Matesa como enigma
El exitoso empresario catalán y el aprendiz de país desarrollado
De "Ésta es su vida" a la dimisión
El Consejo de La Coruña
¡A las Cortes!
La carta de Vilá Reyes
Las explicaciones de Espinosa
La bomba se ceba
Que te calles la boca. Ya.
Franco se hace un Pedro Sánchez
Ésta es una historia muy compleja de contar. Finalmente, le vendré a dedicar diez artículos de blog. Pero le podría dedicar muchos más. Las razones, dos: la primera, si verdaderamente penetrásemos en los vericuetos mercantiles y regulatorios de la operativa de Matesa, deberíamos escribir decenas y decenas de páginas; aunque, probablemente, te aburrirías.
La otra razón es que el caso Matesa es un dilema dentro de un laberinto que está dentro de un enigma.
El caso Matesa es, desde luego, un caso de corrupción político-económica. Pero lo que es muy difícil de explicar es por qué sabemos tanto de él. Por qué, en un país en el que difundir lo que la Administración consideraba un mero rumor sobre un funcionario público se consideraba un grave delito administrativo de Prensa (de hecho, al periódico Ya se le abrió un expediente en el marco del caso que relatamos, como ya veremos); por qué, digo, se produjo una libertad tan amplia a la hora de escribir sobre el tema Matesa.
El escándalo Matesa fue un paraíso para los medios de comunicación. Bueno, para todos salvo para uno: Televisión Española. TVE, entonces la única televisión de España, probablemente porque gobernantes y gestores de la misma tuvieron siempre muy claro que su impacto era brutal, apenas habló del caso Matesa. Sus Intxaurrondos permanecieron como les gusta: mudos. Pero en el resto de la Prensa, aquello fue una fiesta de noticias y artículos de opinión; en no pocos casos con niveles de amurcamiento que convierten a los usuales voceros de Podemos en portavoces de las ursulinas de la Beata Santa Genara.
Si tienes menos de 60 años, así pues por mucho que te empeñes podrás tener conocimientos pero no memoria sobre este asunto, debes situarte adecuadamente. Lo primero que tienes que hacer es quitarte de la cabeza la idea de que el franquismo fue un régimen monolítico. No, no lo fue. Nunca lo son. Si tú eres de esas personas que, cuando ves, tras una noche electoral victoriosa, a los máximos mandatarios de tu partido preferido saludando sonrientes desde el balcón, dándose abrazos y besos, y piensas que de verdad se llevan así de bien, entonces, sinceramente, estos artículos no son para ti. Vives en otro mundo; un mundo en el que no vas a entender el escándalo Matesa, exactamente igual que apenas conseguirás entender la realidad que te rodea.
La política siempre consiste en llegar al Poder y, una vez llegado al Poder, defenderte de quienes te lo quieren quitar; y, en buena parte, aquéllos que te quieren quitar el poder son quienes hasta entonces han sido tus amigos, incluso te han ayudado a encumbrarte. En política no hay camaradas. No hay compañeros. Los únicos amigos que tienes son los amigos muertos. Métete esto en la cabeza: Alberto Núñez Feijóo e Isabel Ayuso no son amigos. Pedro Sánchez y María Jesús Montero no son amigos. Yolanda Díaz y Ada Colau no son amigos. Y los prohombres del franquismo no eran amigos. Ya lo dijo el conde de Romanones: ¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!
A Francisco Franco le comenzó a preocupar a mediados de los sesenta la cuestión de quién le sucedería. Franco era muy simplón para según qué cosas, pero para otras era un fino analista. Y en mil novecientos sesenta y pico sabía lo suficiente del ejercicio del poder como para saber que, a base de descartar a los que no sabrían y a los que no querrían, la nómina de quienes podían garantizar la pervivencia del Movimiento Nacional era muy estrecha. Lo había intentado con algunos jóvenes, pero todos habían terminado por despertarle dudas. Se dice que pensó en Camilo Alonso Vega para sucederle; pero su viejo compañero estaba ya muy gravemente enfermo. Por supuesto, pensó en Carrero; pero, a la hora de la verdad, no se fiaba de él. Lo veía como un militar un tanto nenaza que, si lo presionaban desde el exterior, cosa que pasaría seguro a la muerte de Franco, sería capaz de renunciar al Movimiento. Franco sólo confiaba en Franco para sucederle.
Además, conforme la década fue desarrollándose, todos los franquistas fueron construyendo ambiciones para el futuro. Todos se veían los gestores del post o del neo franquismo; y todos se decían que lo primero que harían, al llegar al poder, sería defenestrar a sus enemigos, que no eran otros que los demás franquistas. Eso de que los enemigos del franquismo eran los miembros de la oposición ilegal es algo que se han inventado los miembros de la oposición ilegal y, tal vez, tú te has tragado, perdona que te diga, como un membrillo.
En esa pelea estaban, fundamentalmente, dos grupos: por un lado, los llamados tecnócratas, la mayoría de los cuales, aunque luego se tirase el folio, no quería traer la democracia. Querían una tibia evolución política que se pareciese a una democracia sin serlo, para poder seguir teniendo el país en manos de un oligopolio político tan sólo formalmente sometido al sufragio de los españoles. Al otro lado estaban los neo falangistas, que también tenían sus propios planes reformistas, igual de tibios, y que esperaban mantenerse a base de conservar uno de los principales activos de Franco: su relación estratégica con los Estados Unidos.
Tecnócratas y falangistas cometieron el error de dejarle claro a Franco que a su muerte no pensaban convivir. Esto movió a Franco a recuperar el guion de la mayoría de los militares que en su día lo habían nombrado Generalísimo, y que lo hicieron porque pensaron que Franco iba a traer de nuevo a los Borbones a España en un plazo corto de tiempo. Franco, falto de un heredero claro, decidió seguir esa teórica, proclamar que España debía ser una monarquía como ya había declarado años antes, pero de forma meramente retórica; y decidió dejar España en manos del Borbón que consideró que más o menos había criado a sus pechos: Juan Carlos.
Es en el marco de estos hechos, cuando en los mentideros del Poder franquista con mayúsculas se empieza a saber que Franco va a designar príncipe a Juan Carlos de Borbón, un tipo que no es ni del Madrid ni del Barça, cuando tecnócratas y falangistas se dan cuenta de que van a tener que subir la apuesta. Que, como dicen en las competiciones deportivas, sólo puede quedar uno. Los tecnócratas apostarán por la estrategia en el fondo más inteligente: ganarse al Príncipe. Los falangistas, no. Los falangistas optarán por acabar con los tecnócratas.
Pero como la España de Franco es una mafia en la que no puedes matar a ningún miembro de la famiglia sin la aprobación del cappo, saben que no pueden disparar sobre los tecnócratas.
Eso es el escándalo Matesa: un tiro presuntamente mortal contra los tecnócratas disparado en la barriga de Juan Vila Reyes.
Lee, pues. Pero, antes de leer, debes saber que ni yo, ni nadie, sabe, a ciencia cierta, quién, cuándo y cómo inventó, acunó y desarrolló el escándalo Matesa. Sólo sabemos por qué.
En 1835, en los últimos números de la calle Alí-Bey de Barcelona, en el barrio de San Martín de Provençals, había una empresa textil que se llamaba Ferrer y Alorda. Era una empresa sedera. Esta empresa cambió su denominación a Joaquín Alorda y Compañía. Para entonces tenía en su fábrica 90 telares lisos mecánicos, 27 mecánicos Jacquard, y 1.568 husos. Hacía, dicen, unos mantones de Manila extraordinarios. Era una de las principales empresas textiles de Cataluña.
En 1905, la empresa pasa a ser propiedad de Juan Vila Rubira, y en 1914 se traslada a El Putxet, en el barrio de Gracia, calle Homero. En el barrio la conocen como la fábrica vermella, por el rojo de sus ladrillos. En 1928, la empresa crea un laboratorio de investigación textil.
Juan Vila Rubira murió en 1935. A su muerte, la empresa comenzó a capotar y poco faltó para que se fuese a pique. La Guerra Civil no puso las cosas mejor. En 1940, los hijos del empresario, Juan y Carlos Vila Blanco, recuperaron la titularidad de la empresa, y la convirtieron en una sociedad anónima.
El 20 de junio de 1956, ante el notario de Pamplona Joaquín Enríquez Pérez del Real, se constituyó la sociedad mercantil Maquinaria Textil del Norte de España SA, que sería mejor, y ampliamente, conocida por su acrónimo Matesa. En el momento de crearse Matesa, en España, para los mejor enterados y las personas del mundo de los negocios adecuadamente conectadas, comenzaba a tocarse una melodía nueva. Desde que terminase la guerra civil española, en 1939, la España del general Francisco Franco se había visto envuelta en diversas circunstancias políticas y económicas que le habían obligado a vivir por sí misma y con la ayuda de unos pocos países amigos en ideología. El general Franco, sin embargo, tuvo la inteligencia de saber no perder la guerra mundial. Tras una primera posguerra muy dura en la que sólo lo salvó el hecho de que su oposición democrática en realidad no lo era tanto y estaba colonizada por comunistas, Franco supo buscar para la España dictatorial un lugar a la sombra de la Guerra Fría.
De todos los componentes que tuvieron las ideologías fascistas que lo habían ayudado a ganar su guerra, Franco se quedó con uno solo: el antibolchevismo. Lanzó el proceso que muchos historiadores, muy acertadamente, han llamado de desfascistización de España; los toreros tuvieron que dejar de saludar brazo en alto antes de comenzar la lidia, el falangismo hizo como que nunca había defendido según qué ideas, y España se convirtió en algo parecido a eso que hoy es Marruecos: ese aliado peripatético, poco presentable por lo dictatorial, pero aliado al fin y al cabo, de los Estados Unidos.
Que España se acercase a los Estados Unidos ideológica y pragmáticamente tuvo una consecuencia en lo económico: dar pábulo a aquellos economistas que consideraban que España no podía regirse económicamente como un ejército, como había sido la primera opción de Franco y sus gobiernos básicamente militares. En un ejército, por razones obvias, todo lo que se necesita, se produce. La escena de Bananas en la que Woody Allen se presenta en una panadería a comprar dos millones de barras de pan es eso, un chiste. Si un ejército quiere pan, tiene que ser capaz de hacer pan, y por eso las unidades militares tienen hornos de pan. Franco aplicó esa máxima a España entera en lo que se llamó la autarquía. Pero la confluencia con los EEUU, que entre otras cosas supuso que España superase su desesperante déficit energético, supuso también que se comenzase a pensar en crear una economía como la de todo el mundo capitalista.
La segunda cosa que pasó es que, conforme la primera generación de franquistas, la que ganó la guerra en las trincheras o en los estados mayores, comenzó a registrar fatiga de material o incluso alcanzó la jubilación, se hizo espacio para una segunda generación que no era menos franquista que la primera pero, precisamente por eso, estaba preocupada por la supervivencia del franquismo. Algunas personas en el antedespacho de El Pardo, nucleadas alrededor de la figura del almirante Luis Carrero Blanco, un militar con notable visión política, comenzaron a darse cuenta de que en España, conforme pasara el tiempo, cada vez habría más españoles que no recordarían la guerra porque no la habrían vivido. Y que, en consecuencia, cada vez haría falta añadir algo más al argumento de la paz para mantenerlos del lado de Franco. Y ese algo era el bienestar económico y social. O sea: la moto/cohete de Pedro Sánchez, o el "España va bien" de José María Aznar, sólo que en plan dictatorial. Que, como canta Silvio Rodríguez, no es lo mismo, pero es igual.
España, pues, debía crecer. O, mejor, desarrollarse, pues ése: “desarrollo”, fue el sustantivo que se eligió para las sucesivas oleadas de inversión pública planificada que debían de animar a los empresarios a crear valor añadido, crear empleo, cebar el PIB. Era imperativo aprovechar la ola de los años sesenta del siglo XX, que todo el mundo barruntaba, ya en la segunda mitad de los cincuenta, que iban a ser de un especial crecimiento mundial. Y se hizo.
El gran problema de los planes de desarrollo era financiarlos. Los planes de desarrollo eran como bombas de fisión nuclear que lo que hacían eran lanzar procesos de inversión y crecimiento que, en segundas, terceras y cuartas etapas, se retroalimentaban en sí mismos. Pero conseguir la primera fisión atómica era muy, muy caro, y nadie tenía el dinero suficiente para pagarla. Ni siquiera el Estado español. Para poder financiar todo aquello, Franco necesitaba de créditos y, de hecho, estaba negociando uno importantísimo con Francia justo cuando ocurrió la detención y fusilamiento de Julián Grimau, hecho que puso en peligro dicho crédito. Pero, más allá de los préstamos exteriores, la obsesión de los economistas franquistas, normalmente llamados tecnócratas y habitualmente vinculados al Opus Dei aunque esa identificación no es muy precisa; la obsesión de los economistas franquistas, digo, era que España misma financiase los planes a base de exportar mucho. De entonces es de lo que tenemos esa vocación exportadora que, no pocas veces en nuestra Historia incluso reciente, ha salvado nuestro PIB del marasmo. Quien exporta mete divisas en el país, es decir, crea valor añadido, y lo crea, además, en una moneda que luego puede ser utilizada para comprar en el exterior lo que no tenemos. La España del desarrollismo tenía que ser, por encima de todo, una España exportadora; y, de nuevo, para exportar adecuadamente, hace falta una fisión primera que se lance con dinero público, pues el Estado es el único que tiene dinero suficiente para conseguir la reacción atómica necesaria. Ese papel lo tenía que jugar una institución entonces fundamental, llamada Banco de Crédito Industrial, que formó equipo con otros bancos públicos de financiación a la economía, que acabarían todos ellos agrupados en la corporación Argentaria, ella misma fusionada con el hoy BBVA (pues, de hecho, la A de BBVA es Argentaria).
Una de las más rutilantes estrellas de ese firmamento exportador habría de ser Matesa.
La primera Matesa estaba presidida por Félix Huarte Goñi y vicepresidida por Juan Vila Blanco, el hijo de Juan Vila Rubira y padre de Juan Vila Reyes. Este hijo suyo, muy activo, asistió un año después de la fundación de la empresa a una feria textil en Lyon. Allí quedó remasterizado cuando, en el stand de la empresa francesa Ancet-Fayolle, vio funcionar un telar sin lanzadera. Tras consultar con el consejo de Matesa, adquirió una opción de compra de la patente por 500.000 pesetas. En Pamplona se situó la fábrica de los telares, mientras que en Barcelona quedó la sede central y el departamento de Investigación.
A partir de ahí, Matesa no dejó de crecer. Los dos millones de pesetas de capital inicial de 1956 ya eran ocho un año después; doce en 1960; 72 millones en 1962; 200 millones en 1964; 600 millones en 1968.
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