Atenta la compañía con:
Una reina acosada
El asesinato de Guillermo de Orange y sus consecuencias
Leicester en Holanda
Ralegh y el informe Hakluyt
El asesinato de Guillermo de Orange y sus consecuencias
Leicester en Holanda
Ralegh y el informe Hakluyt
En la primavera de
1584, algunas semanas antes del encuentro con la reina, Ralegh había
enviado a dos experimentados marinos: Philip Amadas y Arthur Barlowe,
a una expedición de reconocimiento que recorrió la costa cercana de
lo que hoy conocemos como Carolina del Norte; un área que los
ingleses ya conocían como Virginia, precisamente en honor de su
reina. Fue esa expedición la que regresó a Inglaterra con los dos
indios que le fueron mostrados a Isabel. El relativo éxito de
aquella expedición, unido a la proclividad mostrada por la reina en
la reunión con Hakluyt, movió a Ralegh a comenzar a pensar en una
colonización a gran escala de Norteamérica, por lo que comenzó los
preparativos logísticos para tal serie de expediciones.
Planteó que harían
falta, lógicamente, marineros y soldados; pero también albañiles,
ingenieros, exploradores, agricultores, cirujanos, médicos y
farmacéuticos. Sin embargo, cometió lo que probablemente fue un
error grave. Una vez que la reina le mostró su aprobación, y a
pesar de las complicaciones que ya presentaba aquella Corte casi
moderna, Ralegh asumió que no le hacía falta más aval. Esto lo
sabemos porque desistió de distribuir el dossier Hakluyt, a pesar de
que miembros de altura en el gobierno de Su Majestad como Leicester
se lo requirieron repetidas veces.
Sin embargo,
comenzado el mes de octubre, Ralegh carecía de una respuesta de la
reina, y la cosa tenía pinta de seguir así, porque sabemos que le
dio permiso a Hakluyt para que volviese a la embajada de París,
donde trabajaba. La reina, sin embargo, lo llamó un mes antes de
Navidad. En aquella entrevista, le autorizó a llamar Virginia a la
nueva colonia y, de hecho, le autorizó a llamarse Gobernador de
Virginia en su escudo de armas. El 6 de enero de 1585, en el retiro
vacacional de Greenwich, lo hizo caballero y le anunció que le
financiaría una segunda expedición a la isla de Roanoke, en
Carolina del Norte.
Pero no era oro
todo lo que relucía en aquella oferta. En realidad, la participación
de la corona era bastante tenue. Isabel unió un barco de la corona,
el Tiger, a la expedición, y le aseguró a Ralegh la
provisión de toda la pólvora que podía necesitar y bastante más.
Pero se negó a pagar las nóminas del resto de la expedición y, de
hecho, cuando Ralegh la inquiriese en el sentido de que tal vez
podría cambiar de opinión en el futuro, le dejó claro que eso no
iba a pasar. Claramente, cuando menos en mi opinión, Isabel sentía
la pulsión de la ambición en los planes de Ralegh y quería
llevarlos a cabo; pero estaba aconsejada por los halcones de su Corte
a los que el explorador había dejado de lado.
Para colmo de los
planes del temerario explorador, la segunda expedición a la isla de
Roanoke (la primera había sido la de la primavera anterior) salió
como la rana. Salieron el 9 de abril de 1585 del obvio puerto de
Plymouth. Eran cinco embarcaciones que llevaban a 600 hombres al
mando de sir Richard Grenville, amigo de Ralegh y uno de los
financiadores de la movida. Sin embargo, tras llegar a la costa
Americana, el Tiger, que llevaba buena parte de la comida
guardada para alimentar a los colonos en el primer año de vida, se
vio inundado, y la manduca se echó a perder salvo para los
partidarios de las colaciones húmedas y muy saladas. En realidad, la
mayoría de los miembros de la expedición o no tocaron suelo
americano o lo hicieron durante periodos muy breves; tan sólo una
exigua fuerza de unos 100 hombres se quedó unas semanas en Roanoke.
Estos hombres construyeron fortificaciones (de hecho su jefe, Ralph
Lane, era un experto en la materia) y exploraron hacia el norte,
llegando hasta la bahía de Chesapeake. Las condiciones de vida, sin
embargo, se mostraron mucho más duras de lo que se había esperado.
En la primera expedición, Roanoke se había juzgado (en realidad, lo
es) como un lugar con abundancia de madera y de agua; pero como bien
saben los aficionados a programas de la televisión sobre
supervivencia extrema, eso no garantiza nada. Máxime en lugares
ocupados por indios que se volvieron crecientemente hostiles.
La cosa, de hecho,
estaba tan mal que cuando el discípulo más aventajado de Ralegh,
Francis Drake, pasó en 1586 por la costa de Virginia de vuelta de
una campaña de asaltos a intereses españoles en el Caribe, los
residentes blancos de Roanoke pararon el taxi, se subieron y
musitaron alegres: “A Plymouth, por favor”. La cosa tiene su
gracia porque los barcos de Drake con los residentes de Roanoke se
cruzaron en el océano (sin verse, claro) con una pequeña expedición
comandada por Grenville para llevarle pertrechos a los de Roanoke.
Cuando Grenville llegó allí y se encontró todo vacío decidió
volver a Inglaterra, pero dejó allí a quince de sus soldados. Nadie
volvió a verlos.
Un año después,
Ralegh lo intentó de nuevo, pero con el mismo resultado. Para
entonces, poco a poco, llegó la crisis de la Armada española, y a
Isabel el temita de los indios algonquinos y sus islitas empezó a
sudársela mucho. Mientras ella fuese reina, la colonización
quedaría en paso.
Lo cual nos lleva
al otro tema, el que, por lo general, más nos interesa a los
hispanos: la Armada. Aunque esto de la Armada es el resultado de un
progresivo descenso por un plano que está a punto de inclinarse para
ello. Antes tenemos que contar algunas cosas.
Volvamos a octubre
de 1584. Hacía quince días que Hakluyt le había presentado su
informe a la reina, y apenas una semana de la primera reunión del
Consejo Privado en la que se había estudiado la posibilidad de
enmerdar a Inglaterra en la crisis de las Provincias Unidas. En ese
momento pasó otra cosa de gran importancia.
Burghley y otros
miembros de la alta Administración de la corona inglesa estamparon
su firma al pie de un documento cuyo título es The instrument of
an association for the preservation of Her Majesty's Royal Person;
aunque para la Historia se lo conoce mejor como el Bond of
Association.
Los firmantes del
BoA prometían tomar la venganza más terrible contra toda persona,
incluso miembro de familia real, que fuese encontrada culpable de
haber participado en alguna conspiración contra la vida de la reina.
El pasaje más importante del documento es aquél en el que se dice
que entre los represaliados se encontrarían any pretender
sucessor by whom or for whom any such detestable act shall be
attempted or committed. En otras palabras: no sólo sería
considerado culpable aquel candidato a la corona que conspirase; sino
que también lo sería por el mero hecho de que los conspiradores
obrasen en su nombre o de sus intereses dinásticos.
Aquella cláusula
era, diríamos hoy, claramente inconstitucional; yo diría que
incluso respecto de los usos jurídicos de la época en que fue
redactada. Bajo ese paraguas, cualquier miembro de una familia real
en cuya defensa un tipo hubiese intentado agredir a la reina podría
ser ejecutado. Más en concreto: en el momento en el que la reina
sufriese, o se descubriese que iba a sufrir, un atentado en favor de
la línea Estuardo, tanto María, reina de los escoceses, como Jaime
IV, podían ser legalmente ejecutados.
Puede pensar el
lector que el BoA le pareció a la reina miel sobre hojuelas; pero no
es así. La filosofía de fondo de aquel documento es que sus
firmantes, todos ellos personas de poder dentro del gobierno inglés,
venían a declararse más ligados a la causa de mantener Inglaterra
bajo la fe protestante que a la figura de su reina; de hecho,
Burghley manejaba los hilos para crear una especie de Consejo de
Regencia que eligiese al sucesor de la reina en conjunción con el
Parlamento si ésta moría, con el objeto de asegurar dicha sucesión
en un rey protestante. Y esto, lógicamente, es algo que a una
persona profundamente regalista como Isabel de Inglaterra no podía
molarle mucho; de hecho, tengo yo por mí que su padre, de haber
leído un documento tal, habría tirado a Támesis a sus firmantes.
Fue por esta razón
que, en marzo de 1585, la reina presentó ante el Parlamento su Act
for the Queen's surety. Una ley que creaba la figura de una
comisión especial que debería ser la que juzgase a los
pretendientes al trono que participasen en conspiraciones contra
ella. La comisión estaría formada por 24 consejeros privados y
asistida por jueces, todos ellos directamente nombrados por Isabel.
La comisión tendría el poder de separar al pretendiente del derecho
al trono, pero no pronunciarlo culpable. Para que el pretendiente
fuese considerado culpable haría falta la declaración como tal por
parte de la reina misma. Sólo entonces se podrían aplicar las penas
prometidas en el Bond of Association.
Aproximadamente un
mes antes de que se firmase el BoA, María reina de los escoceses
había abandonado la hospitalidad (por no llamarlo vigilancia) del
conde Shrewsbury en Chatsworth, donde estuvo quince años, para pasar
a ser huésped de sir Ralph Sadler, que la había conocido siendo una
niña en Edimburgo, donde había sido embajador.
Ni Sadler ni su
yerno, John Somers, que fueron los que se comieron el marrón, pueden
hablar ya. Pero cuando lo pudieron hacer, probablemente fue para
decir que estaban hasta los cojones de la misioncita. Isabel de
Inglaterra, en coherencia con su personalidad tan tocahuevos, los
asaeteaba constantemente con preguntas sobre en qué se gastaban el
dinero que se les facilitaba; mientras al otro lado estaba María,
constantemente puteando con que su vida era una mierda, que
necesitaba mejores vestidos, más calefacción, más criados, más
porridge, más de todo. La verdad es que la residencia de la
escocesa, Tutbury Castle era, a ver cómo lo decimos que se entienda,
una puta mierda; un edificio hecho polvo cuyo principal y más
habitual inquilino era la humedad.
Políticamente, el
principal intento de María era, en esos momentos, obtener una
entrevista personal con la reina, pues sostenía que ambas podían,
cara a cara, resolver sus diferencias. Sin embargo, también hay que
entender que el BoA no cayó del cielo. Aunque a Isabel no le gustase
ese paso dado por el stronghold protestante del Gobierno, lo
cierto es que en 1584 la reina, que había dudado mucho sobre lo que
debía pensar de la reina de los escoceses, ya tenía claro que era
una amenaza grave para ella, y no estaba dispuesta a componendas.
En abril de 1585,
Sadler tuvo probablemente el primer orgasmo espontáneo de su vida
cuando recibió la carta que lo relevaba de sus responsabilidades de
custodiar a una persona enormemente orgullosa en el nombre de una
loca meticulosa y desconfiada. En realidad, era un castigo, aunque es
probable que Sadler no lo viese así. Había permitido a María
cabalgar libremente por el campo e incluso le había permitido, en el
curso de una tormenta, hacer una parada no prevista en Derby, donde
se refugió en casa de una viuda y tuvo la ocasión de departir
libremente con unos cuantos lugareños.
Así las cosas,
Isabel buscó entre la nutrida peña de talibanes calvinistas de
Inglaterra a uno que se demostrase especialmente cabrón y encontró
a Aymas Paulet, en cuya vigilancia quedó María en Chatley,
Staffordshire. Paulet era, políticamente, un hombre de Walsingham;
esto quiere decir que su mayor deseo era labrar la caída de María.
En julio de 1586,
unos meses antes de que Leicester fue llamado a casa desde Holanda,
Walsingham y sus hombres comenzaron a investigar la enésima
conspiración contra la reina. El centro de la misma era un rico
hombre católico llamado Anthony Babington, quien al parecer estaba
dispuesto a llevar a cabo y financiar una expedición de caballería
hasta Chatley para liberar a la reina de los escoceses en un momento
en el que ésta estuviese cabalgando, obviamente escoltada. En ese
mismo momento, seis caballeros estarían en Londres desplazándose a
la Corte para matar a la reina. Babington fue lo suficientemente
gilipollas como para contar todo esto en una carta a María, que fue
interceptada por los espías de Walsingham.
De hecho, el
problema para los conspiradores es que decidieron utilizar como
correo a un ex seminarista que era, en realidad, un hombre de
Walsingham. Cada vez que se escribía una carta, ésta terminaba en
minutos encima de la mesa de Thomas Phelippes, el experto criptógrafo
que trabajaba para Walsingham. Babington acabó por darse cuenta y en
ese momento trató de enfriar la conspiración; pero para entonces
fueron los agentes de Walsingham los que la revivieron, para así
tener más pruebas en la mano.
Walsingham, pues,
se convirtió en uno de los primeros jefes de inteligencia de la
Historia en comprender que cuando uno descubre una conspiración, o
que se está preparando un atentado, o algo así, lo que tiene que
hacer no es detener a las personas que sabe que están implicadas. Lo
que tiene que hacer es alimentarlos, enervarlos, ponerles las cosas
fáciles, para ver con quién se reúnen, quién les apoya, todo eso.
Un verdadero jefe de inteligencia no detiene un atentado hasta el
momento en que el asesino está amartillando el arma.
Un día María,
reina de los escoceses, llamó a sus dos secretarios, Claude Nau y
Gilbert Curle, y les dictó una carta de respuesta a Babington.
Ese día, aunque no
lo supiera, separó la cabeza de su cuerpo.
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