El 27 de marzo de 1378, el Papa
Gregorio XI falleció en Roma. Este Pierre Roger de Beaufort, el último Papa francés que ha habido hasta el momento, fue un tipo curioso que fue elegido por unanimidad en el cónclave, el cual, sin embargo, tuvo que esperar algunos días para proclamarlo porque en el momento de la elección ni siquiera era presbítero. Goyo se pasó la mayor parte de su pontificado intentando que las potencias católicas se portasen como tales y dejasen de darse de hostias para dárselas al turco; pero no lo consiguió porque, ya se sabe, la exhibición religiosa a todo rey le gusta pero, al fin y a la postre, la pela es la pela y en aquella Europa ingleses y franceses se llevaban peor que mal.
Al final de su vida, Gregorio tuvo un gesto inesperado: regresar a Roma, donde acabaría por echar el último suspiro, como los elefantes del mito que, sintiéndose morir, toman la senda del valle donde saben que tienen que tumbarse por última vez. El suyo de regresar a la primera ciudad de la cristiandad fue un gesto postrero, bastante ilógico y, con el tiempo, catastrófico para la Iglesia. Grígor había pasado buena parte de su reinado al frente de la teocracia vaticana en Aviñón, porque para entonces hacía ya siete décadas que el centro de gravedad del papado se había trasladado a la ciudad francesa; no se trataba, pues, de un cisma, sino del hecho de que Roma había ido perdiendo, progresivamente, su importancia en el teatro europeo, y ahora era una ciudad apolillada, repleta de ruinas de mierda y de mierda en sí misma, que no contaba para nadie que quisiera contar algo en Europa.
El traslado a Aviñón era fruto, fundamentalmente, de la creciente ganancia de peso dentro de los asuntos de la Iglesia por parte de Francia. Básicamente francés era el colegio cardenalicio, y muy claros eran los deseos de los reyes emplazados en la tierra creadora de los segundos quesos más sabrosos del mundo a la hora de convertir al Papa en uno más de los soberanos de su zona de influencia. Los reyes franceses, a pesar de no ser ya propiamente carolingios, seguían recordando que había sido el Papa el que le había pedido a Carlomagno que uniese Italia a sus conquistas y pacificaciones, a él, que era mucho más proclive a los bosques germanos. Esa Historia había dejado en los galos la sensación de que tenían el derecho de intervenir en el papado y hacerlo suyo. El Papa era el principal valedor del Sacro Imperio Romano Germánico; pero es que los franceses se sabían, en buena medida, inventores de dicho Imperio y, por lo tanto, con derecho a situarse por encima del Papado, a dominarlo y a hacerlo suyo. El siglo XIV fue el teatro de su asalto final.
Al final de su vida, Gregorio tuvo un gesto inesperado: regresar a Roma, donde acabaría por echar el último suspiro, como los elefantes del mito que, sintiéndose morir, toman la senda del valle donde saben que tienen que tumbarse por última vez. El suyo de regresar a la primera ciudad de la cristiandad fue un gesto postrero, bastante ilógico y, con el tiempo, catastrófico para la Iglesia. Grígor había pasado buena parte de su reinado al frente de la teocracia vaticana en Aviñón, porque para entonces hacía ya siete décadas que el centro de gravedad del papado se había trasladado a la ciudad francesa; no se trataba, pues, de un cisma, sino del hecho de que Roma había ido perdiendo, progresivamente, su importancia en el teatro europeo, y ahora era una ciudad apolillada, repleta de ruinas de mierda y de mierda en sí misma, que no contaba para nadie que quisiera contar algo en Europa.
El traslado a Aviñón era fruto, fundamentalmente, de la creciente ganancia de peso dentro de los asuntos de la Iglesia por parte de Francia. Básicamente francés era el colegio cardenalicio, y muy claros eran los deseos de los reyes emplazados en la tierra creadora de los segundos quesos más sabrosos del mundo a la hora de convertir al Papa en uno más de los soberanos de su zona de influencia. Los reyes franceses, a pesar de no ser ya propiamente carolingios, seguían recordando que había sido el Papa el que le había pedido a Carlomagno que uniese Italia a sus conquistas y pacificaciones, a él, que era mucho más proclive a los bosques germanos. Esa Historia había dejado en los galos la sensación de que tenían el derecho de intervenir en el papado y hacerlo suyo. El Papa era el principal valedor del Sacro Imperio Romano Germánico; pero es que los franceses se sabían, en buena medida, inventores de dicho Imperio y, por lo tanto, con derecho a situarse por encima del Papado, a dominarlo y a hacerlo suyo. El siglo XIV fue el teatro de su asalto final.
Francia, de hecho, no otorgó ninguna
importancia al gesto de Gregorio de regresar a la apolillada capital del cristianismo, gesto que tomaron en la Corte por empeño de cura
chocho. Buena parte de los cardenales franceses ni siquiera lo siguió
a Roma, permaneciendo en Aviñón; esto nos hace más que sospechar que estaban convencidos de que sería el Papa el que, una vez elegido, regresaría a Francia. Más aun: es que contaban con que al frente de la Curia se volvería a situar un francés o francófilo. Carlos V, rey de Francia, había
comenzado una guerra abierta con Inglaterra, ansioso de lograr el
control de lo que hoy es el norte de Francia, cuya obediencia no
estaba del todo clara; y esperaba que, en ese enfrentamiento, las
tiaras se pusieran de su lado. Así pues, el rey asumió que los
cardenales, como he dicho mayoritariamente franceses o afrancesados,
elegirían ahora a un Papa de su cuerda.
Los cardenales, sin
embargo, se encontraron frente a frente con una realidad que se ha
repetido varias veces durante los siglos: los romanos se consideraban
con derecho consuetudinario a tener un Papa de su agrado y de su
origen. No se trata sólo de orgullo religioso, que entonces en Roma de eso había mucho; es que, probablemente, los burgueses y hombres de negocio de la ciudad sabían que se estaban jugando su supervivencia, pues si la decadencia de Roma como metrópoli quedaba sellada por la elección de un nuevo Papa que se iría a vivir fuera, la ciudad, que ya de por sí daba penita por entonces de verla, languidecería, quien sabe si para siempre. El cónclave se celebró en medio de un movidón en las
calles propio de los modernos indignados. En la noche del 7 al 8 de
abril de 1378, acojonados, los cardenales no tuvieron fuerzas de
elegir a un Papa decididamente profrancés; decidieron contentarse
con uno que tuviera simplemente fama de no tener demasiados
conflictos con los gabachos. Ese alguien fue Bartolomé Prignano,
obispo de Bari. Prignano era miembro de la Curia pero no cardenal,
pero aun así fue elegido Papa y eligió para su solio el nombre de
Urbano VI. Lo cierto es que los cardenales tenían tanto miedo de las
turbas romanas que el 8, tras la votación, les engañaron diciendo
que el elegido había sido otro italiano, el cardenal Tebaldeschi.
Los romanos pasearon al viejo a hombros por las calles, mientras el
pobre cardenal protestaba.
La
elección del Papa, por lo tanto, se veía colocada en medio de un
serio terremoto político. Pero había más. El Cisma no sólo fue
movido por intereses geopolíticos, sino también por sinceros
desarrollos teológicos y morales de personas que consideraban que
había llegado ese momento que, en realidad, nunca ha llegado porque jamás ha existido un Papa que lo deseara (salvo, tal vez, Juan Pablo I; pero no lo sabemos porque La Paloma le cerró la boca): el
momento de la reforma de la Iglesia.
Pedro de Ailly, en 1380, publica una obra fundamental, su Recommendatio Sacrae Scripturae, que es un torpedo en la línea de flotación del poder papal. Considera Ailly, como todavía defenderán los teólogos no italianos en el concilio de Trento, que la autoridad de los obispos no proviene del Papa, sino de Jesucristo; lo cual presenta el problema de que, entonces, no tienen por qué obedecer al Sumo Pontífice. Por su parte, Enrique de Langestein publica en 1381 su Epistola concilii pacis, donde dirá que los concilios están por encima del Papa.
Pedro de Ailly, en 1380, publica una obra fundamental, su Recommendatio Sacrae Scripturae, que es un torpedo en la línea de flotación del poder papal. Considera Ailly, como todavía defenderán los teólogos no italianos en el concilio de Trento, que la autoridad de los obispos no proviene del Papa, sino de Jesucristo; lo cual presenta el problema de que, entonces, no tienen por qué obedecer al Sumo Pontífice. Por su parte, Enrique de Langestein publica en 1381 su Epistola concilii pacis, donde dirá que los concilios están por encima del Papa.
Todas estas
elaboraciones culminaron en la defección de la Iglesia francesa. El
2 de agosto, en Agnani, los cardenales franceses acordaron entender
que la elección de Urbano había sido ilegal, pues había estado
condicionada por la acción de las turbas (lo cual es verdad sólo a
medias, puesto que no pudieron entrar en el cónclave hasta que se
hubo producido la votación; pero también es cierto que el cónclave sabía que si salía de la sala habiendo nombrado a un Papa profrancés o francés, no habrían quedado de ellos ni los bonetes). En Fondi, el 20 de septiembre,
eligieron a Roberto de Ginebra como Papa, o Antipapa, como ahora lo
reconoce la Historia de la Iglesia. Escogió Roberto para su
pontificado el nombre de Clemente VII (aunque hay otro Clemente VII
Papa, puesto que el de Aviñón no se considera como tal por la
Iglesia... es un poco lioso, pero con el tiempo te acostumbras).
En todo el juego
que se inició con el Cisma había una pieza fundamental: Castilla.
El reino ibérico era entonces cercano aliado de Francia, y Carlos
esperaba que también lo fuese al apoyar al Papa cismático. Urbano,
sin embargo, jugó también sus cartas. Encomendó a un caballero
francés, Jean de Roquefeuille, la dirección de una embajada a
Castilla, con la instrucción de ofrecerle a los castellanos algo que
ellos querían de tiempo atrás: la concesión de los beneficios
eclesiásticos en Castilla sólo a castellanos, y nunca a prelados
extranjeros. Roquefeuille, quien por cierto como buen francés
acabaría apoyando al bando cismático, llegó a Córdoba en abril de
1379. Para entonces, sin embargo, el rey Enrique II había recibido
puntual información de que la elección de Urbano estaba bajo
discusión, así que le dio largas.
La prudencia del
rey castellano fue incluso exagerada. Pretextó que quería convocar
un sínodo de obispos españoles para conocer su opinión antes de
exponer la suya. Pero, en realidad, los problemas de Enrique no eran
teológicos. El gran problema para el rey castellano era conocer el
humor del que estuviera la corte aragonesa. Enrique sabía bien que
Inglaterra llevaba tiempo tratando de poner una pica, no en Flandes
sino en la península ibérica; que Londres, por lo tanto,
ambicionaba llegar a algún tipo de acuerdo con Zaragoza; y
destacarse él como un rey excesivamente profrancés les podría dar
a los aliados la excusa perfecta. Suspendió el rey castellano sus
relaciones con Roma. Pero era una medida provisional. Rodrigo
Bernardo y el confesor del rey, fray Fernando de Illescas, fueron
enviados a Francia e Italia, con la misión de recabar la información
necesaria para tomar una decisión.
El rey Enrique, sin
embargo, murió en mayo de 1379, con toda la polémica cismática en
pleno desarrollo y sin haber recibido de vuelta a sus embajadores.
Roma, cuando conoció la muerte, redobló la presión sobre Juan I,
el heredero de la corona. Le envió a dos obispos más para comerle
la oreja: Francisco de Urbino, que lo era de Faenza; y Francisco
Siclenis, de Pavía. Pero las otras partes en disputa tampoco se
quedaron quietas. Carlos, el rey francés, envió a Castilla al
obispo de Amiens. Y el Papa aviñonés Clemente VII le envió al
cardenal de Santa María in Cosmedin, un prometedor canonista
aragonés que se llamaba Pedro de Luna.
De todos los
jugadores, quien jugó mejor sus cartas fue Clemente. De Luna no era
castellano, pero cuando menos era, diríamos en lenguaje actual,
español. Era, además, hábil polemista y hombre acostumbrado a
tratar con el alto clero hispano, y esto es algo que pronto dio sus
frutos, pues no tardó el aragonés en labrarse la cercanía de
Gutierre Gómez, obispo de Palencia; y, sobre todo, de Pedro Tenorio,
arzobispo de Toledo.
Las Cortes de
Burgos de 1379 trataron de llegar a alguna conclusión sobre cuál
debería ser la posición castellana ante el Cisma, pero no lo
lograron. Los seglares, igual que lo había hecho su difunto rey
Enrique, todo lo fiaban a la celebración de una asamblea de
prelados, asamblea que quedó finalmente convocada para el año 1380
en Medina del Campo. Juan I aprovechó el tiempo entre las Cortes y
la Asamblea para negociar y aclararse con Aragón. El monarca
castellano sabía que, teniendo en cuenta la fuerte dependencia de la
alianza francocastellana, era sólo cuestión de tiempo que su reino
se posicionase en favor de Clemente VII; pero, sin duda, prefería
que ése fuera un paso dado en comandita con Aragón, para así
asegurarse que la toma de posición no pudiera ser aprovechada para
generar una disensión en el equilibrio siempre frágil entre los dos
reinos ibéricos; fragilidad que, como es bien sabido, acabaría gestionándose a base de polvos.
Diego López de
Stúñiga, embajador castellano, se llegó a Barcelona, formalmente
para mediar en un conficto entre el duque de Anjou y los aragoneses.
Algunos meses antes otros castellanos, Pedro López de Ayala y Juan
Alfonso de Algana, habían visitado al rey aragonés Pedro IV,
normalmente conocido como El Ceremonioso, y lo habían sondeado sobre
el tema del Cisma; Pedro les había contestado que su deseo, sin
duda, era actuar concertado con Castilla; pero que lo dijera no significa necesariamente que lo pensara. En julio de 1380 ambas
coronas llegaron a un acuerdo para mantener una entrevista. Pero el
encuentro no se llegó a producir. El Ceremonioso, como antes Enrique
II, quería disponer de más y mejor información, y por eso fue
dilatando la convocatoria de Cortes que habría de coincidir con la
entrevista. Las convocó primero en Calatayud en septiembre de aquel
año; pero luego las pasó a Lérida, y después a Zaragoza,
dilatándolas ya hasta el año 1381. Por medio Castillla ya no pudo más, llegó la declaración
de Salamanca, y se rompió toda posibilidad de acuerdo. Las cosas, es mi opinión, transcurrieron como Pedro había previsto que transcurrirían, pues le favorecieron: al final, fueron los castellanos los que se definieron en solitario, dejando a Aragón sentada sobre el tejado, con la capacidad de decidir hacia cuál de los dos lados se dejaba caer.
En efecto, el 23 de noviembre
de 1380, tal vez mosqueado por este juego de dimes y diretes con que
el rey aragonés llevaba puteando ya dos meses, Juan permite que se
abra la asamblea del clero castellano en Medina del Campo; asamblea a
la que asistieron, por cierto, el obispo de Pamplona, que obviamente
no era castellano; e incluso un caballero aragonés, Martín de
Zalba, aunque no está muy claro a qué fue (¿a cantar jotas?).
Comenzaron las deliberaciones con un discurso de Pedro de Luna, y dos
días después fueron los embajadores del Papa Urbano los que
intervinieron. Todo el mundo esperaba que la cosa quedaría clara el
día 26, fecha señalada para que Rodrigo Bernardo evacuase toda la
información sobre sus gestiones. Sin embargo, el informe del
embajador no fue concluyente, pues llegaba a la conclusión de que
había elementos de base para apoyar tanto a uno como a otro Papa.
Así las cosas, no
había otra que votar. Una comisión de canonistas debería recoger
la opinión y planteamientos de treinta y cuatro religiosos, cuyo
resumen se discutió en una asamblea final, en presencia del propio
rey. Fue esta asamblea la que llegó a la conclusión de que había
más legitimidad en la candidatura de Clemente, el Papa de Aviñón.
¿Fue una decisión
teológica? La verdad, nunca lo fueron, ni lo son, ni lo serán. Juan
I, como ya he dicho, no tenía margen para apoyar al Papa Urbano, y
lo sabía. En las jornadas de Medina, es probable que supiese o se
barruntase que Castilla tenía muchas probabilidades de entrar, como
de hecho entró poco después, en una guerra con Portugal; guerra
que, si quería ganar, tenía que plantear contando con la ayuda
francesa.
El 19
de mayo de 1381, en la vieja catedral románica de Salamanca,
Castilla se declaró partidaria de Clemente VII y, por lo tanto, se
apuntó al Cisma aviñonés. En la carta enviada a todos los poderes
locales del reino comunicándoles la situación, Juan argumenta que
tanto las informaciones finalmente recabadas como el criterio de los
teólogos apuntaban a que el primero eleyto [Urbano]
ser fecho por fuerza e impresion de los romanos e ser yntruso e
apostatico e Antichristo e nuestro señor el Papa [Clemente],
segundo eleyto, ser verdadero Papa e vicario de Ihesu Christo (…) E
si alguno o algunos de los nuestros subditos, de cualquier estado,
ley o condiçion que sean, toviere el contrallo de la sobredicha
declaracion que nos fezimos en todo o en parte, e no obedesçiere en
las cosas sobredichas al dicho legado [Pedro,
cardenal de Aragón, designado en la carta legado Papal], mandamosvos
que seyendo requerido o requeridos por el dicho cardenal
compromisario o por sus comisarios o juezes o otros oficiales suyos,
que les prendades [la carta se
dirige a autoridades: alcaldes, merinos, etc.] los cuerpos
e todos sus bienes e los tengades presos e bien recaudados. E non
fagades ende al so pena de la nuestra merçed e de diez mill
maravedis a cada uno para la nuestra Camara.
La
declaración de Salamanca fue, por lo tanto, un alineamiento en toda
regla de Castilla junto a su aliado estructural, Francia. ¿Fue un
movimiento inteligente? Probablemente, lo que fue, es un movimiento
insoslayable, porque Juan I, a las puertas de una guerra con
Portugal, no podía ni soñar con malquistarse con Francia, y Francia había hecho un casus belli (nunca
mejor dicho para nosotros) en el apoyo decidido a Berto el Ginebrino.
No obstante, es cuando menos mi opinión que al rey castellano le
falló el calendario. Él habría preferido llegar a Medina del Campo
con el acuerdo explícito alcanzado con Pedro el Ceremonioso en el
sentido de que una asamblea paralela celebrada en Aragón, o alguna
otra cosa parecida, se sintonizase con los movimientos castellanos.
En mi opinión, ante la tardanza del aragonés a la hora de mover
ficha, Juan se encontró atrapado entre la prudencia aragonesa y las
prisas francesas, y tuvo que moverse en unas condiciones que sabía
no eran las mejores. Pero en política ya se sabe que casi nunca hace
uno lo que quiere, sino lo que puede.
Magnífico, como siempre.
ResponderBorrarPero voy a picar: ¿cuales son esos dos quesos?.
Gracias.
Lo que dice el texto es que los franceses son los segundos mejores quesos del mundo. Los primeros, por supuesto, son los nuestros.
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