Atenta la compañía con:
Lo cierto es que, por muy mosqueada que se pudiera encontrar la reina, el ataque a Cádiz por Drake fue todo un éxito. El inglés consiguió infiltrarse en el puerto gaditano haciendo pasar a su flota por navíos franceses u holandeses. En su ataque consiguió hundir o quemar más de treinta barcos españoles y saqueó los almacenes del puerto; algo que le era muy necesario porque la verdad es que llegó a Cádiz casi sin pertrechos. Luego navegó hacia las Azores, a sabiendas de que las islas eran un punto habitual de paso de las flotas del Nuevo Mundo. Allí capturó un premio gordo: el San Felipe, una carraca portuguesa con un rico cargamento de porcelana y tejidos, además de especias.
El problema para
Isabel, que explica por qué en realidad no se sintió tan contenta
cuando tuvo noticias de Drake, es que temía un enfrentamiento a gran
escala en el norte de Europa. Sus temores tenían que ver con su
convicción, en buena parte cierta, de que si estallaba lo que en las
dimensiones de entonces podría considerarse una guerra mundial,
sería muy difícil mantener permanentemente el conflicto en una
situación que impidiese que tropas de tierra españolas pisaran
tierra inglesa; en este sentido, cabe decir que la renuencia de Isabel a aceptar el enfrentamiento con España viene a tener raíces muy parecidas a la tibieza que no pocos políticos británicos mostraron antes de 1939 a la hora de ponerle la proa a la Alemania de Hitler.
Isabel, que creía a ciegas en los horóscopos y esas cosas, había hecho llamar a la Corte muchas veces al famoso esotérico John Dee, quien le había asegurado que las estrellas no mentían, y que su discurso era claro en el sentido de que la paz entre Londres y Madrid era posible. Eso sí, ella albergaba esos sentimientos en un momento en el que, aunque ella no lo supiera, el rey español ya había tomado la decisión de atacarla. Felipe, en efecto, era más práctico. En lugar de creer en nigromantes creía en Dios; que es un ente, como es bien sabido, habitualmente proclive a opinar lo que tú quieres que opine.
Isabel, que creía a ciegas en los horóscopos y esas cosas, había hecho llamar a la Corte muchas veces al famoso esotérico John Dee, quien le había asegurado que las estrellas no mentían, y que su discurso era claro en el sentido de que la paz entre Londres y Madrid era posible. Eso sí, ella albergaba esos sentimientos en un momento en el que, aunque ella no lo supiera, el rey español ya había tomado la decisión de atacarla. Felipe, en efecto, era más práctico. En lugar de creer en nigromantes creía en Dios; que es un ente, como es bien sabido, habitualmente proclive a opinar lo que tú quieres que opine.
Burghley y
Walsingham, sin embargo, no creían en las vagas promesas que la
reina se hacía a sí misma. Para ellos, lo urgente era preparar la
guerra. Pero ella, sin embargo, no les hizo caso. Se negó a aprobar
unas maniobras navales que sus ministros consideraban fundamentales
y, de hecho, cuando Drake llego a Plymouth, le ordenó anclar sus
barcos.
Burghley cayó
enfermo de uno de los ataques de gota que se harían cada vez más
frecuentes conforme pasara el tiempo; pero desde la cama siguió
recibiendo informes que lo inquietaban. Según sus espías, la
estrategia del duque de Parma era hacer caso de Isabel, darle sedal
que diría un pescador, hacerla creer que él también estaba por la
movida de la paz, mientras que en realidad lo que hacía era preparar
la guerra. Como lord tesorero, Burghley sabía que el Exchequer
estaba casi vacío, y por lo tanto le rogó a Isabel que activase una
campaña de ingresos para dotarlo suficientemente; Isabel le dijo que
no con displicencia.
Lejos de las
intenciones de sus ministros, Isabel propuso la celebración de una
conferencia de paz en Emden, Baja Sajonia. Sugirió la figura de un
mediador u hombre bueno, en la persona del rey Federico II de
Dinamarca y Noruega. Parma, sin embargo, rechazó esta propuesta;
entre otras cosas, el rey danés era protestante, y por lo tanto se
le aparecía como un árbitro un tanto casero. Lo que quedó de 1587
se fue en inútiles negociaciones en torno a esta nonata conferencia
de paz.
Una persona en la
Corte estaba verdaderamente horrorizada por la inanidad de la reina:
Leicester. En verdad era un hombre fatuo y que a veces se
desconectaba de la verdad con demasiada facilidad. Pero conocía bien
las Provincias Unidas, conocía a Parma mejor que nadie aquende el Canal de la Mancha (dicho sea desde el punto de vista inglés), y sabía mejor que nadie que todo aquel ir y
venir de cartitas no podía significar nada bueno. A principios de
noviembre, durante un encuentro cara a cara con la reina, le advirtió
de ello y le dijo, claramente, que si no se preparaba para la guerra
acabaría pagándolo junto con todo su entorno y el país entero. Su
punto fundamental fue atraerla a la idea de que Drake recibiese la
autorización para construir una flota en condiciones. La reina se
negó, Leicester probablemente fue demasiado lejos defendiendo sus
posiciones, y ambos tuvieron eso que podríamos denominar fácilmente
una pelea.
Isabel y Leicester
estuvieron prácticamente sin hablarse durante un mes y medio.
Finalmente, ella estalló el Boxing Day, esto es el día 26 de
diciembre. En uno más de los ataques retóricos de su favorito,
Isabel estalló, comenzó a gritar y a sollozar, lo golpeó con sus
puños en el pecho y le dijo que era su responsabilidad (de ella) llegar a una paz con
España; el típico discurso, por otra parte cierto, de qué fácil es opinar cuando no tienes que gobernar. Leicester, reculando un poco, trató de hacerla razonar. La
conminó a reflexionar sobre el hecho de que Drake, con una fuerza
relativamente pequeña, había conseguido infligir un duro golpe a
los españoles; pero Isabel retrucó argumentando algo que era
cierto; Drake, con todo su sobradismo y tal, nunca había participado
en una batalla naval en mar abierto. “Más que hacerle daño al
enemigo”, sentenció, “Drake me lo ha hecho a mí”.
En la tarde del 2
de febrero de 1588, celebración del Candlemas Day, la reina tenía
previsto asistir a una comedia de teatro de John Lyly en su palacio
de Greenwich. Algunos minutos antes de comenzar el espectáculo,
Isabel envió un emisario con las instrucciones de llegarse a toda
pastilla hasta las Provincias Unidas. En dicha carta, destinada a sus
aliados en el terreno, la reina de Inglaterra desmentía
categóricamente las noticias de que hubiera llegado a un acuerdo con
Parma. Sin embargo, como siempre ha ocurrido y sigue ocurriendo en
materia de política alta, baja o mediopensionista, que un gobernante
desmienta categóricamente que está haciendo algo bien puede ser el
mejor de los síntomas de que lo está haciendo o piensa en ello. Un
mes más tarde, los protestantes holandeses recibieron noticias de
que Inglaterra abría formalmente conversaciones de paz con España.
De hecho, nombró una comisión de cinco miembros, presidida por el
conde de Derby. Esta comisión se sentó con negociadores de Parma en
Ostende y después en Burburgo.
Las instrucciones
que se llevó Derby a Holanda, que fueron las de la reina pero no las
de Burghley, fueron asegurar una tregua total con España que
incluyese la totalidad de las Islas Británicas. Fue sólo tras una
intensa campaña de presiones por parte de los Estados Generales de
las Provincias Unidas que incluyó la libertad religiosa en Holanda
dentro del conjunto de peticiones; de donde nos cabe concluir que, en realidad, a la reina inglesa ese tema le importaba poco a cambio de la paz, muy en la línea de la histórica diplomacia británica, que ha ido a lo suyo y sólo a lo suyo. Eso sí, la garantía de libertad religiosa sólo era de
diez años y, de hecho, en el curso de las negociaciones la redujo a
dos; lo cual yo creo que muestra con claridad, como digo, lo preocupadísima que
estaba la reina de Inglaterra por la pervivencia de la Reforma en las
costas de Zelanda. Eso sí, también solicitaba la salida de las
tropas españolas de las Provincias Unidas.
El problema, en
este caso, lo puso España. A pesar de que Parma mostró cierto
pequeño entusiasmo por la iniciativa, lo cierto es que el
representante de Felipe II en las Provincias Unidas nunca recibió
ningún correo electrónico de El Escorial aceptando la gestión. Por
lo tanto, a las negociaciones les faltó algo fundamental, que era
que ambas partes tuvieran la condición plenipotenciaria. Así las
cosas, lo que Parma ofreció fue bien poca cosa: una especie de
tregua selectiva, que afectaría únicamente a las tropas auxiliares
inglesas presentes en las Provincias Unidas. Tregua que, en todo
caso, tampoco se prometía muy larga. Lo que se pedía a cambio era
una declaración de ambas partes descartando la invasión del otro.
Este punto del
relato es uno de los muchos que podemos encontrar los españoles en
nuestra Historia en los que nuestra condición, por así decirlo,
imperial, nos pesó hasta llegar a labrar nuestra decadencia como potencia
mundial. Las Provincias Unidas, no se olvide, habían sido una
herencia personal recibida por Felipe II. Su posesión y dominio, por
lo tanto,era algo que España (bueno, Castilla) asumía por la
grandeza de su rey. Si aquellas conversaciones de paz de 1587 se
hubieran llevado a cabo más seriamente y con inteligencia
diplomática, quién sabe si el percorrer de la sangría que a la
postre supondrían las Provincias Unidas para España podría haber
sido de una forma diferente.
A todo esto hay que
añadir que los españoles tenían a su favor que los ingleses nunca
fueron capaces de saber qué les contaba Giulio. España, por lo tanto, siempre fue un paso por delante de Londres en aquellos contactos. La obstinación de Isabel por mantener aquella
mesa abierta, en contra de los avisos de Walsingham sobre la pobre
situación del ejército inglés, añadía ventaja para los
españoles; pero éstos no supieron aprovecharla.
Parma llegó
incluso a informar a Isabel de que el rey Felipe nunca aceptaría que se
firmase una tregua general entre Inglaterra y España; pero incluso
en esa situación, la instrucción de Londres fue recomenzar los
contactos ya sin condiciones previas. Todavía en junio, cuando hacía
un mes que la Armada había salido de Lisboa, se seguía buscando la
paz.
La Armada
Invencible había sido diseñada y organizada por Álvaro de Bazán y
Guzmán, marqués de Santa Cruz; y el rey Felipe tenía la intención
de otorgarle a él también el mando de la flota. Santa Cruz, sin
embargo, fue una de las víctimas de la epidemia de tifus que asoló
Lisboa en febrero de 1588, y que afectó a muchos de sus soldados.
Para reemplazar a Santa Cruz, Felipe decidió confiar en Alfonso
Pérez de Guzmán el Bueno, séptimo duque de Medina Sidonia. El
propio Alfonso trató de sacudirse el mando aduciendo razones de
salud o de inexperiencia. Además de ello, hay que reconocer que la
historiografía, muy a menudo, se ceba con él, afirmando poco menos
que Felipe puso al frente de la operación a alguien que no
distinguía un océano de un vaso de Aquarius. Ciertamente, Guzmán
no tenía experiencia en combates navales abiertos, pero no era
ningún tuercebotas. Conocía muy bien las technicalities de
la navegación y de la guerra naval y, además, y éste es
probablemente el argumento que más pesó en la conciencia de su rey,
era quien había reaccionado con más eficiencia y sangre fría
durante el ataque de Drake al puerto de Cádiz. Su gran pero,
importante cuando uno va a estar en alta mar, es que era de natural
muy enfermizo. Que se mareaba, vaya.
Dejemos claro otro
aspecto que es importante y que no está en la cabeza de quienes
saben más bien poco del episodio de la Invencible: el plan español
no se basaba en una batalla naval, sino en una invasión por tierra.
El objetivo de los barcos era tocar la costa holandesa para, una vez
allí, transportar 26.000 soldados del ejército de Flandes hacia
Inglaterra en una flota de unos 300 barcos de transporte. Los barcos
de la Armada no tenían que atacar las costas de Inglaterra, sino
patrullar el espacio entre la costa holandesa y la isla de Thanet,
en la costa de Kent, para allanarle el camino a las barcazas del
duque de Parma. Sólo una vez que las tropas veteranas de Parma
hubieran desembarcado en Inglaterra deberían hacerlo los 18.500
soldados que iban en los barcos de la Invencible, la mayoría de
ellos tropas bisoñas.
Ya en las Navidades
de 1587, el duque de Parma había intentado desleer todo lo posible
los planes de su rey. Le había dicho, negro sobre blanco, que su
plan era demasiado complicado. Las barcazas de transporte no serían
problema teniendo en cuenta cómo iba el ritmo de construcción y,
ciertamente, tanto en Dunkerke como en Niewpoort se estaban acopiando
tropas. Pero aun así el calendario era demasiado exigente como para
que todo funcionase como debería. Los problemas eran dos: por un
lado, las tropas de Flandes necesitaban más formación para poder
convertirse en una fuerza invasora efectiva. Y, en segundo lugar,
hacía falta que los españoles fuesen capaces de tomar un gran
puerto holandés. De no ser así, tendrían que salir desde lugares
secundarios de la costa, petados de traidores bancos de arena que
podrían hacer zozobrar muchas de las naves.
Isabel, en cambio,
había sido más precavida. Incluso cuando todavía estaba
frontalmente enfrentada con Burghley y se negaba a, como diríamos
hoy, incrementar el presupuesto de defensa para crear nuevos barcos,
ya se había preocupado de ordenar la concentración de la flota
disponible en el sur de la isla. Era consciente de que el objetivo de
Felipe podía ser Inglaterra, Irlanda o Escocia, lo cual suponía
generar un frente difícil de defender. Por lo tanto, dio
instrucciones a su Lord Almirante, Carlos, lord Howard of Effigham,
para estudiar cómo contestar a cada una de esas invasiones. Drake,
mientras tanto, patrullaría entre la costa occidental de Inglaterra
y la oriental de Irlanda.
Ya se escuchaba,
pues, eso que solemos llamar el ruido de sables.
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