Te recuerdo que antes de seguir leyendo te hemos recomendado que pases por una cabina de descompresión y te hemos contado el cabreo de Hindenburg que lo comenzó todo. Asimismo, te hemos contado el discurso de Von Papen en Marburgo, y la que montó. El relato siguió contando cómo Hitler decidió comenzar a apaciguar a las SA, y cómo Röhm se la metió doblada. Como consecuencia de todo esto, Göbels pasó a la ofensiva y se acojonó a partes iguales.
Acto seguido, te hemos contado una crucial conversación entre Hitler y el general Von Blomberg. Después ha llegado el tiempo de contarte cómo Hitler comenzó a tascar el freno, y la que se montó en Kitzingen. Después hemos pasado a contarte el secuestro de Edgar Julius Jung, y la vergonzosa reacción de su jefe.
Hitler se sentó al
borde de una de las mesas de la terraza del restaurante Las Limas que
dominaba el poderoso Rhin, sin que pareciese importarle la soledad de
las otras decenas de mesas completamente vacías. Tras observar cómo
Bruckner desaparecía dentro del edificio, a la búsqueda de un
teléfono que le permitiese conectar con Berlín, se entretuvo
charlando con el dueño del restaurante. De hecho, éste diría en el
futuro que fue una conversación muy casual, en la que Hitler se
interesó por su familia y por la marcha del negocio, en la que el
buen hombre sacó la impresión de un interlocutor tranquilo y
relajado; en realidad, Adolf Hitler estaba muy lejos de responder a
esa descripción.
Repentinamente, con
un gesto imperioso, Hitler pidió silencio y se quedó pensando,
delante del hombre con el que charlaba. Éste no lo supo, obviamente, pero en ese momento, tal vez por esa eficiencia
que le añade al cerebro el relajo de una conversación casual, el
canciller de Alemania había calzado la última pieza del puzzle que
necesitaba para cuadrar la Noche de los Cuchillos Largos.
Los divulgadores
científicos suelen contar que algunos de los grandes descubrimientos
de la física o de la química se produjeron cuando sus descubridores
se encontraban en una situación totalmente ajena a la reflexión:
por ejemplo, en el autobús camino de casa. A Hitler le pasó algo
parecido. En medio de una discusión de nula importancia sobre el
precio de la ensalada de arenques, había caído en una cosa que
alguien le había comentado ese día de pasada: el obergruppenführer
de las SA Viktor Luzte, comandante de las fuerzas de asalto en el
gau de Hannover, se encontraba muy cerca de donde estaba él,
aunque a punto de coger un tren hacia Munich, puesto que éste era el
lugar designado para la reunión de altos mandos de las SA.
Hitler se dio
cuenta de que era a Lutze a quien necesitaba ahora. Como hemos dicho,
era alto mando de las SA, y también estaba físicamente cerca.
Además, de los diez obergruppenführer de las fuerzas de
asalto de Röhm, era de los menos conocidos; de hecho, su popularidad
no superaba los límites de Hannover. No se le conocían historias
personales raras o escandalosas, y su discreción era bien conocida
(su nombre no aparecía en ninguna de las cartas intervenidas por
Himmler). Su llegada a las SA y su desarrollo personal en ellas no
estaba relacionada con los viejos halcones de las fuerzas de asalto,
como Heines, o Helldorf, o Hans-Adam Otto von Heydebreck (otra de las
víctimas de la NCL); nada hacía presagiar que le profesase un
especial cariño u obediencia, ni a Röhm ni al resto. De hecho, Röhm
se había quejado recientemente a Hitler de su falta de iniciativa.
Hitler sabía que
esto mismo: alguien plano, sin iniciativa, sin especiales ambiciones
personales ni tampoco fidelidades, era la persona ideal para ser
colocada al frente de las SA, y desmantelarlas.
Hitler hizo llamar
a Bruckner, y le dio instrucciones precisas de telefonear a Hannover
para, una vez obtenida allí la información de dónde estaba Lutze
en ese momento, hacerlo ir a Godesberg. A cualquier hora. Él
esperaría en aquella terraza el tiempo que fuese necesario.
Hitler cenó
aquella noche en la terraza, en la compañía de Wilhelm Bruckner y
del mando de la SS Josef Dietrich. Ambos tenían muchas horas de
vuelo de compañía con su jefe y, por lo tanto, sabían bien que era
un momento que requería de silencio; eso es lo que le brindaron.
Sin embargo, en un
determinado momento de la cena, Hitler preguntó la hora y se volvió
a poner nervioso. No entendía que no le llegase ninguna noticia de
Berlín. Estaba Bruckner a punto de levantarse para ir de nuevo al
teléfono, cuando un coche se paró delante del restaurante. Los tres
se miraron: aunque lo deseasen, no podía ser Lutze. Tendría que
haber estado a sólo unas manzanas del restaurante como para tener
tiempo de llegar tan rápido.
Y no se
equivocaban, porque no era Lutze. Era Göbels.
El ministro de
Propaganda había salido de Berlín a mediodía y se había dirigido
a Essen, donde se había encontrado con que, contrariamente a lo que
él sabía, Hitler no se había alojado en los aposentos de Krupp,
sino que se había ido a Godesberg. Ni corto ni perezoso, hizo que le
diesen un auto para poder ir allí. Se bajó el vehículo pálido y
sudoroso y cojeó con toda la rapidez que pudo hasta la terraza donde
lo esperaba Hitler (bueno; «lo esperaba» es una licencia poética).
Göbels estaba
allí, sin duda, para protegerse. Aunque no lo sepamos con seguridad,
es probable que las noticias del discurso de Papen, más otras más
precisas que pudo recibir de algunos de sus canales de información,
le convencieron de que la reunión de Munich no iba a tener lugar,
porque Hitler iba a cargarse a sus integrantes antes de que empezase.
En esas circunstancias, con seguridad, rebrotaron sus temores de que
la reacción hitleriana acabase afectando a todos los apóstoles de
la segunda revolución, a toda la izquierda del Partido Nazi; y eso
le incluía a él. Así pues, hizo lo único que sabía hacer, que
era estar cerca del que mandaba, Hitler, para poder controlar, o
cuando menos prever, sus movimientos y, por supuesto, tener la
ocasión de mostrarse como un devoto partidario de las medidas que
tomase el canciller.
Traía Göbels, a
buen seguro, una elaborada y ensayada explicación de por qué estaba
allí cuando no había sido reclamado por Hitler. Pero no pudo hacer
uso de ella. Hitler lo recibió con ojos fríos, no le dio la mano, y
se limitó a preguntar: «¿Me trae usted los informes de Göring?»
En ese momento,
Göbels se quedó sin palabras. Pensó: no sólo no traigo los
informes de los cojones; es que, además, no se me ha ocurrido
informar a Göring de que venía, cosa que el puto gordo seguro que
se lo canta al Jefe en cuanto tenga ocasión.
De una situación
así, alguien como Göbels sólo podía salir de una manera: contando
milongas. Y eso fue exactamente lo que hizo, practicando una
estrategia muy típica de los timadores, consistente en contarle a
alguien lo que sabe haciéndole creer que se entera por ellos. El
ministro de Propaganda, por lo tanto, comenzó a extenderse sobre una
serie de «indicios» y «hechos preocupantes» que había comenzado
a conocer nada más producirse la visita de Hitler a Neudeck (de esta
manera, insinuaba sin decir que se trataba de una reacción a su
acercamiento a Von Blomberg) y que todo indicaba que algo iba a pasar
y, por eso, se había presentado.
Todo aquello era
farfolla. El problema de Göbels era, seguía siendo desde hacía
días, que, por carecer él de fuerzas propias, armadas o de policía,
no tenía información. No sabía todavía de qué pie cojeaba la
estrategia de Hitler. Él había colaborado con Göring en el acoso y
derribo a Von Papen; pero también se había acercado a Röhm, a
quien de hecho había prometido el apoyo de la prensa de partido en
su pelea contra el Stalhelm. Esto quiere decir que, conforme fuesen
las cosas, podía ser premiado en la misma medida que castigado, y
por eso quería expresar su fidelidad al Führer en persona. Estar
con él.
Siguiendo
con sus evidentes habilidades de timador, Göbels consigue que poco a
poco Hitler le muestre lo que quiere saber y, tras algunos minutos de
conversación, ya tiene claro que la opción del Führer es
inequívoca en favor de las Fuerzas Armadas y en contra de Röhm; a
partir de ese momento, su discurso no tendrá otra función que
apuntarse a ese carro. Le describe al canciller un Berlín triste y
peligrosamente dividido por distintas facciones, así como los
escándalos producidos por las fiestas de Röhm. Hinchando el perro,
le dice a Hitler que Röhm difícilmente se abatirá como jefe de las
SA, aunque caiga sobre él la campaña de prensa que el Führer le
acaba de ordenar, y que no le importará abocar al país a una guerra
civil.
Hitler,
notablemente influido por su estado de nervios, se cree todas las
historias que le cuela su ministro de Propaganda. Le pregunta si ha
visto recientemente a Röhm. Göbels le miente y le dice que no.
Hitler retruca: «aun así: ¿tú lo crees capaz de asesinarme?»
Göbels no
responde. No ha querido ir tan lejos, pero quien sí lo ha hecho es
Hitler. Suenan las campanas. Medianoche. Cuatro hombres: Hitler,
Göbels, Bruckner y Dietrich, se miran sin saber qué decir. En ese
momento, se oye un ruido, y un bulto sale de las sombras. Un bulto en
camisa parda. En el estado de excitación en que estaban los cuatro
hombres del restaurante, que acababan de dar por cierta la
posibilidad de que alguien intentase el asesinato de Hitler, tuvo
suerte de que no le disparasen allí mismo, sin preguntar.
El
obergruppenführer
Viktor Lutze acaba de llegar a Godesberg.
Cuando se da cuenta
de quien es, Hitler se acerca al mando de las SA. Lutze es más alto
que él (no era difícil) y lo mira con reverencia y el gesto duro de
arriba a abajo. Hitler le ofrece una mano y, cuando el SA se la
estrecha, une su otra mano al saludo, en un gesto de cercanía.
«Obergruppenführer
Lutze», dice Hitler: «¿puedo contar con su fidelidad sin fisuras?»
Lutze se cuadra.
«¡A sus órdenes,
mi Führer!»
Hitler se vuelve
hacia Dietrich y le pide que le traiga papel y pluma. Allí mismo,
sobre una mesa del restaurante, redacta el decreto de cese de Röhm
como jefe de las SA y el de nombramiento de Lutze. El segundo de los borradores, por
cierto, establece claramente que el nuevo jefe de Estado Mayor de las
SA no tendrá sitio en el consejo de ministros.
Lutze asiste a la
escena pálido y extrañadísimo. Pero fiel a su personalidad, hombre
de pocas palabras, no dice nada.
Es tan profundo el
silencio de Lutze que ni siquiera plantea una cuestión obvia que con
seguridad tiene en la cabeza: ¿cómo se va a llevar a cabo la
transmisión de poderes? Es Hitler, de hecho, quien saca el tema.
Göbels se apresura a decirle que no se le ocurra hacerlo en la
reunión de Munich.
Alguien
(considerando las personalidades presentes, yo apostaría por
Dietrich) sugiere que lo principal es coger a Röhm, y a las gentes
que podrían serle fieles, por sorpresa. Hitler admite que es así y,
consecuentemente, concluye que es necesario arrestar a Röhm, así
como a sus altos mandos. Hitler se vuelve hacia Bruckner y le ordena
localizar en Munich al ministro del Interior de Baviera.
Es en ese momento
cuando, por fin, sonará el teléfono. Una llamada desde Berlín, con
Göring al aparato.
Cuando la NCL sea
una realidad y sea necesario justificarla, Hitler explicará lo que
pasó tal que así: a eso de la una de la mañana recibió una
llamada de Berlín que le advirtió de un movimiento sedicioso en
Munich, en el marco del cual se estaban acumulando una serie de
tropas de asalto, que llegarían a Munich a las cuatro de la mañana,
para lo cual ya habían incautado varios camiones. A primera hora de
la mañana, esas tropas iban a proceder a la ocupación de los
ministerios bávaros. Dado que todos los mandos de las SA estaban en
Wiessee con Röhm, ninguno de ellos podría estar encargado de
coordinar la operación. Para este trabajo, Hitler «eligió» a Karl
Ernst, el amigo de Edmund Heines. Lo cual era una mentira, y gorda:
Ernst estaba en Bremen, tras haber conseguido escaquearse de la
reunión de Munich dado que acababa de casarse, esperando para
embarcar hacia las islas Canarias,donde esperaba pasar su luna de
miel. Nunca fue: lo detuvieron allí. Con la operación de colocarle
el marrón a Ernst, ya lo hemos dicho, Hitler mataba dos pájaros de
un tiro: también se quitaba de encima a alguien que sabía muchas
cosas sobre el incendio del Reichstag.
En todo caso, la
conversación que según Hitler fue provocada por Göring en
realidad, como ya sabemos fue provocada por él mismo; y no giró en
torno a presuntos movimientos que no se estaban produciendo, sino a
la persona del pobre Jung. El periodista había cantado, finalmente,
así pues Göring pudo contarle a Hitler cuál era el contenido del
testamento; ése fue el momento en el que el canciller
nacionalsocialista se dio cuenta de que estaba en serio peligro de
perder todo aquello por lo que había luchado.
Así las cosas, el
líder nazi reacciona ordenando a Göring que en la mañana siguiente
pase al ataque, sin especificar muy bien cuáles son los objetivos.
Pocos minutos
después, Adolf Wagner, ministro del Interior de Baviera, llama al
albergue de Godesberg. Para entonces, la Noche de los Cuchillos
Largos está ya en su punto de no retorno.
¿Luna de miel en las Canarias o en las Azores? La Historia habría de ser reescrita.
ResponderBorrarEn serio: Gracias, relato ameno y apasionante. Aunque fíjese que lo que más me ha regocijado es la cabina de descompresión que reafirma mis opiniones y que tanto me cuesta meter en la cabeza de mis interlocutores llenos de estereotipos cuando se habla del asunto.