Como sabéis todos los que habéis tenido una mínima educación religiosa, el cáliz o poterion es el adminículo que se utiliza en la misa para recordar el recipiente que utilizó Jesús en su última cena para realizar la primera consagración eucarística. Es, pues, literalmente, el custodio de la sangre del Cristo, como lo llama Optato de Mileto.
Aquéllos menos beatos tal vez habéis tenido contacto con el concepto del cáliz en una peli de las de Indiana Jones, ésa que filmó Harry Ford con Sean Connery. En dicha peli Indi tiene que escoger el auténtico Santo Grial (que no es otra cosa que el cáliz original) y beber de él; la escena trata de dar una lección cristiana contra la opulencia y la altivez pues, finalmente, Indiana escoge la más humilde y basta de todas las copas, asumiendo que difícilmente en una casa de pringaos en el Jerusalén del siglo I podía haber otra cosa. En fin, si eso pretendía decir que la Iglesia se había distanciado en exceso de la figura del primer cáliz, hay que decir que la Iglesia siempre tuvo claro que el cáliz original tenía que haber sido una copa modesta. En el año 570 o así, el Breviarium de Hierosolyma, obra del conocido como seudo Antonino de Piacenza, nos informa de que el cáliz original era de ónix y que se conservaba en la basílica de Jerusalén hecha construir por Constantino; ya se sabe que Helena, la mamá del Empe, estuvo por allí y localizó hasta las toallitas usadas por Jesús para refrescarse los sobaquillos.
Estas afirmaciones tan tempranas, en todo caso, lo que nos están diciendo es que la búsqueda del Santo Grial es algo que compete a la piedad cristiana casi desde sus inicios. Eso sí, con el tiempo incluso el cáliz original fue ganando en lujo; Beda, el venerable, nos informa de que era de plata y con dos asas. En la Edad Media, diversas iglesias (por ejemplo en Valencia, hasta el día de hoy) pretendieron o pretenden poseerlo.
De existir una probabilidad, lo más probable, por cierto, es que hasta Indiana Jones, que ya es decir, se equivocase. Los que saben de este tema nos dicen que la gran mayoría de las copas rituales usadas por los judíos en tiempos de Jesús eran de vidrio. De hecho, Tertuliano nos dice que los primeros cálices usados por los cristianos, puesto que se inspiraron en el menaje de las casas de los romanos pudientes que se convirtieron, eran de vidrio, si bien solían llevar alguna imagen pintada sobre fondo dorado. Ireneo abunda en este dato al referirnos ceremonias eucarísticas celebradas por un gnóstico a finales del siglo II en un vaso de vidrio, cuyo contenido enrojecía cuando pronunciaba una oración (obsérvese cómo, en esta descripción, se mezcla la ortodoxia litúrgica con el tono mistérico y mágico).
Cálices de vidrio debieron de usarse hasta el principio del siglo VII. Sin embargo, el vidrio, por muy tradicional que sea, ofrecía el lógico problema de que, si se cae, se rompe. Así pues, pronto se buscaron materiales más sólidos, tales como el hueso, la madera y, por encima de todo, el metal. Y, por encima de todos los metales, los preciosos, puesto que eran los preferidos de las personas de dinero que hacían donaciones a las iglesias. Juan Crisóstomo, en una de sus homilías, de hecho pone a parir a los ricos que, después, dice, de haber rapiñado el dinero disponible para los huérfanos, donan a las iglesias cálices de oro; de donde se deduce que esa costumbre de donar cálices valiosos debería de ser bastante común (igual que la de robarle a los huérfanos y a los pobres).
La forma del cáliz antiguo probablemente nos sorprendería bastante, pues se entiende que tendería a parecer más una taza o un ánfora que el cáliz propiamente dicho que hoy conocemos. Serían, pues, copas muy anchas y con muy poco cuello. Todo ello, como decía Beda, con un par de asas que permitiesen la manipulación. Antes del año 1000 se distinguían dos tipos de cálices. Los maiores, usados para consagrar el vino, grandes, con mucha capacidad y asas; y los ministeriales, menos capaces y más ligeros, con o sin asas, que eran los que servían para servir el ministerio de la comunión (en vino. Éstos son los tiempos en los que la comunión era del pan y del vino, costumbre que quedó definitivamente prohibida para la mayoría de los católicos en Trento).
Las asas del cáliz comienzan a desaparecer en los siglos XI y XII, conforme la comunión a los fieles en las dos especies (pan y vino) comienza a decaer. A partir de ese momento, puesto que en la comunión no se le da el vino a los fieles, los cálices ya no tienen que tener asas y, en general, comienzan a perder en anchurosidad y peso. Obviamente, con la pérdida de la comunión en dos especies también acabó por desaparecer la cánula que, como su propio nombre indica, era una especie de pajita que se usaba para sorber el vino.
Con la llegada del año 1000, que trajo consigo una recuperación de la actividad económica en Europa y consecuentemente revitalizó la liturgia, las necesidades de cálices se incrementan de nuevo. Los sínodos entran a regularlo, sobre todo en su materia, puesto que progresivamente van prohibiendo el vidrio, la madera, el cobre y el cuerno; recomendándose de consuno (pues en la Iglesia puede haber habido algún tonto, pero jamás ha habido, ni habrá, un solo gilipollas) los metales preciosos.
Ese momento histórico y, sobre todo, estético, que conocemos como gótico, es el que comienza a modificar el cáliz hacia las formas que hoy conocemos. El vaso eucarístico, hasta entonces semiesférico en todas o casi todas sus representaciones, comienza a hacerse cónico. El fuste o cuello se alarga y, además, deja de ser circular en muchos casos, para pasar a ser poligonal (normalmente, de seis u ocho caras, por cierto). Dado que el conjunto es mucho más grácil, el pie, que antes era casi un pedestal, se reduce considerablemente.
El barroco, hijo de las ideas de Trento y que, por lo tanto, no hay más que verlo, buscaba convertir la liturgia en un festival de oropeles, dobla el labio del cáliz hacia afuera, alarga el fuste y reduce todavía más el pie, como queriendo elevar el cáliz hacia el cielo.
Hoy no lo veremos, lógicamente, que para eso está ya el ZZ Paff y la costumbre que tiene la gente de ducharse de vez en cuando y, sobre todo, los fines de semana. Pero habréis de saber que, en el pasado del hombre, para el sacerdote había un instrumento que era absolutamente imprescindible para el momento de la eucaristía: el flabellum, esto es, un abanico que se usaba para espantar a los insectos quienes, como sabéis, nunca le han hecho ascos al pan ni, por supuesto, a una copa de vino. Otro nombre que recibía, que no podía ser más claro y diáfano, es muscatorium. La vieja liturgia preveía la colocación de dos diáconos a ambos lados del altar manejando estos abanicos en tiempos de calor, y no para refrescar al sacerdote sino para echar a las moscas las cuales, por lo vista, no son hijas de Dios. Siempre se ha dicho que la eliminación del vino en la comunión de los cristianos tiene que ver con que el personal se bolingaba a base de practicar la comunión eucarística. A mí esto, con ser bastante creíble, no me parece razón suficiente pues, por mucho trago que quieras echar del cáliz, a menos que seas el único que comulgues, la hemicránea está difícil (aunque, claro, si ya vienes dopado de la calle...) En realidad, yo creo que las que se cargaron la comunión de dos especies, que luego los protestantes recuperarían, fueron esas moscas que estropeaban las misas con sus vuelos aparentemente caóticos. La comunión con vino, creo yo, se dejó de dar porque era un puto coñazo andar espantando a los insectos. Eso sí, aunque el flabellum ha perdido su función eclesiástica, sigue existiendo como marca de honor del Papa.
El cáliz, esto también lo sabemos todos los que hemos sido monaguillos alguna vez, sólo lo toca el sacerdote. En puridad, quienes pueden tocarlo son el sacerdote y los diáconos, si nos hemos de ceñir a las instrucciones que sobre ello dio el concilio de Laodicea. Con posterioridad, sin embargo, los subdiáconos y los clérigos fueron autorizados también a tocar el vaso sagrado. Fue Pío IX quien extendió esta competencia a todo seglar o monja que asuma las funciones de sacristán en la misa.
Connatural al cáliz, tanto que no se entienden uno sin el otro, está la patena o plato. La patena está bastante presente en nuestro lenguaje con una expresión que supongo que ya irá cayendo en desuso, por la que se dice de algo que está límpido que está "limpio como la patena", apuntando a lo perfecto que solía ser siempre el estado de este plato litúrgico. La versión en latín de Mateo 23, la descripción de la última cena, nos dice: mudatis quod de foris est calicis et paropsidis, en lo que se ha tenido por la Iglesia por prueba irrefutable (ejem...) de que en la última cena ya se utilizó una patena.
La patena nació así, desde la literalidad evangélica: como plato en el que Jesús partió el pan y luego, como dice la misa, se lo dio a sus discípulos.
Por diversos testimonios antiguos, notablemente el Liber Pontificalis, podemos deducir que las patenas, como los cálices, inicialmente eran de vidrio, para pasar con el tiempo, en la misma evolución que la copa, a ser realizadas con otros materiales que tuviesen la virtud de rebotar en el suelo. Al contrario que al cáliz, por lo general a la patena siempre le ha costado bastante convertirse en un objeto excesivamente lujoso. En la Baja Edad Media era circular, y el único adorno que se permitía era una cruz o un cordero grabado en el centro. Asimismo, igual que en el caso del cáliz, se desarrollaron dos tipos de patenas: una, pequeña, siempre a la derecha del cáliz (sentido del oficiante), que era la que servía para que el sacerdote partiese la oblata; y otras más grandes, las ministeriales, dedicadas a la distribución de la comunión entre los fieles.
El tercer elemento fundamental para un sacerdote celebrante es el conocido como copón, aunque su nombre, digamos, técnico, es píxide. El copón nace de un cierto cambio de estrategia de la Iglesia, bastante lógico, por el cual se da cuenta de que presentar las hostias en la patena es ineficiente cuando hay mucha gente para comulgar. La patena no deja de ser un plato y, por lo tanto, la mayor o menor habilidad de sacerdotes y diáconos, el vientecillo, esas cosas, pueden acabar con las hostias en el suelo. Por eso se hizo aconsejable guardarlas en una copa semicerrada.
Los primeros cristianos, en realidad, no usaban copas para esto, sino cestillos que llamaban canistrum. Corpus Domini in canistro vimineo portat, dijo Jerónimo a propósito del obispo de Tolosa en el siglo IV, Exuperio. Estos cestillos siguieron viéndose por las iglesias durante unos doscientos años más.
Cipriano, al retratar la vida de los primeros cristianos, tiempos durante los cuales la escasez de iglesias provocaba que la piedad litúrgica se hubiera de guardar en casa, nos dice que muchos de ellos guardaban las hostias consagradas en cofres. Muchos fieles, incluso hasta el siglo VIII y más allá, tuvieron la costumbre de coger una hostia consagrada y, metiéndola en una perula o pequeña bolsa, se la colgaban del cuello para llevar siempre consigo la comunión de Cristo. Esto se hacía, sobre todo, cuando las personas se iban de viaje, pues al cristiano siempre le ha torturado un poco la idea de morir en Gracia de Dios, limpio de pecado y todo eso, cuando en la vida hay cienes y cienes de maneras de morir en las cuales es difícil encontrar un confesor a mano para limpiarnos el alma antes de que sea lo único que nos quede. De esta manera, el viajero tenía la tranquilidad (que para mucha gente, hay que entenderlo, era una verdadera tranquilidad) de que, cuando menos, si veía que el barco en el que viajaba se hundía sin remedio, podía administrarse a sí mismo la comunión. Para relajar estos pruritos formalistas, lógicos en una religión como la hebrea que tiene un libro de instrucciones más complicado que una estantería del IKEA, es por lo que la Iglesia ha ido progresivamente otorgando valor pleno al arrepentimiento personal y esas cosas.
La importancia de morir, como se dice en las esquelas, confortado por los Santos Sacramentos, es lo que provoca la necesidad de que las iglesias hagan acopio de hostias consagradas durante 24 horas al día, 365 días al año. La moral católica, es bien sabido, rechaza la idea de que la Gracia sea algo que se obtenga acumuladamente (una idea que, sin embargo, está claramente establecida en otras creencias, como el budismo). Por ello, tanto una persona que ha comulgado miles de veces en la vida puede acabar en el Infierno si muere en pecado mortal; con las mismas, un cabrón con borlas que, en el último acto de su vida, se arrepiente, comulga y acepta la fe de Cristo, puede acabar sin problema en su club de tiro (como en algún momento se pretendió que hizo el presidente de la II República, Manuel Azaña). Convertir a las iglesias en los Seven Eleven de la salvación es lo que hace que en las mismas deba haber hostias almacenadas permanentemente, y es para esto que nace la píxide propiamente dicha. Es por ello que, de esos primeros tiempos, los copones que se conservan no merezcan tal nombre, pues son bastante pequeños; con una pequeña reserva bastaba. Además, ni siquiera eran copas, sino cajas, normalmente.
El cambio de estatus de la píxide se produce más o menos en el año 1000, aunque todos los trazos son de que, en esa época, la Iglesia no hizo sino aceptar como propia una costumbre que estaba ya ampliamente difundida en media Europa: colocar la píxide en el altar y no donde había estado hasta entonces, en el secretarium. Otras iglesias, en todo caso, conservaron la costumbre del sagrario mural, no colocado, por lo tanto, en el altar propiamente dicho.
Éste fue el momento en el que las píxides se convirtieron en recipientes propiamente dichos. Dado que de la época ya relatado en que las hostias se conservaban en cajas, y puesto que éstas se solían rematar con un pináculo (es lo que hace que Gregorio de Tours las llame torres), la costumbre pasó a la copa, que pasó a estar dotada de una tapa, necesaria para que no entrasen las moscas; tapa que solía ser de forma cónica (por hacer un símil que se entienda: como en algunas jarras de la Oktoberfest). Con la llegada del románico y, sobre todo, del gótico, al copón se le pone un pie y, sobre todo, se comienza a trabajar la tapa, que asciende hacia el cielo como los pináculos de muchas iglesias. Ya a partir del siglo XVI, con la generalización de la comunión no sólo en los oficios públicos sino también en privado, el copón empieza a adquirir muy diversas dimensiones y diseños.
En fin, todavía nos quedaría hablar de la custodia y alguna otra cosa; pero es demasiada misa por hoy.
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