En realidad, durante buena parte de los años setenta, el
régimen libio no mostró un especial interés en enfrentarse con los intereses
occidentales, y Estados Unidos les dejó hacer, interesado como estaba en que el
país no cayese en la órbita de influencia soviética. Por ello, Washington nunca
reaccionó seriamente a la decisión de Gadafi, a la muerte de Nasser en 1970, de
erigirse en su heredero en la construcción de una estrategia panárabe en la
zona que presentase batalla a la influencia occidental. Los estrategas de
Langley calcularon que, siendo como era Gadafi bastante infatuado y un poco
pollas con la cuestión del nacionalismo árabe, acabaría a hostias con sus
propios correligionarios. Y no se equivocaron, porque primero fue el propio
Gadafi quien partió peras con el régimen del egipcio Anuar el-Sadat, al que
consideraba tibiamente nasserista; y, en 1980, fue Arabia Saudita quien mandó a
freír vientos a Trípoli, fundamentalmente a causa de su manía de ir por libre
en el tema del petróleo.