A ello hay que unir que la investigación en las fichas sobre Santoña me movía a matizar algunas de las cosas que decía en el post original. Así pues, resolví tomar dicho post original, incluirle el relato de Santoña, modificar el texto original donde fuese necesario; y convertirlo, por lo tanto, en un texto refundido nuevo. Una ventaja que le veo a esta estrategia es que centraliza los comentarios de los lectores, en lugar de dispersarlos. Eso sí, el post original tenía tres comentarios que, lamentablemente, en el proceso de edición, me he cargado. Lo siento, aunque la buena noticia es que creo que ya sé por qué, así pues espero que no vuelva a pasar.
Me he dado cuenta, haciendo esto, por cierto, de que tendré que repetir la jugada muy pronto: en cuando el relato de la vida de Leónidas Breznev llegue a la primavera de Praga.
Si a alguien esta forma de hacer las cosas le parece molesta o abstrusa, lo lamento, pero es lo que hay. No tendría ningún reparo en fabricar el post de manera que fuesen transparentes al lector los cambios realizados pero, la verdad, no veo forma de hacerlo sin que me cueste un trabajo ímprobo.
A la lectura, pues.
Hace no mucho tiempo, apenas unos pocos años según mi recuerdo, el jefe del gobierno vasco, entonces el nacionalista Mr. Spock, hizo una declaración pública en la que exigía del gobierno español que realizase una declaración pidiendo perdón por el bombardeo de Guernica. Se sustentaba esta petición, por lo que pude leer en la prensa de la época, en que el gobierno democrático alemán de posguerra hizo lo mismo con los crímenes del nazismo, a pesar de que ni los había perpetrado ni compartía los presupuestos ideológicos de quienes los habían cometido.
Recuerdo aquella noticia porque me pareció enormemente cínica. En primer lugar, me extrañó que un lehendakari vasco se acordase de las víctimas de Guernica y no de las de Durango, que hasta donde yo sé quedan en la misma comunidad autónoma, aunque eso lo atribuí a las habituales generalizaciones periodísticas. Pero lo del cinismo iba porque, pensaba yo, puestos a pedir perdón por las putadas cometidas en la guerra, algo podría hacer el gobierno vasco, y muy especialmente aquél que estaba presidido por el PNV, es decir por la misma fuerza que lo presidía en la guerra, a la hora de pedir perdón por sus propias putadas.
Porque los nacionalistas vascos, o al menos algunos de ellos, se rindieron a Franco, o más bien tendremos que decir que acabaron por rendirse a Franco tras intentar rendirse al ejército italiano, una vez que vieron perdida su tierra. Llevaron hasta las últimas consecuencias ese mito vasco según el cual el euskaldún combate para defender su tierra pero cuando, persiguiendo al enemigo, llega al último árbol de Euskadi, clava en su tronco su arma y se da la vuelta. Tradición que es todo menos una tradición, porque bien que los vascos, en tiempos de los godos, se salían de su comunidad autónoma para allegarse bien lejos en sus razzias, pero, bueno, en esto de los mitos simbólicos de pretendida raíz histórica es habitual pasarse el día aceptando barco como animal acuático.
¿Qué pasó en Santoña? Si hemos de creer a Julián Zugazagoitia, Santoña empezó desde el momento en que los vascos combatientes salieron de Euskadi, y porque fueron muy malamente tratados por sus compañeros milicianos. Hay que recordar, una vez más, que éstos, nacionalistas vascos católicos y republicanos de izquierdas mayoremente obreristas, habían sido enemigos declarados en las Cortes, por ejemplo con ocasión de los debates de la Constitución del 31 y la torpe manera con que se abordó la cuestión religiosa. Ahora que a ambos no les unía ya ningún objetivo común, las disensiones se hicieron más fuertes que las uniones, y comenzaron los problemas.
Como hemos dicho, los vascos fueron desposeídos de su condición de ejército vasco y sometidos a todo lo que, de una forma o de otra, habían negado durante toda la guerra, y es que ellos eran la parte de un todo. Para ellos, el todo era la parte y, perdida la parte, ya todo daba igual. Las unidades que marcharon a Santoña y tomaron el control de la ciudad, según Zugazagoita y muchas más fuentes, lo hicieron from the very first moment pensando en lo que iban a hacer, es decir, pactar con los italianos la entrega de la plaza a cambio de que les dieran permiso para subirse a unos barcos de pesca y barcos expresamente alquilados por el gobierno vasco en Francia, pero que nunca llegaron, con la sola excepción de un destructor inglés ) y libertad para marcharse a Francia.
Pero vayamos con el relato de los hechos. Relato que debe comenzar por recordar la figura de Juan Ajuriaguerra.
Con los años, Juan Ajuriaguerra acabaría por ser presidente del Partido Nacionalista Vasco en el exilio. Con muchos más años, llegaría a ser diputado de la legislatura constituyente de la democracia y presidente de la comisión mixta que negoció la primera tanda de transferencias competenciales desde el Gobierno central a la autonomía vasca. Pero muchos años antes estaba en una situación bien distinta. Muchos años antes, el 25 de junio de 1937, Juan Ajuriaguerra estaba en Algorta, cerca de Bilbao. En un palacete que un día fue propiedad del avispado hombre de negocios y mentor de Indalecio Prieto, Horario Echevarrieta. Su interlocutor se apellidaba Da Cunto, y era el asistente del general Raimondo Manzini, que ostentaba el mando de las tropas del CTV mussoliniano en España.
Allí estaban, vasco e italiano, para negociar el pacto de Santoña.
En mayo de aquel año de 1937, como bien sabemos, pasaron muchas cosas. La más principal de ellas, que el gobierno de Valencia cambió de manos, y a su frente se colocó un hombre, Juan Negrín, quien, a pesar de ser socialista, pronto sustantivó una gestión que dejaba bien clara la influencia comunista en su Ejecutivo. La segunda cosa que pasó más o menos por mayo fue que la nueva estrategia adoptada por Franco tras Guadalajara, el Jarama y la operación fallida de tomar Madrid, esto es derribar el frente del norte, comenzó a dar sus frutos. En ese punto, para Benito Mussolini, siempre atento a los virus y bacterias de los que enfermaba su vecino vaticano, llegó a la conclusión, como digo más que probablemente inducida desde la sacristía, de que era posible llegar a un acuerdo con los vascos nacionalistas, al fin y al cabo católicos a machamartillo, para realizar con ellos una paz separada. Por eso, ese mismo mes llegó a la zona para ofrecer al gobierno vasco el conde italiano Cavaletti di Sabina, encargado por el también conde Ciano para sugerir a los vascos una rendición a cambio de la entrega de Bilbao. Lo cuenta el propio lehendakari José Antonio Aguirre en su libro De Guernica [sic] a Nueva York pasando por Berlín.
Los vascos, en ese momento, no aceptaron. Sin embargo, sus esperanzas de resistencia quedan pronto desmentidas, motivo que justifica esa primera reunión del 25; tal día como aquél, hacía cosa de una semana que el general del Ejército del Norte, Mariano Gámir Ulibarri, había dado la orden de abandonar Bilbao para dejarlo a merced de los franquistas; por cierto, limpio de polvo y paja y con todas sus fábricas en perfecto estado de revista, detalle éste que, ya lo recordaremos más adelante, ha dado para escribir y no parar desde entonces.
Perdido Bilbao y limitado el frente norte republicano a Santander y la mayoría de Asturias, la República trata de enfangar a Franco en una guerra de avances torpes y lentos, esperando la posibilidad de poder golpear sorpresivamente en el sur (la eterna esperanza de un golpe en Extremadura). Para esta operación, hace falta reorganizar el Ejército del Norte, en experta opinión de Gámir. El general, además, considera que la división de las unidades vascas, por ideologías (los batallones llevaban el apellido del partido que los esponsorizaba), ya no tenía mucho sentido. En consecuencia, activa planes para convertir un ejército en el que las unidades vascas son sólo vascas en una macedonia de combatientes de diferentes orígenes (o sea: el proceso seguido en las pronto mal llamadas Brigadas Internacionales, que sin embargo han seguido llevando ese nombre hasta hoy, y per saecula saeculorum).
Esta estrategia pone al PNV de los nervios, puesto que hace imposible su objetivo de rendirse apartados de los demás. ¿Cómo podrán hacer eso si carecen de unidades propias? En consecuencia, el PNV protesta ante el general y se ofrece a realizar el refurbishment de sus mesnadas gudaris por su cuenta; propuesta a la que Gámir, que también hay que entender que para entonces está hasta los huevos de hechos diferenciales y otras movidas de parecido jaez, responde básicamente con un silencio educado. Ordena que en quince días esté hecha la reorganización, con algunas cesiones, pero sin cambiar lo fundamental.
El PNV, entonces, reacciona solicitando que a los batallones vascos les sean adjudicadas posiciones en un frente que mire a Euskadi; que es una cosa que suena muy nostálgica y tal, pero que en realidad tiene mucho más que ver con la idea que están maquinando ya para entonces de abandonar la guerra civil española por un portillo propio. Gámir, que necesita imperiosamente que unidades de gudaris que han sido enviadas a Reinosa, y que se han negado a ir, cumplan la orden, acepta la condición, pero a cambio de que se cumpla disciplinadamente su orden. Todo ha sido una argucia muy inteligente de los nacionalistas vascos para conseguir concentrar todas las que todavía son sus tropas en un estrecho parche de terreno, facilitando la rendición. De hecho, las tropas vascas celebran una kermesse desfilatoria en Laredo, en plan qué verde es mi valle euskaldún de uniformes y tal, desfilando ante su jefe de Estado mayor, el teniente coronel Gállego (nota para friquis: ¿se trata de José Gállego o Gallego Argués, que participara en el sofocamiento de la rebelión en Gijón? Carezco de pruebas ciertas a favor, o en contra).
El 20 de julio, Luis Arteche, miembro del Euskadi Buru Batzar, informa al partido de cómo van las negociaciones de Ajuriaguerra. Según él, los italianos han ofrecido al peripatético intermediario, el sacerdote Alberto Onaindía (a quien citamos en estas notas), una rendición en la localidad cántabra de Castro. El PNV acepta en principio esta propuesta, aunque solicita de Onaindía, enviado a Roma junto al periodista Pantaleón Ramírez de Olano (a quien Iñaki Anasagasti considera Pluma de oro de la Patria) que gane tiempo. Los vascos quieren, sobre todo, que Ciano les demuestre la aquiescencia de Franco a los planes italianos. Se dice y se escribe, en este sentido, que el yerno del Duce llega a enseñarles un nihil obstat escrito del ferrolano. Que yo sepa, ese papel jamás se ha encontrado ni publicado. Yo, como Tomás, el discípulo empirista de Jesucristo, mientras no lo vea, no lo creeré. Soy, en este tema, hombre de poca Fe.
La exigencia italiana, por otra parte, era que los vascos, mientras durasen las negociaciones que se iban a realizar en el sur de Francia, no abandonasen los frentes, pero tampoco luchasen. Esto es, solicitaban su compromiso en el sentido de traicionar al resto del Ejército del Norte, que los seguía considerando parte del mismo; que seguiría considerando que aquí y allá tenía una pegada (o, más en concreto, de una capacidad de fajarse) de la que, en realidad, carecía. El Gobierno vasco evacuaría por sus propios medios a los miembros más significados del ejército vasco, aceptando que los demás fuesen custodiados a partir de entonces por los italianos en campos de concentración. Un cambio sobre estos planes iniciales fue aquél que llevó a los vascos a descartar Castro como el lugar ideal para la rendición, y decidirse por Santoña.
Los vascos llegaron a pactar con los italianos una acción de guerra que les serviría para salvar la cara. Así, el ataque de las tropas franquistas e italianas contra el frente del Norte no se realizaría desde Euskadi, ya tomado por Franco, sino por Reinosa y el puerto de El Escudo, cayendo sobre Torrelavega y Solares. Esta acción serviría para dejar a los batallones vascos, que hemos de recordar habían sido situados a petición propia mirando a su tierra, desconectados del resto de sus teóricos compañeros, haciendo más creíble la rendición.
Todo este plan sólo podía salir mal si pasaba una cosa: que el ejército republicano decidiese atacar. Lamentablemente para los vascos, eso exactamente es lo que hizo el general Gámir, con dos acciones ofensivas, una sobre Oviedo y otra sobre la ermita de Kolitza, en Balmaseda.
El PNV, en otro acceso de ardor guerrero republicano, motejó dichos planes de absurdos y estúpidos. Esto lo pudieron decir por dos cosas: una, que lo creyesen sinceramente. Otra, que la planificación de estas ofensivas, especialmente la de Balmaseda, obligaba a las unidades vascas a moverse de donde estaban (esperando la rendición) y atacar a las unidades italianas (cosa que se habían comprometido a no hacer). Escoja el lector la posibilidad que le parezca más probable.
Gámir, sin embargo, estaba muy a favor de estas operaciones. Le comía la oreja para ello el que llegaría a ser teniente coronel del ejército de la URSS, Francisco Ciutat de Miguel, primer arquitecto del [por otra parte, dicen que básicamente inoperativo] Estado Mayor del Ejército del Norte. Ciutat, es fácil de distinguir, era un comunista de libro, y la expresión bien clara de lo que estaba pasando, ideológicamente hablando, en el Ejército del Norte conforme los nacionalistas vascos se autoextrañaban de los objetivos republicanos. Para entonces, además, hacía dos meses de la llegada a poder de Negrín, y el peso de las opiniones de los asesores soviéticos (también partidarios de la pequeña ofensiva) se hacía sentir en todos los frentes. Los Gámir boys, por lo tanto, atacaron.
En un sabroso documento elaborado, algún tiempo después de Santoña, por dos comisarios nacionalistas vascos de las unidades gudaris, llamados Lejarzegui y Ugarte, éstos admiten que, tras decretarse el ataque, los batallones gudaris se aplicaron a «hacer que hacían y no hacer nada», lo que hizo fracasar la operación de Balmaseda. Añaden que las unidades vascas también colaboraron para «hacer fracasar» la operación de Oviedo, aunque esta vez comiendo orejas más que otra cosa.
Al día siguiente de la primera fallida operación de Kolitza, llegó la orden de repetir el ataque. Esta vez, los batallones vascos, siempre según Lejartegui y Ugarte, se descararon y, directamente, se negaron a actuar; lo que «hizo fracasar completamente los intentos de lucha». Los jefes y oficiales de las dos brigadas vascas implicadas en la operación fueron detenidos.
Este último movimiento no podía ser permitido por el PNV, pues ponía en peligro la posibilidad de poder rendirse; motivo por el cual, desde entonces se puede decir que las unidades vascas se colocaron en rebelión respecto del Ejército del Norte de la II República Española, al que aun, cuando menos nominalmente, pertenecían. Era el 1 de agosto.
En el sur de Francia, mientras tanto, los negociadores italianos empiezan a mosquearse. Habían planteado el plazo del 31 de julio para la rendición, y es obvio que no se ha cumplido y, la verdad, tampoco Ajuriaguerra les puede explicar bien por qué. Este retraso, cuando menos en mi opinión, fue letal para los intereses gudaris. Si alguna posibilidad había de que Franco hubiese aceptado un fait accompli basado en la rendición de los vascos al ejército italiano, ésta tenía que ver con que apreciase una ventaja en forma de ganancia de terreno sin pérdidas humanas y de material. Personalmente creo que Franco nunca había tragado con el pacto de Santoña pero, como digo, si alguna posibilidad hay, está ligada a los primeros escarceos de la caída del frente del Norte, cuando Franco todavía podía pensar que el ejército republicano tenía capacidad de resistencia e incluso ofensiva; algo que, entrado el mes de agosto, se irá disolviendo rápidamente como un azucarillo. A mediados del mes de la canícula, como muy tarde, Franco tenía que saber que Santander era suyo y, consecuentemente, que no tenía puta necesidad de una rendición de los gudaris para pavimentarle el camino. Puestos a rendirse, puestos a traicionar al resto de las fuerzas republicanas, puestos a intentar la ilusión de un Estado vasco independiente cerrando condiciones de armisticio por su cuenta, habría tenido que hacerse en julio. Los italianos, que probablemente lo sabían, habían puesto como fecha tope el 31 del mes, conscientes de que más allá sería muy difícil convencer al ferrolano de la necesidad de su gestión. Pero los vascos estuvieron torpones, probablemente por querer negociar a su favor elementos del acuerdo que salvasen su imagen de políticos soberanos. A veces, lo mejor es enemigo de lo bueno.
Finalizando la primera semana de agosto, el Estado Mayor del Ejército del Norte decide trasladar tropas vascas (efectivos de su III División) a Reinosa, en el marco de sus operaciones; cosa que, como hemos visto, ya ha intentado en el pasado reciente, con grandes dificultades. Esto pone al PNV de los nervios. Se cursan órdenes a los gudaris de que eviten la primera línea y procuren situarse en el flanco izquierdo de las fuerzas, porque es el lugar desde donde les resultaría más fácil allegarse a Santoña.
La verdad, la situación favorece a los gudaris. Las fuerzas políticas republicanas, en aquellas jornadas en las que Santander está a punto de perderse, están más preocupadas con la galvanización de una población que no lo ve nada claro, que de controlar posibles pactos de los vascos con los italianos, sobre los que algo se barruntan. Sin embargo, no hay, cuando menos hasta mi nivel de conocimiento, ninguna reacción digna de llamarse tal hasta que, a las seis de la mañana del 14 de agosto, las tropas italianas inician la ofensiva final sobre Santander.
Los vascos cumplen casi a la perfección la orden de no pelear con los italianos. Casi. Un batallón, Munguía, se enfrenta con las tropas que avanzan, en una acción muy costosa para ambas partes. La cosa se pone tan caliente que el EBB tiene que enviar un telegrama a Bayona, la del sur de Francia, prometiendo a los italianos que no volverá a pasar.
Lo que tenemos es una batalla dentro de la batalla. El PNV decreta que los tres batallones vascos implicados en los enfrentamientos se replieguen hacia la zona controlada por las tropas vascas y, de hecho, se niegan a desplazarse a los lugares que les ordena el Estado Mayor. Por parte del mando legal de las tropas llegan, al parecer, a producirse amenazas de fusilamiento por el artículo 33 (algo que también sostiene Zugazagoitia en su libro al afirmar que la estrategia de los vascos es de las que se resuelven en el mismo campo de batalla con un par de tiritos bien dados). Ante la hostilidad creciente de las fuerzas asturianas y santanderinas, los vascos se piran: dos de los batallones, hacia Santoña, y el otro hacia Laredo. El resto de las unidades recibe la orden de desplazarse hacia la línea entre Santoña y Laredo, elegida para la rendición.
El día 16 de agosto, en una reunión de altos representantes vascos en la casa que ocupa José Antonio Aguirre en Cabo Mayor, se produce un extraño cambio de panorama que yo, cuando menos, no acabo de entender del todo. El lehendakari informa de que el ejército vasco va a ser embarcado en naves provistas por el propio PNV y, con la autorización del gobierno republicano, trasladado al Pirineo para, allí, continuar la lucha. Esto es, la rendición ante los italianos muta a una operación de plena lealtad republicana, en la que los vascos, en lugar de salirse de la guerra, la continúan, sólo que en otro frente. Obviamente, el resto de los peneuvistas, que están al tanto de las negociaciones de Bayona, se quedan pijarriba. En esa reunión, Aguirre afirma tener el OK para la operación de Negrín, de Prieto y de Azaña. Pero esa afirmación es más que probablemente falsa por dos razones básicas: una, subjetiva, que cualquier persona que conozca a Juan Negrín probablemente entenderá que el primer ministro jamás aprobaría una operación de esa naturaleza, que entre otras cosas desmoralizaría en grado sumo a las tropas restantes en el frente norteño (que, de hecho, tendrían todo el derecho a preguntarse por qué a ellos no se los llevan también en los barquitos); otra, objetiva, que el día 20 Prieto le manda un telegrama al general Gámir en el que el ministro afirma que la operación ha sido desechada por no ser factible. Del tono del telegrama infiero yo que Aguirre, que tenía sus virtudes pero también defectos, y entre éstos se contaba cierta habilidad para creerse que la gente le estaba diciendo lo que él quería oír, probablemente entendió lo que por parte de las autoridades de Madrid fue un simple y educado «lo estudiaremos», como si le hubieran dicho imprimatur.
El 22 de agosto, por si hacía falto más descaro, el PNV se quita la máscara y comunica al general Gámir por carta que se niega a replegarse a Asturias. El motivo está en el día anterior, cuando el jefe del XIV Cuerpo de Ejército (para que nos entendamos: el teórico mando de los vascos), coronel Adolfo Prada, cita a los jefes gudaris en el Comisariado General de la Guerra. Prada está, en ese momento, absolutamente agobiado por el avance nacional sobre Santander, y totalmente dispuesto a abandonar esta provincia para tratar de salvar a Asturias mediante un repliegue general de las tropas disponibles. La reunión no es fácil para los abertzales, que se ven obligados a contestar con evasivas y a poner mil problemas a su propio repliegue hacia la raya de Asturias.
Por la tarde, ante la urgencia de la situación, puesto que si se repliegan y salen de Santoña ya no se podrán rendir, Aguirre convoca una nueva reunión en el despacho del coronel, en la que le monta la mundial por algunas cosas que el coronel ha dicho en la reunión de la mañana, con la boca caliente; entre ellas que consideraba a los políticos vascos casi rehenes. Prada se disculpa. En realidad, yo creo que nunca llegaremos a saber exactamente qué sabían los jefes del Ejército del Norte de los movimientos orquestales en la oscuridad de los vascos; pero tampoco sería extraño que fuese mucho más de lo que parece. Quiero con ello decir que tampoco sería implanteable que la actitud de los jefes del Ejército del Norte se pareciese bastante a la de Negrín, al final de la guerra, respecto de la sublevación de Cartagena. En aquel momento, como Negrín necesitaba los barcos para salir de España, le dijo a Galán que tomase el poder en la plaza, pero sin enfrentarse con nadie, puesto que sabía que la cosa en la base murciana estaba ya tan podrida que, a hostias, podía perder. Probablemente, como digo, la actitud del general Gámir y del coronel Prada fue muy parecida. Ellos hubieran preferido fusilar sin contemplaciones a los mandos gudaris; pero temían hacerlo porque eso debilitaría su ya de por sí desesperada posición frente a las tropas de Franco.
El 22 de agosto, que es domingo, el general Gámir recibe por la mañana la carta de Aguirre en la que se sustantiva, negro sobre blanco, una lesa traición militar de libro. No obstante, no sólo no hace nada, sino que convoca una nueva reunión de mandos militares y políticos, como si todavía fuesen amigos. Esta reunión no se celebrará hasta primera hora de la tarde porque los peneuvistas están oyendo misa en Laredo. Gámir no sólo cede la presidencia de la reunión a Aguirre (recuérdese que no es hasta 1939 que la República declaró el estado de guerra; hasta entonces, mandaban los políticos), sino que ni siquiera saca el tema de la retirada a Asturias, tal vez pensando que podrá inventarse alguna argucia para conseguir que las unidades vascas no queden desconectadas del resto de su ejército por el avance italiano (a pesar de que, como probablemente no sabía Gámir, y como nosotros hemos leído párrafos atrás, vascos e italianos habían pactado la ofensiva de los últimos, precisamente para que esa desconexión se produjese).
Sin embargo, todo lo que consigue con esa actitud es que los planes de los vascos se cumplan a rajatabla.
A las cinco de la mañana del 23 de agosto de 1937, todas las unidades vascas situadas en el eje Santoña-Laredo reciben la orden de no obedecer más consignas que las dimanantes del Euskadi Buru Batzar; en otras palabras, las unidades de gudaris se convierten en el ejército fantasma del gobierno fantasma de una nación que no controlan, distinguida de lo que conocemos como II República Española. En una oficina del Banco Santander en Laredo, este nuevo mando militar monta su estado mayor, conectado con Juan Ajuriaguerra. Se han hecho sonar sirenas, como si hubiese un combate aéreo; señal a la que las unidades no vascas han respondido metiéndose en los refugios, mientras que los abertzales, que todos ellos sabían que no había ataque ni una leche, ocupan las posiciones para controlar la población.
Los vascos quieren fusilar a uno de los suyos, Manuel Eguidazu, comunista, por su actitud al principio de la guerra. Finalmente no lo harán, y lo soltarán días después. Aunque a Eguidazu poco le dura la lotería, porque sería el primer militar vasco que fusile Franco cuando entre en Santoña. Parece ser que Eguidazu fue el primer elemento mandante en el ejército vasco que se dio cuenta de que el ingeniero Goicoechea, que construía el cinturón de hierro de Bilbao, en realidad conspiraba para los nacionales. El descubrimiento le valió, como digo, ser designado el primero para la tapia.
Dueños los vascos de la zona elegida, ya sólo les queda que los italianos cumplan su palabra. Casi nada; entre otras cosas porque para entonces, cuando menos según mi apreciación, Franco ya sabe que Santander va a ser suyo sin despeinarse el bigote, y lo de Asturias es como para pensarse que también; así pues no necesita ya que los gudaris bajen los brazos. A las siete de la tarde, Juan Ajuriaguerra aterriza en la playa de Laredo. Automáticamente, en una casa de la playa, el PNV se reúne para escuchar las noticias que trae, esto es las condiciones teóricas de rendición que los italianos todavía se dicen capaces de imponer: evacuación por vía marítima de los políticos, responsables políticos militares y capellanes; mientras que el resto será considerado prisionero de guerra del ejército italiano, e internado en campos de concentración. La fecha tope es el día 24 a las doce de la noche, o sea en unas horas; tan precipitada que el resto de los peneuvistas le preguntan a Ajuriaguerra si no se puede negociar un aplazamiento de 48 horas. Ajuriaguerra lo comunica a Bayona, junto con su amarga queja porque no ve barcos por ninguna parte.
Aguirre contesta desde Bayona a Ajuriaguerra prometiéndole barcos mercantes y la llegada de dos aviones. Sin embargo, sólo llega una aeronave, en la medianoche del 24. A esas horas, Juan Ajuriaguerra ya está empezando a convencerse de que al enfermo le huele mal la orina. Si no hay barcos, no hay pacto, porque él sabe bien que, si los italianos cogen a mandos militares y políticos vascos a los que Franco considera miembros de las hordas de la barbarie marxista, no va a dejar que Mussolini se los quede sin más. Los barcos evacuadores son fundamentales para el acuerdo. Si no están, no hay acuerdo. Así de claro.
Sólo hay un avión. Así pues, Ajuriaguerra propone que la mitad del EBB se vaya a Francia, y la otra mitad se quede. Meten los nombres en una boina y hacen el sorteo. Las únicas dos precondiciones del mismo es que Doroteo Ziaurriz, presidente del PNV y hombre ya provecto, habrá de marcharse; y que Ajuriaguerra se queda. Tuvo que ser un amarguísimo sorteo; aquéllos fue fuesen designados para quedarse, a poco listos que fuesen, tenían que tener claro su destino.
Esa noche, vuelven a Laredo los dos oficiales vascos, de nombres Raimundo Puxana y Sabino Eguillor, que han sido enviados a la carretera de Castro a Somorrostro, donde van a estar los oficiales de enlace (teniente coronel Amilcare Farina, italiano; y comandante Bartolomé Barba, español). Vienen, más que blancos, verdes. Conocen las condiciones que Ajuriaguerra traía de Francia, y lo que les ha sacado la sangre de los rostros ha sido conocer las condiciones reales de los italianos. Los vascos tienen que rendirse, y punto. Sigue sin haber barcos. Sólo ha llegado un barco inglés que, teniendo capacidad teórica para 150 personas, se aviene a llevarse a 18. 18.
Según Zugazagoitia, Eguileor y Puxana firmaron el día 24 en Guriezo el acuerdo de rendición con los italianos y Bartolomé Barba. Este acuerdo dictaba que, el día 25, entre seis y siete de la tarde, unos 10.000 hombres cruzarían por dos puentes sobre el río Aguera, en grupos pequeños y, una vez en la villa, entregarían sus armas y serían concentrados en Castro Urdiales, aunque aún quedarían fuerzas manteniendo en orden en Laredo, Colindres, Limpias, Ampuero, Santoña y Caraza, esperando la llegada de los primeros falangistas. La rendición era incondicional, respetándose las víctimas de todos aquellos que no fuesen reos de crímenes.
Según Zugazagoitia, Eguileor y Puxana firmaron el día 24 en Guriezo el acuerdo de rendición con los italianos y Bartolomé Barba. Este acuerdo dictaba que, el día 25, entre seis y siete de la tarde, unos 10.000 hombres cruzarían por dos puentes sobre el río Aguera, en grupos pequeños y, una vez en la villa, entregarían sus armas y serían concentrados en Castro Urdiales, aunque aún quedarían fuerzas manteniendo en orden en Laredo, Colindres, Limpias, Ampuero, Santoña y Caraza, esperando la llegada de los primeros falangistas. La rendición era incondicional, respetándose las víctimas de todos aquellos que no fuesen reos de crímenes.
A las nueve de la mañana del día 25, los jefes de las unidades son convocados a una reunión, en las que se les explica, uno a uno, las condiciones de la rendición, a las que ninguno pone un pero; lo cual tiene toda la lógica, porque cuando llevas un mes mandando unas tropas que saben que se van a rendir y están construyendo expectativas en torno al tema, adónde coño vas tú tratando de que cambien su cerebro y se pongan en modo lucha. A las once de la mañana, llega un ultimátum italiano: si no hay rendición en ese momento, avanzarán hacia Laredo. Ajuriaguerra decide ir al encuentro del teniente coronel Farina, e incluso envía a dos emisarios suyos a Francia, con la instrucción de ue traten de llegar a Vitoria (esto es, en plena zona franquista) e intenten ganar el Cuartel General Italiano.
Los dos emisarios vuelan al sur de Francia, a donde llegan a la hora de comer. Se dirigen a la sede del gobierno vasco en Bayona; y es entonces, sólo entonces, cuando se les comunica una información que no creo que sepamos nunca, a ciencia cierta, en qué medida era conocida ya horas antes, por ejemplo por Aguirre: que no iban a llegar más barcos que el inglés de las 18 plazas. Durante toda la tarde de ese dia, Ajuriaguerra trata de localizar en San Sebastián, donde reside y es cónsul italiano, al conde Cavaletti, negociador in pectore del pacto vasco-italiano. Pero el conde se hace el orejas.
A las ocho y media, las tropas italianas toman la playa de Laredo, embolsando a los vascos en la bahía. En la mañana siguiente, día 26, las tropas de Franco sustituyen a las de Mussolini. Días después, el canónigo Alberto Onaindía volará a Roma para intentar acordar con Ciano alguna solución elegante. El yerno del Duce ni siquiera le recibe.
De alguna manera, pues, podría decirse que el PNV, que tan pronto como octubre de aquel mismo año comenzaría a sufrir en muchas carnes de su gente la mordedura de los fusilamientos franquistas, se había quedado sin alternativas. Porque, aunque sea jugar a la ucronía, una hipotética victoria republicana en la guerra civil, en realidad imposible en mi opinión tras la pérdida de Bilbao, en tanto en cuanto habría sido una victoria de Negrín, difícilmente habría evitado que la cúpula del PNV acabase como acabó: exiliada o fusilada.
Zugazagoitia afirma que el teniente coronel fascista italiano siempre tuvo la intención sincera de cumplir el pacto. Tanto es así, nos dice, que llegó a haber gudaris embarcados en barcos que en Santoña estaban siendo ocupados por población civil. Este dato es confirmado por otras fuentes, como también confirman que los combatientes embarcados en las falúas, cuando los italianos exigieron la rendición incondicional, fueren desembarcados y tratados como prisioneros de guerra.
El padre Alberto Onaindía, que colaboró en diversas misiones del Gobierno Vasco, ha insinuado (JIMÉNEZ DE ABERASTURI, Luis María y Juan Carlos: La guerra en Euskadi. Trascendentales revelaciones de unos testigos de excepción acerca de la guerra del 36 en el País Vasco. Barcelona: Plaza y Janés, 1978. Página 217) que dicho ejecutivo vasco, peneuvista, tenía muy claras dos cosas: una, que en la disyuntiva entre rendirse o seguir luchando hasta perder Santander y Asturias, la opinión de los vascos (entiéndase: los nacionalistas vascos) era la primera; y, dos, que los miembros del gobierno vasco, pese a ser representantes de todos los vascos, y consecuentemente de todos los partidos, no consultaron sus intenciones con nadie, porque sabían que los demás las considerarían como lo que eran: una traición.
Se pregunta el padre Onaindía: «¿Es que los vascos del PNV que eran los más numerosos, los que daban cohesión, emoción, impulso fuerte, en defensa del País Vasco , el PNV, luchaba por defender Santander y Asturias y la República Española? Ése es un asunto muy grave a estudiar. ¿O luchaban por defender su país? Algunos dicen: “Luchaban por defender la República”. Yo no sé. Habría que hacer una encuesta». Acto seguido, asevera que el propio presidente Aguirre le dijo que la guerra duraría «hasta que se termine el pueblo vasco, Euskadi».
Las dudas en torno a la actitud de los vascos al final de su guerra, en todo caso, no terminan con Santoña. Porque en el asunto de la guerra en Euskadi hay aún algún otro temita que abordar, como, por ejemplo: ¿por qué los franquistas se encontraron en Bilbao toda su potencia industrial incólume?
Este asunto ha dado para mucho escribir y más discutir. La versión que se ha repetido múltiples veces es que, en el momento de la caída de Bilbao, quedó en la margen izquierda una pequeña fuerza, formada fundamentalmente por un batallón nacionalista, denominado Gordexola, más otras tropas de obediencia ugetista, responsabilizadas de destruir las fábricas. Según esta versión, en el último momento los técnicos de dichas fábricas convencieron a los mandos del Gordexola, no sólo de que no procediesen a dicha voladura, sino que las protegiesen. Sin embargo, en el libro antes citado para las declaraciones de Onaindía, el mando del ejército vasco Sabino de Apraiz (que dirigió, entre otras cosas, al propio Gordexola en la acción de Legutiano), aporta otra visión bastante diferente.
Dice De Apraiz que no fue el comandante Urculla (así se cita en libro; ignoro si quiere decir Urkullu), jefe del Gordexola, quien dictaminó que las fábricas fuesen protegidas, sino que se trató de una orden directa del presidente Aguirre. Según él, Aguirre y Urculla mantuvieron una conversación en una vieja casa en Baracaldo y, «en presencia de otros jefes y oficiales», entre ellos el propio testigo, se le dio orden de proteger los Altos Hornos de Vizcaya hasta el último momento y luego replegarse hacia Santander (orden que Urculla no cumplió, pues se entregó a los italianos). Afirma De Apraiz que si hubo en el Ejército de Euskadi alguna intención de destruir AHV fue por parte de «gentes ajenas al país». Lo cual es bastante más que una insinuación de que el vasco nacionalista, no sólo sus mandos, compartía plenamente esta filosofía de que era mejor poner en manos del enemigo la fuerza industrial vasca, que destuirla.
Sea cual sea la forma de verlo, lo que parecen hechos bastante claros es que el nacionalismo vasco cuando menos intentó un arreglito propio para sacarse de enmedio en cuanto la guerra ya no fue de defender su territorio y que, además, siguiendo su deseo de proteger lo que formaba parte del legado del trabajo de las generaciones de vascos, no tuvo ningún problema en poner en manos de los enemigos de la República, de sus enemigos, los medios para ser aún más fuertes y poderosos de lo que lo eran para entonces; hasta el punto que, como digo, hay quien piensa, yo por ejemplo, que en la margen izquierda de la ría bilbaina se perdió la última oportunidad real, aparte carambolas geopolíticas casi imposibles, de que la República pudiese ganar la guerra.
Hay una frase sobre un palo y una vela que le va de coña a esto. En cuanto la recuerde, la pongo.
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