El conde arruinado
Comienza el juicio
Otro traidor entre nosotros
Cualquier cosa menos un nuevo juicio
Zola
El principio del fin
Por la República
Paty de Clam, con seguridad, estaba buscando que Dreyfus, al percatarse de la lista de documentos que se le estaba dictando, se extrañase y se derrumbase. Pero el judío, sin embargo, aunque verdaderamente estaba mosqueado porque la petición era rara, rara, rara, siguió escribiendo. Con más nervios que un filete del Lidl, el juez terminó por interrumpir el dictado para conminar al militar y preguntarle por qué temblaba y se mostraba nervioso; cosa que Dreyfus no estaba haciendo. Finalmente, Dreyfus argumentó que tenía frío. El dictado siguió hasta que Paty de Clam dijo: “Fíjese en cómo escribe usted; esto es muy grave”.
Lo siguiente que hizo fue coger a Dreyfus de un brazo y
anunciarle que estaba detenido y acusado de alta traición.
Dreyfus, lógicamente, se levantó y negó toda acusación. Paty
de Clam, por toda respuesta, le señaló un revólver sobre la mesa. Dreyfus se
negó a suicidarse, afirmando su inocencia. Sin embargo, fue esposado y llevado
a la prisión, donde el alcaide recibió órdenes de no registrar su entrada.
Francia estaba salvada. Las pruebas, abrumadoras, venían a
demostrar que nunca un judío debería formar parte del Estado Mayor. El gobierno
del Ejército francés sólo debía admitir a los franceses de pura raza.
Obviamente, Paty de Clam recibió el encargo de realizar la
instrucción del caso. El comandante era un militar íntegro y bastante
inteligente; pero tenía el defecto de ser francés. Eso lo convertía en una
persona para la cual el patriotismo lo era todo; y ese patriotismo exacerbado,
esa constante defensa de la grandeur de los cojones, lo convertía en una
persona demasiado proclive a ver espías por todas partes. Incluso llegó a
sospechar de un pariente suyo tan sólo porque hablaba varios idiomas y viajaba
mucho. En ese entorno, para él la misión que se le había encomendado no era
instruir el caso contra Alfred Dreyfus, sino arrancarle una confesión. Se
erigió en juez, fiscal y policía, todo en uno. Comenzó a visitar al recluso
casi diariamente, siempre para intentar arrancarle una confesión definitiva. Su
estrategia incluyó aparecer en plena noche para interrogarlo y presentarle
fotografías del memorando y de cartas suyas, conminándole a decir cuál era
cuál. Dreyfus, la verdad, nunca se equivocó.
Al preso, por lo demás, sólo se le mostró el memorando
completo que era la única pieza de su acusación, a los catorce días de
reclusión. En cuanto lo vio, aseguró no conocerlo de nada. La casa de Dreyfus
fue registrada. Iban buscando, sobre todo, trozos de papel de la misma calidad
que el memorando; pero no encontraron nada. Curiosamente, para los investigadores
no encontrar nada no fue sino la confirmación de que iban en la dirección
correcta (y, como veremos más adelante en esta historia, encontrar trozos muy
parecidos en domicilios del entorno de Esterhazy no les hizo cambiar de idea).
Con el tiempo, la situación para Paty, Boisdeffre y, sobre
todo, Mercier, comenzó a ser desabrida. No se había descubierto nada que se
pudiese considerar una prueba en contra del acusado. Los dos peritajes no resultaban
indubitadamente concluyentes. Se encargó un nuevo peritaje a Bertillon, aunque
esta vez se le puso al corriente de la identidad de Dreuyfus. Bertillon, quien
verdaderamente deseaba llegar a alguna conclusión positiva para los
investigadores (de ser un centímetro más antijudío, habría ingresado en
Izquierda Unida sin siquiera pagar cuota), imaginó una situación muy
rocambolesca en la que Dreyfus habría calcado su propia escritura; es decir,
vino a concluir que, puesto que Dreyfus habría imaginado que iba a compararse
su letra de la del memorando, había modificado su letra en el último de los
documentos. La teoría era que había introducido algunos vicios de escritura de
su hermano Mateo y de su cuñada Alicia.
El ministro Mercier, cuando leyó este informe de Bertillon,
concluyó que aquello era una mierda pinchada en un palo, y que presentarle eso
a un juez iba a ser un escándalo incluso en una nación, como Francia, con tanta
gente dispuesta a creérselo todo por la patria, la matria y la tiatria. Así que
se encargaron tres peritajes más: Étienne Charavay, Eugène Pelletier; y Pierre Teyssonnières.
Los dos últimos concluyeron que la escritura era de Dreyfus, aunque Teyssonnières
dejó claro que había modificado dicha escritura a propósito. Charavay, sin
embargo, declaró que la escritura no era del judío.
Para entonces, la Prensa ya se había enterado de lo
fundamental de lo que estaba pasando. Comenzaron a publicarse crónicas muy
duras hacia los alemanes, y especulando con la existencia de una conspiración
en el Ejército francés. Schwartzkoppen, la verdad, temió que fuese Esterhazy el
militar detenido del que todo el mundo hablaba; pero cuando supo que era Dreyfus
se fue muy ufano a ver a su jefe, el embajador conde Georg Herbert Graf zu
Münster von Derneburg, para decirle que no lo conocía de nada. Así tranquilizado,
Münster se fue a por el ministro Hanotaux e, incluso, el presidente de la
República, Jean Paul Pierre Casimir-Périer, para exigirles que publicasen en la
Prensa una rectificación salvando el honor alemán. Así pues, el gobierno
francés acabó declarando que, si Dreyfus había espiado, ¡no había sido para
Alemania! Entonces, el memorando aparecido en la embajada teutona, ¿lo había dejado allí David el Gnomo? El
general Mercier llegó a decir que, durante aquellas jornadas, Francia y
Alemania estuvieron al canto de un duro de la guerra; pero Schwartzkoppen
siempre sostuvo que el ministro francés se lo inventaba todo; que las
conversaciones fueron siempre cordiales y sin amenaza de hostias de por medio.
Para entonces, y en un efecto que muy probablemente nadie en
el Ejército ni en el gobierno francés esperaba, el caso se prolongaba y se iba
convirtiendo en una cuestión nacional. En ello hizo mucho un personaje que para
entonces ya era un tanto apolillado: Paul Adolphe Marie Prosper Granier de
Cassagnac, un político decididamente bonapartista, que incluso siguió siéndolo
tras la extinción de la dinastía, y que se recicló a editor de periódico a
través de su medio L’Autorité. Desde ese periódico comenzó a interesarse
por el caso Dreyfus, sobre todo desde que la familia del militar eligió a Edgar
Demange para que le defendiera. Demange y Cassagnac eran amigos, por lo que el
segundo tuvo acceso a información de primera mano sobre el caso y su avance. Cassagnac
fue el primero que comenzó a hablar del caso Dreyfus en términos binarios: o
era culpable Dreyfus de espiar para Alemania o, si era inocente, era culpable
el Ejército francés por haber montado un escándalo de la nada para limpiar el
Estado Mayor de un judío. Él fue, pues, el primero en avizorar que, en aquel
asunto, alguien habría de caer. En realidad, quien caería sería media Francia.
Cuando Paty de Clam terminó sus diligencias, el caso pasó
directamente al gobernador militar de la región de París, que hasta el momento
no había sabido nada del mojo; lo cual, por cierto, era abiertamente ilegal. El
gobernador nombró juez instructor al comandante Alexandre François Bexon (o
Besson) D’Ormescheville, oficialmente auxiliado por el eterno Paty de Clam. El
juez instructor le encargó a un agente del Servicio de Estadísticas del
Ministerio de la Guerra, François Guenée, que realizase un informe sobre el
modo de vida del acusado. El tal Guenée concluyó que Dreyfus era un putero y un
ludópata; que no le faltaba detalle, vaya. Hay que decir que la Jefatura de
Policía hizo un informe paralelo, bastante más acercado a la realidad, en el
que concluía que los devaneos de Dreyfus con el sexo opuesto, que efectivamente
habían sido muchos, eran, sin embargo, anteriores a su compromiso marital. Con
posterioridad a su matrimonio, sólo le conocía una relación, bastante
epidérmica, con una mujer distinta de la suya, a la que al parecer mandó a la
mierda cuando se dio cuenta de que todo lo que quería era que el judío le
pagase los caprichos.
Incapaces los instructores de adverar la culpabilidad del
capitán mediante los peritajes, y conscientes de que la tentativa de llevárselo
por delante a base de convencer a Francia de que era un pendón necesitado de
dinero estaba probablemente condenada al fracaso, los instructores se dieron
cuenta de que necesitaban testigos. ¿De qué? En realidad, de cualquier cosa.
Comenzaron a llamar a funcionarios del Ministerio de la Guerra, personas que
trababan habitualmente a Dreyfus. Convenientemente impulsados a ello, los
compañeros del militar comenzaron a desenterrar equívocos episodios en los que
se habría demostrado la afición del encausado por los secretos de Estado; por
no hablar de los sospechosísimos viajes a Alsacia.
El Estado Mayor, sin embargo, permaneció impasible el
francés. Decidió construir un dosier secreto con documentos comprometedores. El
primero de ellos fue una carta que Schwartzkoppen le había escrito al teniente
coronel Alessando Panizzardi, agregado militar de la embajada italiana en
París. En dicha carta, le decía: “Ahí van doce planos de Niza, que ese canalla
de D. me ha remitido para usted”. Para los investigadores del Estado Mayor,
estaba clarinete que esa D tenía que ser Dreyfus. Pero la cosa es que no lo era;
el remitente de aquellos planos era un cartógrafo del Ministerio francés de la
Guerra que se apellidaba Dubois. La carta, además, era de 1893.
Los franceses también se hicieron con un telegrama cifrado
de Panizzardi a su Estado Mayor en Roma, que decía: “Si capitán D. no ha tenido
relaciones con ustedes, será conveniente desmentirlo, para evitar comentarios
Prensa”. Cuando el texto apareció traducido, Paty de Clam había cambiado la D
por Dreyfus.
La vista de la causa se fijó para el 19 de diciembre.
Demange, el abogado defensor, maniobró a través de dos políticos: Joseph
Reinach y Pierre Marie René Ernest Waldeck-Rousseau, tratando de que el
presidente de la República, Casimir Perier, decretase las sesiones públicas;
pero la negativa fue total, puesto que se iban a tratar temas de gran
importancia para la seguridad del Estado.
Así las cosas, a la una de la tarde del 19 de diciembre de
1894, en la sala de causas de la prisión militar de París, siete jueces,
presididos por el coronel Émilien Maurel, esperaban el comienzo de las
sesiones. El fiscal era un comandante llamado Brisset.
Después de que los jueces decidiesen, negativamente, sobre
la petición de Demange para que la vista fuese pública, se leyó el acta de
acusación elaborada por D’Ormescheville. El documento era bastante ambiguo. Se
acusaba al capitán Dreyfus de estar preocupado por los secretos militares, de
entrar en dependencias que no eran las suyas, de hacer preguntas indiscretas y
de descuidar los asuntos de su oficina. Si eso es delito de alta traición, en las calles de España no iban a quedar nada más que los menores de edad, y no todos. A lo largo del juicio, efectivamente,
hasta 17 oficiales de Estado Mayor testificaron para airear sus opiniones
personales sobre su compañero, y recordar pequeños incidentes que podrían
apuntar en alguna dirección pero, la verdad, no probaban nada. Luego declararon
varios generales, entre ellos Mercier y
Du Paty de Clam; todos lo acusaron de haber espiado para Alemania. Pero
nadie presentó la más mínima prueba. O sea, el famoso "no tengo pruebas pero tampoco dudas" que se maneja en el subnormaleo actual.
Al fin y a la postre, pues, lo que quedaba era el famoso memorando. Un documento que, según tres peritos, era obra de Dreyfus; y según otros dos, no lo era. Bertillon compareció ante los jueces. Los acusadores eran bien conscientes del gran prestigio que tenía aquel investigador (aunque no como calígrafo). El científico se reafirmó en su teoría de que Dreyfus había calcado ladinamente su propia letra, modificándola deliberadamente para que pareciese otra. De hecho, Bertillon, venido a más, llegó a decir que, de la investigación que había realizado había logrado averiguar, no sabemos de qué manera, lo que había cobrado Dreyfus por aquel documento: 500.000 francos, una fortuna de la época.
Me ha dolido el comentario sobre Izquierda hUndida, pero si son de lo más ecuánime y ponderado de la vida política española. Y nada antijudíos, que digamos.
ResponderBorrarJajajajajajajajaja
La mierda de Gugel no me deja identifcarme
Fdo.; Cide Hamete Benengueli