Cuando un ejército decide jugar a gobernar, lo puede hacer de dos formas. Una, directa, es bastante conocida: la dictadura militar. La otra se basa en tutelar a quien gobierna y conforma, por lo tanto, una democracia vigilada.
Durante mucho tiempo, y no sólo el franquismo, el ejército español ha tenido un papel fundamental en la política. Desde luego, como origen de los movimientos de uno u otro signo, pero también, una vez que éstos cuajaron, como gran tutor de los gobiernos. Con ser esto normal en la Historia de España, y excepción hecha del franquismo que fue una dictadura militar, quizás el episodio de la vida de España en el que el poder del Ejército, poder tutelar, sobre el gobierno, fue más fuerte, fue el periodo de las Juntas Militares de Defensa. La historia de su nacimiento tiene su miga y, puesto que hoy en día no se suele contar, aquí os la quiero dejar; entre otras cosas porque, a mi entender, el conocimiento de los golpes de Estado dados contra el poder constituido en España no está completo sin saber de este episodio. Espero que, al final de este post, hayáis llegado a la conclusión de que merecía la pena leerlo, como yo creo que merece la pena escribirlo.
El ejército, como institución, ha cambiado mucho a lo largo de la Historia, de España como de otros países. El ejército medieval era una especie de compendio de pequeños ejércitos formados por siervos y mercenarios de distintos señores feudales. La huella del feudalismo permaneció bastante clara en los ejércitos renacentistas y barrocos, cuyos generales eran, casi sin excepción, personas de noble casta. El ejército de aquella época es un ejército mercenario, en ocasiones rabiosamente mercenario como es el caso de los tercios que por España lucharon en Flandes, y que fueron capaces de levantar asedios por el simple hecho de no haber cobrado a tiempo.
Todavía la guerra de la independencia española frente al pérfido francés se sustantivó contra regimientos comandados por condes, duques y príncipes de sangre azul franca. Pero en el propio ejército español, siendo como fue aquella una guerra de raíz eminentemente popular, las cosas estaban cambiando. Se estaba larvando el embrión de ejércitos profesionales, interclasistas, que ofrecían a cualquiera la oportunidad de ingresar en ellos, ser un buen militar, y medrar hasta lo más alto. Ejemplo de lo que he dicho es el Príncipe de la Paz o de Vergara, Baldomero Espartero, un soldado raso que a fuerza de inteligencia y decisión llegaría a general e, incluso, alcanzó el punto más alto de la fama y el honor cuando, tras la Gloriosa, hubo quien le ofreció ocupar el trono de España. Así pues, la diferencia que viene a introducir el siglo XIX es que cualquier puto mono podía ser general si valía para ello.
Esta imagen idílica, sin embargo, presentaba sus problemas. En el ejército decimonónico había, como he insinuado, dos vías, no una, de llegar al generalato: una era ingresar en una academia militar, ingresar en la corporación militar por lo tanto; y la otra era ascender desde la clase de tropa, lo cual significa acumular méritos de guerra (pues es la forma de ascender desde tan abajo). A España, en aquellos años que van desde la primera guerra carlista hasta la guerra de Marruecos que se terminó en 1926, no le faltaron hechos de guerra para que esa clase de tropa se foguease y consiguiese, como canta la bella zarzuela, los entorchados de brigadier.
Esta doble vía sentó las bases de un enfrentamiento que, en puridad, no desaparecería del todo hasta la guerra civil: el enfrentamiento entre burócratas y africanos: unos, militares de academia y cuerpo, defensores del rígido escalafón como forma de ascenso (o sea, hay una lista por antigüedad, y asciende el primero de la lista); y otros, fogueados en las guerras de España, notablemente en las de Marruecos, defensores de que quien debe ascender es quien mejor sabe guerrear, o sea el que más hostias se ha dado en las trincheras.
Aunque la división es muy cruda e injusta, se podría decir que el principal núcleo de burócratas se concentró, desde los inicios del enfrentamiento, en los llamados cuerpos facultativos, que eran Artillería e Ingenieros; ambos, cuerpos del ejército en los que eran necesarios conocimientos muy específicos, pues un buen artillero ha de saber de física y de química, y los ingenieros de sus cosas. Los más partidarios de los méritos de guerra se situaban en las armas llamadas generales, infantería y caballería, que son las que suelen ir al merdé cuando hay leches. Esta división básica fue incluso intensificada por los propios cuerpos facultativos puesto que, durante décadas del siglo antepasado, funcionó entre artilleros e ingenieros el compromiso moral de renunciar a los méritos de guerra. Esto es: cada vez que un artillero o ingeniero era ascendido por méritos de guerra, renunciaba a dicho ascenso, cambiándolo habitualmente por una condecoración, para así conservar la pureza de los ascensos por escalafón; actitud ésta que provocó que los ascendidos por méritos de guerra tendiesen, obviamente, a integrarse en otras armas. Un interesante reformador militar hoy olvidado, el general Manuel Gassola, fue el primer ministro que, en 1887, trató de acabar con estas prácticas extrañas, aunque con no mucho éxito. Lo que sí ocurrió, con rapidez, es que las distintas guerras en que se fue embarcando España (Marruecos, Filipinas, Cuba) fueron generando más y más oficiales por méritos de guerra; la conservación de la doble vía de ascenso, escalafón y guerra, fue la que provocó que, durante la primera mitad del siglo XX, el mal endémico del ejército español fuese la inflación de oficiales o, como decimos hoy, mucho jefe para poco indio.
En 1914, por lo tanto, ésta era la situación del ejército español: tenía inflación de oficiales, también un montón de puestos burocráticos, y un ejército en guerra en el cual algunos militares, entre ellos Francisco Franco, comenzaran una imparable carrera de ascensos por méritos bélicos. En dicha fecha de 1914, el conde del Serrallo, ministro de la Guerra en el gobierno del conservador Eduardo Dato, hizo patente su preocupación por las consecuencias que aquella molicie tenía a la hora de tratar de ganar la guerra colonial. Le preocupaba que el nivel de los oficiales que se enviaban a Marruecos fuese tan bajo, y pensó soluciones posibles para elevarlo. La que encontró fue endurecer el ascenso a oficial, dictando una serie de normas sobre requisitos que debería cumplir el militar ascendido; normas que, a decir de Emilio Mola, el general golpista que acompañó a Franco en la aventura del 36 y que tuvo una larga producción literaria, «cayeron en el Ejército como culebrón en charca de ranas».
El gobierno cambió el 9 de diciembre de aquel mismo año. Subió al poder el conde de Romanones, liberal, quien nombró ministro de la Guerra al general Agustín Luque y Coca (que es, por cierto, el inventor del servicio militar obligatorio en España); pero éste encontró las ideas de su antecesor muy puestas en razón, motivo por el cual decidió mantenerlas. Eso sí, tratando de quitarse de encima el marrón de tener que calificar los ascensos, dejó esta labor en manos de los capitanes generales de las plazas.
Era capitán general de Cataluña, entonces, el general Felipe Alfau Mendoza, el cual, cuando recibió las órdenes de Madrid, resolvió aplicarlas con excesivo afán y, haciendo uso de sus prerrogativas, dictó unas pruebas para el ascenso que eran, a decir de los contemporáneos, un insulto a los militares que tuvieran que pasarlas. A pesar de que Alfau fue prevenido de lo incómodo de su política, procedió con ella y, algunas semanas después, resolvió «examinar» a un teniente coronel y dos comandantes.
El «examen», consistió en que los candidatos mandasen por turno las evoluciones de un batallón que formó en el entonces llamado Campo de Galvany, en la Diagonal; y se le dio publicidad para que acudiese público. Los militares aprobaron, claro. No iban a aprobar. Yo no soy militar y, aún así, sé gritar perfectamente ¡AAAAAArmas al hombro!, o ¡Descansen!
A los ociosos espectadores barceloneses aquello les pareció chusco, así pues se burlaron con evidencia del examencito y de los examinandos. Sin embargo, a Alfau le debió parecer que había obrado de puta madre, pues maquinó la posibilidad de hacer algún examen más, para lo cual decidió seleccionar como candidato a mandos de Artillería.
Ay, amigo Sancho. Con la Iglesia hemos topado.
Ya lo hemos dicho. Cuando menos en aquel entonces, para arma corporativa, pagada de sí misma, orgullosa de su nivel, despreciativa del resto de las armas, el arma de Artillería. ¿A ellos, con vergonzosos y estúpidos examencitos públicos? Le montaron al capitán general un pollo de tal calibre que hasta Alfau, que como vemos no debía de ser hombre de muchas luces, cedió. Pero cedió a medias; fracasado el intento con los artilleros, la tomó con el personal destinado en las cajas de reclutas.
A los militares de Infantería, visto lo visto, les empezó a dar la impresión (cierta) de que, dado que Alfau no se atrevería con las armas más elitistas, les tocaría a ellos pagar el pato. Así pues el capital Emilio Guillén Pedemonte, de la dicha arma, comenzó a maquinar contactos con compañeros, inicialmente para defenderse frente a los exámenes, aunque muy pronto llegaron a formular cosas más serias, concretamente la creación de una Junta que defendiese los derechos de los militares de infantería. Junta que, por supuesto, los cuerpos elitistas, Artillería e Ingenieros, ya habían formado en sus respectivas armas. Pocos días después, en los caóticos solares de una callecita periférica de Barcelona llamada Gran Vía Laietana, este primer grupo de mandos intermedios (capitales y tal) se reunió con los comandantes, y la Junta quedó constituida.
Estamos ya en el año 1916. La Junta de Infantería ha hecho público ya una especie de manifiesto en el que se muestra dispuesta a tomar las medidas más extremas para defender el honor y los derechos de los infantes; no pocos altos mandos del cuerpo se han negado a firmarlo. El coronel del regimiento Vergara, Benito Márquez, es el principal propagandista de la Junta, en su condición de presidente de la misma, asistido por el secretario, capital Manuel Álvarez Gilarranz. En el reglamento de esta Junta, aprobado en diciembre de 1916, el militar adherido se compromete a:«Prometo, bajo mi palabra de honor, que si, en el cumplimiento de alguna decisión que el Arma, conforme a este Reglamento, adoptase, resultase perjudicado en su carrera o intereses cualquier compañero que, cumpliendo nuestro mandato, hubiese intervenido en ella, procuraré, por todos los medios posibles, ampararle en unión de todos mis compañeros del Arma y, desde luego, a garantizar al damnificado los sueldos de sus empleos en activo, hasta el de coronel inclusive, a medida que vaya alcanzándolos por antigüedad quien le siga en el escalafón y el retiro que en la misma forma le corresponda». Aunque esta medida es, claramente, una medida solidaria tendente a no dejar tirado al militar represaliado por defender la Junta, con el tiempo fue otra cosa: en combinación con el artículo 4 del Reglamento, que obligaba a los miembros de la Junta a acatar la opinión de la mayoría, se utilizó como vía para hacer que los militares ascendidos por méritos de guerra renunciasen a dichos ascensos y los cambiasen por la Cruz de María Cristina.
En abril de 1917 cayó el gobierno Romanones y subió el marqués de Alhucemas, que nombró ministro de la Guerra a Francisco Aguilera, ministro que, desde el primerísimo día de su gestión, le puso la proa a la Junta de Infantería. El 25 de mayo por la mañana, el general Alfau llamó a Márquez a su despacho y le comunicó la orden de disolver la Junta de Infantería en 24 horas. Al día siguiente, domingo, Márquez y el resto de cabezas de la Junta le comunicaron al general su negativa, motivo por el cual fueron inmediatamente encarcelados en el cuartel de las Atarazanas: el coronel Benito Márquez; teniente coronel Silverio Martínez Raposo; comandante Rafael Espino; capitanes Leopoldo Pérez Pala, Miguel García Rodríguez y Manuel Álvarez Gilarranz; tenientes Emilio González Unzalu y Marcelino Flores.
No sabemos muy bien lo que pasó entonces. Sabemos, eso sí, que el fiscal, comandante de Artillería Salavera, se personó en Atarazanas para tomar declaración a los detenidos. Se sabe que los detenidos comenzaron a soltar sapos y culebras del general Alfau, dado datos concretos de cosas concretas. Se sabe que Salavera, tras escuchar lo escuchado, resolvió regresar a Capitanía General a parlamentar con Alfau. Y se sabe que Alfau fue convocado a Madrid esa misma noche, y nunca regresó a Barcelona; y que Salavera no volvió a pisar Atarazanas. Cada uno, con estos datos, que se haga la composición de lugar que quiera.
El 31 de mayo, estaba al frente de la Capitanía de Cataluña el general José Marina, los jefes de la Junta habían sido trasladados al castillo de Montjuïch, y los militares de infantería echando espumarajos en los cuartos de banderas. Tal y como comprobó el comandante de Caballería Mariano Foronda, que aquel día 31 trató de hacer de hombre bueno y pactar una solución, en algunos de los principales cuarteles de Barcelona, como los regimientos Santiago y Montesa, la idea prevalente era liberar a los detenidos sí o sí, como fuese. A lo largo de la jornada, la situación se hizo explosiva. En primer lugar, el arma de Artillería informó que, de no liberar la Infantería a los detenidos, lo harían ellos; en segundo lugar, por toda Barcelona se extendió el rumor, publicado por la prensa, de que de Madrid llegaban militares con la misión de sustituir en sus puestos a los coroneles Márquez y Echevarría y al teniente coronel Martínez Raposo; noticia que, además, quedó seudoconfirmada cuando se supo que el capital general Marina tenía la intención de ir al día siguiente a presenciar la revista en los cuarteles, detalle que se interpretó como un indicio de que pensaba dar el espaldarazo a los nuevos jefes.
Aquello levantó la rebelión.
Los oficiales de infantería decidieron, pura y simplemente, impedirle al día siguiente al capitán general, ¡al capitán general!, la entrada en los cuarteles. Incluso cursaron órdenes a Zaragoza de que, si se recibían noticias de que los nuevos mandos llegaban de Madrid, se levantase la vía. Como ya hemos visto, las juntas militares eran un fenómeno de mandos intermedios; hemos visto en ellas implicados a coroneles, tenientes coroneles, capitales y tenientes, pero no a generales. Éstos, alarmados por el cariz que tomaba la cosa, se citaron a las ocho de la mañana del 1 de junio, en la Capitanía General, con el objeto de tratar de convencer a Marina de que desistiese de su propósito. Ved aquí el cariz de la situación: a los generales ni por asomo se les ocurrió tratar de imponer la disciplina y el orden del mando, llamando a los mandos intermedios a obedecer. Eso es porque sabían que no serían obedecidos. Mientras tanto, los miembros de la Junta suplente no encarcelados redactaron un manifiesto, el conocido como Manifiesto del 1 de junio, que se debe a la pluma del capitán Isaac Villar Moreno, que fue asistido por los capitanes Evelio Quintero, Manuel Ramos, Jesús Marín, Francisco Díaz Contesti, Arturo Herrero y Juan Rojí.
El manifiesto es todo un monumento de victimismo militar. Tras insinuar que el ejército había sido vilipendiado tras la pérdida de las colonias, se aseveraba que las reformas políticas de los últimos años habían dejado a las fuerzas armadas en una situación de caos y desorganización. Se acusaba al sistema de enchufismo, injusticia y agravio comparativo de los militares respecto de otros funcionarios públicos. Y asevera el manifiesto (itálicas mías): «La totalidad del Arma ha resuelto exponer respetuosamente, por última vez, su deseo de permanecer en disciplina, pero obteniendo la rehabilitación inmediata de los arrestados, la reposición de los privados de destinos, la garantía de que no se tomarán represalias y de que será atendida, en lo posible, con más interés y cariño y, por último, el reconocimiento oficioso de existencia de su Unión y Junta de Defensa, empeñando en cambio nuestra palabra de honor de que jamás será esto fuente de indisciplina, de que no se quebrantará su respeto a los poderes constituidos». El manifiesto daba un plazo de doce horas para la aceptación de estos hechos.
No sé la vuestra; pero mi opinión es que este manifiesto tiene tanto de golpe de Estado que el teniente coronel Tejero gritando en el Congreso ¡Quieto todo el mundo! Para empezar, era un ultimátum (por última vez). Para seguir, en las promesas hechas caso de ser atendidas sus propuestas, los militares de la Junta dejaban claro lo que pensaban hacer si no era así: quebrantar su respeto a los poderes constituidos.
El primer problema se resolvió. En leer el manifiesto y tal, el general Marina consumió tiempo suficiente como para que el tiempo de revista en los cuarteles más díscolos hubiese pasado. Además, los nuevos mandos no llegaron. Sin embargo, esto estaba lejos de resolver definitivamente la situación, puesto que el bravo Marina, héroe de la acción de Sidi-Hamed-el-Hach, se negó a acatar el plazo del manifiesto, que consideraba, con razón, una imposición de un mando inferior a otro superior. El viejo militar se enrocó. Pero tenía un mando superior.
A media tarde, se recibió en los cuarteles un comunicado de los arrestados en Montjuïch. De dicho comunicado cabe suponer que desde Madrid se ordenó la puesta en libertad de los junteros aquella misma noche; libertad que, no obstante, había sido negada por Marina por estar dentro del plazo de las doce horas, así pues susceptible de ser interpretada como una bajada de pantalones del capitán general (que es exactamente lo que fue). Posibilistas y generosos como siempre cuando se ha ganado, los arrestados coincidieron en aceptar ser liberados al día siguiente, pasado un plazo que, según su comunicado, «exige el amor propio del general Marina, el del Gobierno o el de alguien superior». Ese alguien superior sólo podía ser, entiendo yo, el rey o el papa. Y no creo que al vicario de Cristo toda esta milonga le importase mucho.
A partir de ese día, y hasta bien entrada la dictadura de Primo de Rivera, las Juntas militares se convertirían en un gobierno dentro del gobierno que manejaba los asuntos militares, y aún los meramente conexos con el orden militar, a su placer. Tanto que se habla de la masonería, no creo que jamás los masones consiguiesen una capacidad de influencia en las decisiones gubernamentales ni la mitad de la que consiguieron estos políticos en paralelo, jamás votados, jamás elegidos. Y eso lo hicieron, a mi modo de ver, mediante un auténtico golpe de Estado, en el que no se disparó un solo tiro, cierto, ni hubo víctimas; pero eso fue sólo porque el gobierno legítimo cedió.
Tiempo habrá, espero, de volver a hablar de estas Juntas, y de cómo les fue.
otro motivo más para no ser guerricivilista.
ResponderBorrarfascinante, no sabía NADA de estas Juntas Militares.
Muchas Gracias
me ha gustado el tono desenfadado, pero a la vez, serio, que tiene este post. Gracias, no sabía nada de este tema. Y creo que das en el clavo.
ResponderBorrarjaja eres un máquina
ResponderBorrarjaja eres un máquina
ResponderBorrarLos militares aprobaron, claro. No iban a aprobar. Yo no soy militar y, aún así, sé gritar perfectamente ¡AAAAAArmas al hombro!, o ¡Descansen!
ResponderBorrarMe temo que hubieras suspendido.
Muy interesante tu artículo acerca del tema de las Juntas de Defensa. Desconocía el decidido apoyo del entonces capitán Juan Rojí, hermano de mi bisabuelo, al manifiesto de junio de 1917.
ResponderBorrarTu bisabuelo era hermano de Juan Rojí, el mío fue Julián Rojí de Echenique y uno de sus hermanos se llamaba Juan.
BorrarSegún una noticia publicada en La Vanguardia, en mayo de 1917, mi bisabuelo Julián, entonces teniente coronel destinado en el regimiento de Infantería Almansa nº 18, estacionado en Tarragona, se trasladó a Barcelona para "asistir al consejo de guerra de oficiales generales".