Acabamos de ver la importancia que adquirió el artículo de Lorenzana en los primeros días de 1865, hasta el punto de ponderarlo como uno de los ejemplos en los que un trabajo periodístico de opinión ha podido hacer tambalear un sistema político. En el momento en que Lorenzana publicó sus palabras, en el momento en que toda la España políticamente ilustrada los copiaba y distribuía en versiones piratas, nadie podía imaginar que, poco tiempo después, otro ilustre escritor, Emilio Castelar, habría de dar otro aldabonazo desde las columnas de un periódico. Aldabonazo que, éste sí, terminó a hostia limpia. Estamos hablando de la hoy olvidada noche de San Daniel.
En septiembre de 1864, Narváez había nombrado ministro de Hacienda a un político del Partido Moderado que se había pelado los huevos en diferentes puestos dentro de la administración tributaria española. Se trata de Manuel García Barzanallana. Barzanallana era, ya lo he dicho, un probo funcionario de Hacienda que, gracias a los diferentes cargos ocupados en años anteriores, podríamos decir que se las sabía todas. Uno de esos tipos para los cuales la estructura impositiva española y, lo que es más importante, el Presupuesto Público, no presenta secreto alguno.
Narváez lo nombró, y la reina lo aceptó, por la misma razón: ambos sabían que sentado sobre la caja de la pasta pública iban a necesitar a alguien creativo y de confianza. Conforme llegaban los fríos de las últimas semanas de 1864, las arcas públicas estaban más ateridas que la calle. España estaba arruinada, y entrar a analizar todas y cada una de las causas de ello nos llevaría mucho tiempo. Quedémonos con el dato de que el crédito público estaba bajo mínimos; que obviamente eso afectaba a la capacidad de gobernar; y que eso, igual de obviamente, afectaba a la capacidad de gasto del Palacio Real, un edificio que ha estado tradicionalmente ocupado por unos tipos a los que no les gusta que les digan que no pueden gastar.
Conocedor tanto de la situación como de la expectativa existente de que la solucionase, Barzanallana se puso a pensar en ello, hasta que encontró un modo de hacer las cosas cojonudamente: parecería que la reina era extremadamente generosa cuando, en realidad, se estaría forrando.
La movida consistía en la decisión de la reina de responder a la angustiosa situación del Erario público enajenando la práctica totalidad del patrimonio real, con la excepción de las joyas y los palacios. De esta manera, el Estado ingresaría las tres cuartas partes del producto de la venta, ingresando la reina la parte restante porque, al fin y al cabo, estaba permitiendo se vendiesen sus cosas por el bien de la nación.
El primer ministro Narváez apareció en las Cortes para explicar este plan. Ponderó con las palabras más altas lo que definió como el rasgo de generosidad de la reina y, de hecho, obtuvo una aprobación aclamatoria por parte de los diputados y la simpatía inmediata de la opinión pública. Emilio Gutiérrez Gamero, que acabaría siendo académico de la lengua y entonces era cronista parlamentario del periódico liberal La Iberia, refiere esa sesión parlamentaria sin esconder el hecho de que a él mismo se le llenaron los ojos de lágrimas y el pecho de auténtica emoción española.
Las derechas, incluido en aquel caso el movimiento carlista, valoraron la situación como una oportunidad de oro para atacar a degüello a los liberales. Éstos, en efecto, nunca habían estado cómodos con una reina que no dejaba de ser una absolutista disfrazada de pitufina ( tan poco cómodos estaban que acabaron echándola del país); ahora que Isabel aparecía ante el país como una mujer desesperadamente generosa, capaz de hacer cualquier cosa por España, era el momento de acusar a los liberales de haber atacado sin razón a tan pródiga monarca.
Todo esto, sin embargo, se lo cargó el que es considerado mejor orador de la Historia de España, y no peor escritor: Emilio Castelar. Indalecio Prieto, diputado y político del PSOE durante la II República, también tuvo fama (merecida) de gran orador parlamentario, lo cual no deja de ser sorprendente porque, a causa de sus humildes orígenes, nunca recibió educación reglada. Pero sí tomó de joven unos cursos de taquigrafía durante los cuales su profesor, para practicar, le dictaba discursos de Castelar; tan sólo por tomar taquigráficamente las palabras de aquel parlamentario adquirió Prieto la habilidad de la oratoria.
Castelar era también, como es lógico, un excelente escritor, pues quien sabe hablar, sabe escribir (la negativa también es cierta). Escribía en la prensa progresista de tintes republicanos, pues esa cabra siempre tiró al monte y, muy especialmente, en un periódico que llevaba el ampuloso nombre de La Democracia. Fue en este periódico en el que se publicó el artículo que Castelar quiso titular como la argumentación de Narváez: El rasgo.
Castelar disparaba su dardo en todo el centro de la diana en el punto de su escrito en el que explicaba que se había presentado "como un donativo para el país aquello mismo que es del país propiedad exclusiva". "En los países constitucionales", decía, "el rey debe contar por única renta la lista civil, el estipendio que las Cortes le decretan para mantener su dignidad. Impidiendo al rey tener una existencia aparte, una propiedad como rey aparte de los presupuestos generales del país, se consigue unirle íntimamente con el pueblo".
De forma altamente sangrante, Castelar proseguía recordando que la lista civil de la reina más poderosa del mundo, Victoria de Inglaterra, era en esos momentos de 36 millones de reales... mientras que la de Isabel II importaba 50 millones. Seguía recordando que ya la Constitución de 1812 declaró propiedad del país los bienes de la corona, puesto que "los fundadores de nuestro sistema constitucional fueron demasiado grandes para consentir un rey con dominios feudales abrazado sobre la Constitución".
En opinión del articulista, el día que Narváez presentó a las Cortes el plan de Barzanallana, los diputados debieron haber respondido: "los apuros de Erario no permiten que continúe una usurpación tanto tiempo consentida; nos incautamos de esos bienes, que son nuestros, y desamortizándolos emplearémoslos en Deuda intransferible y los daremos al monarca a cuenta de su dotación, descargando al Erario de los 50 millones de la lista civil". Como se ve, la propuesta de Castelar no era nada revolucionaria, sino que se limitaba a dedicar el producto de las ventas al pago de la corona, liberando al resto del presupuesto; eso sí, declarando la deuda intransferible para evitar que Isabel especulase con ella. Resumía el artículo la posición aseverando que "el rasgo del patrimonio no sido más que un rasgo de atrevimiento contra las leyes".
En unas pocas líneas, pues, Castelar acusaba a Isabel II de haber engañado a los españoles; de haber permitido, impulsado tal vez, una medida inconstitucional; y de gastar demasiado.
No paraba ahí el texto. También se ocupaba de incluir dicterios que, en los populistas tiempos que nos rodean, aparecen como de total actualidad. Por ejemplo: "los pueblos no se gobiernan con el charlatanismo de los curanderos, o con los saltos mortales de los clowns, o con los milagros y portentos de los embaucadores".
Más escandaloso aun es el párrafo en el que Castelar recordaba el origen de la Revolución Francesa en el mosqueo de la gente tras las promesas incumplidas de su ministro de Hacienda, Calonne. Párrafo que era, en sí, toda una llamada a la rebelión contra la corona. "Véase, pues", culminaba el texto, "si tenemos razón; véase si tenemos derecho para protestar contra el proyecto de ley, que desde el punto de vista político es un engaño; desde el punto de vista jurídico, una usurpación; desde el punto de vista legal, un gran desacato a la ley; desde el punto de vista popular, una amenaza a los intereses del pueblo".
Nunca en la Historia de España, en mi opinión, tan sólo un artículo de prensa ha cambiado el sentir de la opinión pública de una forma tan radical. España se levantó adorando a su reina y a sus gobernantes pero, entrada la tarde, se quería mear en su oreja izquierda.
El gobierno se equivocó en esto. Probablemente habría sido más inteligente activar a la prensa conservadora para que contestase a los argumentos de la liberal; pero la actuación a saco contra Castelar colocó las cosas en otro terreno. La presión de la prensa liberal fue tan fuerte que pronto el proyecto de ley hubo de quedar en suspenso. Pero para entonces el gesto era inútil. Los enemigos de la monarquía se encontraban ya tan envalentonados que aquella victoria se les asemejó pírrica.
La prensa satírica lideró el ataque. Representaba en sus caricaturas a Isabel como una reina gorda y disipada, entre idiota y borracha, constantemente acompañada por su corte de meapilas: sor Patrocinio, el padre Claret, fray Cirilo de la Alameda y Brea... Pero no sólo eso. La prensa satírica, siempre bordeando el secuestro, no se cortaba de incluir en sus relatos a las personas que todas las personas informadas sabían que frecuentaban el Palacio Real: el cantante de ópera Tirso de Obregón, que por aquel entonces era el principal pulidor de la reina en sus noches y en sus días. O Antonio Ramos de Meneses, el hombre por el que bebía los vientos el rey consorte Francisco de Asís, más conocido en aquellos periódicos como Doña Paquita o Pastaflora.
Para poder valorar la forma en la que la prensa satírica de la época abordaba la personalidad ninfomaníaca de su reina, aquí unos versos que se dedicaron a la erección de una estatua de la reina:
En pesado bronce estás.
Fundida de esa manera
no te reconocerás.
De haberte hecho más ligera
te reconocerías más.
La prensa, liberal y conservadora, se comenzó a llenar de juegos de palabras formados a partir del vocablo rasgo. Diversos escritores liberales, sobre todo Federico Balart, comenzaron a escribir artículos que calificaban de rasgueos, mientras que en la prensa conservadora se advertía a los liberales que, de seguir así, sufrirían muchos rasguños. Balart, en sus rasgueos, la tomó con el intendente de Palacio, Francisco Goicoerretea, y éste lo retó a un duelo que se celebró en las tapias del Retiro, y donde el periodista recibió un balazo en una pierna que lo dejó cojo de por vida.
La Iberia, uno de los principales periódicos liberales, publicó unos versos que acabaron por encender los ánimos:
Hubo en no sé qué fecha un Rey tan bueno,
que por salvar su pueblo agonizante
se metió a comerciante
vendiendo de lo suyo y de lo ajeno (...)
En fin: el gobierno actuó con presteza. Procesó a Castelar y, acto seguido y de forma inmediata, se dirigió al rector de la Universidad, Juan Antonio Montalbán, para que lo expedientara y lo suspendiera de empleo y sueldo. Pero Montalbán se negó pues Castelar, como catedrático, nada había hecho. La reacción del ministro Alcalá Galiano fue cesar a ambos: rector, y catedrático. Aunque es lo justo decir que Montalbán dimitió cinco minutos antes de que lo echaran.
Aquellos ceses provocaron rápidos movimientos de solidaridad. Miguel Morayta y Nicolás Salmerón, ellos mismos también catedráticos, dimitieron en protesta. Y, sobre todo, los estudiantes comenzaron a movilizarse. El gobierno nombró rector al marqués de Zafra, pero éste fue recibido en el caserón de San Bernardo con una lluvia de huevos podridos. La turbamulta consiguiente fue tan enorme que Zafra no pudo tomar posesión de su cargo. Alguien metió un burro en el edificio y los estudiantes le pusieron un birrete y le colgaron del cuello un cartel que decía ¡Paso al rector!, y de esa guisa lo homenajearon como si el pollino fuese a tomar posesión del cargo.
Era el sábado 8 de abril de 1865 y para esa misma noche, los estudiantes prepararon una serenata de homenaje al cesado Montalbán, que vivía en la calle de Santa Clara. Aquella serenata la preparó una comisión formada por Alberto Aguilera, Celestino Rico, el marqués de la Florida (Luis Francisco Benítez de Lugo y Benítez de Lugo), Gutiérrez Gamero y algún otro estudiante. En la citada calle de Santa Clara, a las nueve de la noche, se juntó un grupo nutrido de estudiantes y otras personas.
Según Gutiérrez Gamero, la comisión descrita habló con José Gutiérrez de la Vega y Moncloa, gobernador civil de Madrid, para obtener su aquiescencia al concierto, que él otorgó. Los hechos, sin embargo, hacen dudar de esto o, tal vez, lo cual es creíble, Gutiérrez dio su visto bueno, pero, posteriormente, el ministro González Bravo lo denegó.
Cuentan las crónicas que los músicos llegaron a estar situados con sus atriles, y que llegaron a sonar algunos compases; aunque esto no se corresponde del todo con la versión de Gamero, según el cual la contraorden del gobernador civil llegó antes de montarse la orquestinas. Sea como sea, nada más comenzar la música, apareció una fuerza policial que impidió el acto. Parece ser que la gente decidió irse sin protestar, pero quedaron grupos de estudiantes protestones, que fueron atacados por la policía.
El domingo transcurrió tranquilo. Pero el lunes, con el regreso de la vida normal y de la actividad estudiantil, la cosa se torció de nuevo. Durante toda la tarde, por las calles del centro deambularon grupos de estudiantes más o menos compactados, que se juntaban y se separaban como en un botellón clandestino. A la caída del sol, todas aquellas personas encabronadas y con ganas de jarana se juntaron en la Puerta del Sol, hasta montar un 15-M a la decimonónica. Cómo lo verían los comerciantes de la plaza que, como a toque de corneta, cerraron sus puertas en minutos tres.
En ese momento, un landó llegó a la plaza, y todo el mundo pudo ver que su inquilino era el gobernador civil. Llegar, llegó hasta el ministerio de la Gobernación; pero lo hizo muy despacio, y flanqueado por un pasillo de multitud vociferante, que daba mueras al gobierno y a la reina. Igual tratamiento le recetó la gente al ministro González Bravo cuando se asomó al balcón en el que un día habría de proclamarse la República española.
Dentro, en el ministerio, se encontraba con González Bravo el propio Narváez. Juntos bajaron al portalón del caserón del ministerio y lo hicieron abrir, no sin prevenirse con una compañía de soldados que los separaba de la turba. En ese momento, la Guardia Veterana apareció a caballo por las calles laterales y, sin realizar aviso de atención alguno, desenvainó sables y se tiró a por la multitud como si fueran mamelucos. La compañía de la puerta hizo varias descargas. Los que intentaban huir de la plaza eran cazados a hostias en las calles de salida.
Sólo en la Puerta del Sol hubo aquella noche diez muertos y un centenar de heridos. Aunque en las zonas cercanas, las víctimas fueron más.
Puede decirse, sin temor al error, aquella noche de San Daniel, aquel 10 de abril de 1865, comenzó a caer la monarquía española. La relación del pueblo español con su reina ya no volvió a ser la misma y, desde aquel mismo día, Palacio fue ya a rebufo de los movimientos de sus opositores, tratando de tapar vías de agua. En la prensa, Narváez y González Bravo fueron apelados de nuevos Herodes (habían matado a niños, pues la mayoría de los manifestantes eran estudiantes); y en las Cortes el gobierno casi no hizo ni ademán de defenderse. Días después, durante un consejo de Ministros, Alcalá Galiano, el ministro que no había hecho nada por refrenar las ínfulas vandálicas de González Bravo; y el gris Barzanallana, que todo lo había empezado, se enfrascaron en una discusión tan violenta que al primero le dio una apoplejía. Alcalá Galiano es un caso, tal vez único, de ministro español muerto mientras estaba sentado en su silla del consejo de ministros.
Narváez, por cierto, no asistió a los debates parlamentarios por estar oportunamente enfermo. Sufría mucho el Espadón de piedras en el aparato urinario, y estaba esos días con una crisis. Gil Blas, uno de los reyes de la prensa satírica, sentenció: "se le ha caído el corazón a la vejiga". González Bravo, por su parte, formó las entonces famosas cuerdas de Leganés, llamadas así porque era en esta población donde acumulaba, presos, a los periodistas a los que desterraba a África o a Filipinas.
La inmensa mayoría de los periódicos liberales fue suspendida durante tres meses. Con el tiempo, sin embargo, los liberales aprendieron a moderar la violencia de su lenguaje, para sí evitar males mayores. En lo tocante a la prensa satírica, siempre tuvo a su favor su inventiva, que hacía que en realidad estuviese escrita para lectores inteligentes; algo que hacía difícil intervenirla. Aun así, siguió publicando textos muy atrevidos, como este remoquete de sabor calderoniano del Gil Blas:
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
¿qué delito cometí
por las calles discurriendo?
Aunque si discurro entiendo
qué delito he cometido
desde el punto en que ha subido
al Poder cierto señor
cuyo mérito mayor
es que nunca ha discurrido (...)
Todo esto lo comenzó un oscuro hacendista cuyo nombre hoy no recuerdan ni cincuenta españoles; lo continuó una de nuestras mejores plumas periodísticas (que tal vez cometió el error de no levantarse la tapa de los sesos); provocó uno de los momentos más tensos a la par que brillantes de nuestro periodismo patrio; y, al fin y a la postre, acabó con una monarquía, la española, que todo el mundo consideraba asentada para los siguientes mil quinientos años.
Pero, claro, cada vez que hablas con cualquier cultiparlante que dice saber porque ha leído medio libro y la conversación deriva hacia el poder del periodismo, te hablará de Zola. No será capaz de decirte que hace cuatro días como aquél que dice, el 10 de abril del 2015, se cumplieron 150 años de la noche en la que un artículo de prensa dejó diez cadáveres sobre los adoquines de la Puerta del Sol, y a una reina impresentable en el disparadero.
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