Atenta la compañía, que este post me ha salido larguito.
Perdón para los impacientes.
Perdón para los impacientes.
Empezar a escribir este post es, en realidad, la confesión de un fracaso. Habitualmente, antes de comenzar a escribir un artículo en el blog paso un tiempo en el que me documento sobre el mismo pero, sobre todo, trato de comprenderlo; y nunca escribo hasta que esa comprensión alcanza un nivel mínimo. Mi objetivo en este blog es contar cosas y, contándolas, explicarlas. Pero para poder explicarlas antes debo entenderlas. Pero ahora estoy comenzando a escribir este post a sabiendas de que no entiendo, en realidad, de qué va.
Lo he intentado pero, a pesar de los años que han pasado y todas las lecturas y eso, confieso que no logro comprender la figura de Juan Domingo Perón; no entiendo el peronismo. No quiero decir que no lo comparta; en mi "oficio" de bloguero histórico entiendo muchas cosas que no comparto (la mayoría de las cosas sobre las que escribo, de hecho). Pero Perón, para mí, es tan inextricable como el tango. Es una canción de letra cadenciosa que dice muchas cosas a la vez, que provoca sentimientos encontrados. A mí el tango me enloquece y al mismo tiempo me genera una curiosa desazón. Ahora mismo, para escribir estas líneas, escucho a Francis Andreu como quien escucha un extraño canto en una lengua imposible.
Lo que mueve al lector de Historia es la curiosidad, y su triunfo se produce cuando la colma. Por las mismas, fracasa cada vez que, tras intentarlo, no consigue comprender aquello en lo que lo ha sumergido su curiosidad. Y yo, la verdad, puedo (creo) describir los hechos; pero comprenderlos, ay, amigo, eso ya es otra cosa. Vayamos con ello, en todo caso.
La cuarta década del siglo XX, tan importante para muchas cosas, también lo fue para la Argentina. El 6 de septiembre de 1930, de la mano del general José Félix Uriburu, el Ejército nacional entraba de lleno en la política patria mediante un golpe de Estado que bajó del caballo al presidente Hipólito Yrigoyen. Así pues, la primera tentación es decir que Juan Domingo Perón es la lógica consecuencia de un militarismo político pujante. Cierto es, e incierto a la vez (como el tango mismo). Que Perón fuese militar tiene importancia en su carrera; pero no lo explica todo. Aunque sólo sea porque ese mismo Ejército acabó poniéndole la proa a su general; aunque sólo sea porque aquel ejército que se levantó contra el poder civil tenía tendencias variopintas y, en su base, una división clara, la división visible en otros muchos lugares del mundo cuando, años después, estalló la segunda guerra mundial: neutrales versus intervencionistas.
Los partidarios del bando aliado confluyeron en la llamada Unión Democrática: radicales, comunistas, otras izquierdas. Sin embargo, las fuerzas económicas del país, guiadas probablemente por un espíritu parecido al que había dominado a las clases económicas españolas durante la Gran Guerra, impusieron la neutralidad.
Al golpe de Estado de 1930 se siguieron gobiernos de civiles, presididos en todo caso por el fraude electoral, en ocasiones flagrante (o sea, modelo español descarado, y tal. Algo a lo que nosotros estábamos acostumbrados, pero los argentinos no tanto). Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos el Ejército, una vez que hubo probado sus posibilidades como árbitro (en el mejor de los casos) del poder político, se encontró con serias dificultades interiores para recuperar una senda constitucionalista. En 1942, apenas unos meses antes del golpe militar de 4 de junio del año siguiente, grupos castrenses crean una especie de masonería militar, el Grupo de los Oficiales Unidos o GOU. En el GOU ya estaba integrado el entonces coronel Juan Domingo Perón.
Perón había llegado a coronel en 1941 y, por razón de sus destinos laborales, era un tipo muy viajado: Chile, Italia, España, Alemania... incluso la URSS. Difícilmente podía estar en primera línea del golpe a causa de sus galones. Al frente de la asonada se colocó el general Arturo Rawson, quien sin embargo cesó pronto como presidente para dejar paso a otro general: Pedro Pablo Ramírez. Sin embargo, el GOU quería situar sus peones en los eslabones superiores de la Administración, y es por esta razón que Perón fue promovido a la dirección del Departamento Nacional del Trabajo. Esa designación cambió su vida y, probablemente, la de la Argentina toda.
En su etapa en la DNT, entre otras cosas, Perón selló una relación con el movimiento sindical que después habría de informar su modelo político. El mayor sindicato argentino, la CGT, estaba diezmado en los años treinta y escindido en dos corrientes. Durante el gobierno Farrel, Perón intervino estos sindicatos, colocando en los mismos a personas que le eran adictas y convirtiendo el movimiento obrerista argentino, poco a poco, en algo muy parecido al sindicato corporativo franquista.
Perón fue situado en el DNT con toda la intención. El GOU quería a sus personas al frente del gasto, conscientes de que gobernar es gastar, y quien gasta es admirado (de la misma forma que quien recorta resulta vilipendiado). En enero de 1944, con el devastador terremoto de San Juan, a Perón le toca la lotería: es lógicamente emplazado al frente del organismo creado para la reconstrucción, lo cual le dará la oportunidad de hacer sus primeros pinitos como ángel de los descamisados. En uno de los festivales organizados para recaudar fondos en pro de las víctimas fue, por cierto, donde conoció a una tal Eva Duarte. Pero no es eso sólo lo que hace. En realidad, la labor de Perón al frente del DNT recuerda un poco a la de la II República en lo que tiene de dignificación del jornalero y aparcero argentino, cuya calidad de vida no era mucho mejor que la de los extremeños y andaluces que pedían pan y trabajo. Mediante la promulgación del Estatuto del Peón, Perón elevó notablemente los jornales que cobraban los obreros rurales; esto le causó el mismo tipo de conflictos con los terratenientes que se produjeron en España. Pero también, lógicamente, colocó la primera piedra del edificio de su imagen como campeón de los pobres, de los que no tienen otro campeón.
El GOU había derivado, de una forma bastante lógica, hacia un nacionalismo exacerbado; como también lo había hecho FORJA, otro grupo cercano al peronismo cuyos principales intelectuales, Raúl Scalabrini y Jorge Abelardo Ramos, escribieron por aquel entonces furibundas letras, sobre todo contra la dominación británica de la Argentina. El GOU, aderezado además con elementos de nacionalismo ultraderechista, no tomó de buena gana el gesto de Ramírez, fruto de las presiones de los que ya entonces iban ganando la guerra, de romper relaciones con Alemania y con Japón. Las conspiraciones son tan fuertes que Ramírez sale del gobierno en marzo de 1944, siendo sustituido por el general Edelmiro Farrel. Perón es nombrado ministro de la Guerra y algunas semanas después, en un puro reconocimiento de lo que hay, vicepresidente de la nación.
En 1945 terminó la guerra, como bien sabemos; y acabó con la victoria de los aliados, como sabemos también. Para Argentina, este final supuso gasolina en los motores de la izquierda y los radicales, que habían sido aliadófilos en toda hora, y que ahora albergaban la ilusión de enviar a los milicos de vuelta a los cuarteles. A esto hay que añadir que a Cordel Hull, secretario de Estado en Washington, no le gustaba nada aquel gobierno militar, al que consideraba (lo era) todo un palio bajo el cual se refugiaban manadas de nazis huidos.
Gracias a diversas alianzas políticas y a esas ayudas que EEUU nunca aporta hasta que años después desclasifica papeles y entonces lo admite, un movimiento militar, el 8 de octubre de 1945, exige, muy particularmente, que Perón se vaya a su puta casa. Un momento en el que Juan Domingo demostró que, aun siendo militar de vocación, había nacido para la política. Su gambito fue genial. Renunció, a pesar de que son muchos los que consideran que podría haberse atrincherado en su vicepresidencia; pero, a cambio, solicitó el derecho a despedirse en una alocución radiada que debería estudiarse en las escuelas de demagogia como ejemplo cum laude. Notablemente, se las arregló para recordarle a los mataos y pringaos que lo escuchaban todas las mejoras que les había conseguido, insinuando sin decirlo que, en marchándose él, estaban en peligro.
De tan fino estratega cabe esperar que se esperase lo que pasó. Fue arrestado y llevado a la isla de Martín García; pero lo que quedó detrás de él no fue ningún camino de rosas. Los descamisados no pasaban una, lógicamente celosos de sus conquistas; para entonces, además, los líderes sindicales tenían en Eva Perón a una dedicada compañera. Los sectores más liberales de la oposición triunfante se mostraban saciados con la marcha de Perón, pero no así las formaciones a la izquierda, que querían acabar con el gobierno militar.
Blanco y en botella, leche. Las gentes querían la vuelta de Perón y quienes podrían haberlo taponado no ofrecían un frente unido. El 17 de octubre, la poderosa CGT vota una huelga general de 48 horas. Los descamisados toman los colectivos desde la periferia de la capital para juntarse en la Plaza de Mayo. Esa misma noche, Perón y Farrel (éste es el orden exacto) aparecen entre vítores en el balcón.
La clase política argentina, y notablemente la derecha que tenía más papeletas para gobernar, se encontró con un fenómeno que no podía controlar. El único punto débil de Perón en ese momento (un punto débil que él haría fuerte, como veremos) es que, en realidad, todo lo que había en torno a él era un movimiento por su persona, pero no un movimiento de ideas; y si algo es cierto en política es que sin plataforma ideológica, es difícil permanecer. Tratando de atrapar al naciente líder de los descamisados en su propia salsa, la clase política impulsó una convocatoria apresurada de elecciones, febrero de 1946, buscando cercenar toda posibilidad de que Perón pudiese estructurar un movimiento político.
La Unión Democrática, dominada por los radicales, se presentó con un ticket procedente de sus filas: José Tamborini y Enrique Mosca. Aliados con comunistas, socialistas y el Partido Demócrata Progresista, cualquiera diría que tenían el triunfo en el bolsillo. Perón, por su parte, se alió en buena parte con lo que quedaba: el laborismo de Cipriano Reyes, de base sindical. Pero con eso no llegaba. El trile de los radicales funcionaba.
Fue en ese momento cuando Juan Domingo Perón se encontró en la necesidad de encontrar votantes, literalmente, donde los hubiera. Y para eso no le quedó otra que desdibujar sus presupuestos ideológicos, si es que alguna vez los tuvo, para convertirse en un demagogo de libro: discursos encendidos y políticas vacilantes.
Los viejos partidarios de Yrigoyen, emasculados de la dirección radical, le aportaron a Perón su candidato a vicepresidente: Hortensio Quijano. La experiencia le sirvió a Perón para darse cuenta de que en los disidentes del radicalismo había tema, y por eso se acercó al grupo FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina); un grupo cada vez más de izquierdas. Como resultado de aquella captación en la que casi cualquier socio fue admitido, la candidatura de Perón se convirtió en una extraña amalgama de seguidores de su persona, políticos rancios, izquierdistas avant la lettre y admiradores, shit you little parrot, del general español Francisco Franco Bahamonde. O sea, te quiero pero te pego, me quieres pero me abandonas; como en los tangos y, sobre todo, en las milongas.
¿Tendría que haber perdido Perón? En mi modesta, sí. Entender que el gazpacho peronista era mayoritario en la sociedad argentina equivale a admitir que esa misma sociedad es todavía más rara de lo que ya es. Lo que pasa es que en todas estas historias siempre hay un gilipollas que la caga y cambia las cosas. El de Perón se llamaba Spruille Braden, y era el responsable de asuntos latinoamericanos en la Secretaría de Estado de la Casa Blanca. Braden se debió creer que podía dictarle lo que iban a votar a los argentinos (esos tipos que han llegado a abuchear a Lionel Messi). Como Washington prefería sentar desnudo a Truman en una barbacoa ardiente antes que ver a Perón de presidente, se dedicaron a decir por todas partes que no debía serlo. Incluso publicaron un Blue Book sobre Argentina en el que decían que el GOU era un nido de putos nazis. El GOU nunca lo desmintió en serio (no podía), pero lo que sí hizo fue excitar la glándula más activa del sistema nervioso argentino medio: el nacionalismo.
Con el eslógan Perón o Braden, o sea más o menos o te gobierna un gaucho o te gobierna un gringo, lo que ya propiamente casi se puede llamar peronismo se sacó 1.527.231 votos, 520.000 más que la Unión Democrática.
Argentina pasó a ser gobernada por un personaje que había sido capaz de acumular en su seno a elementos de izquierdas y de derechas, de ultraderecha incluso. Hay que reconocer que el fenómeno no es nuevo, pues ya el propio experimento de la Unión Democrática tenía elementos de eso que ahora llamamos transversalidad. Pero la transversalidad peronista era transversalidad en modo experto; algo que es, verdaderamente, difícil de entender.
El Perón gobernante hizo honor a su calidad de político poliédrico. Al mismo tiempo que impulsaba el desarrollo de la industria (que superó al sector primario en prevalencia), impulsaba estatalizaciones y ambiciosos programas de obras públicas que en la práctica incrementaban el control público, corporativo, sobre la economía. Al tiempo que hacía suyos los más importantes mantras del marxismo, por ejemplo la tierra para el que la trabaja, paralizaba sine die los proyectos de reforma agraria; esta contradicción se resolvió creando el IAPI (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio), esto es la espadaña usada por el Estado para convertirse en el primer actor del mercado de alimentos, de soltera comercio exterior.
Detrás de un político que cree que la caja del Estado no tiene fondo siempre hay un oscuro funcionario que un día llega a su despacho y le dice que se acabó lo que se daba. No sabría deciros quién fue el Pedro Solbes de Perón, pero sí que el día en que le dijo hasta aquí hemos llegado, Presidente, probablemente ocurrió en 1952. La política estatalista de Perón (a los militares les aburre el liberalismo y les encanta el estatalismo; les ayuda a pensar que los países se gobiernan como se gobierna el patio de un cuartel) había dejado el país seco de divisas, y desde 1950 las exportaciones del oro rojo argentino, la carne, iban de penita. En el Plan Económico de 1952 Perón, que hasta entonces había colocado la industrialización por delante de todo, volvió la vista hacia el sector primario, consciente de que sólo éste era capaz de aportarle en poco tiempo las divisas que necesitaba para seguir respirando. Paulatinamente, estas políticas volvieron a colocar el poder y la influencia en las manos de las oligarquías tradicionales del dinero, que lo habían hecho exportando alimentos.
Todo eso, en todo caso, ocurrió mientras también se desplegaba la edad de oro del trabajador argentino, del descamisado. En este punto, la figura de Eva Perón es central. Los trabajadores laboraban dos días al año (el 10 de mayo y el 17 de octubre) para allegar recursos a la Fundación que llevaba su nombre, y desde ella, con todo ese poder y el empuje natural de aquella mujer, a los trabajadores les fue llegando el empleo casi pleno, las indemnizaciones por despido, los arbitrajes laborales, el derecho a pagas. Se pueden decir muchas cosas de Eva Perón, pero sin duda se ganó el derecho a que aquellas multitudes la vitoreasen en las plazas. Eva Perón es la principal responsable de que en 1951 el peronismo se llevase las elecciones de calle.
El pecado original del peronismo, sobre todo del peronismo sin Evita, fue, sin duda, la convicción del general en el sentido de que podía estar a la carne y al pescado a la vez. El presidente se significaba con gusto como antiamericano y pronto abrió embajada en Moscú e impulsó lo que llamó Tercera Posición, oscuro antecedente de ese futuro movimiento, no menos oscuro, que se llamó No Alineamiento. Pero eso es lo que hacía su mano izquierda. Su mano derecha, sin embargo, adhería a la Argentina a los pactos internacionales que el gobierno Farrel había dejado en paso (el Acta de Chapultepec, sobre todo), deportaba a nazis refugiados y expropiaba intereses alemanes y japoneses. Perón dijo muchas cosas de los Estados Unidos pero, la verdad de las verdades, nunca se enfrentó seriamente a ellos, y eso era algo que en Washington se sabía.
Acuciado por las esquinas más nacionalistas del peronismo, que veían al Presidente demasiado gringo, Perón trató de resolver el sudoku con una idea en modo alguno desdeñable: la unión económica latinoamericana. Buenos Aires y Santiago firmaron un acuerdo al que se adhirió Paraguay e incluso la Nicaragua de Tacho Somoza; pero la cosa no llegó a mayores. No pocas capitales sudamericanas pensaron, y no se les puede reprochar, que Perón buscaba en aquellas ideas réditos propios: quería consolidar el liderazgo regional argentino. Las graves dificultades económicas, que como he dicho se hicieron patentes en 1952, el año que Perón le tuvo que pedir un rescate a pelo puta al Eximbank, terminaron para siempre con la Tercera Posición y con todas las coñas mondongueras antiamericanas con las que el general alimentaba a su tropa argentinista. Porque es bien sabido que en los despachos de esas instituciones financieras internacionales ni siquiera se cambian las grapadoras sin la oportuna autorización del POTUS; así pues, si el Eximbank le dio la pasta a Perón, tuvo que ser porque se había bajado los pantalones.
En su segunda presidencia, Perón se vistió (metafórica y realmente) de oscuro y trató de alejarse de su (recientísimo) pasado de podemita con entorchados de brigadier, que canta la zarzuela. Empezó ese ciclo el 4 de julio de 1952 y apenas 24 días después el cáncer se llevaba al último eslabón que unía a Perón con el populismo obrerista: su querida Eva, el amor de su vida. Perón había sido uno más de los imbéciles, y hay muchos, que han creído, creen y creerán los cantos de sirena de economistas de salón dispuestos a defender la idea de que el Estado puede llegar a ser tan grande como para dirigir la economía sin crear con ello fisuras en el casco del Producto Interior Bruto. Lejos de ello, la economía, el crecimiento, es el resultado de agregar millones de decisiones y destinos particulares que van a su puta bola. Cuando la bola solo es una, las cosas van bien cuando van bien, y de puta angustia cuando van mal. Cuando la economía argentina dejó de carburar, en 1953, sólo hubo un responsable de ello: el Estado. Y, cuando el Estado se mostró incapaz de recuperar el ritmo, a Juan Domingo se le cayeron los palos del sombrajo.
En 1953, en medio de una crisis que cada vez hacía más méritos para recibir el calificativo de galopante, patronos y obreros se levantaron de la mesa sin acuerdo. Los dos, industriales y obreros, habían sido avalistas del peronismo; ahora se volvieron hacia el general para que les diese la razón. En esas circunstancias, o quemas la Casa Rosada, o te atrincheras dentro. Perón escogió lo segundo y sacó a pasear su vena facha. Cerró periódicos, llegó incluso a expropiarlos, y creó organizaciones verticales de productores y de trabajadores, fuertemente controladas desde las instancias oficiales. A los españoles que hayan vivido el franquismo les sonará esa milonga.
Pero, amigo Sancho, con la Iglesia hemos topado.
A decir verdad, antes que con los curas, Perón se las vio con sus propios compañeros de armas. A los militares, muy especialmente, no les gustó una mierda la enardecida idea surgida en las presidenciales del 52 en el sentido de que Eva Perón compartiese candidatura con su marido. La cosa tenía toda la lógica porque la verdad la mitad del peronismo era aquella mujer algo bajita pero con voz y arrestos de camionero, esa mujer a la que una vez, dicen, José María de Areilza llamó cerda; pero también es verdad que era demasiado para una institución que todavía pensaba que Perón le debía cosas.
Con la Iglesia las cosas no fueron mejor. En 1954, Perón derogó la impartición de la enseñanza religiosa en los centros públicos (algo que había implantado él mismo), con lo que los seminaristas se pusieron de canto. Luego, al general no se le ocurrió otra cosa que propugnar una discusión congresual sobre la diivisión entre Iglesia y Estado. Los curas reaccionaron convirtiendo la procesión del Corpus de 1955 en una demostración de fuerza en las calles. Luego hubo un golpe de Estado en el marco del cual unos aviones incluso bombardearon la plaza de Mayo. Tras el fracaso de la asonada, peronistas radicales quemaron varias iglesias, convencidos de que los obispos estaban detrás de la movida.
Perón ganó aquella batalla, pero había perdido la guerra. De todos los aliados que un día tuvo, ya sólo le quedaban los descamisados (bueno; también le quedaba Jorge Mario Bergoglio, pero entonces sólo tenía 17 años, el pobrecito). Los trabajadores habrían llegado a ser fuerza suficiente para cuando menos tratar de sostenerlo, pero para eso habría hecho falta que Evita estuviera sobre la Tierra. La gran defección fue la de los grandes industriales, convencidos ya de que aquel tipo los llevaba de culo y contra el viento (más en concreto: convencidos de que no tenían ni puta idea de adónde les llevaba aquel tipo). Cuando un grupo de militares nucleado alrededor del general Eduardo Lonardi se apoderó de Córdoba, lejana y sola, diversas unidades en todo el país se apuntaron al café cantante. Perón pasó a Paraguay y luego a España, a cobrarle a Franco las toneladas de trigo que le había regalado cuando era un putomierda internacional.
Argentina se quedó, sin Perón, como sedada y al tiempo convencida de que algún día se produciría la Parusía y verían al Mesías retornar. Tuvo mala suerte Argentina, es mi idea, de que la palmase Eva y se quedase Juan, porque si hubiera sido al revés las actitudes habrían acabado por ser bien distintas. La Argentina sin Perón no dejaba de esperar a Perón. Esas cosas generan desazón e incongruencias, como bien saben los argentinos, tan aficionados al sicoanálisis.
La cosa se empezó a encabronar cuando comenzó a capotar el gobierno de Arturo Frondizi, que había llegado a la Casa Rosada en 1958 y fue desalojado de ella como quien dice medio año antes de que yo naciese. Frondizi ensayó un plan de estabilización que salió como la mierda por falta de apoyos. Con todo, sin embargo, su principal problema fue puramente político. Se empeñó en hacer una política muy propia, desenganchándose de los deseos del Gran Manitú (visita del Che Guevara a la Argentina; negativa a expulsar a Cuba de la OEA...); y eso provocó nervios en los cuartos de banderas.
En 1962 hubo elecciones parciales y los peronistas, a los que Frondizi se había negado a ilegalizar a pesar de las reiteradas peticiones castrenses, se ganaron once provincias, entre ellas la joya de la corona: Buenos Aires. El presidente intentó anular las elecciones para calmar los ánimos, pero los milicos no pudieron más y lo depusieron. José María Guido, que era presidente del Senado y resultó ser el pobre tipo al que los generales le colocaron el marrón, ilegalizó tanto a los comunistas como a los justicialistas.
Ahora que mecían la cuna, los militares no se ponían de acuerdo. Los llamados azules, nucleados en torno al general Juan Carlos Onganía, querían mantener las formas constitucionales, aunque bajo su control. Los colorados, por su parte, preferían un gobierno militar old style.
Finalmente se impuso Onganía, bajo cuya atenta mirada se celebraron elecciones en 1963. El Frente Nacional y Popular, estruendoso panaché donde se cocieron los radicales intransigentes, los peronistas y otras tantas mareas y marejadillas, presentó a Vicente Solano Lima, un muñeco de ventrílocuo que, todo el mundo lo sabía, tenía la mano de Perón metida en el culo. La Unión Cívica Radical del Pueblo presentó a Arturo Illía; y, finalmente, la marca blanca del Ejército, la Unión del Pueblo Argentino (UPA-Dance, pues), presentó al general Pedro Eugenio Aramburu. El poder maniobró para ponerle las cosas difíciles al FNP, que tampoco estaba para tirar cohetes porque, al acopiar tantas sensibilidades diferentes, la verdad es que muy bien, muy bien, lo que se dice bien, no se llevaban. Ante las dificultades para presentar candidatos peronistas, las 62 organizaciones decidieron que pasaban de la movida (en las elecciones hubo una burrada de votos en blanco, 1,7 millones). Así las cosas, ganó el caballo menos cojo, o sea Illía.
Arturo Umberto Illía exhibe en la foto de la Wikipedia una mirada de viejete simpaticote algo pasado de licor. El hombre, en mi opinión, lo intentó; lo que pasa es que lo intentó como lo han intentado un montón de Illías en la historia de Argentina: mal. El nivel de vida de la gente no se puede elevar por decreto. Los barcos no flotan porque lo diga el Boletín Oficial; flotan si están bien diseñados y no tienen vías de agua, así de simple. Elevar salarios y congelar precios porque yo lo valgo es la mejor receta de miércoles para generar pobreza y disrupción social el sábado por la mañana. Illía, además, tenía a las 62 organizaciones de marras queriendo hacer una OPA por el gobierno para entregárselo al General. Así no podía salir nada ni medio bien.
A mediados de la década de los sesenta, el IPC argentino se trepaba dos puntos cada mes, medio punto a la semana. La inflación, el paro y la necesaria llegada del Séptimo de Caballería del FMI acabó con el gobierno. El peronismo fue legalizado, y ese mismo año se bañó en votos en las elecciones parciales. Los cuarteles entraron en pánico.
Perón intentó volver a Argentina en 1964. Pero aterrizó en Brasil para repostar y el gobierno militar carioca (ya dice un refrán castellano que culos conocidos, de lejos se dan silbos) rebotó la aeronave de vuelta a Madrid. El general tenía prisa por llegar; sabía cosas. Sabía que su movimiento era un dibujo de Escher ideológico y que si él no estaba allí para servirle de argamasa, pronto los peronistas de derechas se darían cuenta de que no tenían nada en común (salvo Perón) con los de izquierdas, y viceversa. El regreso del avión desde el Sambódromo al Valle de los Caídos selló esa división, que se concretó en la formación, digna de Life of Brian, de los 62 leales a Perón (Augusto Timoteo Vador), y de 62 De Pie Junto a Perón (José Alonso). Ambos grupos esencialmente centrífugos, radicalizándose a marchas forzadas.
El general Onganía se retiró, y el 26 de julio de 1966 se dio por terminado el periodo de constitucionalismo vigilado por la soldadesca. La Junta Militar, ya liberada de formalidades, destituyó a Illía, cerró el Congreso y decretó que se habían acabado las tonterías. Los jefes de las tres armas se fueron a casa de Onganía para convencerle de que volviera. Espartero tuvo la inteligencia, en su momento, de mandarlos a tomar por culo; Onganía no quiso, o no supo, o no pudo. En su descargo tal vez haya que decir que aquella dictadura militar suya era una dictadura, mal que le pese a alguno que otro, bastante deseada en la calle, que estaba un poco hasta los flequillos de inestabilidades.
A juzgar por sus actos, lo lógico es suponer que Onganía no quiso. Quienes lo trajeron pensaban que traían a un hombre razonable y amante del orden; pero pronto el inquilino de la Casa Rosada se reveló como el dictador que era o, tal vez, se traicionó a sí mismo. El día que declaró que él creía en objetivos y no en plazos, quedó claro que pretendía aplazar sine die el regreso a la normalidad constitucional. Anticomunista furibundo y total convencido de las virtudes militares, Onganía recuerda a nuestro general Franco en más de un detalle; entre otras cosas, también echó mano de la represión para "convencer" a los escépticos. Su política económica, corporativa y cortoplacista, fue desastrosa en una Argentina que, además, sufría por el descenso de los precios de muchos de sus productos exportables. En 1970, el país debía 4.800 millones de dólares.
El peronismo capeó ese temporal sin demasiadas ganas de montar bulla al principio. Vandor propugnaba una política de cierta colaboración y eso se notaba. Sin embargo, en 1968, meses después de haber convocado ya una huelga general, la CGT nombró secretario general a un radical: Raimundo Ongaro. Ongaro, con todo, no podía decir que fuese lo más de lo más del radicalismo peronista; otros le pasaron por la izquierda y se apuntaron al terrorismo y la guerrilla.
Tres grupos aparecieron en el horizonte del terror: las Fuerzas Armadas Peronistas, las Fuerzas Armadas Revolucionarias y los Montoneros. A ellos se unió pronto, en Tucumán, el Ejército Revolucionario del Pueblo, rama pistolera del Partido Revolucionario de los Trabajadores.
En 1969, la muchachada de la Universidad de Corrientes convocó una huelga que se extendió como un zoster por los campus argentinos. En Rosario, la clausura de las facultades provocó conflictos en la calle en los que murió un estudiante; la CGT respondió con la huelga general. El 29 de mayo, en Córdoba, ciudad eminentemente industrial, la CGT convocó otra huelga general para protestar por la represión policial. En las manifas murieron un estudiante y un sindicalista. Tras las muertes, ya nada pudo parar al movimiento popular. Las gentes tomaron literalmente la ciudad, mientras los vecinos los vitoreaban. Era un mayo del 68 concentradito a la argentina, y mucho más violento. La gente saqueó comercios, quemó coches; se pasó a ese estado de anarquía que según algunos es lo mejor de lo mejor (tal vez porque nunca lo han vivido). El cordobazo terminó en la noche con la ocupación militar de la ciudad, pero el proceso había causado varios muertos. Un mes y pico después ocurrió el rosariazo, una insurrección popular en Rosario durante la cual los manifestantes se atrincheraron en una zona de la ciudad durante dos días.
Argentina vagaba ya, una vez más, por esos terrenos en los que todos: los buenos, los malos y los mediopensionistas, parecen haber perdido el contacto con la racionalidad. En mayo de 1970 los guerrilleros secuestran al general Aramburu; pero no lo secuestran para pedir esto o aquello o pillar un rescate, sino para matarlo. Y lo matan. Ellos, y un montón de libros, lo llamaron ejecución.
El ejército golpista es como un virus de ésos de las pelis catastróficas. Un virus que ataca al hombre y lo mata, pero nunca mata a todos los que enferma porque sabe que para vivir él necesita que pervivan los seres en cuyos cuerpos se asienta. Así es, lo he dicho, un ejército golpista como el argentino de principios de los setenta del siglo pasado. Estaba dispuesto a reprimir a su pueblo (no tardaría muchos años en demostrarlo de forma repugnante), pero sabía que no podía tirar de la cuerda tanto, tanto, que perdiese pie. Esto significa que los comandantes en jefe de las armas se dieron perfecta cuenta de que con Onganía, absolutamente desconectado de la realidad, iban al colapso. Así que se alzaron contra él, y a otra cosa.
Lo revistieron de normalidad revolucionaria. En el marco de las propias normas de la Revolución Argentina, al general Onganía lo sustituyó el general Roberto Levingston, aunque en realidad se lo habían emasculado. Muchos pensaron que Levingson reinstauraría la democracia; supongo que también pensarían que el doctor Spock no es un personaje de ficción. Por lo demás, Levingston le hizo a sus compañeros de armas un Onganía. Igual que su antecesor, llegó para ser más o menos una marioneta del mando, pero cuando llegó a la Rosada dijo: che, boludo, aquí mando yo. Movido por intereses propios, colocó al frente de la economía a Aldo Ferrer, un tipo apegado a las grandes fortunas de la tierra, que aplicó un fuerte nacionalismo económico para tratar de dejar sin espacio al peronismo y en poco tiempo colocó al país en una situación de inflación intolerable. Una cosa muy divertida de contar en este blog español es que Lanusse y Ferrer, espadón y técnico narcisista, practicaron precisamente la política que, según los defensores de la salida de los países del euro (Marine Le Pen, Pablo Iglesias...), nos podría sacar de pobres: proceder a devaluaciones para conservar la competitividad de la economía. Repásense esos craneos previlegiados las curvas históricas de inflación y salarios de Argentina durante aquella época, y podrán comprobar lo cojonudo de la receta. Hicieron, literalmente, mucho más pobres a los pobres.
El estallido social volvió a producirse en Córdoba, en marzo de 1971. La Historia lo conoce como viborazo.
Amortizado Levingston, el Ejército colocó en la presidencia a un peso pesado: el general Alejandro Lanusse. Si Lanusse tenía un plan para Argentina (cosa que a este amanuense se le hace tan difícil de creer como que Rafa Nadal sea un experto en literatura tamil), quedó ignoto, devorado por la víbora de cien cabezas de la que había hablado el interventor Camilo Uriburu, bautizando con ello al viborazo. Esa áspid se mostraba en huelgas, atentados, paro, inflación. La gran gala habitual de los países que van de culo. A todo ello vino a unirse el surgimiento del terrorismo de ultraderecha (recuérdese que en España pasó lo mismo con el Batallón Vasco-Español y otras formaciones), que se dedicó sobre todo a apiolarse a los abogados de los activistas peronistas. Cuando en la prisión de Trelew diversos guerrilleros fueron vilmente asesinados en sus celdas (agosto del 72), en un caso Baader-Meinhor a la porteña, la figura de Lanusse, que la verdad nunca había estado como para concursar en Tú sí que vales, quedó definitivamente tocada.
Onganía, Levingston, Lanusse... todos fracasados. Como para pensar que, tal vez, quizá, la flamante Revolución argentina era un coñazo, y a los milicos no les quedaba otra que aflojar. En 1971, Lanusse legalizó los partidos políticos. Aquel mismo año Evita volvió al país, embalsamada, y los procesos contra su viudo fueron sobreseídos.
La cosa seguía chunga. En febrero de 1972, la violencia surgió en Mendoza. Fue la gota que colmó el vaso para muchos argentinos de bien, que se dieron cuenta de que Perón, a pesar de sus cuitas, de sus frenos y marcha atrás, de su escasa inteligencia, era ya la única figura capaz de enjaretar a los obreros y a los terroristas. Literalmente aterrado, el régimen militar permitió aquel año la visita de Perón al país; visita durante la cual se creó el FREJULI, Frente Justicialista de Liberación, que escogió a Héctor Cámpora como candidato electoral.
El ticket formado por Cámpora y Vicente Solano Lima ganó las elecciones de marzo de 1973 con el 49,5% de los votos. Por primera vez en muchos años, a Argentina se le permitía ser lo que quería ser: peronista. La UCR quedó a 20 puntos, que se dice pronto.
Salvador Allende y el secretario de Estado USA, William Rogers, estuvieron presentes en la toma de posesión del gobierno; no creo que haya mejor expresión del hecho de que el peronismo había llegado de nuevo a la primera magistratura del país pensando en volver a hacer el mismo trile de años antes: estar al pan y a las tortas, a la carne y al pescado, a lo que fuese. Unos cantaban Perón, Evita, la patria socialista y otros trocaban la última palabra por peronista. Todos cantaban juntos, pero no estaban de acuerdo ni en el color de los zapatos del presidente. Como no podía ser de otra forma, Cámpora formó un gabinete agazpachado en el que había ministros de derecha pura y dura (José López Rega, José Gebald) con otros para los cuales Marx era un meapilas (Esteban Righi, Juan Puig...)
El primer y principal objetivo del peronismo fue que los terroristas dejasen de fregar. Los montoneros declararon una tregua, pero el ERP sólo se comprometió a dejar de atacar a intereses gubernamentales, manteniendo sus acciones contra el Ejército.
Cámpora, otro gestor económico de ésos que se creen los modelos teóricos y bla, decidió nacionalizarlo todo: los sectores que había liberalizado Frondizi, los depósitos, el comercio exterior... Evidentemente, eran peronistas, implantó medidas de fuerte contenido social, entre las cuales la principal era el mantenimiento por mis huevos del salario real. Ni qué decir tiene que gestión tan unicornial salió como la mierda, y que en 1974 Argentina debía ya 9.400 millones de dólares. Mediando fuertes conflictos sociales, por ejemplo de nuevo en Córdoba, Perón anunció su regreso.
El 20 de junio de 1973, en medio de una multitudinaria manifestación, el Mesías regresó a la Tierra Prometida. Aquella multitud estaba en buena parte dirigida por los montoneros, y supongo que fue por eso que sus correligionarios de ultraderecha los saludaron a tiros. Perón, mientras tanto, había sido listo y había aterrizado en otro aeropuerto (militar, por supuesto).
Ante la situación de violencia y visto que el Cristo estaba allí, Cámpora dimitió. Raúl Lastiri se encargó de un gobierno cómodo porque todo lo que tenía que hacer era convocar nuevas elecciones. En dicha convocatoria, Perón hizo por fin lo que años antes los militares le habían impedido: colocó de candidata a la vicepresidencia a su churri, María Estela Martínez de Perón, más conocida como Isabelita.
Llegado a la Casa Rosada, Perón se dio cuenta de eso que se dice de que no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo. Los setenta no eran los cuarenta ni los cincuenta. Habían pasado tres décadas, una de ellas fundamentalmente en clandestinidad, durante las cuales aquel enorme suflé de las 62 organizaciones había ido tomando conciencia de la enorme variedad ideológica que portaba, y cada uno se había ido definiendo. Además, la crisis económica acuciaba. Perón ya no podía jugar a serlo todo. Tenía que escoger un palo de la baraja; escogió el conservadurismo.
En la manifestación y acto del Día del Trabajo de 1974, Perón tomó el micrófono para hacer un discurso en el que puso de tontos de la haba para abajo a los defensores del socialismo; la gente empezó a abandonar la plaza como en los últimos minutos de un partido que tu equipo pierde por 0 a 7. En esos tiempos me recuerdo yo, con 12 años, sentado en el comedor de casa de mis padres, en La Coruña, viendo en la tele a los argentinos botar mientras cantaban: Perón Peróoon, Isabelita, Perón el pueblo ya no grita...
Para colmo, el Yon Kippur y toda la vaina. El precio de los carbutantes se disparó, con él los productos de la primera necesidad y, la verdad, la devaluación en caída libre del peso no ayudó lo que se dice mucho. En junio de 1974, una multitud de peronistas de izquierdas se plantó ante la Casa Rosada para exigir la dimisión de López Rega, a quien consideraban padre de todos los males: no era Perón, sino López Rega, que lo tenía como secuestrado. Unas semanas después, Perón se murió. De enfermo, supongo. O, tal vez, se murió porque no sabía, literalmente, qué hacer, y su sentido común lo quitó de enmedio.
Llegó el momento de la suplente, Isabelita. Pero Isabelita tenía muy pocas luces, la verdad; y, además, cierto es que estaba mesmerizada por ese personaje de repelús, López Rega. Faltos ya de su líder, los descamisados comenzaron a hacer huelgas generales por todo, y el gobierno a reprimirlos a hostia limpia. Surgieron grupos parapoliciales que secuestraban a los dirigentes de las protestas y, en el mejor de los casos, los fregaban a hostias. Los terroristas tenían lo que querían. A finales de 1975, en Tucumán se decretó el estado de sitio. En 1976, como es bien sabido, giraron los goznes de la Historia una vez más, y Argentina entró en eso que el poeta gallego Celso Emilio Ferreiro llamó unha longa noite de pedra.
... bueno, dicho ya todo esto, que ha quedado un tanto largo, todavía me queda por colocar aquí algunas líneas contando lo que no entiendo. Que es casi todo, por cierto. Lo plantearé en forma de preguntas.
Pregunta 1: La sensación que tengo, y que he tratado de transmitir en el inicio de este post, es que en Argentina algo se rompió en la cuarta década del siglo pasado. Pero, ¿qué fue? La nación argentina no tuvo una génesis fácil, fue un parto complejo en el que hubo de aunar o cohesionar sentimientos muy diversos. Esa labor, sin embargo, estaba hecha a los inicios del siglo XX y, considerando las características sociales y el modelo económico argentino, éste estaba en la mejor situación para iniciar un camino de progreso. Sin embargo, da la sensación de que hay una involución hacia formas poco evolucionadas de hacer política y, sobre todo, el Ejército adquirió una ambición política desmedida. No entiendo por qué.
Pregunta 2: ¿Qué hizo tan atractiva la figura de Juan Domingo Perón? Sí, ya sé que fue su política social. Lo que no entiendo es por qué la Unión Democrática se dejó merendar esa magdalena. En la mayoría de los países que vivieron esa evolución socializante, cuando no socialista, en aquella época, lo hicieron de la mano de las formaciones políticas ingresadas en la UD. ¿Por qué no fueron ellas las despositarias de la confianza mayoritaria de los argentinos? Lo cual nos lleva a una pregunta añadida de gran interés: ¿cuál es, exactamente, la esencia del radicalismo de la primera mitad del siglo pasado? ¿Qué buscaba, qué pretendía, cuáles eran sus líneas rojas? ¿Perón es, tal vez, la incomparecencia de los radicales?
Pregunta 3: El gobierno peronista de los cuarenta y los cincuenta me parece a mí algo históricamente normal. Donde, para mí, los argentinos comienzan a ser eso mismo, argentinos (esto es: irrepetibles) es a partir de la segunda mitad de los cincuenta y en los años siguientes. ¿Por qué el constitucionalismo se enquista en peronismo? ¿Por qué, a partir de un cierto momento, los alternativos a la oferta, por así decirlo, del Ejército, la Iglesia y las clases más pudientes, han de pasar por la figura de Perón, heredando todas y cada una de sus contradicciones?
Pregunta 4: Decía Karl Deutsch que, en política, la elección básica del ciudadano es entre orden y caos, con prevalencia para las opciones que, en el fondo, ofrecen lo primero. ¿Por qué a Perón le salió gratis apoyar, o cuando menos no enfrentarse, a las facciones del peronismo que vendían caos, hasta el punto de hacerse algunas terroristas? Observo en muchos libros escritos por argentinos que aun a día de hoy tienen el prurito de llamar guerrilleros a quienes eran terroristas (algunos de ellos única y exclusivamente preocupados por la plata, como bien explica en su excelente libro María O'Donell). ¿Fue un error de medición de la sociedad argentina, les engañó Perón, qué?
En fin, tengo más preguntas, pero esto ya se ha pasado de rosca. Dicen los expertos en lectura electrónica que ésta no debe sobrepasar las 500 palabras (regla que, de todas formas, se conculca sistemáticamente en este blog); pero éste ya pasa de las 7.000. Tengo más preguntas, pero es hora de tangos. Éste es uno de mis preferidos.
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