viernes, julio 19, 2024

Stalin-Beria. 3: De la guerra al fin (7): Movimientos orquestales en la cumbre

Brest-Litovsk 2.0
La ratonera de Kiev
Cambian las tornas
El deportador que no pudo con Zhukov
La sociedad Beria-Malenkov
A barrer mingrelianos
Movimientos orquestales en la cumbre
El ataque
El nuevo Beria
La cagada en la RDA
Una detención en el alambre
Coda 


 

Finalmente, el Politburo encargó a Shvernik la organización de la fiesta del cumple de Stalin en el Dino Pepino. Decidieron gastarse la nada modesta cantidad de seis millones y medio de rublos en la movida. Se organizó el Premio Stalin, que se daría en la forma de un millón de medallas. Asimismo, se creó el Premio Internacional Stalin de la Paz, del cual se crearon hasta trece versiones diferentes de medalla. Stalin, que las revisó, había dado su OK a la idea; pero, a última hora, decidió echarse atrás. Sólo se avino a aprobar el premio internacional, probablemente ante la posibilidad, que él sabía certeza más que posibilidad, de que el primer galardonado con el premio Stalin fuese él mismo.

El día de su cumple, Stalin se levantó a las once, como tenía por costumbre. Estaba normal; las molestias habían pasado. Tenía por delante una celebración con el Politburo, y luego una tarde entera de comepollismo. El centro de la celebración era el teatro Bolshoi, todos cuyos espectadores aquel día eran gentes que podían demostrar que hasta sus antepasados neardenthales habían sido devotos bolcheviques. Con media hora de retraso, Stalin apareció en el palco del Politburo, donde se encontró con camaradas internacionales como Palmiro Togliatti, Mao Tse Tung, Walter Ulbricht, Mathias Rakosi y, por supuesto, Dolores Ibárruri. Ésa no se perdía una. En realidad, la celebración del cumpleaños de Stalin fueron unas fechas bastante comprometidas, básicamente por la presencia en Moscú de Mao. Pero eso ya lo contaremos otro día, cuando biografiemos al chino.

Inmediatamente después de su cumpleaños, la salud de Stalin empeoró muy rápidamente. Su tensión arterial siempre estaba alta. Esa persistencia apuntaba a razones somáticas además de sicológicas; pero él siguió negándose a recibir médicos. Según su hija Svetlana, desarrolló un gran miedo a la muerte. Morir sin más, morir fruto de un atentado y, también, morir ante la Historia, pues Stalin, siempre según Svetlana, “sabía que era odiado, y sabía por qué”. Dejó de fumar (algo de lo que se sintió muy orgulloso), pero no abandonó su vida habitual, con horarios que machacaban su ritmo circadiano un día tras otro. Tomaba pequeños sorbos de vino georgiano; ésa era toda su medicina. Estaba solo. Yakov, su hijo mayor, estaba muerto; aunque, de todas formas, nunca se habían entendido más allá de la propiedad conmutativa de la suma. Con Vasili no podía hablar más de medio minuto sin discutir; para entonces, como ya os he contado, era un borracho pendenciero. Por último, fue más o menos por esa época, cuando Svetlana dejó a una de sus parejas, que Stalin la dejó por imposible. Ella sí lo visitaba en la dacha de vez en cuando; pero era para discutir y pedirle dinero. Stalin, que cobraba un sueldo, se lo daba.

El viejo zorro, sin embargo, todavía tendría un golpe de riñones. Algunos meses antes del XIX Congreso de octubre de 1952, Stalin estaba dando los pasos necesarios para poner en marcha su canto del cisne, que no podría ser otra cosa que un juicio sumarísimo contra enemigos del pueblo. En mayo y junio de dicho año, la Sala de lo Militar del Supremo soviético había examinado el caso de un grupo de intelectuales judíos que había estado previamente conectado con el trabajo del Comité Judío Antifascista, un meconio que había sido creado por el gobierno soviético al principio de 1942.

En noviembre de 1946, el envarado Milhail Suslov le había enviado una nota a Stalin previniéndole contra el desviacionismo del Comité. Viktor Semionovitch Abakumov, ministro del Interior y hombre lejano a Beria, arrestó a un par de miembros del Comité los cuales, tras la correspondiente mano de hostias, acabaron por confesar que en el Comité se espiaba a cascoporro. Y eso que entre sus miembros había caza mayor, como Solomon Abramovitch Lozovsky, un viejo bolchevique que había llegado a viceministro de Exteriores y que no era en modo alguno desconocido en el despacho de Stalin. En total, se practicaron 110 detenciones, y la cifra de imputados en el juicio que se inició en mayo de 1952 fue de 14. Bajo la presidencia de Alexander Alexandrovitch Cheptsov, y en un ambiente de rabiosos ataques antisemitas en la Prensa, todos los acusados, con la única excepción de la fisióloga Lina Solomonovna Stern, que fue a la cárcel, acabaron en el paredón.

El antisemitismo final de Stalin venía de algunos años antes. Ya hemos citado la nota de Suslov de 1946. Pero en dicho año también se produjo la campaña, liderada por Zhdanov, contra las llamadas “desviaciones nacionales” o reacciones nacionalistas antisoviéticas. Esta campaña, formalmente, no iba dirigida contra los judíos, pero en realidad era así. Ya a mediados de 1946, los artículos en la Prensa criticando a hombres de letras judíos eran constantes.

En enero de 1948, el director del Teatro Yiddish de Moscú y presidente del Comité Antifascista Judío, Solomon Milhailovitch Mikhoels, murió atropellado en un accidente que desde el primer momento se sospechó montado por la policía política.

Mikhoels estaba en Minsk junto con el crítico teatral y amigo suyo Vladimir Golubov-Potapov. Según algunas informaciones, los dos fueron convocados en su hotel a una reunión urgente; de camino fueron atropellados por un camión que salió huyendo. Después de la muerte de Stalin, un Beria cuestionado le relató la “verdadera historia”, al menos según él, a Malenkov, a través de una carta personal. En la carta, Beria decía que, tras el ingreso en prisión de Abakumov (del que ya hablaremos) en 1951, Beria lo interrogó y, en ese momento, aquél le confesó que Stalin le había ordenado la muerte de Mikhoels, una misión que le encargó al viceministro de Seguridad del Estado de Bielorrusia, un tal S. I. Ogoltsev; y a Tsanava, que todavía era jefe de la poli bielorrusa. Según este relato, los dos hombres de teatro fueron secuestrados, metidos en un coche, llevados a una dacha y asesinados allí, para luego tirar sus cadáveres en la carretera. Aunque la carta no le citaba, no hay que olvidar que entonces también estaba en Bielorrusia Semion Ignatiev, un devoto zhdanovita que habría de sustituir a Abakumov cuando cayó en desgracia.

Pasado el juicio del Comité judío, en agosto y septiembre de 1952 Stalin estaba centrado en la preparación del que sería su último congreso del Partido. Pocos días antes de empezar, Stalin ordenó que las sesiones no comenzasen hasta las siete de la tarde. Fue un detalle de sobrado que le imponía a todo el Partido su propio modo de vida (recordemos que trabajaba hasta bien entrada la noche y nunca madrugaba). Aquel congreso fue, desde el principio, el congreso de la desconfianza: en un gesto inusitado, Stalin apelotonó a todos los miembros del Presidium a la izquierda de la mesa presidencial, mientras él se sentaba a la derecha, solo. Por lo demás, sólo se dejó ver en la apertura y en la clausura, y mantuvo el secreto sobre si hablaría hasta precisamente ese último día.

En realidad, su discurso importante fue ante el pleno del Comité Central salido de la votación del congreso. Fue un discurso largo y meditado, en el que se mostró como un estadísta que sabe pronto su final, conciencia que le despierta muchos temores. Dijo, sin ambages, que sospechaba que sus sucesores, cualesquiera que fueran, no seguirían el camino correcto. Por lo tanto, un poco como el propio Lenin treinta años antes, vino a decir que no tenía claro que alguien tuviese los huevos de sentarse en su silla, y hacerlo igual que él.

A finales de 1952, según muchos indicios, Stalin había perdido la confianza en todo el mundo. De Molotov, Mikoyan y Voroshilov comenzó a sospechar que eran agentes occidentales. De hecho, tras el congreso Mikoyan y Voroshilov salieron claramente de su círculo de confianza. En diciembre de 1952 despidió a Poskrebyshev, acusándole de haber estado filtrando documentos y porque Beria estaba empeñado en su implicación en la conspiración de los médicos, de la que ahora mismo vamos a hablar. El 16 de diciembre, el que fue arrestado fue el teniente general Nikolai Sidorovitch Vlasik, el hombre que lo había dado todo en servicio de Stalin y su seguridad. Era Beria, sin duda, limpiando el terreno de enemigos. Pero lo cierto es que Stalin ya tampoco confiaba en su paisano, como ya hemos visto en su resistencia a dejar que los médicos le reconociesen y en la limpieza de mingrelianos practicada en el gotha comunista georgiano. Vlasik fue acusado de haber sido negligente en la vigilancia de los doctores presuntamente asesinos.

Los historiadores siempre han especulado, y es una posibilidad a la que se le concede mucha credibilidad (sin ir más lejos, yo creo en ella), con que Stalin estuviese preparando una purga muy amplia y profunda en su entourage más estrecho para después del XIX Congreso. Inmediatamente después del Congreso, Stalin disolvió por la vía de los hechos, el Politburo, creando un Presidium homeopático de 25 miembros. Como aquello era un sindios, tuvo que crear un Buro informal de ese mismo Presidium, en el que estaban él, Beria, Malenkov, Khruschev, Voroshilov, Kaganovitch, Maxim Zakharovitch Saburov, Milhail Georgievitch Pervukhin y Bulganin.

La gran virtud de Khruschev en aquella crisis fue lograr mantenerse un poco al margen de todo, porque eso suponía no estar en el frontispicio de las sospechas de Stalin. Esto, además, al no debilitarlo, lo colocó en una situación perfecta para maquinar contra Beria. Lentamente, Khruschev consiguió introducir peones en el MGB y también en el departamento del Comité Central que supervisaba los órganos del Partido, de los sindicatos y del Komsomol. Esta comisión la dirigía Nikolai Nikolayevitch Shatalin, un protegido de Malenkov, pero fue cesado en 1952. Fue sustituido por Averky Borisovitch Aristov, un hombre de Khruschev que lo seguiría siendo durante años.

El control khruschevita de los nombramientos en el Partido sirvió, además, para ponerle cortafuegos al control de Beria en Transcaucasia. A pesar de las purgas sufridas por los mingrelianos, Beria mantenía dos grandes apoyos en Bagirov y Arutinov, que seguían al frente del comunismo azerí y armenio, respectivamente. Ambos fueron elegidos miembros del Comité Central y, aunque Dekanozov y Gvishiani perdieron dicha condición, Goglidze, Bogdan Kobulov y Merkulov ganaron la elección como miembros candidatos. En la policía política había una lucha a muerte entre Ignatiev (o sea, Khruschev) y Malenkov, en la que éste último se las arregló para permanecer, como cantaban los de Palacagüina, como gato panza arriba. Solomon Milshtein, Stepan Mamulov, Amaiak Kobulov, Pavel Sudoplatov, Boris Obruchnikov o Lev Yelemyanovitch Vlodzimirski son ejemplos de berianos que consiguieron sobrevivir conservando sus cargos policiales. Sin embargo, los que sí fueron detenidos tras el congreso fueron el judío Nakum Isaakovitch Eitingon, implicado en la conspiración de los médicos; y S. F. Kuzmichev, que había servido en la guardia personal de Stalin.

Los enfrentamientos en la cúpula del poder también llegaron al ejército, sobre todo a través del jefe de Estado Mayor del Ejército, general Sergei Matveyevitch Shtemenko, un viejo amigo de Beria que le debía el cargo a él. A principios de 1952, varios subordinados directos de Shtemenko fueron sometidos a investigación criminal. En mayo, Beria se entrevistó con el general para pulsar la situación, y advertirle de que los habituales órganos de control militar estaban siendo puenteados por los políticos. Shtemenko y Alexander Milhailovitch Vasilevsky, el ministro de Defensa, le escribieron a Stalin; pero semanas después Shtemenko perdió el curro y fue enviado a Alemania. Nada más morir Stalin, Beria traería a Shtemenko y lo reinstauraría en el Estado Mayor, además de liberar a los subordinados que habían sido detenidos; esto nos da la medida de la importancia que revestía para él este contacto. Sea como sea, está claro que en 1952, meses antes de la muerte de Stalin, Beria había perdido toda la capacidad de influir sobre el secretario general pues, que sepamos, en el affaire Shtemenko no le vemos ni una sola vez ir a ver personalmente al boss como siempre había hecho.

Las vacaciones en Sochi no sirvieron para mejorar el estado del secretario general. Los circulitos naranjas seguían apareciendo. De regreso a Moscú, su capacidad de trabajo estaba muy mermada; de hecho, le dijo a Malenkov que dejase de enviarle papeles.

El 28 de febrero de 1953, se levantó algo más tarde de lo normal, sintiéndose mejor. Leyó unos reportes desde Corea, y las actas de los interrogatorios de los doctores Mirion Semionovitch Vovsi, Yakov Gyliarevitch Etinger, Boris Borisovitch Kogan, Milhail Borisovitch Kogan y A. M. Grinshtein. Luego dio un paseo. En la tarde llegaron a la dacha Malenkov, Beria, Khruschev y Bulganin. Bulganin habló de la situación de la guerra de Corea, y se discutió ampliamente sobre el tema. Beria, quizás angustiado por ver que Stalin estaba perdiendo confianza en él, hizo un largo informe sobre las pruebas incontrovertibles que decía haber encontrado de la conspiración de los médicos.

El último juicio, no celebrado, de la era Stalin.

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