El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
El trabajo del concilio había comenzado el día de Pentecostés de 1959, o sea, el 17 de mayo. Ese día, el Papa Juan creó una llamada Comisión Antepreparatoria (que tiene huevos el nombrecito, no es por nada), presidida, cómo no, por su mano derecha y secretario de Estado, el cardenal Domenico Tardini. El Derecho canónico otorga al Francisquito, en exclusiva, sin interferencias ni mariconadas, la labor de fijar el tema de los concilios y las reglas por las que se regirán los debates. Con la creación de la Comisión Antepreparatoria, sin embargo, cuando menos en parte delegó esa labor. Roncalli nombró para la Comisión a diez miembros, cada uno venido de una de las diez Congregaciones de la Curia Romana; más un secretario, que fue monseñor Felici, El Peri, a quien ya conocemos. En paralelo, Tardini encargó a las diez congregaciones de la Curia que hiciesen una especie de brainstorming en las materias de su responsabilidad, para proponer ideas que se pudieran discutir; y, tres semanas después, envió 2.593 cartas a otros tantos prelados del mundo entero, animándoles también a ellos a meter cuchara. En julio de aquel año, le llegó la hora a los rectores y decanos de universidades católicas, en número de 62. En marzo de 1960, fue Pericle Felici quien escribió a todos los sacerdotes que no habían contestado a la primera carta de Tardini, para recordarles amablemente que se esperaba de ellos que currasen un poco.
Con ese tipo de presión, 1.998 sacerdotes, arzobispos,
obispos, vicarios y prefectos acabaron por responder. La respuesta fue
especialmente intensa por parte de países con perfiles conservadores. En España
respondieron el 93% de los consultados; en México, el 92%. En Irlanda respondió
el 94%, en Congo el 95%, y en Indonesia respondieron absolutamente todos los
que fueron consultados (que tampoco fueron muchos, pues ya se sabe que
Indonesia es el mayor país musulmán del mundo).
Felici y nueve asistentes que trabajaron con él
fotografiaron todas las cartas una a una; luego recortaron los párrafos para
poder clasificarlos por materias. Al final, todo este material, adecuadamente
clasificado, ocupaba ocho tomos en lo tocante a las respuestas de los
sacerdotes; tres en el caso de las universidades; y un tomo relativo a las
posiciones de las congregaciones de la Curia. Un material brutal con el que, en
mi malintencionada opinión, la Curia consiguió lo que buscaba: dado que toda
aquella verborrea era tan abundante, ello abría la posibilidad de coger de la
misma sólo lo que se quisiera. Que era lo que, insisto, yo creo que los
cardenales buscaban.
Lo que pasaría ahora es que los diez miembros de la
Comisión Antepreparatoria, todos ellos de la Curia, tomarían todos esos
miles de páginas y decidirían qué temas debería tratar el concilio.
El día de Pentecostés de 1960 (5 de junio), el
Francisquito Roncalli anunció el inicio de la segunda fase de trabajos. La
Comisión Antepreparatoria parecía tener claros los temas (lo cual equivale a
decir que había procesado los miles de páginas de posicionamientos y los había
discutido en apenas unos pocos meses). Se crearon 12 comisiones preparatorias,
coordinadas por tres secretariados. Sobre esta estructura, se creó una Comisión
Preparatoria Central con tres subcomisiones. Esta Comisión Preparatoria Central,
presidida por el Papa en persona, estaba formada por 108 miembros, a los que
habría que añadir 27 asesores teológicos. Esta comisión central era la madre
del cordero: controlaba la labor del resto de las comisiones, enmendaba (y, en
algunas ocasiones, enmerdaba) sus textos, y tenía la última palabra sobre el
envío de los mismos al debate conciliar. El secretario general de la Comisión
fue Felici, quien de hecho fue nombrado arzobispo algunos días antes para que
tuviese el perfil suficiente.
El Papa, en uso de sus canónicas potestades, definió los temas que creía se debían tratar, que fueron comunicados por carta a los miembros de las comisiones y secretariados en julio de aquel año. Las comisiones comenzaron a trabajar cuatro meses después. Ese trabajo involucraba a un total de 871 personas, 67 de ellos cardenales, 5 patriarcas, 116 arzobispos, 135 obispos, 220 sacerdotes seculares, 282 regulares y un laico (o sea: podéis imaginar este párrafo como declamado por Groucho Marx en la famosa escena en que pide un menú, sólo que al final Harpo hace sonar su bocina, moc moc, y Groucho, en lugar de "y dos huevos duros", dice: "y un laico").
Todas estas comisiones, entre 1960 y finales de 1962,
redactaron 75 esquemas distintos. Muchos de ellos fueron refundidos en uno por
la Comisión Central; y otros fueron considerados demasiado especializados para
el concilio, con lo que fueron desviados a comisiones pontificales. En total,
quedaron para el concilio en 20.
El 13 de julio de 1962, Roncalli decretó que los primeros
siete esquemas deberían enviarse a los padres conciliares, que se iban a reunir
tres meses después. Estos esquemas se numeraron del 1 al 7, así pues, todo el
mundo asumió que se estudiarían por ese orden.
Pero empezaron las movidas paralelas. 17 obispos
holandeses celebraron una reunión en Hertogenbosch, convocados por el obispo
Willem Beckers, para discutir los esquemas por su cuenta; es decir, para tratar
de acordar una postura común respecto de los textos que se habían presentado.
Sobre el papel, un trabajo que se asentaba sobre las propuestas de centenares
de prelados de todo el mundo y un análisis pormenorizado realizado durante dos
años por casi 1.000 expertos, tenía que estar niquelado. Pero la cosa es que no
era así. Ya os he dicho que en la ICAR las cosas no siempre, en realidad casi
nunca, son lo que parecen. Los esquemas aprobados eran básicamente los que la
Curia había querido ver aprobados; porque, entre otras cosas, eso mismo:
definir desde la cúpula de la Iglesia lo que se va a discutir y hasta el
resultado de la discusión, es lo que se ha hecho en los concilios de toda la
vida de Dios (dicho sea literalmente), desde los lejanos tiempos en los que
Constantino llamó a los católicos a Nicea y les dijo: “por aquí, machos; sí, o
sí”.
A los prelados holandeses, sin embargo, los cuatro
primeros esquemas les parecieron una puta mierda (eran propuestas relativas a:
las fuentes de la Revelación, el mantenimiento puro del depósito de la Fe, el
orden moral cristiano y la castidad, el matrimonio y la virginidad). Eso sí, el
quinto, sobre la liturgia, les gustó bastante. Pero digamos que el discurso
oficial, por así llamarlo, sobre los sustentos de la fe y la forma en la que
los cristianos, y muy en particular las cristianas, deben vivir su vida, les
sonó a rancio. Los holandeses decidieron hacer un comentario de la mierda
esquemas y distribuirlo entre los padres conciliares, y sugerir que las
discusiones comenzasen por el esquema sobre la liturgia, para que así diese más
tiempo para recauchutar los otros.
La mayor parte del trabajo de comentario recayó sobre los
hombros de un profesor de la Universidad Católica de Nijmegen, nacido belga,
llamado Edward Schillebeeckx. Schillebeeckx era el principal asesor teológico
de la Conferencia Episcopal neerlandesa, y elaboró un texto en el que acusaba a
los cuatro esquemas de marras de incluir tan sólo una de las muy variadas
opiniones existentes en la Iglesia sobre las materias tratadas. O sea: acusaba
a los textos de hacer precisamente lo que sus redactores habían querido hacer.
Una especie de “lo dijo Dios, punto redondo”.
Lo de la liturgia ya era otro cantar. La misa antigua,
mistérica, en latín, lejana, simbólica, llevaba ya décadas teniendo en muchas
zonas de Europa occidental más enemigos que Cayetana Álvarez de Toledo en un brunch antideshaucios. Los sacerdotes que querían
eliminar rigorismos y mierdas en la celebración de la misa, conscientes de que
es, básicamente, un coñazo, y que la gente cada vez aguantaba peor los coñazos,
eran muchos; y fueron muchos en las comisiones preparatorias sobre la materia,
ya que así lo quiso el Papa, que me parece evidente que era otro convencido.
Schillebeeckx se convirtió, en su comentario, en el primer
actor conciliar, por así llamarlo, que, lejos de proponer tal o cual cambio en
un borrador, propuso que fuesen redactados de nuevo desde la primera hasta la
última línea. Un capuchino, Tarcisio van Valenberg, se encargó de hacer
centenares de copias del comentario y enviarlo a un montón de gente.
El opúsculo neerlandés fue todo un revulsivo. Diversas
conferencias episcopales, por no hablar de los sacerdotes que tomaron la
iniciativa individualmente, se dirigieron a la Presidencia del concilio
solicitando un retraso en el estudio de los cuatro esquemas. En la reunión de
los presidentes, celebrada poco después de la primera sesión del 13 de octubre,
Frings, Liénart y Alfrink hicieron piña. Unas horas después, se anunció que los
trabajos comenzarían por la liturgia.
Dicho y hecho. A finales de octubre de 1962, los padres
conciliares pudieron decir aquello de let’s get ready to rumble!,
comenzando sus discusiones por el aspecto que aparecía como menos problemático
de todos los que se habían tratado en los trabajos previos: la liturgia. El
desarrollo del concilio, sin embargo, habría de demostrarles a todos, como os
demostrará a vosotros, que no hay un solo tema en el que los padres conciliares
pudiesen estar razonablemente instalados en una discusión pacífica. Ni siquiera
la discusión sobre la Virgen, aunque parece (sólo parece) que todo el mundo la
ama.
Cuando comenzó el Vaticano II, ya sólo los muy irredentos
seguían creyendo en la misa mistérica en latín. Los principios generales de la
reforma litúrgica eran ya casi norma. Horas antes de comenzar los debates, el
20 de octubre, Franz Zauner, obispo de Linz, Austria (ya sabéis: la patria
chica de, ejem, Adolf Hitler) había publicado un documento de seis páginas
sobre el tema. Zauner era miembro de la Comisión litúrgica, y no cualquier
miembro: había recibido más de 2.000 votos, lo cual quiere decir que era el
miembro electo de una comisión que más apoyos había recibido. Como buen
austríaco, era un conspicuo miembro del Grupo Alemán progre; pero esa cifra de
votos no se hubiera podido conseguir de no haber sido hombre apreciado también
por los ultramontanos.
Zauner había participado en la comisión preparatoria de
los trabajos sobre la liturgia; así pues, conocía bien el esquema que se había
presentado al Vaticano II. Y pensaba que era, todavía, poco valiente. Había
detectado 11 pasajes que consideraba mejorables. Quizá la parte fundamental que
le preocupaba era la relativa al lenguaje de la liturgia. Inicialmente, en los
trabajos previos había figurado una frase que venía a decir que el uso de la
lengua vernácula para la liturgia era algo que debería decidir cada conferencia
episcopal nacional, si bien pasando siempre por la autorización francisquital.
Durante los dimes y diretes previos al concilio, esta previsión había
desaparecido; lo cual nos da una medida bastante exacta de en qué medida la
Curia había metido cuchara en los trabajos previos. Se había cambiado por otra
frase en la que todo el poder de las conferencias episcopales sería proponerle
al PasPas tal o cual novedad, pero no decidirla. El esquema, por lo demás,
declaraba claramente que el latín debería mantenerse para la recitación del Oficio
Divino (es decir, las oraciones fuera de la misa que se rezan, vinculadas a
determinadas horas). En los trabajos previos se había conseguido introducir una
frase según la cual, en aquellos lugares donde el conocimiento del latín fuese
escaso, las conferencias episcopales podrían decidir. Pero, una vez más: eso
era dar poder a los obispos, lo cual quiere decir: quitárselo a los cardenales.
Así pues, los cardenales se apiolaron la frase.
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