Recuerda que ya te hemos contado cómo se montó la movida y cómo los marineros tomaron el control del acorazado.
Después, hemos contado lo caliente que estaba Odessa antes de la llegada del Potemkin, y el movidón que se montó cuando ya habían llegado, y que inmortalizó Einsenstein. Después comenzó el toma y daca entre los marineros y los revolucionarios, y algún que otro susto. Finalmente, los marineros del Potemkin logran enterrar al marinero Vakulinchuk, aunque con incidentes. Y, finalmente, hemos pasado al bombardeo de Odessa por el acorazado y, posteriormente, sus consecuencias y los movimientos de la Flota del Mar Negro. Sin embargo, cuando dicha Flota llegó para acojonar a los amotinados, sus mandos se llevaron una sorpresa, tras la cual la acción revolucionaria pasó por sus mejores momentos. Después ha llegado el fracaso definitivo de la rebelión y la huida a Rumania.
El Comité Popular estaba reunido
de nuevo. Su principal problema era de medios: el barco disponía de
combustible para unos centenares de millas, y alimento para uno o dos
días. En medio de una discusión bastante pesimista, Kirill apareció
para dar un golpe de efecto. Había descubierto en la biblioteca del
comandante un libro sobre reglamentación marítima, en el que había
leído que, según las leyes internacionales, todos los desertores
eran objeto de extradición, existiese ésta entre dos países para
otros delitos, o no. Así pues, el Comité decidió que seguirían
manteniendo el rumbo que tenían hacia el puerto rumano de Costanza;
pero que, una vez allí, no se rendirían, sino que realizarían un
avituallamiento. ¿Y después? Después, pensaron ir al Cáucaso,
donde habían oído noticias de una revuelta social.
El
Potemkin
tuvo contacto visual de la costa rumana a las cuatro de la tarde del
2 de julio. Durante la mañana anterior, el Comité había estado
redactando un manifiesto, ahora dirigido al mundo entero y de marcado
sabor internacionalista. Exigía el fin de la guerra con Japón y la
convocatoria de una Asamblea Constituyente internacional. Tal vez
asustados por el tono belicista de su escrito (terminaba diciendo que
estaban dispuestos a defender sus principios o morir), redactaron
otro dirigido a los monarcas europeos, aseverando la seguridad de
todos los barcos extranjeros que navegasen por el Mar Negro. Eso sí,
los receptores de esta información no parecían estar muy
convencidos, porque para entonces todos los mercantes de la zona
estaban recogidos en puerto. El Potemkin
estaba, literalmente, solo en el Mar Negro. Bueno, también estaba el
Stremitelny,
que había llegado a Odessa para descubrir que el Potemkin
se
había ido, y ahora lo perseguía.
El acorazado amotinado fue
recibido en Costanza con un sentimiento que sólo se puede definir
con la palabra frialdad. En cuanto echaron el ancla se les acercó
una embarcación con dos oficiales de la marina rumana. Los rumanos
informaron a los rusos de que podían avituallarse de carbón y
provisiones, bajo reserva de que Bucarest finalmente lo aprobase.
Autorizaron al barco a mantener sus proyectores encendidos de noche.
Seguidamente
de los rumanos, visitó el barco un oficial de guerra ruso, un pollas
que mandaba un barco surto en la misma rada y que subió al Potemkin
para presentar sus respetos al comandante de la nave. El capitán de
fragata Belevaniety, en efecto, no sabía nada del motín, fundamentalmente porque, al no saber rumano, ante los periódicos de la zona sólo se detenía en las tiras cómicas. Cuando se
subió, se encontró con un “oficial” sin galones que no le
respondió al saludo y con el mecánico Kovalenko, que le invitó a
pirarse con muy malas maneras. Al parecer, Matushenko quería
llevárselo por delante pero otros dirigentes lo convencieron de que
generaría un grave conflicto diplomático. Así pues, se limitó a
sonreír cuando Belevaniety le preguntó dónde estaba el comandante
de la nave, y señalar al fondo del mar. Pero, vamos, Belevaniety no debía de ser ninguna lumbrera de academia naval, pues le habría bastado con observar el pabellón del barco para haberse dado cuenta de que, tal vez, algo no iba como él esperaba.
A
continuación, se allegaron al barco unos oficiales procedentes del
crucero rumano Elisabeta.
Fueron bien recibidos (con vasos de vodka, del que el acorazado
estaba sobrado) y, de hecho, Matushenko y Feldmann devolvieron visita
al barco rumano, donde fueron amablemente aconsejados para que se
rindiesen. Los oficiales les prometieron papeles de naturalización
rápidos e incluso se ofrecieron a comprarles el barco, para así
dotarlos con un medio de vida. Matushenko reaccionó encabronado,
aunque tranquilo. Solicitó, con sorna, que le dijesen qué precio
pedía la marina rumana por el Elisabeta.
Pasaron
la noche en el Potemkin
sin descuidar ni una sola guardia, tan temerosos estaban de ser
atacados. Y, en realidad, lo fueron en la mañana siguiente, aunque
de otra manera, ya que cuando salió el sol fueron informados (probablemente, por haber llegado órdenes de la capital) de que
no podían descargar ni carbón, ni comida, ni agua dulce. Noticia
que era una invitación a la rendición. El Comité fue convocado de
nuevo, con un único punto del orden del día, que era decidir
adónde irían ahora. La discusión duró varias horas.
Alexeyev, que ahora resulta que
tenía opinión, votaba por un pequeño puerto comercial llamado
Eupatoria; Kirill, mientras tanto, arrimaba el ascua a su sardina, y
la de Feldmann, y proponía volver a Odessa, donde el proletariado
les defendería (los teóricos revolucionarios, siempre tan apegados a la realidad). Otras propuestas fueron el golfo de Kertch, un lugar
donde era habitual que la Flota descargase carbón. Feldmann, por
último, quería ir a Teodosia. Solía tener carbón, dijo, y,
además, estaba a medio camino del Cáucaso. La propuesta fue
finalmente aprobada.
Estaban a punto de dejar Costanza
cuando les llegó un telegrama del rey Carol I en el que se les
intimaba la rendición bajo la promesa de no ser extraditados. Pero
el Comité no le creyó y el barco levó anclas sin siquiera
responderle.
Y
aquí tenemos al barco de nuestra historia, surcando un mar que
estaba bastante agitado, y no me refiero a las olas. En primer lugar,
los hombres del Potemkin
habían
colegido de la frialdad con que habían sido recibidos en Constanza que su llegada apenas había importado en Rumania. Pero lo cierto
es que había causado un terremoto político que ríete tú del tema
de los refugiados (y no es para menos; no hay más que imaginar la
situación en el día de hoy...) El gobierno rumano, literalmente, no
había sabido que hacer. Y la vecina Turquía no había escondido su
indignación. Los constantinopolitanos enviaron una durísima nota al
gobierno ruso en la que anunciaban que tanto ellos mismos como los
barcos de la marina búlgara iban a patrullar sin descanso sus aguas.
Incluso llegaron a minar sus puertos principales. Todas las
fortalezas del Bósforo habían sido reforzadas. De hecho, una noche
montaron la de San Quintín porque los proyectores descubrieron un
buque ruso acercándose al puerto. De hecho, estuvieron a punto de
bombardear el barco, en el que, en realidad, iba el embajador ruso
ante la Sublime Puerta, que regresaba al curro...
Por
lo que respecta al gobierno ruso, según algunas noticias de la época
había enviado notas a los países cuya costa podía tocar el
Potemkin
instándoles a aplicarle a su tripulación estatuto de criminales
comunes. También circuló una instrucción a todas sus poblaciones
costeras para que no prestasen la mínima ayuda al barco. Si el barco
amenazaba con cualquier agresión, las poblaciones deberían ser
evacuadas.
Se trataba, por lo tanto, de un
asedio en condiciones, aunque con un mar como teatro del mismo.
Pero
cambiemos de escena y coloquemos nuestras cámaras ahora en la
cubierta del Stremitelmy,
el
barquito en el que se han metido cuarenta oficiales artilleros
navales, y que en el momento que lo vemos lleva más o menos medio día
sin ver la costa de Odessa, de donde ha partido tras comprobar que
allí no están los rebeldes. De hecho, están a punto de llegar a
Costanza, pero cuando lleguen van a descubrir que el Potemkin
se encuentra ya a medio camino de Crimea. Esto lo sabemos nosotros
pero no ellos, pues los perseguidores no consiguen que nadie en el
puerto rumano les de razón de la dirección del barco. Imaginan que
ha decidido volver a Odessa, así pues Yanovitch ordena poner la
nariz hacia allí.
Cuando
llegan a Odessa, tampoco les encuentran, y eso los encabrona
bastante. El pato lo paga un mercante inglés, el Crawley,
Los rusos, sin demasiadas razones para ello la verdad, le sueltan un
pepino al pobre barco y luego lo abordan en busca de unas “pruebas”
de culpabilidad que, obviamente, no encontrarán.
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