La ratonera de Kiev
Cambian las tornas
El deportador que no pudo con Zhukov
La sociedad Beria-Malenkov
A barrer mingrelianos
Movimientos orquestales en la cumbre
El ataque
El nuevo Beria
La cagada en la RDA
Una detención en el alambre
Coda
Pasaban las horas, y cada vez le era más difícil al Partido Comunista y a Stalin particularmente esconderse de sus ciudadanos. Finalmente, el secretario general decidió hablar el 3 de julio. Para entonces, los alemanes habían capturado los tres países bálticos y partes de Ucrania y Bielorrusia. Stalin, en su espich, trató de justificar aquello, que verdaderamente era injustificable a la luz de las posiciones tomadas justo antes de la invasión. Reconoció que las tropas soviéticas “todavía han de ser movilizadas hacia la frontera”. Mintió afirmando que las mejores divisiones alemanas habían sido aplastadas.
Fue en ese discurso cuando Stalin habló por primera vez de guerra patriótica. Y también fue la primera vez que expresó su voluntad de alcanzar una coordinación de esfuerzos entre Europa y América.
Desde el 8 de agosto, cuando se creó el Alto Mando Supremo, Stalin, que ya era quien dirigía las operaciones militares, pasó a ser, formalmente, el comandante en jefe del Ejército rojo. Trabajaba de 16 a 18 horas diarias, manteniendo contacto con muy pocas personas. Del Politburo, sus interlocutores habituales eran Voznesensky, Zhdanov y Khruschev. Vososhilov había perdido el toque con su jefe. El verdadero ejecutor de las órdenes de Stalin fue Malenkov, con Molotov ocupándose de los temas internacionales y Beria con lo que le gustaba, es decir, los campos de prisioneros.
En toda la guerra sólo celebró el Comité Central un pleno, en enero de 1944. En octubre de 1941 se convocó otro; pero en dos días ni Stalin ni Malenkov encontraron tiempo para reunirlo. Para entonces, Stalin pasaba mucho tiempo en una casa de la calle Kirov, muy cerca de la estación de metro de Kirov, que había sido separada de la red de metro para que le pudiera servir de eventual refugio antiaéreo.
Hitler avanzaba: por el noroeste hacia Leningrado, por el oeste hacia Moscú, y por el sudoeste hacia Kiev. Por eso decidió Stalin crear tres altos mandos: el del noroeste fue para Voroshilov, con Zhdanov siempre muy cerca; el del oeste fue para Timoshenko, junto con Nikolai Alexandrovitch Bulganin; y el sudoeste para Budenny, marcado en lo político por Khruschev. Estos altos mandos, en todo caso, no tuvieron en toda la guerra un adecuado nivel de autonomía; las órdenes llegaban de Moscú.
A pesar de que el frente báltico iba como la mierda, con una pérdida de 450 kilómetros por parte de los soviéticos, lo que realmente preocupaba era el frente occidental. A pesar de contar con 44 divisiones, Pavlov había sido incapaz de presentar batalla a los alemanes. En todos los frentes, unas 30 divisiones podían considerarse completamente aniquiladas, lo cual es una auténtica bestialidad. La URSS había perdido 3.500 aviones y la mitad del combustible que una vez había tenido. Ciertamente, los alemanes tenían unas 150.000 bajas, habían perdido 950 aviones y centenares de carros de combate; pero el tema, la verdad, no era comparable. Pero esto es difícil de adverar, porque lo cierto es que el deporte nacional soviético: mentir en las estadísticas, siguió vigente durante la guerra, sobre todo al principio. Así pues, hay muchas dudas de que los partes que recibía el propio Stalin en realidad reflejen la realidad.
El 22 de julio, con toda
o ya previamente acordado como siempre, fue el juicio de Pavlov. Stalin no le perdonaba lo que consideraba errores de principiante. El acusado solicitó ser enviado al frente; pero, muy al contrario, fue fusilado aquella misma noche.
Bajo Stalin y en aquella guerra, además, sólo había dos destinos buenos para los soldados: ganar, o morir. Aquellos prisioneros de los alemanes que se las arreglaron para huir y regresar a la madre patria fueron ingresados en campos especiales de observación. Después de haber sido comprobados, muchos de estos soldados eran enviados de nuevo a la lucha, mientras que otros eran simplemente ejecutados, y otros pasaron larguísimos años presos.
A pesar de todas las trolas que probablemente le colaban en los informes, Stalin pronto llegó a la conclusión de que la URSS tenía una oportunidad si conseguía prolongar y cronificar la guerra. Cuando se convenció de eso, comenzó a exigir medidas como el traslado de factorías enteras hacia el este, donde estaban protegidas de la invasión. Sin embargo, en agosto los alemanes, aunque debilitados tras el primer golpe, seguían avanzando, y la capacidad de defensa soviética era más que cuestionable. Shaposhnikov le explicó a Stalin que el problema era la ausencia de tropas de segunda línea y reservas en la mayor parte de los frentes. Eso, claro, y que, de las 212 divisiones del Ejército, sólo 90 estaban al 80% o más de su capacidad.
Una situación desesperada era la de Kiev. Allí, el VI y el XII ejércitos habían luchado, rodeados, hasta que habían dejado de existir. Budenny incluso le pidió a Stalin permiso para cruzar el Ingul con las tropas que le quedaban, a lo que Stalin, en un ataque de rabia, le dijo que ni se atreviese. El comandante en jefe ordenó el envío de 24 divisiones al sudoeste; pero, aun así, no pudo evitar que ese frente estuviese a punto de colapsar a finales de agosto. Ante estas situaciones, Stalin solía reaccionar como le salía de dentro, es decir, aprobando directivas que lo que prometían era la muerte para los desertores y la desgracia total para sus familias.
El 15 de septiembre, el I y II grupos de tanques alemanes lograron crear un bolsillo en el distrito de Lokhvitsa; tenían cercada a la principal fuerza del frente suroccidental. Allí estaban los ejércitos V, XXVI, XXXVII, y parte del XXI y el XXVIII. El 11, Stalin había tenido la última conversación con Kirponos, al que ordenó crear una línea de defensa en el río Pysol y no abandonar Kiev en ningún caso; aunque sí autorizó la voladura de sus puentes.
En ese momento, todavía era posible salir del cercado. De hecho, el Consejo de Guerra le solicitó a Stalin autorización para salir a la naja por el agujerito que quedaba. Stalin dijo una vez más que no, y sólo autorizó la salida del XXVII ejército, al mando del general todavía soviético Andrei Andreyevitch Vlasov, hacia la ribera oriental del Dnieper. El Consejo, de hecho, decidió en la noche del 17 desobedecer a Stalin y sacar a las tropas de la ratonera. Pero, primero, era demasiado tarde; y, segundo, se había perdido la comunicación con muchas unidades; era imposible transmitirles órdenes.
Se habla mucho de Stalingrado. Pero ojito con Kiev: 452.720 hombres acorralados, de los cuales unos 60.000 eran oficiales. Para los alemanes, aquella captura fue un Primark de armas, pertrechos y combustible. Kirponos dio la vida en las últimas batallas (en esto fue mucho más arrecho que Von Paulus, todo hay que decirlo); exactamente igual que su jefe Estado Mayor, general Vasili Ivanovitch Tupikov; y el miembro del Consejo Milhail Alexeyevitch Burmistenko. La derrota de Kiev colocó la guerra en Ucrania definitivamente del lado de los alemanes; y fue toda, todida, responsabilidad de los cráneos previlegiados moscovitas. Stalin, al escuchar la noticia de lo que había pasado, simplemente se puso a discutir sobre la mejor forma de sustituir a Kirponos. Le encalomó el marrón a Timoshenko, con Khruschev de sufridor en casa.
Hagamos una digresión para explicar en qué le afectaron las hostilidades a Lavrentii Beria. La llegada de la guerra restituyó el comisariado en el Ejército, y más cosas. El 20 de julio de 1941, Stalin firmó una orden por la cual se instaba a purgar todas las unidades militares de elementos indeseables; asimismo, fue entonces cuando se estableció que todo militar soviético que escapase de las garras de los alemanes debería ser investigado a fondo por secciones especiales o osobye otdely, es decir Oos. Estas unidades, y las tropas de la NKVD, comenzaron rápido a hacer su trabajo. El 25 de julio rodearon a un millar de lo que consideraron desertores y fusilaron a la mayoría. Dos días después se impuso la pena de muerte para cinco altos oficiales, entre ellos el coronel general Dimitri Grigorievitch Pavlov, a quien, como vemos en estas notas, Stalin hizo de cabeza de turco del desastre total del frente occidental.
En realidad, las personas más directamente implicadas en la acción de la NKVD en el Ejército no eran directamente patrocinados de Beria. Viktor Semionovitch Abakumov había hecho su carrera en el NKVD del oblast de Rostov, y era persona de crueldad refinada e interminable. Su adjunto era Milhail Dimitrievitch Ryumin, un nota con el que nos volveremos a encontrar. Beria, por otra parte, también hacía de las suyas. En octubre de 1941, por ejemplo, interfirió en los preparativos de un ataque soviético a una columna alemana que avanzaba sobre Iukhnov, cerca de Moscú, aduciendo que ese ataque sería una “provocación” (!) y afirmando que la información del avance la habían provisto “profesionales del pánico y provocadores”.
En otra anécdota curiosa, el general Nikolai Nikolayevitch Voronov estaba repasando con Stalin un informe de reparto de armamento, cuando ambos cayeron en que la NKVD pedía 50.000 rifles. Stalin llamó a Beria al despacho y le preguntó para qué quería la policía tantos rifles en medio de una guerra. Beria intentó darle explicaciones en georgiano, pero Stalin le dijo que se dejase de polladas y que hablase en una lengua que todos pudieran entender. Beria, entonces, dijo que los rifles eran para nuevas divisiones de policías. Stalin le contestó que con la mitad iba que ardía. Beria siguió dando por culo hasta el punto de que Stalin rebajó la provisión a 10.000 armas. Según Voronov, Beria, enrabietado, le dijo en el pasillo, cuando habían salido: “Tú espera, ya te agarraré los cojones”.
Por supuesto, los enfrentamientos de Beria con Zhukov, el jefe de Estado Mayor, eran casi constantes. En una ocasión, en el verano de 1941, Beria dio una información falsa sobre un ataque alemán. Cuando el general que supuestamente tenía que conocerlo contestó que no sabía nada de dicho ataque, fue inmediatamente cesado; pero el caso es que el ataque no existía.
Stalin desarrolló durante la guerra, sobre todo en su segunda fase, una creciente susceptibilidad en torno a Zhukov, un hombre cada vez más popular. Beria, por eso mismo, se comenzó a dedicar a acumular material sensible sobre el general. En la primavera de 1942, Beria incluso hizo arrestar al mayor general Vladimir Sergeyevitch Golushkevitch, jefe de operaciones en el frente occidental y por lo tanto colaborador de Zhukov. Trató de hacerle confesar guarreridas de su jefe, pero no lo consiguió.
En octubre de 1941 se produjo el episodio probablemente más comprometido de la guerra, si hacemos excepción de sus primeras horas: el riesgo sobre la misma Moscú. Bajo el estado de sitio recién declarado, los días 17 y 18 Stalin convocó una reunión en el Kremlin con Molotov, Malenkov, Mikoyan, Beria, Veznesensky, Shcherbakov, Kaganovitch, Vasilievsky y Vladimir Andreyevitch Artemiev (el inventor del Katiusha). Stalin comenzó desplegando las medidas para la evacuación de las principales dependencias del Estado, así como sus jefes; así como el bombardeo de los principales edificios en el caso de que Moscú cayese en manos de los alemanes. El gobierno habría de evacuarse hacia Kuibyshev, mientras que el Alto Mando lo haría a Arzamas.
A Moscú no lo salvaron las tropas de refresco que, según Stalin, estaban a punto de llegar de Siberia. Lo salvaron los moscovitas que, verdaderamente, creyeron en la consigna del No pasarán.
A finales de octubre, una columna de coches llevando a lo más valiente de cada casa dejó Moscú por la autopista Volokolamsk. En aquel entonces, Beria tenía preparado un tren para Stalin en una estación de Moscú, además de cuatro aviones distintos. Stalin, con mejor criterio, resolvió quedarse. Tenía claro que, si se marchaba, la moral de los ciudadanos de la capital se desmoronaría. Su gran problema era la situación de Leningrado, ciudad que, en noviembre, Hitler se vanagloriaba de tener bajo asedio y en la que aseguraba que los habitantes morirían todos de hambre.
En gran parte, fue así. Leningrado fue una de las batallas más terribles de la Historia. Pronto, los soviéticos tuvieron que dejar de enterrar a los muertos, incapaces de gestionarlos a todos. Las personas morían de hambre y de frío, solas, en cualquier lugar. El general Iván Ivanovitch Fedyuninsky, uno de los testigos directos de aquel infierno, tuvo la ocasión de contárselo con detalle a Stalin cuando todo hubo pasado. La contestación del secretario general es muy suya: “la muerte no estaba afectando sólo a los leningradenses. Estoy de acuerdo en que la muerte es terrible cuando no hay salida, y cuando se muere de hambre verdaderamente no hay salida. Pero no había nada más que pudiésemos hacer por Leningrado. La muerte y la guerra van unidas, y Leningrado no es el único lugar que sufrió”.
Finalmente, Moscú resistió. El segundo ataque alemán fue repelido y, de hecho, dejó las cosas perfectas para una contraofensiva soviética que les provocó su primera derrota.
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