Enrique VIII se divorció de Catalina
de Aragón y se casó con Ana Bolena por dos razones: por amor, pues
el rey amaba sinceramente a aquella mujer; y porque tenía prisa por
tener hijos. Por tener un heredero varón. De hecho, Enrique estaba
tan convencido de que Ana Bolena le iba a dar un varón que le puso
nombre ya en la barriga (Edward Henry) e hizo escribir decenas de
cartas anunciando la buena nueva mucho antes de que la reina rompiese
aguas.
Las cartas anunciaban the
deliverance and bringing forth of a prince.
Cuando Ana parió, tuvieron que cambiarse una por una; pero en la
mayoría no había sitio para colocar dos eses. Así pues, aquellas
cartas anunciaron el nacimiento de una princes,
palabra que no existe en el inglés y que parece viene a designar una
especie de interpolación entre hombre y mujer.
Y es muy probable
que eso mismo fuese Isabel, aquel hijo tan esperado.
Isabel de
Inglaterra fue coronada en 1559 y, con el tiempo, se convertiría en
la primera gran reina de la Historia de Inglaterra; una Historia que, en los últimos 400 años, han escrito básicamente las mujeres, para bien y para mal. Consolidó la
reforma anglicana y colocó a su país en el complicado tablero del
poder europeo. Para ello tuvo que enfrentarse con la principal
potencia militar del momento, España, en diversos momentos de los
cuales el más famoso es lo que conocemos como el fracaso de la
Armada Invencible.
La Historia de las
relaciones entre España e Inglaterra en aquellos tiempos la hemos
escuchado o leído (algunos) muchas veces desde el punto de vista
español. Lo que yo pretendo con estas notas es hacerlo justo con el
prisma inverso. Voy a intentar contar aquel reinado desde su propio
punto de vista. A ver si lo consigo.
No se puede decir,
en cualquier caso, que el reinado de Isabel fuese un camino de rosas.
En 1570, el Papa Pío V había publicado una decretal que excomulgaba
a la reina inglesa declarándola hereje, cismática, tiránica, y
fruto de una relación pecaminosa (el segundo matrimonio de su
padre). El decreto fue clavado a la puerta del castillo de Fulham
apenas unas semanas después de que se hubiese producido una revuelta
en el norte de Inglaterra que fue brutalmente reprimida por los
protestantes. Pero aquel papel era mucho más que un póster clavado en la madera. Isabel se había convertido en un
objetivo legítimo para cualquier católico que quisiera matarla.
El decreto papal
rompió Inglaterra. Porque los países, sí, pueden romperse; especialmente cuando quieren romperse, como le pasaba a aquella Inglaterra que estaba demasiado aturullada por muchas cosas que habían pasado en muy poco tiempo. Hasta ese momento, ciertamente, el Parlamento
había legislado contra los católicos; pero lo había hecho, por
ejemplo, estableciendo multas por no ir a los oficios protestantes
que, en la práctica, eran muy difíciles de comprobar y cobrar. Con
la condena de Roma, sin embargo, los protestantes se sintieron con
todo el derecho para proscribir a los católicos como traidores; comenzó el lento proceso de consideración del papista como un no inglés, como un ciudadano de menor caletre, sentimiento que alcanzaría su ápex con la dominación inglesa sobre Irlanda. Se podria decir que la
Inglaterra del siglo XVI comenzó a parecerse al Irán de hoy en día, un país en el que es perfectamente posible ser cristiano o judío, pero
extremadamente difícil ser sunita.
Un
ambiente de honda preocupación recorría Londres en aquel 1570. El
motivo de ello era el Northern Rising que ya hemos citado.
Más de 5.000 personas habían marchado desde la catedral de Durham
hacia Wetherby y Selby, asediando el castillo de Barnard en Teesdale.
No eran opositores a la reina; en realidad, creían estarla salvando
de una camarilla de cuervos que, según ellos, le tenían sorbido el
seso. En su extraño y abigarrado programa reivindicativo, una cosa tenían clara: querían apresar y ejecutar al cerebro
gris de palacio, el King Cecil,
es decir William Cecil, Lord Burghley; la mano que mecía la cuna de
Inglaterra.
La revuelta fue
sofocada sin grandes problemas pero, como ya he dicho, lo importante
fue la represión que la siguió. Isabel dejó que los cuerpos de
centenares de prisioneros se pudriesen ante la vista de todos, como
lección (y no sería la única vez que se desplegase con un sadismo exacerbado en las ejecuciones). Buena parte de los alzados, sin embargo, consiguieron huir
a Escocia y, de ahí, a París o a Roma. Desde entonces, aquel grupo
de exiliados no dejó de complotar para echar a la reina.
De
hecho, ya antes del Northern Rising,
el más grande de los grandes de Inglaterra, Thomas Howard, duque de
Norfolk, había sido contactado y animado para casarse con María
reina de los escoceses, matrimonio que sería la señal para que un
ejército español invadiese el país y matase a Isabel.
María,
reina de los escoceses (pequeño detalle histórico sin importancia para
los amigos de los símiles: no existe una María, reina de los catalanes)
era hija de Jacobo V de Escocia y su segunda esposa, María de Guisa,
además de nieta de la hermana menor de Enrique VIII, Margaret; lo
cual la convertía en prima de Isabel. Tenía la escocesa una enorme ventaja sobre Isabel, que era su legitimidad: no
había la menor mácula en el pedigree
de la reina de los scots,
mientras que Isabel era fruto de un matrimonio (si tal hubo) más
sospechoso que el botiquín de una nadadora de la Alemania
Democrática.
María,
inicialmente diseñada para no dar por culo en las islas, había
regresado sin embargo a Edimburgo en el verano de 1561, con 18 años
de edad y ya viuda pues su marido, Francisco II de Francia, la había
espichado. Todo su montaje, sin embargo, se fue al güaino en 1567,
cuando su segundo marido, Lord Danley, fue asesinado durante una
conspiración. Literalmente acojonada, María buscó la protección
de James Hepburn, conde de Bothwell. Hepburn exigió a María que se
casase con él, al parecer casi raptándola. Sin embargo, aquel
matrimonio acabó siendo de muy poco beneficio para Mary, puesto que
los contrarios al conde acabaron por imponerse a él y forzando su
huida de las islas. La propia María tuvo que buscar asilo en
Inglaterra.
María,
pues, era una okupa en
la Corte inglesa. Isabel la tenía bajo la estricta vigilancia de uno
de sus hombres de confianza, el conde de Shrewsbury, y fuertemente
custodiada por decenas de soldados. A pesar de ello tanto Norfolk
como un conspirador profesional, Roberto Ridolfi, consiguieron
pasarle mensajes. Ridolfi era un banquero florentino que estaba en
relaciones directas con el embajador español en Londres, Guerau de
Espés del Valle.
España y el rey
Felipe, sin embargo, nunca estuvieron convencidos de apoyar lo que podriamos denominar el Plan Norfolk. Además, la Corte inglesa pronto se enteró de la movida,
de forma que en 1571 otro de los miembros del entorno privado de la
reina, Francis Walsingham, ya lo estaba investigando a fondo. Ridolfi
terminó ahogado y Norfolk, imputado por alta traición.
Ya en la primavera
de 1572, por lo tanto, el consejo privado de la reina quería
ejecutar, no sólo a Norfolk, que fue condenado a la pena capital,
sino a la propia María. Isabel, sin embargo, lo detuvo todo. En
aquel momento, Escocia seguía siendo un país independiente. ¿Acaso
podía una reina del mismo cometer traición en Inglaterra? Además,
Isabel sentía un afecto sincero por María, a la que apelaba de
hermana, por no mencionar que sus convicciones, pues era eso que hoy llamaríamos una ferviente absolutista, le hacían rechazar la
imagen de una persona de sangre real siendo ejecutada.
Esto lo cuento para
que se vea que prácticamente desde el principio del reinado de
Isabel, las cosas por el lado escocés no estuvieron lo que se dice
ideales. En 1584, sin embargo, habrían de ponerse peores dado que la
temperatura entre Londres y El Escorial iba a subir muchos grados. La
razón, las Provincias Unidas.
Para
Londres, Holanda era mucho más importante que la mera defensa del
protestantismo. A causa precisamente del aislamiento que había
sufrido Inglaterra por su deriva reformada, Amberes era prácticamente
la única plaza financiera de Europa donde Inglaterra podía aspirar
a conseguir préstamos; así pues, unas Provincias Unidas totalmente
españolas amenazaban con ser una catástrofe para el PIB inglés.
Por no mencionar que, aposentados en Zelandia, los españoles
estarían asomándose al balcón para invadir Inglaterra. Isabel se
había movido con toda la cautela posible y, de hecho, cuando Holanda
y Zelandia se presentaron en Londres en 1576 para ofrecerle la corona
de sus Estados, había rechazado la oferta con buenas palabras. Su
idea era que los holandeses retornasen a ser súbditos españoles,
mediando un compromiso por parte del rey Felipe de no ocupar
militarmente la región. En noviembre de aquel 1576, sin embargo, los
tercios españoles, amotinados porque no llegaba la pasta, saquearon
Amberes. En la práctica, cometieron una matanza de protestantes ante
la cual Isabel decidió que debía actuar.
La reina, sin
embargo, todavía jugó las cartas diplomáticas. Sabedora de que
Cecil y Walsingham serían partidarios de la guerra, pasó de
comentar nada con ellos y trató de atraer hacia sí a Francisco,
duque de Anjou, hermano y delfín del rey francés Enrique III; un
católico moderado que, pensaba ella, sería bien visto por El
Escorial y por Roma. Finalmente, envió a Walsingham a Amberes para
negociar allí que el duque fuese nombrado protector de las
Provincias Unidas. La cosa no salió bien. Anjou era de sangre real,
y francés. Intentar que un tipo así sea nombrado mero “protector”
es ignorar lo que es una alteza, además francesa.
En 1579, las
provincias unidas meridionales llegaron a un acuerdo de paz con
España. Eso y las aspiraciones de Felipe II a la corona portuguesa
impulsaron a la reina a mover ficha: comenzó a cortejar a Anjou con
insinuaciones de matrimonio. Londres temía que, con las fuerzas de
Castilla, de Aragón y de Portugal a su disposición, para Felipe
sólo sería cuestión de tiempo conseguir un full control de
las Provincias Unidas; momento en el cual bien podría plantearse
atacar a Inglaterra.
Fue en ese año de
1579 cuando Isabel y Anjou se vieron por primera vez. Ella lo
encontró a él repulsivo; y no es de extrañar porque era bajito y tenía la cara picada de viruelas. Pero, buena conocedora de sus obligaciones
y de lo que estaba en juego, Isabel supo callarse y afectar una
atracción que no sentía. Incluso le puso un mote cariñoso. Bueno, cariñoso: lo
llamaba La Rana.
Anjou regresó a
Londres en el invierno de 1581, y una vez más encontró a una devota
novia que parecía beber los vientos por él. Paseando por Whitehall
con el heredero y el embajador francés (Michel de Castelnau, señor
de Mauvissière), repentinamente sintió Isabel, o fingió sentir, un deseo,
y besó la boca del francés. Tiempo después anunció, campanuda: I
have a husband.
No obstante, como
es bien sabido pues Isabel es conocida como la Reina Virgen, nunca se
casó. Ni con Anjou, ni con nadie. Acabó por abandonar el proyecto;
pesó mucho en su ánimo que las opiniones en su Consejo Privado
estaban muy divididas al respecto. Siempre se ha dicho, y alguna cosa hay por ahí que va en esa dirección, que Isabel era lesbiana. Pero eso no tiene nada que ver. Fuese cual fuese su orientación sexual, era una profesional de la corona, así pues se habría casado de haberlo encontrado necesario, y habría tenido hijos como cualquier otra mujer.
El proyecto matrimonial se disolvió. Pero Felipe había
jurado como rey de Portugal algunos meses antes, en abril de 1581. Y
las consecuencias fueron inmediatas. España dobló, literalmente, el
presupuesto de su guerra holandesa. Alejandro Farnesio, el duque de Parma, supo dosificar
aquellos nuevos recursos, y muy pronto estaba recuperando terreno
allí donde lo había perdido poco antes. Londres se petó de
refugiados protestantes, que se habían convertido en los sirios de
su época. Isabel, que ya no quería casarse, compró muy cara (se ha
calculado unos 40 millones de euros de hoy en día) la voluntad de
Anjou para declararse soberano de las Provincias Unidas. Anjou, sin
embargo, tenía el defecto de no comprender ni asumir sus
limitaciones; y por eso se embarcó (enero de 1583) en un asedio de
Amberes del que salió tan trasquilado que tuvo que huir a Francia. Al fin y a la postre, Anjou malgastó el dinero de su ex novia sin resultado alguno.
La situación en
1583, pues, era ésta: María, reina de los escoceses, estaba en
Inglaterra; Felipe, rey de los españoles y de los portugueses, era
más fuerte que nunca; en París y Roma, docenas, si no cientos, de
católicos ingleses exiliados se ofrecían para complotar en planes
cuyo final siempre era la deposición, y si es posible el asesinato,
de la reina Isabel. El Consejo Privado de la reina había puesto el
país en alerta máxima de atentado terrorista, y no se equivocaba.
En octubre de 1583, un joven católico llamado John Sommerville, un
chaval de Warwickshire cuyo suegro era pariente de William
Shakespeare, decidió matar a la reina. Fue, sin embargo, detenido en
Oxfordshire antes de poder hacerlo. Tanto él como tres cómplices
fueron acusados de alta traición, aunque John nunca fue ejecutado:
se suicidó en su celda de la prisión de Newgate.
Inmediatamente
después, Walsingham conoció a través de sus espías un nuevo
complot. En este caso se trataba de un tipo llamado Francis
Thorckmorton. Paco Thorckmorton era sobrino de un radical protestante
relativamente famoso por haber estado preso en tiempos de María
Tudor, pero él, personalmente, era un católico tan radical como su
tío. En su casa, la policía de Walsingham encontró pruebas de que
estaba implicado en un complot iniciado por un jesuita exiliado,
Walter Crichton, que contaba con la colaboración en París de
Enrique, duque de Guisa y primo de María, reina de los escoceses.
Esto era serio. Aparte de Felipe II, Enrique de Guisa era la única
persona en Europa lo suficientemente poderosa como para poder
financiar una invasión de Inglaterra, y era tan católico que a su
lado Rouco Varela parece el guardián de la Ka'aba.
El error de
Thorckmorton había sido visitar la embajada francesa sin cuidarse de
ser visto. Los ingleses lo torturaron. Lo que contó comenzó a
inclinar el plano hacia la guerra entre España e Inglaterra.
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