Hace tiempo que quería plantearme escribir la Historia de la
contrarreforma católica y, muy especialmente, el Concilio de Trento. La verdad,
es un pedazo de la Historia de Europa que me apasiona de forma especial, y que
de hecho encuentro verdaderamente interesante. Hay momentos históricos que
presentan perfiles especialmente intensos, y la Contrarreforma es uno de ellos.
Pocas veces antes, y pocas veces después, ha estado Europa tan sometida a
tensiones y críticas en una situación tan dividida. La Contrarreforma es la
responsable de que muchas cosas en nuestras vidas sean como son, por mucho que
nosotros, con ese narcisismo contemporáneo de quien cree que todo lo que no ha
ocurrido el mes pasado no tiene importancia para su vida, creamos que ésos son
tiempos rancios que no nos conciernen.
Lejos de ello, el siglo de Trento tiene muchas cosas que hoy
tenemos por modernas: ruptura sistémica, desarrollo de nuevas soluciones,
conflictos diplomáticos larvados en los cuales las partes pasaban de amigas a
enemigas con gran facilidad... En realidad, estamos hablando de unos tiempos
más modernos de lo que creemos. En última instancia, ya sabes: es mi blog, y
eso quiere decir que escribo sobre, literalmente, lo que me apetece.
Ponte cómodo. El viaje será largo, porque hay bastantes
cosas que contar.
Estamos en el siglo XVI. Un siglo complejo y convulso que,
por ejemplo, a nosotros los españoles nos dejó en herencia buena parte del
sentir pesimista, a veces dramático, a veces humorístico, que nos caracteriza.
Apenas unas décadas después de haber reconquistado nuestra tierra al infiel,
descubrimos que la propaganda de aquella campaña de siglos (como le pasa a toda
propaganda) nos había prometido un mundo unicornial que, la verdad, no tenía
nada que ver con la mierda de mundo en la que estábamos viviendo. Éramos un
Imperio en el que nunca se ponía el sol que, sin embargo, no por eso dejaba de
estar petado de lameculos, inútiles, gente inmensamente pobre, problemas
enquistados, cosas que nunca funcionaban... vamos, lo que ha venido siendo
España desde que existe el mundo mundial. A lo mejor entonces ya nos dio por
admirar a nuestros vecinos, aunque lo más probable es que ni siquiera fuese
así; pero, en todo caso, lo que desde luego es cierto es que el sentimiento que
teníamos nosotros, lo tenía toda Europa. El continente, digámoslo en expresión
científica historiográfica, estaba hecho una braga.
De todas las cosas e instituciones que merecían en aquellos
tiempos la crítica general y eran denostadas en cualquier tertulia ocasional,
ninguna lo era más que la Iglesia. Si hay una imagen de aquellos tiempos
renacentistas que es mentira mentirosa, ésa es la del pueblo profesando
sumisión a la institución eclesial. La etapa de los papas de Aviñón, años
durante los cuales los sumos pontífices se habían revelado sin ambages como
seres abyectos, corruptos, egoístas y a los cuales el Sagrado Corazón de Jesús
se les daba una puta higa, había dejado su huella en el sentir de la sociedad
europea. De todo esto la Iglesia tenía mucha culpa. Ya en el siglo XI, Gregorio
VII había alzado su voz contra la simonía y otras corruptelas eclesiales, pero
la verdad es que la institución no había hecho nada para resolver aquellas
escandalosas realidades. Lejos de ello, lo que los papas habían hecho, en lugar
de luchar contra la corrupción, es hacerla suya. Mediante un proceso sutil pero
continuado, el papado había ido haciéndose con los privilegios de designación
de las dignidades episcopales y monásticas. Los capítulos de catedrales o de
las órdenes monacales fueron, paulatinamente, perdiendo sus soberanías en favor
de un señor vestido de blanco que todo eso lo quería, simple y llanamente, para
hacer business. La grey episcopal,
situada inmediatamente debajo del santo guardián del puente, estaba teóricamente
llamada a servirle de contrapeso y a forzarle incluso a tomar el correcto
gobernalle de la nave; pero lo cierto es que los obispos, lejos de combatir los
malos hábitos de su Papa, los imitaban.
Igual que la mierda llama a las moscas, una Iglesia venal en
la que se medraba mucho más vendiendo y comprando que rezando jaculatorias era
un colosal efecto llamada para todos los zafios de Europa. Son estos años, en
mayor medida que los de la Edad Media (ay, cuántos errores auténticamente
renacentistas se le imputan a la Edad Media...), los que ven entrar al servicio
de las grandes iglesias, y en el claustro de los monasterios, a un ejército de
logreros, de puteros, de ladrones, de zafios, de hijos de la gran puta.
Una práctica era entonces común que fomentaba la corrupción
entre los altos escalones de la dignidad eclesiástica: a pesar de que los
cánones lo exigían con claridad, en el siglo XVI se incumplía,
sistemáticamente, la obligación de todo titular de un empleo eclesiástico de
vivir en el mismo lugar donde dicho empleo tenía sede. Así las cosas, se podía,
sin problema, ser obispo de Segorbe, pero vivir en Valladolid, o en Roma
incluso, cobrando las rentas de las fincas adscritas a la sede administrada,
pegándose la gran vida, y sin siquiera oír una triste confesión, no digamos,
ya, asistir a un pobre feligrés enfermo.
La mayoría de los párrocos apenas predicaba, y los obispos
eran rara avis en los púlpitos; en
los de su sede titular, normalmente, no se les había visto nunca. Se diría, de
alguna manera, que la Iglesia renacentista europea había dejado de creer en
Dios, y se había convertido en un cotolengo de funcionarios de la Salvación.
Mucho mejor que yo lo contó todo, ya en el siglo XIV, un español hoy olvidado,
Álvaro Pelagio, en su escandalosa obra De
Planctu Ecclesiae. Su lectura es muy divertida. Y se puede hacer en la red,
por la jeró. En el siglo XV, un cardenal de la Iglesia, Julio Cesarini, llegaba a admitir en
una carta al Papa que los excesos de la Iglesia eran tan escandolosos, que los
ataques de ateos y husitas contra la misma tenían justificación. El Papa
Adriano IV escribió: “no hay entre nosotros ni uno solo que no haya pecado” (esta frase ha quedado bien impresa en la metodología papal; si os fijáis, cada vez que un nuevo Papa se sube al solio, casi lo primero que hace es declarar que él sólo es el primero de los pecadores del mundo). En
1538, apenas unos años después del grito de Adriano, el Papa Pablo III forma
una comisión de cuatro cardenales y cinco prelados para que estudien vías de
reforma que eviten el escándalo; comisión que naufragará, como muchas otras.
El Renacimiento, además, es tiempo de pasta. El mundo se
hace algo más pequeño, el comercio con Oriente se anima, y eso hace que
aparezca la figura del burgués acomodado. Dinero llama dinero; dinero genera,
en no pocos casos, cultura, cultivo intelectual. La Iglesia acusará el golpe,
pues algunos de los poderosos que en siglos anteriores han sido su báculo
indubitable, ahora se han apartado de ella y se dedican, ahí es nada, a pensar
por sí mismos.
La Iglesia, en todo caso, lo intentó. Hasta tres concilios
ecuménicos celebró con la reforma general de la institución en la cabeza. Son
las citas de Pisa, de Constanza y de Basilea. En los concilios se hablará de
reformas; pero es que las normas de la Iglesia dicen claramente que nada de lo
que hablen los concilios sirve si no cuenta con la aprobación del Papa, y lo
cierto es que los papas son los primeros beneficiarios del estado de corrupción
que las reformas pretenden eliminar. La reforma de la Iglesia, por lo tanto, viene a consistir en que su cabeza, el primero de los sacerdotes, se dispare en el pie.
La indiferencia papal, cuando no la
oposición cerril, hará descarrilar estos intentos, hasta llegar a convencer a
aquéllos de entre los hombres de la Iglesia que creen en su necesidad de que
nunca lograrán impulsarlos en el seno de la institución católica: ahí esta el
germen de lo que conocemos como reforma protestante.
La Iglesia católica, en efecto, ganó en Pisa, Constanza y
Basilea; ganó, para perder. Dando la espalda a una reforma desde la propia
institución, dio alas a una oposición cerril que pronto encontraría oídos interesados entre notables que buscaban modificar la relación de fuerzas geopolíticas en el continente. En poco tiempo, el
orgulloso papado habrá de ser testigo de cómo, en Bohemia y en Moravia, se
firma un tratado de paz que admite formalmente la herejía husita. Los
sacerdotes de estas zonas rechazan cualquier tipo de autoridad papal; lo que es
peor, las nuevas ideas se extienden como la pólvora por ese territorio que hoy
llamamos Alemania, caldero fundamental para entonces del Sacro Imperio, esto es la gran obra de Dios.
Todo comienza con las presiones generadas por el rebrote del
misticismo. En efecto: algunos creyentes, ante el espectáculo cínico e
interesado de la institución eclesial, reaccionan buscando la esencia, la
verdad, el Amor de Dios. Surge en Alemania el grupo de Los Amigos de Dios,
liderado por Nicolás de Basilea y Jean Ruysbrock, que predican esa unión personal
e intensa con su Padre. En los Países Bajos, Gerard Groot funda, con parecidos
principios, la Congregación de los Hermanos de la Vida en Común. En todas esas
marmitas ya está burbujeando el protestantismo, basado en la lectura personal
de la Biblia y en una experiencia de creencia mucho más personal.
Poco a poco, estas creencias se enfrentan con la Iglesia;
pero es que, además, la Iglesia apenas tiene fuerzas para contestarlas. Roma
está viviendo su propia lucha contra las tensiones internas generadas por el
humanismo, por el espíritu del Renacimiento. Eugenio IV, acorralado por el
concilio de Basilea y necesitado de buenas contrarréplicas, comenzará a llamar
a eruditos a Roma. Nicolás V, que lo sucede, tendrá a su lado a uno de los más
afamados humanistas de su tiempo, Tomás de Sarzana, y construirá algunos de los
primeros edificios renacentistas de la Roma papal, amén de fundar la Biblioteca
Vaticana (gracias, Nico). Pío II, que
sucede a Nicolás, ni siquiera es sacerdote de vocación temprana; de hecho, es
un Papa que ha sido padre de varios niños antes de ordenarse. En sus escritos
imita a Cicerón y tiene a sueldo en Roma a un ejército de centenares de
eruditos, que organizan en el mismo Vaticano una academia platónica. Después de
él, León X, ese Medicis de carácter proclive al cachondeo, se hace representar
a Plauto en el mismo Vaticano. La cultura entra a raudales en el Vaticano, pero
también entra con ella, como ya he dicho, el descreimiento. Lutero arderá de
ira cuando se enfrente a esos clérigos cínicos y voluptuosos, que en plena misa
son capaces de burlarse de los ritos que están pronunciando, en una situación
que alcanza, probablemente, su peor momento con el pontificado de Alejandro VI,
ese Borgia que, cada vez que se encontraba con un pecado, por pequeño que
fuese, no dudaba en cometerlo.
Éste es el legado que ha dejado la Iglesia a principios del
siglo XVI, cuando Lutero en Alemania y Zwinglio en Suiza se montan el 15M
de la fe. La revuelta triunfa con una rapidez que, probablemente, ni sus instigadores
esperaban. La paz de Nuremberg de 1532 otorga ya a los protestantes alemanes
libertad para predicar; ellos lo hacen, y el 90% de los alemanes les escuchan.
En Suiza, la muerte de Zwinglio en la batalla de Cappel (1531) frenará las
cosas; pero no a tiempo para impedir la penetración protestante en los grandes
centros urbanos del país. En Dinamarca y Noruega, son los reyes los que imponen
una reforma que a sus súbditos, la verdad, no les convencía mucho. Islandia
también se pasa al enemigo. Gustavo Wasa, que acaba de librar a Suecia del yugo
noruego, favorece la reforma para no malquistarse con su enemigo; en 1527, la
dieta de Westeras elimina el catolicismo en el reino. Finalmente, nos queda
Inglaterra, donde la acción política, en modo alguno teológica, del rey
Enrique, separa a la isla de Roma.
Cualquier relación seria de fuerzas que se realice sobre la
Europa de principios del siglo XVI nos dejará bien claro que, en términos de
poder sobre el territorio y de número de soldados, la resistencia a la Reforma
contaba con medios muy importantes. Sin embargo, el problema fundamental seguía
siendo la división dentro de la propia Iglesia. Unida a otro factor importante,
y es la miopía que demostró esa propia Iglesia (y los Estados que la dominaban
políticamente) a la hora de elegir consejeros-delegados que entendiesen lo que
estaba pasando. En efecto, uno de los grandes problemas del Vaticano durante
aquellos años duros fue tener inquilinos que se resistían a darse cuenta de la
magnitud del problema y de la consecuente necesidad de presentar un frente
católico unido. El papa Clemente VII, que lo fue entre 1523 y 1534, es un buen
ejemplo de alienación de la realidad. A Clemente no le preocupó ni poco ni
mucho la lucha contra el luteranismo; él, en realidad, todo en lo que estaba
centrado era en la conservación de los Estados Pontificios, objetivo que vestía
de tenue nacionalismo italiano. Esa defensa de Italia como realidad propia lo
enfrentó a su principal aliado católico, Carlos V. La lucha planteada en Italia
contra el emperador es una razón fundamental de que éste redujese el apretón en
Alemania, dando alas a los luteranos. Carlos, en todo caso, acabó por derrotar
a la alianza estratégica formada por el Papa y los franceses; fue, de hecho,
tras esa derrota, y para mostrar un buen gesto ante Carlos, que el Papa se negó
a aceptar el divorcio del rey inglés con Catalina de Aragón, lo cual como
sabemos disparó la defección anglicana.
Algún tiempo más tarde, sin embargo, y porque la cabra tira
al monte, Clemente buscó formar una nueva entente antiimperial; y para ello,
además de buscar la ayuda de Francisco I de Francia, no dudó en aliarse con los
protestantes alemanes. El resultado de esta alianza, por así decirlo, contra
natura, es la Paz de Nuremberg, que disparó la difusión de la Reforma en
Europa.
Pablo III, sucesor de Clemente, es un personaje tan
discutido y discutible como lo es el propio Renacimiento en cuyo caldo se había
cocido. Era amigo de la erudición y de hecho petó el vaticano de sabios
humanistas. Pero, al mismo tiempo, era persona absurda y, se diría,
medievalmente supersticiosa. Pablo III era como esos tipos que hoy se encuentra
uno en cualquier lugar donde conozca gente nueva, que antes de preguntarte en
qué trabajas o dónde naciste, te preguntan de qué signo astrológico eres. Creía
en los días fastos y nefastos y otra serie de simplezas bastante poco
edificantes en un vicario de Dios. En lo que nos atañe, sin embargo, Pablo
tenía la inteligencia que le faltaba a Clemente para entender que eran tiempos
jodidos para la Iglesia, y que hacía falta abordar reformas. Sin embargo, en la
práctica tampoco hizo gran cosa, pues su principal preocupación no era esa. Su
principal preocupación era consolidar el poder de la familia Farnesio, a la que
pertenecía, en el Vaticano; no se olvide que Pablo tenía descendientes
directos, por lo que estaba obligado a mirar.
Si todo el mundo, pues, esperaba que al cisma luterano se
contestase con una reforma católica de arriba a abajo, todo el mundo se quedó
esperando. En esas circunstancias, sólo había dos opciones: o bien que la
Iglesia católica hubiese implosionado y en consecuencia desaparecido; o bien
que, a falta de reforma de arriba a abajo, se produjese de abajo a arriba. Esto
segundo es lo que ocurrió, y es lo que hace de la Contrarreforma un momento
histórico especialmente fecundo y, diría yo, valiente.
Empecemos a contar esto. Y empecemos por los camaldulenses.
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