Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
El elemento de política económica en el que Burgos se desempeñó con mayor facilidad fue el primario. Al fin y al cabo, casi toda la España agraria había caído de su lado. En agosto de 1936, se declaró muerta y enterrada la política agraria republicana, se devolvieron las fincas intervenidas; mientras se declaraban ilegales las invasiones de fincas posteriores al 18 de julio.
En materia industrial, para el
bando nacional fue muy importante tener las cuencas carboneras de León; aunque,
obviamente, esa situación mejoró sustancialmente con la caída de Asturias. La
política industrial del bando nacional, por lo demás, apenas existió hasta la
caída del norte, momento en que la situación dio la vuelta. No se trata sólo de
encontrarse las factorías de Bilbao limpias de polvo y paja; se trata, sobre
todo, de que, con el control del País Vasco, la zona nacional adquirió la
capacidad de exportar libremente por tierra y mar, y de ser aprovisionada.
En general, además, la gestión
centralizada y, sobre todo, la política financiera y de crédito cautelosa, que
buscó la flexibilidad en cuanto pudo, hizo que la política industrial nacional
fuese mucho más eficiente que la republicana. Sánchez Asiaín calculó, en este
sentido, que en las zonas que fueron republicanas casi hasta el final de la
guerra, el valor de la producción industrial en 1938 era el 28% del nivel pre
golpe; mientras que esa misma ratio, en las zonas que controló Burgos desde el
inicio, era del 96%.
Otro elemento a considerar fue
que el gobierno de Burgos consiguió trasladar con eficiencia la estabilidad
económica y financiera a los representantes extranjeros que estaban destinados
en la ciudad o en Salamanca. Una vez más, nos encontramos ante un factor que se
valora poco, creo yo que a causa de esta interpretación, bastante generalizada,
en el sentido de que durante la GCEXX, fuera de España, todo fueron
manifestaciones de solidaridad con la república. Quizás sea cierto; pero no
deja de ser menos cierto que en el mundo hay mucha gente que no se manifiesta.
Burgos consiguió lanzar al mundo la sensación de que, en su ámbito, no ocurría
lo mismo en el lado republicano. A pesar de que el gobierno económico de Burgos
fue un gobierno de guerra, es decir extremadamente intervencionista (algo a lo
que Franco le cogió el gusto, razón por la cual tuvo de liberal lo que yo de
lagarterana), en los círculos económicos del exterior, notablemente los
británicos y estadounidenses, se ganó la vitola de régimen estable, respetuoso
con la propiedad privada, comprometido con el crecimiento y bla. Esto fue básico
para contar con la solidaridad de la banca internacional.
Hasta ahora hemos hablado de lo
que la guerra le hizo a las autoridades económicas. Nos queda, sin embargo, el
relato de lo que le ocurrió a los operadores económicos.
Mi bisabuelo vivía en La Coruña y
era fundador y presidente de una potente firma de comercio exterior. Cuando
estalló la guerra ya estaba medio retirado y, por lo que me contó en su día mi
abuela, su nuera, no se preocupó demasiado cuando estalló la guerra; diríase
que incluso se alegró, pues al parecer era mucho de Santiaguito Casares
Quiroga; lo cual me da a mí una pista importante para entender por qué somos
tan imbéciles en mi familia. De hecho, tanto él como mis abuelos se fueron de
viaje a Andalucía aquel verano, en agosto, dejando a sus hijos y nietos (uno de
ellos, mi padre) a pasar el verano en el colegio en el que estaban internos en
Vigo. Fueron unos putos irresponsables, yéndose con un coche carísimo con el
que atravesaron áreas republicanas, con el riesgo de dejar a sus hijos solos o
huérfanos. Pero así eran mis abuelos paternos; cualquiera de los tres podría
haber escrito el libro El egoísmo y su puta madre. En aquel entonces, mi bisabuelo, mi abuelo y mi abuela, pertenecían a la estrecha casta de españoles acostumbrados a desayunar ostras en la terraza de un hotel de lujo en París, a conocerse al dedillo todos los restaurantes de alto standing de Estocolmo, o que habían visto (varias veces) los rascacielos de Nueva York.
Cinco años después, esas tres
personas, y todas las que dependían de ellos, estaban arruinadas. La escasez
real tardó años en llegar porque, al fin y al cabo, tenían activos de los que
deshacerse; mi bisuabuelo, en La Coruña de hace cien años, poseía doce coches
de lo que hoy llamaríamos “alta gama”. Lo vendieron todo para sostener a sus
hijos legítimos e ilegítimos (tanto mi bisabuelo como mi abuelo eran insignes
puteros bien conocidos en El Papagayo de La Coruña; y quien quiera saber lo que
era El Papagayo, que se lea el Pascual Duarte o se lo pregunte a Paco
Vázquez, que fue el alcalde que se lo llevó por delante); pero entre que los
gastos eran muchos y que mi abuelo se había gastado una fortuna en bonos de
guerra alemanes que, lógicamente, la República Federal nunca reembolsó, la cosa
no tenía desarrollo posible.
Así las cosas, mis abuelos
acabaron sus días en lo único que les quedó: un piso de renta antigua en el
puto centro de La Coruña, un lugar que hoy en día tienes que ser secretario de
Organización del PSOE para poder permitírtelo. Un piso del que su propietario,
a la muerte de mi abuela, sacó siete apartamentos, siete: tres comedores, dos
galerías, siete dormitorios, cuatro cuartos de baño, una sala para el piano... Una casa repleta de las
muchas cosas que aquella familia, la mía, se había comprado durante sus años
dulces. Una casa que era, en sí, un museo, en la que no podías mover un
cenicero sin que mi abuela te regañase. Yo creo que fue visitándola cuando yo
me aficioné al pasado.
Pero todo esto os lo cuento por
una razón: el origen de la pobreza de mi familia es sólo una: al estallar la
guerra, los accionistas de la empresa y su consejo de administración quedaron
divididos. Unos, en Coruña. El otro, en Madrid. Y el hecho, palmario, de que,
tres años después, ya no quedaba nada. Bueno, eso y que, a la hora de
reclamarle a Franco, ser un conocido lamepollas de la ORGA no ayudó demasiado,
para qué lo vamos a decir de otra manera.
La guerra civil, en efecto,
supuso que un montón de empresas quedasen incomunicadas entre sus órganos de
gobierno, sus accionistas, sus gestores y sus mercados.
La república, como ya os he
explicado, se quedó, tras el primer asalto de la rebelión, con todos los
órganos centrales del sistema bancario, así como con las sedes centrales de los
grandes bancos. En las semanas siguientes, los hombres que mandaban en dichos
bancos fueron goteando, unos porque salieron de zona republicana, otros porque
fueron cesados de sus cargos. La consecuencia fue que ya en el verano de 1936
la república cumplió el sueño húmedo de todo votante de izquierdas, y tomó el
control directo del sistema financiero.
A finales de 1936, el Ministerio
de Hacienda, el Consejo Superior Bancario, el Banco de España y el Centro
Oficial de Contratación de Moneda se marcharon a Valencia. En mayo de 1937 los
ministerios de Hacienda y Economía fueron refundidos, y el 31 de octubre este
departamento se marchó a Barcelona.
Abandonar Madrid fue un problema.
Mal que le pese a los enemigos de la Ayuso, Madrid tiene, desde hace mucho
tiempo, unas infraestructuras y unas posibilidades muy superiores a las de
cualquier otra ciudad de España. Por lo tanto, trasladar las sedes centrales de
los bancos no resultaba tan fácil. Éste, de hecho, fue un factor de primer
nivel para que el gobierno procediese a la nacionalización de facto de
los bancos: era la única forma que tenía de gestionarlos.
Burgos, mientras tanto, repitió
para los bancos privados el esquema del Banco de España. Trató de aprovecharse
de los gerentes exiliados de Madrid para crear, a partir de las sucursales que
habían quedado en sus manos, un sistema bancario paralelo.
Los trabajos comenzaron ya en la
segunda quincena de julio de 1936, es decir, con el golpe bien calentito. La
Junta de Defensa Nacional encontró el apoyo de cuatro banqueros importantes, a
los que constituyó en especie de comité de expertos para la creación de la
banca nacional. Éstos fueron: Amadeo Álvarez García, conde de Real Agrado,
consejero del Banco Hispano Americano y presidente del Banco de Gijón; Mariano
Cajigal, director del Banco Hispano Americano; Manuel Argüelles, consejero del
Banco Español de Crédito; y José García Alía, director de la sucursal de Burgos
del Banco de Bilbao. Con el tiempo se les unirían Ignacio Herrero y Garralda,
marqués de Aledo, presidente del Banco Hispano Americano; y Arturo López
Argüello, director gerente del Banco Castellano.
El 20 de agosto de 1936 se creó
el Comité Nacional de la Banca Privada, integrado por estos cuatro banqueros.
Este comité siguió existiendo hasta marzo de 1938; fecha en la que, una vez
vertebrado el mando nacional en ministerios, se creó el Consejo Nacional del
Crédito.
Los dos factores que caracterizaron la situación monetaria de la zona republicana: progresivo empequeñecimiento y caos monetario, forzaron una reducción constante y paulatina de la actividad de los bancos. Todo lo contrario le ocurrió a la banca de Burgos, que si algún problema tuvo fue la humildad de sus infraestructuras. Tuvo, desde luego, el problema de la asimetría de balance. Porque a un banco le va bien cuando su balance guarda simetría, es decir, capta tanto dinero (pasivo) como el que es capaz de prestar (activo); pues sólo así se genera un margen financiero (diferencia entre el precio pagado por el pasivo y el coste cargado por el activo) que sea fuente de beneficio. Es lo que los estadounidenses suelen llamar "el negocio dos-tres-tres": Capta dinero al 2, préstalo al 3, y a las 3 vete a jugar al golf.
En una situación de guerra, el pasivo
crece, porque la gente mete su dinero en cuentas; pero el activo no, porque no
hay actores económicos que pidan préstamos. Así pues, el negocio no era fácil.
A ello hay que unir que los
territorios más intensamente peticionarios de préstamos, los industriales,
habían quedado del lado republicano. Esto generó problemas por ambos lados: a
los nacionales porque, como os he dicho, tenían mucho ahorro (pasivo), pero
poco que hacer con él. Y a los republicanos, porque sus empresas tenían
(inicialmente) demanda de crédito; pero los bancos carecían de pasivos con que
atenderla.
En zona republicana, el espíritu
ideológico que dominaba los actos sociales y de gobierno, muy dominado por unas
izquierdas naturalmente hostiles a la banca privada; y, sobre todo, la
eclosión, primero, de una inflación desbocada, y finalmente de una híper
inflación, acabó en la práctica con el negocio bancario tradicional; los bancos
se convirtieron en oficinas del Ministerio de Hacienda; terminales del doctor
Negrín y de Amaro del Rosal, su estratega económico que, no por casualidad,
había sido dirigente de la UGT de Banca.
La resolución a favor de la
república de la batalla de Guadalajara, que le dejó claro a todo el mundo que
Madrid no caería en el corto plazo, produjo un pánico financiero entre los
habitantes de la ciudad, que intentaron una retirada masiva de fondos de sus
cuentas. Como ya contamos en estas notas, la zona republicana, como la
nacional, estaba ya caracterizada por restricciones en la disposición de
efectivo; esas restricciones, sin embargo, suavizaron algo el golpe, pero no lo
evitaron. El sistema bancario entró en déficit y, para poder equilibrarlo,
acudió a operaciones de pignoración de valores en el Banco de España. Con este
trampeo se mantuvieron hasta el verano de 1937 (que, no me cansaré de
repetirlo, es la fecha en la que la guerra se pierde por la república); a
partir de entonces, la honda desvalorización de la moneda republicana y la
crisis productiva en su territorio comenzaron a inflar los pasivos de los
bancos.
La banca, literalmente, nadaba en
dinero con el que, cada vez, podía hacer menos cosas y, además, valía cada vez
menos. Su reacción fue de libro: bajar la retribución de los depósitos para
desincentivar el ahorro; pero se encontró con que justo lo contrario, es decir,
el fomento del ahorro (y la consecuente retirada de dinero de la circulación)
era lo que estaba buscando Negrín. El gobierno, a través de su gran banco
oficial, la Caja Postal de Ahorros, comenzó a ofrecer extratipos que la banca
no podía (ni quería) pagar; extratipos que, por lo demás, no se sustentaban en
realidad alguna del balance de la Caja Postal, pero, ¿cuándo leches le ha
frenado esa minucia a los gestores black de la esencialmente virtuosa
banca pública? Finalmente, bancos y Ministerio (que, en realidad, eran una
unidad de destino en lo universal) decidieron eliminar el abono de intereses en
cuentas a la vista. O sea, básicamente, esquilmaron al ciudadano, que es una
cosa que se les suele dar bastante bien tanto a los banqueros como a los políticos considerados aisladamente; así que, si los juntas, ni te cuento.
Conforme avanzó la guerra, por lo
demás, el parón de la demanda de crédito era más evidente. El gobierno, sin
embargo, no se quiso enterar de ello y, de hecho, obligó a los bancos a
conceder créditos, digamos, “de impulsión oficial”, para que pareciese que la
actividad seguía en full throttle. En la práctica, esto supuso que los
bancos hubieron de financiar gratis et amore a los únicos que en
realidad estaban en condiciones de pedir dinero, que era el amplio abanico de
organizaciones peripatéticas que daban sentido a la “España social”.
Organizaciones que, si nos ponemos estupendos, deberían haber devuelto todo ese
dinero en el marco del proceso de devolución del patrimonio sindical; pero
digamos que ese capítulo no pareció interesarle a nadie.
El problema surgió, primero de
forma embrionaria con las huidas de zona republicana; y, después, a lo bestia
conforme los nacionales fueron tomando territorios. El asunto ya se convirtió
en un cachondeo cuando cayó el frente del norte. Conforme la república iba
perdiendo la guerra, la zona republicana se llenaba de desplazados de las áreas
conquistadas. Estas personas llegaban a la zona republicana con documentos que
adveraban la existencia de cuentas corrientes a su favor en los bancos de la
zona franquista; y acudían a las sucursales de esos mismos bancos, normalmente
para pedir préstamos apalancados con ese dinero.
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