En los años veinte del siglo XX, cuando se produjo en varios países la escisión entre socialistas y comunistas y al socialismo español le tocó turno, se produjeron en el seno del PSOE las primeras críticas hacia la figura de Pablo Iglesias. El que había sido fundador del partido, hasta entonces, había sido objeto de una admiración casi religiosa por parte tanto de quienes lo habían conocido como de quienes no tenían edad para haberlo tratado sino en los últimos años de su vida. Entonces, sin embargo, la característica fundamental de don Pablo: la prudencia, se convirtió en su principal defecto a los ojos de media izquierda. Y en eso siguen.
Este hombre, quien por cierto no se llamaba Pablo sino Paulino, nació el 18 de octubre de 1850 en la misma ciudad que Francisco Franco: El Ferrol. Era hijo de Pedro de la Iglesia Expósito, un emigrante intragallego, oriundo de Orense que había recalado en la costa noroeste de la región por ser mejores allí las perspectivas de trabajo para un obrero sin cualificación como él. Juana Posse, la madre del líder del socialismo español, era compostelana, y nunca supo leer ni escribir.
Al finalizar la sexta década del siglo en que había nacido Pablo, su padre falleció. Su madre liquidó las pocas cosas que poseía la familia y acompañada de sus hijos, Manuel y Paulino, se fue a pie hasta Madrid. La suya es una gestión de última esperanza: en Madrid vive un tío de Juana, sirviente en la casa del conde de Altamira (probablemente José María Osorio de Moscoso y Carvajal), para que les ayude a establecerse en la capital. Al llegar a Madrid, sin embargo, Juana descubrirá que, en realidad, su tío ha muerto ya.
La madre consigue colocar a sus dos hijos en el Hospicio de Madrid, lo que supone la separación de la familia. Según los testimonios del propio Pablo, es muy probable que allí, siendo todavía un niño casi preadolescente y repentinamente abandonado por su madre, el futuro fundador del PSOE cayese en una honda depresión con ribetes de anorexia. Hay que tener en cuenta que Pablo Iglesias siempre estuvo marcado por la temprana muerte de su hermano Manuel, de tuberculosis. Él mismo coqueteó durante mucho tiempo con la dolencia, pues según los testimonios de vez en cuando escupía sangre.
En esa situación estuvo dos años, de los cuales uno lo ocupó en la escuela y el otro en lo que hoy llamamos formación profesional, ya que estuvo en la imprenta de dicho Hospicio, aprendiendo el que sería su oficio.
En la navidad de 1862, cuando Iglesias tenía doce años, pues, el regente de la imprenta en la que él aprendía decretó que los laborandos no podrían irse en las fiestas a ver a sus familias. Esa medida tan draconiana provocó la rebelión del joven Pablo, que se fugó de la institución y se fue a vivir con su madre. Una vez allí, se colocó de aprendiz en una imprenta.
Así pasan los años, de imprenta en imprenta, malviviendo madre e hijo, hasta que llega 1868 y su gloriosa revolución. Dos elementos fundamentales le impactan. Por un lado, la libertad de imprenta decretada por los revolucionarios es oro molido para un tipógrafo: el joven Iglesias, repentinamente, aparece en casa con más dinero. En segundo lugar, esa misma libertad de expresión hace que florezcan en España los ateneos obreros y otras instituciones privadas destinadas a formar a los proletarios. Ambos procesos provocan un evidente proceso de toma de conciencia por parte de los trabajadores; como bien sabemos, España se convierte en un territorio de gran interés para la izquierda proletaria, pues es por entonces que el país es visitado por anarquistas como Giuseppe Fanelli y, sobre todo, el socialista Paul Lafargue, yerno de Carlos Marx.
En enero de 1870 surge en Madrid La Solidaridad, el primer semanario anarquista; y en Barcelona, en junio, se celebra un congreso obrero que funda la Federación de la Región Española, inclusa en la Asociación Internacional de los Trabajadores, normalmente llamada La Internacional. El 13 de marzo, un joven tipógrafo llamado Pablo Iglesias se apunta a la Federación Española.
En septiembre de 1870, Pablo Iglesias firmó, en La Solidaridad, su primer artículo con nombre, sobre la guerra francoprusiana.
La Internacional española, como a escala multinacional, es entonces un curioso cacao maravillao de anarquistas y marxistas; en realidad, el único momento en el que ambas formas de entender la izquierda han podido convivir estratégicamente sin meterse patadas en las canillas (cuando no tiros en la nuca). Iglesias toma claramente partido en esa división interna, más claramente desde la visita de Lafargue a España. Tal es su identificación con el hijo político de Marx que, cuando en abril de 1872, Milhail Bakunin expulse a Lafargue de la Internacional, Iglesias se irá detrás. Los expulsados, que fueron nueve, fundaron la Nueva Federación Madrileña, de lógica tendencia socialista. José Mesa será su presidente y Pablo Iglesias, su secretario. Fundan un semanario, La Emancipación, que al parecer se escribe Iglesias de la cruz a la raya, ya que Mesa es para entonces un enfermo debilitado.
Cuando se proclame la I República Española (11 de febrero de 1873) quedará ya plenamente patente la división en la izquierda obrerista española. Los anarquistas sacarán a pasear su apoliticismo, mientras que los socialistas propugnarán la participación en el sistema. Iglesias criticará en esos tiempos muy duramente el extrañamiento anarquista del sistema político por su cinismo. Y no le falta razón, porque un número nada despreciable de anarquistas particulares y organizados alimentaron y apoyaron diversas rebeliones cantonales. Es, por lo tanto, la primera vez que desde un punto de vista marxista se produce una crítica a las limitaciones del apoliticismo anarcosindicalista. Sesenta años después, esas polémicas se producirán en tonos bastante más agrios, mediando tiros en los tajos en huelga, y tal.
Fue en esa época, por cierto, cuando Pablo se cambió el nombre. O, más bien, se lo cambiaron, porque al ir a recoger su partida de bautismo (para librar de la mili por hijo de viuda) descubrió que algún oscuro funcionario ferrolano lo había inscrito como Pablo, no Paulino.
En mayo de 1874, Pablo Iglesias da el paso definitivo hacia la Historia por deseo de los tipógrafos madrileños, que lo nombran presidente de la Asociación General del Arte de Imprimir, uno de los protosindicatos más activos de la época, beneficiado del hecho de que los impresores, por las características de su oficio, tendían a ser proletarios con mayor formación y conciencia que la media. Al frente de la Asociación, Iglesias crea una caja de resistencia como primer paso para declarar la primera huelga de importancia de la Restauración.
Por aquellos años, Iglesias conoció a una persona que es tan importante para la formación del PSOE como él mismo: Jaime Vera. Siendo estudiante de medicina, Vera conoció a otro amigo de Iglesias, Alejandro Ocina, quien lo introdujo en las sutilezas del Manifiesto comunista. Vera, con el tiempo, se convertiría en el ideólogo del PSOE y en amigo personal de Iglesias. Tal vez incluso lo salvó pues el tipógrafo, ya lo hemos dicho, era débil de salud. Vera, ya médico, lo asesoró para fortalecerse mediante la gimnasia y un buen régimen alimentario.
En 1886 murió Juana Posse, muerte que con seguridad dio el último martillazo a la dedicación prácticamente religiosa de Iglesias a su causa. Es tan evidente que Iglesias y su madre se adoraban que, cuando el hijo fue encarcelado en 1882 a causa de una huelga, los funcionarios de la prisión, a base de verlos durante las visitas de ella, los apodaron Los Novios.
El socialismo de Iglesias es, desde luego, marxista; pero lo que es, fundamentalmente, es guesdista. Hoy en día, Jules Guesde es conocido sólo de los friquis; pero, sin embargo, es mucho más importante para la formación del socialismo español que otros nombres más aspaventosos. Guesde es el padre de esa ideología obrera que obliga, por así decirlo, al obrero, a llevar personalmente una vida austera y a respetar a marchamartillo la disciplina partidaria. Lo primero ha desaparecido del actual PSOE; lo segundo, no. El guesdismo, tal vez ahí está la inteligencia estratégico-ideológica de Iglesias, era un approach socialista mucho más propio que otros (no digamos ya el anarquismo) por lo que suponía a la hora de proveer con un libro de instrucciones revolucionario a obreros iletrados y con mucha menos carga ideológica de lo que los mitos unicorniales de las izquierdas pretenden. El socialismo de Iglesias, de esta manera, estaba llamado a captar importantes colectivos de militantes, precisamente por esa capacidad de presentar una organización ideológicamente llave en mano. El mismo efecto se produciría décadas después con la Falange.
En la primera década de la Restauración, como es bien sabido, el canovismo generó una legalidad constitucional en la que no cabían los grupos obreristas. Esta decisión, como le suele pasar a este tipo de decisiones, consiguió justo lo contrario de lo que pretendía. A finales de 1878, Iglesias y sus correligionarios entienden que es necesario fundar un partido proletario en la clandestinidad y el 2 de mayo de 1789, después de una comida, en lo que entonces era un colmao de la calle Tetuán, fundaron el Partido Socialista Obrero Español. El acta de constitución fue firmada por el propio Pablo Iglesias y Antonio García Quejido. A la hora de ponerle nombre, al parecer, discutieron un poco. El doctor Vera no quería incluir el concepto Obrero porque en su opinión restringía en exceso el ámbito de la formación (en todos los tiempos de la izquierda siempre hay un transversal por ahí). Pero Iglesias impuso su criterio (bastante evidente, por otra parte) de que se trataba de fundar un partido de clase, y que si era así cómo leches iban a quitar la clase del nombre.
De la lectura del programa ideológico de aquel primer PSOE se desprende que, la verdad, esta formación nunca ha engañado a nadie. Recién fundados, hace más de 125 años, los socialistas ya declaraban que su ideología sería invariable, pero que la praxis "sufrirá cuantos cambios exijan las circunstancias que atravesamos"; y así, hasta hoy.
En 1882, año en el que ya hemos visto a Iglesias brevemente encarcelado, se produce la huelga de tipógrafos de Madrid, que nunca sabremos muy bien si fue muñida por el ferrolano por las necesidades de los dichos tipógrafos o porque entonces andaba preocupado porque el obrerismo catalán (el más nutrido del país) pasaba de él, y necesitaba por lo tanto un golpe de efecto. Otro gran hito personal para él, que demuestra que acertaba al ser posibilista cuando otros izquierdosos andaban a hostias con el régimen, fue su comparecencia, junto con Jaime Vera, ante la Comisión de Reformas Sociales patrocinada por Segismundo Moret, y que tan importante fue en el avance de la legislación social en España. En su informe a la Comisión, Iglesias hizo un canto a la necesidad de dar derechos políticos a los obreros y le espetó a los políticos de la Restauración que de ellos dependía que la lucha de clases fuese "una lucha civilizada (...) o envenenada por el odio y los instintos destructores". Y hasta hoy.
En todo caso, la comparecencia de Iglesias ante la Comisión es algo que merece ser estudiado cuidadosamente, pues la mera cita de una o dos frases puede llevar a equívoco. Es cierto que Iglesias le dijo a Moret et alia que de ellos dependía la construcción de la paz social. Pero también dijo otras cosas que demuestran que Pablo Iglesias, lejos del mito que de él han construido sus seguidores, estaba lejos de ser un socialdemócrata avant la lettre que creía que las soluciones para los obreros podían llegar en un sistema liberal parlamentario. Lejos de ello, Iglesias era un marxista de libro, y no creía en ninguna de esas cosas; lo único que lo distinguía de los elementos más revolucionarios que él es que el ferrolano era un hombre muy táctico y consideraba que la revolución no hay que hacerla en cualquier momento, sino cuando las circunstancias están maduras. En ese sentido, era más engelsiano que marxista.
De hecho, en esa misma Comisión, hablando de las reformas sociales que habrían de mejorar la vida de los obreros, Iglesias le dijo a los diputados que "no es que dudemos que las hagan; lo que sostenemos es que, así como yo, trabajador asalariado, voy a trabajar, no por mi gusto, sino obligado por las circunstancias porque no tengo otro medio de vivir, así también la Comisión, si hace algunas reformas será porque los que sufren la obliguen a hacerla". Esto es: en realidad, Iglesias sólo creía en el progreso traído por la revolución, por la toma del poder por parte del proletariado.
En marzo de 1886 se funda El Socialista y, dos años después, se crea la UGT. La afiliación en la UGT de cada oficio era obligatoria para los militantes del PSOE, pero parece ser que el sindicato contó desde su inicio con muchos miembros no afiliados. Para el sindicalismo socialista, sin embargo, Cataluña permanecerá como una asignatura pendiente, en parte por las evidentes tendencias anarquistas del mismo, en parte porque, la verdad, ni Pablo Iglesias Posse, ni Jaime Vera ni san Dios en el PSOE entendieron muy bien nunca eso que entonces se llamaba "tendencias regionalistas", que para los catalanes, la verdad, tenían su importancia. Y hasta hoy.
Iglesias vive de prestado tras la muerte de su madre, especialmente tras que su actividad huelguística provoca que lo echen de Ribadeneyra, donde era cajista. Se acopla primero en casa de un obrero llamado Matías Gómez y después en la de Ruperto Sánchez (número 8 de la calle Hernán Cortés), donde además le monta la redacción de El Socialista. En 1888, durante un viaje a Valencia, conoce a Amparo Meliá. A finales de 1893, convencerá a Meliá y al hijo de éste para que se establezcan en Madrid, calle del Bastero número 6.
Aquel hombre que tiene una vida muy modesta (su yerno ha contado que cuando compraban carne lo hacían en un colmao clandestino donde se vendían piezas robadas por los matarifes) consigue un éxito sin precedentes cuando el primer congreso de la Segunda Internacional (París, julio de 1889) reconoce a los representantes del PSOE como delegados de los obreros españoles, cuando su representatividad es mucho menor que la de los anarquistas catalanes. A partir de ahí, Iglesias se convertirá en el portavoz in pectore de los críticos con la legislación social de la Restauración. Asimismo, por su natural posibilista acabará por remachar su separación respecto del anarquismo cuando éste abra su vía terrorista con las bombas contra Martínez Campos y en el Lliceu de Barcelona. Con todo, su elemento de opinión pública más eficiente será su crítica constante del sistema colonial, montado para el beneficio de unos pocos. Su eslógan O todos o ninguno será una de las primeras consignas políticas de éxito de esa España en la que empieza a ser beneficioso presentarse como el defensor de los intereses de la gente...
No todo es un camino de rosas (nunca mejor dicho) para el líder del PSOE. En realidad, Iglesias se enfrentaba por esos tiempos a una oposición interna (ya lo dice Lula da Silva: toda fuerza de izquierdas es siempre divisible por dos) desde varios frentes, pero el principal de ellos liderado por Antonio García Quejido. Hoy nos es muy difícil discernir estas cosas, pero lo cierto es que hubo un tiempo, en el último cuarto del siglo XIX, que en realidad el PSOE pudo estar dominado por Iglesias como lo pudo estar por García Quejido. Éste, sin embargo, tuvo que emigrar de Madrid por falta de trabajo, lo cual hay que reconocer que dejó bastante libre el campo para el ferrolano.
García Quejido era otro transversal, esto es, un militante que tenía claro que lo más importante para un partido político es tocar pelo; y si para tocar pelo hay que decir lo de Groucho Marx (si no le gustan mis ideas, tengo otras), pues se hace. En Gijón, 1902, una parte de los socialistas apoyaron una moción quejidista que venía a decir que el PSOE debería abrirse al pacto con cualquier partido burgués de convicciones radicales (podemos decir, más o menos: republicanas). Esta moción luego fue repelida a escala nacional, pero el merdé estaba montado. Pablo Iglesias, al fin y al cabo un marxista de libro, creía que la burguesía y la clase media eran la misma cosa, y creía a pies juntillas en la predicción marxista de que la pequeña burguesía desaparecería por la acción el capitalismo, por lo que tampoco veía interés alguno en pactar con ella. En el informe ante la Comisión de Reformas Sociales, dejó bien claro que, para él, todos los partidos burgueses estaban corrompidos y al servicio de la clase dominante, confundiéndose con ésta. Años después, sin embargo, abriría una vía pactista para entra en las Cortes; esto es, de alguna manera acabó dándole la razón a los transversales.
En las elecciones de 1898, los socialistas se presentan con posibilidades (esto se estima: como es bien sabido, no había encuestas, así pues saber lo que realmente pensaban los electores es muy difícil) en Bilbao, Asturias y Madrid. Pero sus candidaturas quedarán trituradas en los vericuetos de un sistema electoral totalmente controlado desde la Casa del Reloj de la Puerta del Sol. Es ahí donde Iglesias se da cuenta de que si sigue yendo solo le van a caer hostias hasta en el yeyuno y que, por lo tanto, debe aceptar eso que hoy llamamos confluencia, y que en sus tiempos se llamó coalición republicano-socialista. La Semana Trágica de Barcelona terminará de convencerlo de la necesidad de ser un poco más transversal de lo que había pensado en un principio. En 1910 Iglesias, que ya lleva cinco años siendo concejal del Ayuntamiento de Madrid, entra en el Congreso junto con Francisco Largo Caballero y Rafael García Ormaechea, ellos mismos también concejales. Quede para la anécdota del hecho de que ser diputado le supuso a Iglesias pasar de cobrar las 45 pesetas que le pagaba el partido cada mes a las 500 que recibía cada diputado.
La llegada de los socialistas al Parlamento marcó en buena parte su hubris, pero también el principio de lo que, sin llegar a serlo, se acercó bastante al concepto de nemesis. Y la principal razón para ello, tal y como yo lo veo, es la fuerte contradicción interna que supuso aquel paso de colaboración en listas parlamentarias con partidos burgueses. No era eso lo que buscaba Iglesias, de cuyos escritos se deduce claramente que su intención era crear un partido obrero que limpiase de obreros los demás partidos. A la famosa Comisión de Reformas Sociales ya le dijo que en un futuro cercano no quedarían obreros militando en partidos que defendiesen la propiedad individual. Para Iglesias, por lo tanto, el PSOE era un instrumento para la revolución, no para el pacto o la confluencia. En el momento que la aceptó, al montaje ideológico socialista se le tensionaron las costuras.
La culpa fue del fracaso, tal y como yo lo veo, fue de ellos; o sea, de Iglesias, aunque también hay que reconocer que para cuando llegó la confluencia parlamentaria, su influencia estaba decayendo algo por sus problemas de salud y por la progresiva entrada en el partido de elementos intelectuales. La campaña de 1910 tuvo un principio rector fundamental: ¡Maura, no! El objetivo, pues, no era positivo, sino negativo. No se quería que llegara algo, sino que no llegara, o, más bien, que no repitiese, pues Antonio Maura era el gobernante conservador que estaba al frente del país cuando sucedió la Semana Trágica. De la mano de aquel deseo de renovación acabaría llegando a la presencia del gobierno un político que probablemente tenía capacidades suficientes para generar un proceso evolutivo en la legislación y la política española en la línea que se venía pidiendo desde hacía por lo menos un cuarto de siglo. Ese político era José Canalejas.
Y aquí podríamos escribir: pero a Canalejas lo mataron, y esa posibilidad de renovación se amustió. Pero no sería verdad. Mataron a Canalejas, sí; pero, para cuando lo mataron, el primer ministro ya estaba amargamente desilusionado por la actuación de las izquierdas republicano-socialistas.
El problema es fácil de formular. Cuando se llega con un eslógan negativo, cuando se alcanza el poder sin más oferta que evitar que lo consiga otro (Maura no, Frente Popular, no es no, váyase señor González, bla), la victoria le suele descubrir a los ganadores, si son una coalición, que se han puesto de acuerdo sobre lo que no van a hacer; pero nunca han hablado en serio sobre lo que van a hacer. O, como le ocurrió a la colaboración canalejista, si estaban básicamente de acuerdo en lo que querían hacer, tenían serias diferencias sobre los ritmos, porque José Canalejas tenía muy claro que a España no se la podía someter a un giro copernicano (su famoso todo lo que no es evolución es revolución), pero los socialistas, y es un planteamiento que también puede entenderse, no estaban dispuestos a esperar más. Una sola vez en la Historia de España esto se resolvió por la vía racional, y fue en la tan denostada Transición y sus Pactos de la Moncloa (y es que no hay nada como sentir el aliento de la Acorazada Brunete en la nuca para mostrarse comprensivo con los antagonistas ideológicos); pero ésa, ya digo, es la excepción.
La táctica parlamentaria del primer Pablo Iglesias en las Cortes se parece bastante al frentepopulismo que habría que de desarrollar Stalin años después: entendimiento con fuerzas contrarias pero suficientemente progresistas y escamoteo de los objetivos revolucionarios para, literalmente, no asustar. Sin embargo, con el tiempo esta táctica se les fue yendo de las manos cuando Canalejas comenzó a mostrarse contemporizador con los conservadores. Los socialistas en el Parlamento, en la política española, estuvieron broncos, rígidos, tocahuevos, exigentes. Querían que un portaaviones virase como lo hace una moto de agua. Y la cagaron. José Canalejas era un primer ministro liberal que había llegado a la primera magistratura del Estado de rebote, esto es por la mala cabeza de quien era su líder natural, Segismundo Moret. Moret, sin embargo, se aplicó desde el minuto uno de la presidencia de Canalejas a recuperar el poder, apoyándose en que las mesnadas centralistas del partido, lideradas por Montero Ríos, se pusieron de canto cuando Canalejas trató de llegar a algún tipo de acuerdo con el nacionalismo catalán. En ese entorno, y ante la debilidad obvia de las fuerzas republicanas y socialistas, que podían armar todo el ruido que quisieran pero no estaban en condiciones de sostener gobierno alguno, a Canalejas no le quedó otra que entenderse en algunas cosas con los mauristas conservadores. Y éste fue el punto donde Iglesias se negó a sí mismo. Él, que siempre había sido político de ideas inamovibles y actos pragmáticos, no entendió que si quería conservar a Canalejas en el poder, que era sin duda su mejor opción, tenía que contemporizar con su estrategia. Años antes, ya lo hemos dicho, el socialismo había crecido hasta llegar al Parlamento asumiendo la estrategia de negarle el pan y la sal a los conservadores; negando a Maura en toda ocasión. Había pasado el tiempo, las cosas habían madurado. Probablemente, era el momento de virar despacio (como los portaaviones) y aceptar algunas cosas. Pero los socialistas no quisieron. Es obvio que las huelgas generales producidas en esos años en Bilbao, Sevilla y Valencia, y la general convocada por UGT en toda España el 18 de septiembre de 1911, no se produjeron sin la aquiescencia del líder. Por no hablar de los tristísimos sucesos de Cullera. Otra cosa que ayudó a que la actitud del PSOE no fuera la mejor de las posibles fue el hecho, ya señalado en estas notas, de que los socialistas no terminaban de entender eso que se llama el problema catalán. En la República, si hemos de regirnos por sus discursos, de hecho seguían sin entenderlo.
Es bien conocida la cita parlamentaria de Pablo Iglesias en la que insinuaba la posibilidad de un atentado personal contra Antonio Maura. Por lo demás, es un hecho bien sabido que Canalejas temía por su vida, aunque el día que lo mataron estuviera tranquilamente mirando libros en la Puerta del Sol sin escolta. Temía por su vida y, decía, quienes querían matarlo no habían dado la cara. ¿Insinúa eso que tal vez el socialismo tuvo algo que ver en su muerte? Sinceramente, no lo creo. Los enemigos de Canalejas eran muchos. Tenía problemas con el ejército, con los sectores ultraconservadores católicos, y también a su izquierda. Ahora bien, lo que sí es cuando menos para mí evidente es que, en un momento en el que España hubiera necesitado un consenso reformista y de hecho estaba en condiciones de acopiarlo, Iglesias eligió seguir en la caverna. Esa caverna que nadie tapó y que, como seguía abierta un cuarto de siglo después, acabaría vomitando su pesada carga de murciélagos.
Las intenciones y la forma de ver las cosas de Pablo Iglesias quedaron bien patentes cuando, en 1917, el socialismo fue a la huelga general revolucionaria. Hay que entender la situación en que se encontraba el país en ese momento y, muy particular, el momento militar. En 1917 estalló en todo su esplendor el problema generado por las Juntas de Defensa, eso que podemos denominar, de forma muy gruesa, la rebelión de los mandos militares intermedios contra su cúpula. Fue en el ese año de 1917 cuando se produjo el hecho histórico de que, en Barcelona, unos mandos intermedios le impidiesen al capitán general de la plaza la entrada los cuarteles. La caída en desgracia del capitán general de Cataluña, general Felipe Alfau Mendoza, había abierto las expectativas sobre una auténtica revolución de los mandos intermedios del ejército. Francisco Largo Caballero tuvo las mismas expectativas en octubre de 1934, lo cual demuestra que cuando la cabra tira al monte, en cabra se queda.
La táctica revolucionaria de Iglesias, que en 1917 era, nos ha jodido, un gran admirador de los revolucionarios rusos, era la realización de, en palabras del profesor Enrique Tierno, "una insurrección militar unida a la insurrección popular". Así pues, desengáñense los admiradores de la figura desde la inopia socialdemócrata: Iglesias no era ningún demócrata parlamentario, sino un golpista. Eso sí, no engañaba a nadie, pues de su intervención en la Comisión de Reformas es esta frase: "lo que hace falta es prepararnos para cuando llegue la ocasión; que cada cual esté preparado a cumplir con su deber". Más aún: "Sabe perfectamente el Partido Socialista que esos accionistas, esos capitalistas que tienen en sus manos todos los elementos de la producción no los han de dar de buena gana, razón por la cual el partido obrero comprende que hay necesidad de adquirir la posesión del poder político para lograr eso".
En 1917, Iglesias llegó, probablemente, a creer, que el momento de descomposición social que él esperaba para plantear la revolución había llegado. Tanta prisa tenía el gallego por realizar el socialismo que aceptó incluso desdecirse de conceptos para él muy importante. Él, que había dicho por activa y por pasiva que los partidos burgueses podrán ser muy de izquierdas pero son burgueses, aceptó entrar en un comité revolucionario en el que también había miembros como Alejandro Lerroux. Como estuvo en la Asamblea de Parlamentarios representando al PSOE.
El profesor Tierno Galván, que estudió a fondo la trayectoria de Iglesias, sostenía que Pablo Iglesias nunca consideró la de 1917 como una huelga revolucionaria. Afirma que sus instrucciones fueron claras al establecer que el espíritu de aquella huelga era mostrar solidaridad con los trabajadores ferroviarios. Con todos los respetos hacia el Viejo Profesor, esta teoría me parece un retruécano filosófico de marxista finisecular para salvar al mito de la cagada. Iglesias había montado antes de la de 1917 decenas de huelgas de solidaridad con bla y con bla, y nunca tuvieron esa magnitud. No tiene sentido pensar que Iglesias lanzó una huelga no revolucionaria cuando otros a su lado estaban afirmando la característica revolucionaria de la misma. La interpretación de Tierno, de hecho, no lleva sino a preguntarse si Iglesias fue un mentiroso, o un viejo achacoso que no se enteró de la misa la media.
La interpretación más suave con Iglesias que se me ocurre es que el viejo socialista dejó hacer a las entonces jóvenes estrellas del Partido, sobre todo a Besteiro que por entonces pasaba claramente por su etapa de burgués que compite para ser más revolucionario que nadie (el chico blanco acomodado cuya mala conciencia le lleva a escuchar compulsivamente hip-hop negro; o esos anarquistas de casoplón que te puedes encontrar en los botellones de Pozuelo de Alarcón). Pero eso de que fue a la huelga de 1917 pensando que no era lo que sus correligionarios pretendían que fuese, sinceramente, no me lo trago. Probablemente, los socialistas (utilicemos el plural genérico para que haga menos daño) pensaban que los mandos del Ejército se echarían a la calle para echar polvos con los obreros, cosa que no pasó. Como no pasó 25 años después.
En realidad, la huelga general revolucionaria de 1917 no es sino un episodio que generó en Pablo Iglesias una inevitable dialéctica negativa entre su ideología y sus praxis. Y no hay que culparle por ello, porque, al fin y al cabo, es todo el marxismo, desde Lenin hasta Tsipras, el que anda con ésas desde hace cien años, y allí sigue.
Un elemento que puso a prueba esta dialéctica y la forma que cada uno tenía de entenderla dentro del partido, fue la fundación de la Tercera Internacional o, si se prefiere, la aparición neta en el horizonte de la izquierda de una praxis comunista dirigida desde la Unión Soviética. Como sabemos, ese proceso acabó cristalizando en la escisión de una minoría de socialistas para fundar el Partido Comunista; pero, en realidad, lo que se planteaba entonces no era tanto eso como la adhesión simple y pura del PSOE a la Tercera Internacional. Muchas personas dentro del partido lo veían como una evolución lógica. Y desde luego era una posibilidad plenamente coherente con el hemisferio ideológico de Pablo Iglesias. Con el pragmático, ya no tanto.
Quede clara una cosa, que de todas formas ya se ha dicho: Pablo Iglesias se entusiasmó con la Revolución Rusa. En modo alguno, en sus escritos y opiniones conocidas, puede encontrarse un adarme de crítica hacia ese proceso. Para Iglesias, la Revolución Rusa era el primer ejemplo de toma del poder por los obreros; lo cual, por cierto, desmiente a aquéllos de sus hagiógrafos socialdemócratas que nos quieren hacer convencer de que aceptaba el juego parlamentario y todo eso. Para nada: quería la dictadura del proletariado, y la aplaudió, de hecho.
La cosa se puso jodida cuando Moscú dio un paso más y comenzó a alejarse de lo que primero se llamó reformismo y acabó siendo apelado de socialfascismo. La URSS propugnó, en la Tercera Internacional, una ruptura total con los partidos burgueses y, por lo tanto, defendió que aquéllos que aceptaban la presencia en los parlamentos para conseguir cositas (Iglesias) no eran dignos de entrar en su casa. Como quiera que entonces todas las izquierdas (bueno, todas no: conspicuos anarquistas hubo que se olieron la tostada desde el minuto 1) perdían el culo aunque fuese para ser invitados a lamer los rodapiés del vestíbulo, eso no molaba. No molaba nada.
La Segunda Internacional (o, para que nos entendamos en lenguaje de hoy, la socialdemocracia) se había conformado en Berna en 1919 y resistió en abril de 1922 el intento de fusionarla con la Konmitern (la Tercera). Por medio, en 1912, se había creado la Unión de Partidos Socialistas para la Acción Internacional, más conocida como Internacional de Viena o, más gráficamente, Segunda Internacional y Media. La Segunda y Media, que pretendía ser una tercera vía entre la socialdemocracia y el comunismo, acabó absorbida por la Segunda.
Ante la generación de este merdé, la primera reacción del PSOE, y de Iglesias, fue tirar de ideología: en 1920, el partido celebra un congreso extraordinario en el que decide adherirse a la Konmitern. Pero eso fue antes de la reunión de dicha Konmitern en Petrogrado, aquel mismo año. En el congreso de la Tercera Internacional de la vieja San Petesburgo, la Konmitern estableció 21 condiciones para ser socio de su pandi. Entre esas condiciones se encontraba la clandestinidad (a tomar por culo las concejalías y los sitiales en las Cortes que tenía el PSOE), la denuncia de la socialdemocracia y una disciplina partidaria seudomilitar.
Como acertadamente dejó escrito el profesor Tierno, en aquel momento de 1920 fue la primera vez en la que Pablo Iglesias se dio de bruces con un conflicto entre sus dos manos izquierdas: la ideológica y la pragmática. Para la primera, el programa de Petrogrado era el maná por el que llevaba soñando desde que se llevaba pescozones en la escuela tipográfica del orfelinato. Para la segunda, aceptar esas condiciones era dar marcha atrás a todo lo construido desde más o menos 1909. Once años a la puta basura, sabe Engels con qué consecuencias.
Iglesias resolvió el problema como lo hace siempre todo intelectual marxista que entra en bucle: disociando la teoría de la praxis con el argumento de que las cosas todavía no están maduras. Es lo que hizo Stalin cuando se cagó y se meó en el internacionalismo soviético y se inventó lo del socialismo en un solo país; es lo que hizo el comunismo francés cuando entró en los gobiernos de posguerra; es lo que hicieron el comunismo español e italiano cuando se inventaron ese constructo que llamaron eurocomunismo. Y es lo que hacen, básicamente, todos los marxistas modernos que ocupan escaños en ayuntamientos, diputaciones y parlamentos, argumentando aquello que decía Fernando Fernán Gómez en La vida por delante: yo ya, ya yo...
Iglesias, pues, encontró la clave en el argumento de que si las cosas estaban maduras en la URSS, en España todavía no lo estaban. Un argumento que supongo movería a muchos a la risa, porque pretender que en 1917 los obreros industriales y agrícolas rusos estaban más organizados y concienciados que los españoles es como decir que una niña que ha ido dos tardes a clase de ballet baila ya mejor que Isadora Duncan. Pero, bueno: la ideología partidaria, como la creencia religiosa, lo aguanta todo.
En ese punto, son muchos los teóricos e historiadores que consideran que Iglesias debería haber refundado el partido. Pero, en realidad, no podía. Era un viejo achacoso y, lo que es más importante, tenía que lidiar con el hecho de que los jóvenes militantes venidos de la intelectualidad, como De los Ríos o Besteiro, tocaban ya mucho pelo en el partido, y además llegaban a entenderse, cuando menos en lo esencial, con el estuquista Paco Largo. De Largo terminaría diciendo Besteiro, en tiempos de la República, que era una mula honesta. Honesta, sí, pero mula. Pero esos tiempos todavía no habían llegado. Ambos, en 1920, todavía estaban en la fase Los Manolos.
Así las cosas, la decisión de Iglesias, y del partido, fue, probablemente la peor del Universo: adherirse a la Segunda y Media, una organización de chichinabo a la que nadie tomaba en serio y que acabó, como ya he dicho, absorbida por los socialdemócratas. Sin embargo, esta adhesión es muy importante, porque supuso toda una declaración de principios por parte del viejo líder del partido que luego, de alguna manera, le ha permitido participar en las instituciones de una dictadura militar, aseverar su monarquismo y, básicamente, lo que haga falta. El PSOE, en 1920, en acertadísima frase de Tierno Galván, le dió la razón a los comunistas, pero se adhirió a los socialdemócratas. Y así, hasta hoy. Más o menos.
Entrado los años veinte, en todo caso, Pablo Iglesias ya estaba centrado sobre todo en su escasa salud. Fue operado aquel 1917 de la vejiga en Barcelona y luego volvió a Madrid, donde quedó confinado en su casa por sus dolencias. En 1922 lo encontramos ya muy enfermo en su casa de la calle Ferraz (actual sede del PSOE) asistido por su mujer, el hijo de ésta y una cocinera que reza por él constantemente tras haber pedido permiso para hacerlo a su confesor (quien resultó ser un sacerdote que conocía a Iglesias por haber sido capellán de una cárcel donde estuvo metido).
No sabría decir de qué estaba enfermo Pablo Iglesias. Podrían ser muchas cosas, pues siempre fue hombre poca salud. Algún problema circulatorio insinúa tal vez el testimonio de su hijastro, según el cual a veces sufría desmayos que le hacían caer del sillón al suelo.
En diciembre de 1925 pasa varios días sumido en un sopor. Sin embargo, el día 8 despierta para acordarse, débilmente, de que es el aniversario de la muerte de su madre. Al día siguiente, a la tarde, fallece él.
Con Pablo Iglesias desaparece, en mi opinión, el primer PSOE, el PSOE unitario. A partir de la desaparición del fundador (en realidad antes: desde la huelga de 1917), el partido irá perdiendo progresivamente la capacidad de mantenerse durante mucho tiempo bajo un liderazgo común, como por otra parte es lógico teniendo en cuenta que pronto no hará otra cosa que crecer en las preferencias sociales. Pablo Iglesias, en contra de lo que dicen sus hagiógrafos y muchos de los militantes de su partido que no lo conocen, en realidad tuvo gravísimos episodios de incoherencia estratégica (que no ideológica, y es a esto a lo que se agarran los que lo han canonizado como beato de la izquierda), algunos de ellos con significativas consecuencias tanto para su partido como para España. Pablo Iglesias pensaba de una manera cuando se trataba de decir lo que uno piensa, y cuando se trataba de decir lo que uno iba a hacer. En buena parte su vida, sobre todo los quince o veinte últimos años de la misma, viene a ser un esfuerzo por hacer compatibles esos dos discursos. La valoración de si lo consiguió es como los pulmones: todo el mundo tiene una; y la mayor parte de la gente, dos.
Sin embargo, a pesar de esta yenka estratégica, Pablo Iglesias le presenta a cualquier creyente de izquierdas una figura admirable. Tal vez lo triste es que, en realidad, a pesar de ser un tipo tan admirado, no tiene sucesores. El PSOE, en realidad, forjó su personalidad estratégica algunos años más tarde (cuando tocó poder, puesto que el PSOE de Iglesias se relacionaba con la justicia de clase, mientras que el PSOE posterior se relaciona con el poder político; son dos posiciones distintas) alrededor de tres de sus personalidades: Francisco Largo Caballero, Julián Besteiro e Indalecio Prieto. Largo, Besteiro y Caballero conforman tres formas de entender el socialismo que, sin embargo, son capaces (a veces) de convivir entre ellas.
El socialismo de Largo aspira al monopolio de la izquierda. Su base estratégica es la convicción (que, por cierto, confirman las encuestas, aun hoy en día) de que en España hay una mayoría social que es partidaria del tipo de soluciones que el socialismo receta para la economía y para la sociedad. La estrategia del caballerismo es mantener esas fórmulas habituales del socialismo, pero realizando una política formalmente más de izquierdas, con el objetivo de dejar sin espacio a otras formaciones, notablemente el comunismo (lo que sea que sea el comunismo en cada momento, la verdad) y el anarquismo. Largocaballeristas han sido todos los socialistas que se pasaron buena parte del siglo XX mirando de reojo a la CNT, y los que ahora miran a Podemos.
El socialismo de Besteiro (en realidad: del Besteiro de la madurez) está, en buena parte, formulado en uno de sus discursos: el que pronunció, en su calidad de presidente de las Cortes, cuando se aprobó la Constitución del 31. Aquel discurso dedica importantes espacios a la alabanza de lo que Besteiro llamaba el socialismo inglés (laborismo ha terminado por llamarse) por su aceptación del turnismo democrático sin renunciar a sus esencias. Besteiro, pues, representa al líder socialista que no descarta entenderse prácticamente con nadie y repugna de las acciones revolucionarias (su oposición al golpismo revolucionario, de hecho, lo hizo saltar al frente de la UGT a finales de 1933).
El socialismo de Indalecio Prieto, por su parte, representa el puro pragmatismo sin ideología clara que no sea la defensa del progreso y la igualdad. A Prieto le gustaba putear a Luis Araquistain (habitualmente se sentaban juntos en las Cortes) recordándole que él no era marxista. Furibundo enemigo de los comunistas, no le importó, sin embargo, apuntarse al golpe de Estado revolucionario del 34 porque consideró que ganaría algo con ello; como no le importó lubricar la formación del Frente Popular porque pensaba, en su estupidez estratégica, que lo iban a nombrar Basileus.
Así pues, el socialismo a ratos es caballerista, a ratos es besteirista, y a ratos es prietista. Pero lo que ya no es, desde 1917, es iglesista. Pablo Iglesias permanece como una figura de referencia, un monolito ideológico del que se supone que surgió todo al estilo de 2001 una odisea en el espacio, pero poco más. Como digo, probablemente deba de ser así, puesto que el PSOE que rigió Iglesias no es el que nosotros conocemos. Porque cuando te relacionas con el poder, cuando tocas pelo, como empiezas a gobernar para todos, a menos que hagas como Lenin y conviertas a todos en proletarios, te tienes que empezar a plantear las cosas de otra manera.
Pablo Iglesias es, en parte afortunada, en parte desgraciadamente, cosa del pasado.
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