrió tras la revolución de 1868, denominada La Gloriosa. Quienes habían dado el grito de Alcolea, es decir militares liberales que habían llegado a la conclusión de que con el moderantismo borbónico, medio absoluto, medio liberal, no se llegaba a ninguna parte, también tenían claro que la república no era la solución para España. El principal muñidor de aquella revolución, el general Prim, fue siempre monárquico y es muy cierto que, de no haber caído en el magnicidio de la calle del Turco, la primera experiencia republicana española probablemente jamás se habría realizado.
No estaba, pues, en discusión que España siguiese siendo una monarquía; la única condición era que los borbones siguiesen exiliados. Sobradamente escarmentados por el trío de la bencina borbónico del siglo XIX (Carlos IV, Fernando VII e Isabel II, tres generaciones, tres, de reyes palmariamente prescindibles), los liberales triunfantes no querían volver a nadar en aquellas aguas; amén de tener muy presente a la opinión pública, ese pueblo que había salido a la calle durante la revolución bramando a gritos precisamente por la marcha de la dinastía para siempre. La verdad es que las engañifas, las marchas atrás, las medias verdades y la represión habían sido tantas que a la gente le costaba ya creer a la real familia. En 1865, ante las enormes dificultades de la Hacienda española, Isabel II decidió tener el gesto de ceder tres cuartos del Patrimonio Real para que fuese vendido; este gesto apenas le sirvió para que el republicano Castelar se preguntase en un artículo periodístico, que estuvo a punto de costarle la cátedra, con qué derecho se sentía para quedarse el otro 25%. Las represalias gubernamentales contra Castelar derivaron en unos tumultos estudiantiles de mucha gravedad. El rector universitario, Montalván, se negó a quitarle la cátedra a Castelar, y fue gubernativamente sustituido por el Marqués de Zafra; los disturbios por causa de dicho cese causaron varios muertos y heridos.
Luego vino la sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil, que nos saltaremos esta vez por no ser pesados; así como la progresiva convergencia entre las dos facciones liberales, los progresistas y la Unión Liberal, que se acentuó con la muerte del gran báculo de la política derechista de Isabel II, es decir el general Narváez. Pasta no faltaba: un miembro de la familia real, el duque de Montpensier, operaba de financiador desde Lisboa. La reina y su primer ministro, González Bravo, que estaba loco por dimitir, sabían perfectamente la que se estaba montando; pero, probablemente, nunca pensaron que la Marina se sublevaría. En mi opinión, la figura fundamental de la sublevación del 68 es el almirante Topete.
Una victoria, por cierto, sobre un país desangrado: cuando el teniente coronel Escalante toma el control de la Junta Suprema de Gobierno que forman en Madrid los revolucionarios, una vez llegadas las noticias de la victoria de Alcolea, decide socorrer al pueblo, para lo cual comisiona al director del Tesoro para que ponga en su favor los recursos existentes. Y éste le informa de que hay… 14 reales en la caja. Tres pesetas y media.
Esto ocurrió en septiembre de 1868. El 11 de febrero siguiente se reunieron las nuevas cortes, que mantuvieron al general Serrano al frente del gobierno (y posteriormente lo hicieron regente) y nombraron a Nicolás María Rivero presidente de la cámara. Estas cortes se plantearían dos grandes retos: la reforma administrativa del país y la búsqueda de un rey.
Había seis candidatos:
- El duque de Montpensier, de quien ya hemos dicho que había puesto pasta para la revolución.
- Don Fernando de Coburgo, viudo de Doña María de la Gloria, reina de Portugal y consecuentemente madre del luso entonces reinante, Don Luis.
- El Príncipe Don Leopoldo de Hohenzollern.
- El Duque de Génova.
- Baldomero Espartero, duque de la Victoria y Príncipe de Vergara.
- Amadeo de Saboya, que al fin y a la postre se lo llevaría al huerto (o se lo llevarían a él, más bien).
No coloco en esta lista al rey de Portugal porque, aunque el asunto le iba muito, inconveniencias políticas mil y el hecho, palmario, de que España no habría aceptado ser reinada por el rey reinante en la nación vecina, le hicieron dejar claro que se retiraba de la puja en fecha tan temprana como septiembre de 1869.
El candidato más lógico era el duque de Montpensier. Sin embargo, no le gustaba al ala más radical de los liberales que habían ganado la revolución, probablemente por juzgar que sus convicciones democráticas eran tan sólo estratégicas. El segundo argumento de peso, quizá el más poderoso, es que Napoleón III, reinante en Francia, tenía muy claro que no lo quería en la corona de España (entiendo que porque eso incrementaba las posibilidades del de Montpensier en Francia). La tercera gran razón que dejó al duque en la cuneta ya la hemos contado aquí.
Fernando de Coburgo, o Fernando de Portugal como también se lo cita, tenía sin embargo más agarraderas. En realidad, era el candidato de los iberistas, es decir personas partidarias de una unificación política ibérica; no ha sido nunca el iberismo una ideología mayoritaria entre españoles y portugueses, que hemos tendido siempre a odiarnos educadamente; pero nunca ha desaparecido del todo. Salustiano Olózaga, entonces embajador español en París, sometió la candidatura a la opinión de Napoleón III, que era al fin y a la postre quien mandaba en Europa entonces, y al franchute la cosa no le sonó mal. Así las cosas, el gobierno comisionó a Ángel Fernández de los Ríos para marchar a Lisboa a sondear al viudo candidato. Fernández de los Ríos llevó un documento firmado de puño y letra por el gotha liberal triunfante español: Juan Prim, Práxedes Mateo Sagasta, Laureano Figuerola y Manuel Ruiz Zorrilla.
Don Fernando llevaba décadas de florentinismo cortesano a sus espaldas; tenía, por así decirlo y con perdón, los huevos pelados de sentarse en sillas chippendale del mejor tapiz en los grandes salones de Europa, así pues había aprendido a ser paciente y estratégico. Respondió afirmando que, en su opinión, el candidato ideal era Montpensier. Sabido es que los cortesanos son un poco como dicen que son las mujeres: cuando te dicen que sí, quieren decir que no y cuando te dicen que no, es que dicen que sí. Así que los españoles no se amilanaron con la respuesta. Insistieron en que lo importante era la voluntad del pueblo español (el argumento tiene sus remueldes: ¿acaso le habían consultado?) y le ofrecieron que aceptase la corona, de momento, tan sólo en privado. Sin embargo, Don Fernando objetó que había hablado con Montpensier del tema y que no podía dar ninguna esperanza. Quizás, el otro candidato le había dejado claro que, si aceptaba, era capaz de pagar otra revolución para encenderle el culo.
Como os he dicho, debéis entender el especial lenguaje de las casas reales. Ellos no hablan como vosotros. El marqués de Niza, que había hecho de mamporrero de la entrevista entre Fernández de los Ríos y el de Coburgo, resumió de la siguiente forma el encuentro: «la contestación ha sido afirmativa, pues no habiendo dicho que no, ha dicho que sí, sin responsabilidad ulterior». ¿Qué quiere decir esto? Pues, en un lenguaje no marciano, más o menos, que el consorte viudo le decía a lo españoles lo que Richard Gere en Pretty Woman: «quiero que me hagan más la pelota».
Conforme fueron desarrollándose más contactos, esta vez de la mano de Mazo, embajador en Lisboa, fueron apareciendo más cuitas. Don Fernando era beneficiario, en su calidad de consorte viudo, de una jugosa renta que le pagaba el Estado portugués. Y argumentaba que, en caso de que aceptase la corona de España pero terminase renunciando a ella (un tipo clarividente: esto mismo fue lo que le pasó a Amadeo), los portugueses le dirían: Santa Rita, Rita, Rita… Así pues, el Estado español ingresó en un banco extranjero una suma de dinero, un pastón, que garantizaba una renta del mismo calibre que la que ya estaba disfrutando.
¿Iba bien la cosa? Pues sí. Pero nos hemos olvidado de que hay franceses de por medio.
Napoleón III decidió cambiar de idea. Resulta difícil meterse en mentalidad tan laberíntica como aquella, pero podemos avizorar que, probablemente, se hubiese opuesto a cualquier cosa que tuviese visos de solidez; al francés lo que le interesaba es que la monarquía española cojease cuanto más, mejor. La oposición francesa acojonó a Don Fernando, quien acabó enviando una carta a Madrid en la que renunciaba a la corona explícitamente. Por si fuera poco su casamiento, con Madame Hensler, lo puso aún más difícil, como veremos pronto.
Meses después Napoleón, solo o con ayuda de enviados españoles, cambió de parecer de nuevo y decidió apoyar la candidatura de Don Fernando. A rodar de nuevo.
En los momentos en que la solución portuguesa perdió fuelle, ganó peso la candidatura de Hohenzollern, pero alguien se puso de canto: ¡Portugal, que ahora quería defender la candidatura del consorte viudo! Al Príncipe candidato le dejaron tan claro los portugueses que tanto ellos como los aliados que lograsen reunir le iban a ser hostiles, que éste puso unas condiciones imposibles para aceptar la corona de España: que se lo pidieran todas las potencias europeas y que hubiese un plebiscito popular en España.
El 15 de julio de 1869, Fernández de los Ríos, para entonces embajador en Lisboa, envía una carta confidencial a Madrid. La veleta ha dado otra vuelta. Es ahora Don Fernando el que acepta. Sí, el mismo que ha dicho varias veces, de palabra o por escrito, que su negativa es un caso de conciencia, que contra la conciencia no se puede ir nunca y que, por mucho que le insistiesen, iba a ser que no. Pues ahora era que sí. Eso sí, ponía dos condiciones: garantías de que las grandes potencias veían la cosa con buenos ojos, y un montaje pasivo, es decir, que todo se lo pidiesen a él sin que él diese la impresión de querer mover un dedo.
Lo cierto es que el consorte viudo estaba que no orinaba por ser rey de España. Exigió y exigió una carta oficial al respecto que, finalmente, le fue remitida por Prim. No obstante, todavía quedaban obstáculos.
Don Fernando, ya lo hemos dicho, se había casado. Con la señora Hensler, condesa de Elda, la cual en Portugal tenía una baja consideración desde el punto de vista de la familia real (era la mujer de un señor que había estado casado con una reina); pero en España, según insistía su esposo, debía ser reina; ni consorte, ni princesa, ni leches: reina. Hemos de suponer que la esposa no era ajena a tan netas reivindicaciones.
El segundo problema era dinástico. ¿Supondría la aceptación de Don Fernando que algún día las coronas de España y Portugal se uniesen? O sea, que algún descendiente reinante en Portugal pudiese acabar reivindicando sus derechos dinásticos sobre España, o viceversa. No lo quería Don Fernando y, hemos de suponer, no lo quería tampoco el gobierno portugués, quien para entonces ya estaba metido de hoz y coz en la negociación; y es que, en este supuesto, lo más probable, por muchas razones, hubiera sido que fuese España quien acabase engullendo a Portugal como, por otra parte, ya había hecho en el pasado.
El iberismo está bien, pero lo cierto es que España y Portugal son cosas distintas. No hablamos el mismo idioma (bueno: hay una parte del nacionalismo gallego que no piensa así). Organizamos nuestros estados de formas bastante diferentes. Unos matamos a los toros y los otros, no. Unos dominamos el arte de cocinar el rape y otros el bacalao. Las toallas españolas son ásperas y el jamón portugués tira a insulso. La verdad es que ni siquiera almorzamos a la misma hora. Así pues, era necesario arbitrar alguna solución que mantuviese ambas líneas dinásticas estancas.
Éste fue el punto que, al fin y a la postre, acabó con las negociaciones. Prim se obstinaba en defender el artículo 77 de la Constitución del 69, que establece una línea dinástica muy típica (primogenitura, sexo masculino y edad), mientras que Don Fernando quería algún tipo de garantía. Finalmente, España ofreció incluir en la Constitución un artículo que estableciese que, si en el futuro los derechos dinásticos de España y Portugal recaían en la misma persona, esta unión no se produciría si una sola de las dos naciones no lo quería; pero se añadía que se realizaría en caso de acuerdo. Don Fernando no pudo aceptar esa condición.
La verdad es que la actitud del portugués fue la leche. Debería haber sacado el asunto de la sucesión al principio, cosa que no hizo. Y dio tantas ilusiones a los españoles que hizo a Prim escribirle una carta ofreciéndole la corona, algo que nunca hará un representante político que se precie de inteligente para otra cosa que para recibir un sí.
El 5 de julio, cerrada la vía portuguesa, el Consejo de Ministros decide apostar por Hohenzollern. Sin embargo, el príncipe desistió una semana después, consciente de que un sí podía desencadenar una guerra. Leopoldo de Hohenzollern Sigmaringen, con esos nombres, no era, obviamente, de Barbate. Era prusiano, y Prusia era una de las dos grandes potencias continentales europeas. Francia, la otra, no iba a consentir que en su patio de atrás reinase un comedor de salchichas (de hecho, para garantizarse dicha dominación es para lo que nos envió a una de sus regias familias).
Por lo que se refiere al duque de Génova, cuando sonó su candidatura tenía 16 años y estudiaba en Inglaterra. Sin embargo, en Italia la idea no gustó, y en España ni gustó ni dejó de gustar, pues los españoles no sabían ni quién era.
Por último, Espartero era ya viejo y lo había sido todo en la política española. Pasó del tema con elegancia.
Quedaba Amadeo. El pobre Amadeo. A trancas y barrancas, se consiguió que aceptase. España tenía, de nuevo, rey.
Por los pelos.
¿Gavela o gabela?
ResponderBorrarEnhorabuena por este post
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