miércoles, octubre 15, 2025

GCEconomics (24) Los operadores económicos desconectados




Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)

 



El elemento de política económica en el que Burgos se desempeñó con mayor facilidad fue el primario. Al fin y al cabo, casi toda la España agraria había caído de su lado. En agosto de 1936, se declaró muerta y enterrada la política agraria republicana, se devolvieron las fincas intervenidas; mientras se declaraban ilegales las invasiones de fincas posteriores al 18 de julio.

En materia industrial, para el bando nacional fue muy importante tener las cuencas carboneras de León; aunque, obviamente, esa situación mejoró sustancialmente con la caída de Asturias. La política industrial del bando nacional, por lo demás, apenas existió hasta la caída del norte, momento en que la situación dio la vuelta. No se trata sólo de encontrarse las factorías de Bilbao limpias de polvo y paja; se trata, sobre todo, de que, con el control del País Vasco, la zona nacional adquirió la capacidad de exportar libremente por tierra y mar, y de ser aprovisionada.

En general, además, la gestión centralizada y, sobre todo, la política financiera y de crédito cautelosa, que buscó la flexibilidad en cuanto pudo, hizo que la política industrial nacional fuese mucho más eficiente que la republicana. Sánchez Asiaín calculó, en este sentido, que en las zonas que fueron republicanas casi hasta el final de la guerra, el valor de la producción industrial en 1938 era el 28% del nivel pre golpe; mientras que esa misma ratio, en las zonas que controló Burgos desde el inicio, era del 96%.

Otro elemento a considerar fue que el gobierno de Burgos consiguió trasladar con eficiencia la estabilidad económica y financiera a los representantes extranjeros que estaban destinados en la ciudad o en Salamanca. Una vez más, nos encontramos ante un factor que se valora poco, creo yo que a causa de esta interpretación, bastante generalizada, en el sentido de que durante la GCEXX, fuera de España, todo fueron manifestaciones de solidaridad con la república. Quizás sea cierto; pero no deja de ser menos cierto que en el mundo hay mucha gente que no se manifiesta. Burgos consiguió lanzar al mundo la sensación de que, en su ámbito, no ocurría lo mismo en el lado republicano. A pesar de que el gobierno económico de Burgos fue un gobierno de guerra, es decir extremadamente intervencionista (algo a lo que Franco le cogió el gusto, razón por la cual tuvo de liberal lo que yo de lagarterana), en los círculos económicos del exterior, notablemente los británicos y estadounidenses, se ganó la vitola de régimen estable, respetuoso con la propiedad privada, comprometido con el crecimiento y bla. Esto fue básico para contar con la solidaridad de la banca internacional.

Hasta ahora hemos hablado de lo que la guerra le hizo a las autoridades económicas. Nos queda, sin embargo, el relato de lo que le ocurrió a los operadores económicos.

Mi bisabuelo vivía en La Coruña y era fundador y presidente de una potente firma de comercio exterior. Cuando estalló la guerra ya estaba medio retirado y, por lo que me contó en su día mi abuela, su nuera, no se preocupó demasiado cuando estalló la guerra; diríase que incluso se alegró, pues al parecer era mucho de Santiaguito Casares Quiroga; lo cual me da a mí una pista importante para entender por qué somos tan imbéciles en mi familia. De hecho, tanto él como mis abuelos se fueron de viaje a Andalucía aquel verano, en agosto, dejando a sus hijos y nietos (uno de ellos, mi padre) a pasar el verano en el colegio en el que estaban internos en Vigo. Fueron unos putos irresponsables, yéndose con un coche carísimo con el que atravesaron áreas republicanas, con el riesgo de dejar a sus hijos solos o huérfanos. Pero así eran mis abuelos paternos; cualquiera de los tres podría haber escrito el libro El egoísmo y su puta madre. En aquel entonces, mi bisabuelo, mi abuelo y mi abuela, pertenecían a la estrecha casta de españoles acostumbrados a desayunar ostras en la terraza de un hotel de lujo en París, a conocerse al dedillo todos los restaurantes de alto standing de Estocolmo, o que habían visto (varias veces) los rascacielos de Nueva York.

Cinco años después, esas tres personas, y todas las que dependían de ellos, estaban arruinadas. La escasez real tardó años en llegar porque, al fin y al cabo, tenían activos de los que deshacerse; mi bisuabuelo, en La Coruña de hace cien años, poseía doce coches de lo que hoy llamaríamos “alta gama”. Lo vendieron todo para sostener a sus hijos legítimos e ilegítimos (tanto mi bisabuelo como mi abuelo eran insignes puteros bien conocidos en El Papagayo de La Coruña; y quien quiera saber lo que era El Papagayo, que se lea el Pascual Duarte o se lo pregunte a Paco Vázquez, que fue el alcalde que se lo llevó por delante); pero entre que los gastos eran muchos y que mi abuelo se había gastado una fortuna en bonos de guerra alemanes que, lógicamente, la República Federal nunca reembolsó, la cosa no tenía desarrollo posible.

Así las cosas, mis abuelos acabaron sus días en lo único que les quedó: un piso de renta antigua en el puto centro de La Coruña, un lugar que hoy en día tienes que ser secretario de Organización del PSOE para poder permitírtelo. Un piso del que su propietario, a la muerte de mi abuela, sacó siete apartamentos, siete: tres comedores, dos galerías, siete dormitorios, cuatro cuartos de baño, una sala  para el piano... Una casa repleta de las muchas cosas que aquella familia, la mía, se había comprado durante sus años dulces. Una casa que era, en sí, un museo, en la que no podías mover un cenicero sin que mi abuela te regañase. Yo creo que fue visitándola cuando yo me aficioné al pasado.

Pero todo esto os lo cuento por una razón: el origen de la pobreza de mi familia es sólo una: al estallar la guerra, los accionistas de la empresa y su consejo de administración quedaron divididos. Unos, en Coruña. El otro, en Madrid. Y el hecho, palmario, de que, tres años después, ya no quedaba nada. Bueno, eso y que, a la hora de reclamarle a Franco, ser un conocido lamepollas de la ORGA no ayudó demasiado, para qué lo vamos a decir de otra manera.

La guerra civil, en efecto, supuso que un montón de empresas quedasen incomunicadas entre sus órganos de gobierno, sus accionistas, sus gestores y sus mercados.

La república, como ya os he explicado, se quedó, tras el primer asalto de la rebelión, con todos los órganos centrales del sistema bancario, así como con las sedes centrales de los grandes bancos. En las semanas siguientes, los hombres que mandaban en dichos bancos fueron goteando, unos porque salieron de zona republicana, otros porque fueron cesados de sus cargos. La consecuencia fue que ya en el verano de 1936 la república cumplió el sueño húmedo de todo votante de izquierdas, y tomó el control directo del sistema financiero.

A finales de 1936, el Ministerio de Hacienda, el Consejo Superior Bancario, el Banco de España y el Centro Oficial de Contratación de Moneda se marcharon a Valencia. En mayo de 1937 los ministerios de Hacienda y Economía fueron refundidos, y el 31 de octubre este departamento se marchó a Barcelona.

Abandonar Madrid fue un problema. Mal que le pese a los enemigos de la Ayuso, Madrid tiene, desde hace mucho tiempo, unas infraestructuras y unas posibilidades muy superiores a las de cualquier otra ciudad de España. Por lo tanto, trasladar las sedes centrales de los bancos no resultaba tan fácil. Éste, de hecho, fue un factor de primer nivel para que el gobierno procediese a la nacionalización de facto de los bancos: era la única forma que tenía de gestionarlos.

Burgos, mientras tanto, repitió para los bancos privados el esquema del Banco de España. Trató de aprovecharse de los gerentes exiliados de Madrid para crear, a partir de las sucursales que habían quedado en sus manos, un sistema bancario paralelo.

Los trabajos comenzaron ya en la segunda quincena de julio de 1936, es decir, con el golpe bien calentito. La Junta de Defensa Nacional encontró el apoyo de cuatro banqueros importantes, a los que constituyó en especie de comité de expertos para la creación de la banca nacional. Éstos fueron: Amadeo Álvarez García, conde de Real Agrado, consejero del Banco Hispano Americano y presidente del Banco de Gijón; Mariano Cajigal, director del Banco Hispano Americano; Manuel Argüelles, consejero del Banco Español de Crédito; y José García Alía, director de la sucursal de Burgos del Banco de Bilbao. Con el tiempo se les unirían Ignacio Herrero y Garralda, marqués de Aledo, presidente del Banco Hispano Americano; y Arturo López Argüello, director gerente del Banco Castellano.

El 20 de agosto de 1936 se creó el Comité Nacional de la Banca Privada, integrado por estos cuatro banqueros. Este comité siguió existiendo hasta marzo de 1938; fecha en la que, una vez vertebrado el mando nacional en ministerios, se creó el Consejo Nacional del Crédito.

Los dos factores que caracterizaron la situación monetaria de la zona republicana: progresivo empequeñecimiento y caos monetario, forzaron una reducción constante y paulatina de la actividad de los bancos. Todo lo contrario le ocurrió a la banca de Burgos, que si algún problema tuvo fue la humildad de sus infraestructuras. Tuvo, desde luego, el problema de la asimetría de balance. Porque a un banco le va bien cuando su balance guarda simetría, es decir, capta tanto dinero (pasivo) como el que es capaz de prestar (activo); pues sólo así se genera un margen financiero (diferencia entre el precio pagado por el pasivo y el coste cargado por el activo) que sea fuente de beneficio. Es lo que los estadounidenses suelen llamar "el negocio dos-tres-tres": Capta dinero al 2, préstalo al 3, y a las 3 vete a jugar al golf. 

En una situación de guerra, el pasivo crece, porque la gente mete su dinero en cuentas; pero el activo no, porque no hay actores económicos que pidan préstamos. Así pues, el negocio no era fácil.

A ello hay que unir que los territorios más intensamente peticionarios de préstamos, los industriales, habían quedado del lado republicano. Esto generó problemas por ambos lados: a los nacionales porque, como os he dicho, tenían mucho ahorro (pasivo), pero poco que hacer con él. Y a los republicanos, porque sus empresas tenían (inicialmente) demanda de crédito; pero los bancos carecían de pasivos con que atenderla.

En zona republicana, el espíritu ideológico que dominaba los actos sociales y de gobierno, muy dominado por unas izquierdas naturalmente hostiles a la banca privada; y, sobre todo, la eclosión, primero, de una inflación desbocada, y finalmente de una híper inflación, acabó en la práctica con el negocio bancario tradicional; los bancos se convirtieron en oficinas del Ministerio de Hacienda; terminales del doctor Negrín y de Amaro del Rosal, su estratega económico que, no por casualidad, había sido dirigente de la UGT de Banca.

La resolución a favor de la república de la batalla de Guadalajara, que le dejó claro a todo el mundo que Madrid no caería en el corto plazo, produjo un pánico financiero entre los habitantes de la ciudad, que intentaron una retirada masiva de fondos de sus cuentas. Como ya contamos en estas notas, la zona republicana, como la nacional, estaba ya caracterizada por restricciones en la disposición de efectivo; esas restricciones, sin embargo, suavizaron algo el golpe, pero no lo evitaron. El sistema bancario entró en déficit y, para poder equilibrarlo, acudió a operaciones de pignoración de valores en el Banco de España. Con este trampeo se mantuvieron hasta el verano de 1937 (que, no me cansaré de repetirlo, es la fecha en la que la guerra se pierde por la república); a partir de entonces, la honda desvalorización de la moneda republicana y la crisis productiva en su territorio comenzaron a inflar los pasivos de los bancos.

La banca, literalmente, nadaba en dinero con el que, cada vez, podía hacer menos cosas y, además, valía cada vez menos. Su reacción fue de libro: bajar la retribución de los depósitos para desincentivar el ahorro; pero se encontró con que justo lo contrario, es decir, el fomento del ahorro (y la consecuente retirada de dinero de la circulación) era lo que estaba buscando Negrín. El gobierno, a través de su gran banco oficial, la Caja Postal de Ahorros, comenzó a ofrecer extratipos que la banca no podía (ni quería) pagar; extratipos que, por lo demás, no se sustentaban en realidad alguna del balance de la Caja Postal, pero, ¿cuándo leches le ha frenado esa minucia a los gestores black de la esencialmente virtuosa banca pública? Finalmente, bancos y Ministerio (que, en realidad, eran una unidad de destino en lo universal) decidieron eliminar el abono de intereses en cuentas a la vista. O sea, básicamente, esquilmaron al ciudadano, que es una cosa que se les suele dar bastante bien tanto a los banqueros como a los políticos considerados aisladamente; así que, si los juntas, ni te cuento.

Conforme avanzó la guerra, por lo demás, el parón de la demanda de crédito era más evidente. El gobierno, sin embargo, no se quiso enterar de ello y, de hecho, obligó a los bancos a conceder créditos, digamos, “de impulsión oficial”, para que pareciese que la actividad seguía en full throttle. En la práctica, esto supuso que los bancos hubieron de financiar gratis et amore a los únicos que en realidad estaban en condiciones de pedir dinero, que era el amplio abanico de organizaciones peripatéticas que daban sentido a la “España social”. Organizaciones que, si nos ponemos estupendos, deberían haber devuelto todo ese dinero en el marco del proceso de devolución del patrimonio sindical; pero digamos que ese capítulo no pareció interesarle a nadie.

El problema surgió, primero de forma embrionaria con las huidas de zona republicana; y, después, a lo bestia conforme los nacionales fueron tomando territorios. El asunto ya se convirtió en un cachondeo cuando cayó el frente del norte. Conforme la república iba perdiendo la guerra, la zona republicana se llenaba de desplazados de las áreas conquistadas. Estas personas llegaban a la zona republicana con documentos que adveraban la existencia de cuentas corrientes a su favor en los bancos de la zona franquista; y acudían a las sucursales de esos mismos bancos, normalmente para pedir préstamos apalancados con ese dinero.

El final de la guerra, por otra parte, generó un efecto curioso de deudores que querían dejar de serlo. Efectivamente, conforme se hacía cada vez más claro que la república iba a perder la guerra, más personas que tenían préstamos con la banca, sobre todo los que le debían dinero al Banco Hipotecario, hicieron lo imposible por amortizar esos préstamos. La razón es obvia: conocedores de la normativa franquista de total desvalorización de la moneda republicana emitida después del 18 de julio y sospechosos de que todo terminaría más o menos como terminó en la Ley de Desbloqueo, aquellas personas que tenían pasivos hipotecarios estaban locas por dejar de tener en sus manos una obligación financiera, cuya denominación en peseta republicana podría ser un gran problema; y buscaban tener, antes del final de la guerra, la propiedad pura y dura del inmueble que habían adquirido con hipoteca.

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