El hombre guerrea en todos los rincones
del mundo prácticamente desde el principio de los tiempos. Así
pues, la guerra es un hecho total, global decimos hoy, que pertenece
a todas las culturas y que, por lo tanto, a la vez ha moldeado y sido
moldeada por ellas. Para nosotros, occidentales (pido perdón a mis
lectores asiáticos), los principios de nuestra forma de hacer la
guerra son también los principios de nuestra civilización: y es por
eso que tal vez convenga escribiros unas notas sobre la guerra
griega, que podemos considerar, un poco, nuestra primera forma de
hacer la guerra.
Estoy seguro de que no es la primera
vez que os recomiendo que leáis un libro de Fustel de Coulanges que
se llama La cité antique.
Estoy seguro que lo encontraréis de interés suficiente. Coulanges
hace, en su obra, dos cosas fundamentales. Una, describir hasta qué
punto la evolución de la sociedad griega, y sobre todo la romana,
fue la tensión entre ricos y pobres. Y otra, probablemente más
sorprendente, destrozar el mito de la civilización griega como una
civilización sin religión.
En
efecto: el hecho de que lo que todo el mundo sepa de la religión
griega son esos cuentos de que había unos pavos viviendo en la cima
del monte Olimpo y bla, que son unas milongas bastante difíciles de
creer, ha hecho pensar a muchos nostálgicos de la sociedad sin
religión que Grecia fue un poco ese sueño. Fustel, sin embargo, nos
describe en su libro todo lo contrario; nos describe a una sociedad
griega, sobre todo la más antigua, con un fortísimo sentimiento
religioso que, de hecho, constreñía e influía en todos los ámbitos
de la vida.
Para
entender cómo comenzó a hacerse la guerra en los albores de nuestra
civilización occidental, es fundamental entender este fuerte
contenido religioso de los griegos, y el modo en que los ataba a su
casa y su ciudad. Los dioses de los griegos eran dioses particulares,
al estilo de los manes romanos. En las casas griegas, y en el terreno
circundante de propiedad de sus inquilinos, convivían tres tipos de
seres: los parientes vivos, los parientes muertos, y los dioses
particulares. Tan importantes eran estas creencias propias y locales
que los romanos, cuando les invadieron, adoptaron la estrategia de
asumir sus panteones divinos en lugar de destruirlos o proscribirlos;
razón por la cual los dioses de ambos rincones del Mediterráneo se
parecen tanto.
El
griego arcaico, pues, era su tierra, su lugar, su familia, su
comunidad. Sentía que todo eso era sagrado y por eso quería
defenderlo. No tenía, en cambio, ambición de poseer tierras allende
esos lugares sagrados, motivo por el cual la griega nunca fue una
civilización mesocrática, esto
es basada en el dominio de la tierra (hoy diríamos: imperialista o
colonialista); y sólo los impulsos talasocráticos
(dominio del mar) de algunas de sus ciudades (notablemente Atenas) la
llevaron a crear colonias enfrente de casa, en la costa turca. Al
griego medio no se le había perdido nada luchando lejos de casa; y a
través de ese concepto como hay que interpretar el elevadísimo
significado épico que tiene el relato de la coalición formada para
atacar Ilión.
La
guerra griega, pues, no tenía más objetivo que ver al enemigo
volver la espalda y dejar de atacar. Si por una cosa se hizo tan
famosa la epopeya de las Termópilas, es porque resulta una perfecta
definición de esta forma de hacer la guerra. Los griegos no buscaban
acabar con el rival; sólo vencerlo.
Esta
victoria la conseguían a base de falanges de infantería que, a
menudo, combatían sin un verdadero mando coordinado único. No había
arte de la guerra, sino demostración de valentía y, en los más
echados para delante, búsqueda de fama.
Es lo
que se ha dado en llamar temperamento agonístico.
Palabra, ésta la segunda, que no proviene de agonía, sino de
agonal, y ésta, en su origen más remoto, del nombre del dios
Agonio. Lo agonal es todo lo referente a la competición en general,
y la lucha muy en particular. De un temperamente agonístico
diríamos, hoy en día, que estamos delante de una persona muy
competitiva; ciertamente, todo aquél que hace de cada cosa un reto
en el que pugna por quedar el primero es persona de temperamento
agonístico.
Lo
agonal de la guerra griega se comprende si tenemos en cuenta un
elemento: las falanges hoplíticas eran formaciones locales. Cada
formación se creaba con soldados de una misma zona, de una misma
ciudad, de un mismo valle; y, en la medida de lo posible, los
parientes quedaban agrupados. En el poema homérico, Néstor aconseja
a Agamenón que agrupe a los dánaos por tribus y familias, «para
que una tribu ayude a otra tribu, y una familia a otra familia» (1).
Esto
quiere decir que el griego clásico iba a la guerra detrás de su
hermano mayor, con su hermano menor a su izquierda, y con un primo
huérfano acogido en su hogar a la derecha. De esa intensa relación
entre los combatientes nace la ambición de gloria de los hoplitas.
Una estructura así garantizaba al ejército una cohesión brutal
(nadie, por cobarde que sea, da un paso atrás si sabe que todo su
vecindario va a verle
cómo lo hace), razón por la cual las unidades no necesitaban una
dirección muy sofisticada. Pero, además, esta manera de cohesionar
las levas suponía que los infantes estaban en ellas para buscar una
gloria de la que pudieran disfrutar. Podríamos decir que el
combatiente griego quería ganar, pero volver.
Como Ulises, el George Clooney de aquella época.
Una
buena batalla, pues, traerá la gloria del vencedor; no,
necesariamente, la aniquilación del vencido que, incluso, podrá
arreglárselas para salir, con bastante gente además, de la Ilión
derrotada, para fundar Roma.
Nunca
lucharon los griegos de noche, por la simple razón de que la ventaja
estratégica que esto les pudiera comportar no sobrepujaba la
incapacidad de alcanzar la gloria a base de acciones aleves y
taimadas. Los griegos luchaban a cara descubierta, a pie, con un
escudo en la mano izquierda y una lanza en la derecha. Pelea de
machos alfa, sin mariconadas. Se sentían muy orgullosos de avanzar
hacia sus enemigos marchando en silencio (los espartanos marcaban el
paso al son de una flauta), en lugar de gritar y aullar como hacían,
por ejemplo, los persas, y han hecho casi todos los ejércitos hasta
hace bien poco. Y luchaban, en cada pelea, los que debían luchar,
que eran quienes defendían el lugar atacado. Este principio es tan
cierto que la famosa Esparta tenía la costumbre de que, cuando una
ciudad le solicitaba ayuda en una guerra, no le enviaba tropas; les
enviaba, simplemente, un general.
La
guerra griega, pues, inventa hechos como el no destruir la ciudad
asediada por completo una vez vencida, o la liberación de
prisioneros mediante rescate y, sobre todo, el gesto, hoy universal,
de cesar en el embate cuando el contrario levanta las manos y se
rinde. Los profundos sentimientos religiosos griegos, por lo demás,
también son muy comprensivos a la hora de permitir al enemigo
recoger los cadáveres de sus hijos muertos; la escena de la Ilíada
en la que Príamo reclama, arrasado por las lágrimas, el cuerpo de
su hijo Héctor, es un destilado heleno de pureza casi total. De
hecho los griegos, nos lo dice Platón, distinguían entre la
pólemos, guerra
contra los enemigos (bárbaros); y stasis
guerra contra los propios griegos, en la que debía evitarse en lo
posible la crueldad.
La
falange de hoplitas se componía de secciones de doce por doce y,
tradicionalmente, los mejores combatientes se situaban en el flanco
derecho. Contaba con una infantería ligera, formada por los
escuderos, que luchaba con lo que podía; por ejemplo, a pedradas
lanzadas desde detrás de la formación. El ejército griego clásico,
hasta Filipo, tuvo unas fuerzas de caballería muy modestas.
Antes
he dicho que las falanges hoplíticas colocaban a sus mejores hombres
a la derecha de la formación y que avanzaban de frente. Sin embargo,
su avance no tenía nada que ver con la perfecta y cerrada formación
que se suele ver en las pelis (las últimas sobre estas movidas, en
plan 300 o Troya,
confieso que no las he visto). Los griegos atacaban en oblicuo;
porque no todos tenían los mismos huevos.
Es
fácil de explicar: imaginad al hoplita Kevin Alcinoo de Zeus
colocado en medio de la falange de Los de Palakamina, todos ellos
vecinos y compañeros de juergas y gamberradas en el Pritaneo. Lleva,
ya lo hemos dicho, un escudo en su mano izquierda y una lanza en la
derecha. Por mucho que lo intenta, el escudo, que no puede ser enorme
porque entonces no podría con él (además, Alcinoo no es que sea
muy valiente; y los de la pandi, que son muy leídos, le han
recordado ese pasaje de la Ilíada, (2) en el que Poseidón le recuerda a
los griegos que los escudos más grandes han de ser para los mejores
infantes), no le cubre todo el cuerpo. Esto le preocupa a Kevin
Alcinoo; tanto le preocupa que, finalmente, acaba dándose cuenta de
que a su derecha (recuérdese la regla: cuanto más a la derecha,
mejor hoplita) está su primo Orestes Francisco de Tebascoechea, que
es un puto perro y una bestia parda. Orestes lleva en su izquierda un
escudo que podría tapar la Acrópolis, tan bestia es; y es por eso
de Kevin Alcinoo se arrima a su primo Orestes, buscando proteger la
mitad derecha de su cuerpo con el extremo izquierdo de su escudo,
rezando para que Orestes no sea crea que se lo está intentando
ligar. Cuando ya se ha arrimado, nota un tacto caliente en su pierna
izquierda, y mira: es el esmirriao, el nenaza, de su vecino
Lisístrato José de Todos los Dioses, a quien todos llaman
Clitenmnestra, que claramente se arrima a él para buscar, para su
propio flanco, protección en el escudo de Alcinoo.
Los
soldados más a la izquierda en las falanges griegas siempre
tendían a retrasarse, pues,
buscando protegerse en el avance de su compañero de la derecha,
usando el extremo de su escudo. Por eso los griegos atacaban en
oblicuo, no de frente, presentando en su primer golpe a sus mejores
hombres: los del ala derecha. Como todas las falanges, también las
del enemigo si era griego, se organizaban igual, la conclusión es
que ese ala derecha comenzaba la lucha penetrando contra los mongers
del enemigo, para luego girar y presentar la batalla propiamente
dicha, que era cuando se enfrentaban las alas de cachoperros.
Esto, sin embargo, cambió con el
primer innovador del arte de la guerra griega, que fue el general
tebano Epaminondas.
Epaminondas vivió en la primera mitad
del siglo IV antes de Cristo, y hubo de guerrear nada menos que
contra los espartanos. Tradicionalmente, Tebas había adoptado la
formación que hemos descrito ya, aunque reforzando el ala derecha
fuerte, que tenía una profundidad, en cada sección, de 25 hombres;
el doble, pues que las demás. Sin embargo, Epaminondas cambió eso,
porque decidió colocar ese ala a la izquierda. Esto suponía adoptar
conscientemente la estrategia
de atacar de forma oblicua y, sobre todo, dar un giro copernicano a
la esencia de la batalla, que ya no cambiaría nunca jamás.
Colocando
sus mejores hombres en el ala izquierda de las falanges, Epaminondas
hizo que las unidades mejor preparadas y valientes de cada ejército
se enfrentasen de salida. Era una apuesta jodida, porque si se perdía
las consecuencias podían ser tremendas. Pero... ¿y si se ganaba?
Lo
realmente importante para nosotros, como observadores de la Historia,
es que una estrategia basada en atacar de salida lo mejor que tenía
el contrario acabó, para siempre, con el concepto de que el elemento
principal de la batalla era el desgaste del enemigo, para pasar a ser
su anulación. De hecho, Epaminondas pasó de peleas en
zonas pocas importantes, y decidió, algo bastante sorprendente,
presentar batalla a los espartanos en el propio Peloponeso. Ambos
gestos tienen la misma esencia: buscar un first strike
definitivo que deje, si es triunfante, al enemigo tan desguarnecido y
diezmado en sus mejores fuerzas que pueda ser anulado como
enemigo.
Epaminondas,
cierto es, no logró gran cosa con esa táctica. Pero otros la
aprendieron, y, aplicándola, sí que consiguieron grandes cosas.
Esas personas fueron los macedonios Filipo y, sobre todo, Alejandro.
Filipo
de Macedonia hizo ya de por sí una innovación importante: el
ejército macedonio, además de ser muy variado (chiste), estaba
formado fundamentalmente por la caballería. El rey helenístico, en
efecto, que había llegado el tiempo de las conquistas y
las aniquilaciones; y que eso no
se podía conseguir con pesadas falanges de vecinos a pie.
Usar a
la caballería como principal unidad del ejército cambió otra cosa.
El propio Epaminondas, del que hemos hablado, iba detrás de su
formación hoplítica (aunque a los combatientes griegos se los suele
representar en las pelis en primera línea, en plan Braveheart; por
cierto, otro que...). En las falanges, los héroes eran los
combatientes, porque ya he dicho que la gloria era una gloria local,
con testigos, una gloria entre coleguitas. Al montar los matahombres
a caballo, sin embargo, el jefe pasa, ésta vez sí, a estar al
frente de sus huestes, para poder dirigirlas. En consecuencia, el
heroísmo de muchos hombres se convertía en el heroísmo de un
hombre. Estáis asistiendo, queridos niños, al nacimiento de la
institución monárquica.
Un
jefe por delante que, además, es más que otros (sangre azul, y bla)
supone, también, que todo el
ejército le obedece. Se acabaron las falanges, cada una de su padre
y de su madre, haciendo un poco de su capa un sayo. A partir de
ahora, se inventa la unidad diferenciada, y la coordinación de
fuerzas. En el ejército macedonio, la aristocracia, los griegos
macedónicos, los bárbaros y las naves tenían armamentos
diferentes, que se coordinaban de diferentes maneras según las
necesidades de la batalla.
Filipo
toma de Epaminondas la idea de que la batalla «moderna» (para él)
debe tener una primera acción, un primer golpe, que tiene la
vocación de ser decisivo; pero no lo da ya con la infantería, sino
con la caballería. Los mejores combatientes vuelven al ala derecha,
porque los macedonios entendían, yo no sé si es verdad, que un
caballo gira mejor a la izquierda que a la derecha. La falange
hoplítica, en el centro, ha cambiado. Ya no lleva escudo, porque
lleva una lanza, llamada sarissa,
de hasta cinco metros de largo, que debe portarse con ambas manos; se
trata, pues, de una unidad en modo como te acerques te
pincho.
Los
persas, fundamentales enemigos de los macedonios, colocaban lo gordo
de sus fuerzas en el centro. Pero el genio alejandrino consistió, en
buena parte, con colocar el empuje de la caballería a la derecha,
pues con ello desarrollaron el concepto de maniobra envolvente. El
choque de la caballería buscaba desconectar el ala izquierda persa
del resto del ejército; una vez hecho esto, el rey con sus jinetes
penetraba por ese pasillo para atacar por detrás. La caballería
situada en el flanco izquierdo macedonio tenía como misión esperar
al enemigo que, lógicamente, huiría hacia ese lado, y darle de
hostias. Una estrategia, la filipo-alejandrina, que introduce, por
primera vez en la tradición bélica occidental, la estrategia
perfeccionada de persecución al enemigo y su aniquilación.
Alejandro es propiamente el primer general que no termina las
batallas una vez que las ha ganado.
Hay
una sola cosa importante que no inventó Alejandro: el ejército de
reserva. Eso se lo dejó a los romanos. Pero los romanos quedan fuera
del perímetro de este post, ya lo siento.
(1) Agrupa a los hombres, oh Agamemnón, por tribus y familias, para que una tribu ayude a otra tribu y una familia a otra familia. Si así obrares y te obedecieren los aqueos, sabrás pronto cuáles jefes y soldados son cobardes y cuáles valerosos, pues pelearán distintamente; y conocerás si no puedes tomar la ciudad por la voluntad de los dioses o por la cobardía de tus hombres y su impericia en la guerra. (Canto II, 337 y s.)
(2) ¡Árgivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria a Héctor Priámida, para que se apoderes de los bajes y alcance la gloria? Así lo cree él y de ello se jacta, porque Aquileo permanece en las cóncavas naves con el corazón irritado. Pero Aquileo no hará gra falta, si los demás procuramos auxiliarnos mutuamente. Así, obremos todos como voy a decir. Tomad los escudos más fuertes y grandes que haya en el ejército, y cubríos la cabeza con él. Coged las picas más largas, y pongámonos en marcha. Yo iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se atreva a esperarnos. Y el varón que, siendo bravo, tenga un escudo pequeño para proteger sus hombros, déjeselo al menos valiente y tome otro mejor.
(1) Agrupa a los hombres, oh Agamemnón, por tribus y familias, para que una tribu ayude a otra tribu y una familia a otra familia. Si así obrares y te obedecieren los aqueos, sabrás pronto cuáles jefes y soldados son cobardes y cuáles valerosos, pues pelearán distintamente; y conocerás si no puedes tomar la ciudad por la voluntad de los dioses o por la cobardía de tus hombres y su impericia en la guerra. (Canto II, 337 y s.)
(2) ¡Árgivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria a Héctor Priámida, para que se apoderes de los bajes y alcance la gloria? Así lo cree él y de ello se jacta, porque Aquileo permanece en las cóncavas naves con el corazón irritado. Pero Aquileo no hará gra falta, si los demás procuramos auxiliarnos mutuamente. Así, obremos todos como voy a decir. Tomad los escudos más fuertes y grandes que haya en el ejército, y cubríos la cabeza con él. Coged las picas más largas, y pongámonos en marcha. Yo iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se atreva a esperarnos. Y el varón que, siendo bravo, tenga un escudo pequeño para proteger sus hombros, déjeselo al menos valiente y tome otro mejor.
Mola, sí. Aunque yo prefiero el producto nacional (presuntamente) ajado y rancio, en plan Álvaro D'Ors, y tal.
ResponderBorrarHablo por mi experiencia como jinete aficionado, no por conocimientos de historia bélica antigua: parece lógico que un caballo montado por un jinete armado gire mejor a al izquierda que ala derecha, porque me imagino que ese jinete, en el fragor de la batalla o en momentos previos a entrar en combate, llevará su lanza o su espada en la mano derecha, que normalmente es la derecha. De esa forma, el jinete debe llevar las dos riendas con una mano, que será la izquierda, y por lo tanto el gesto de tirar de ellas será más sencillo, fluido, y con más recorrido hacia el lado izquerdo, que tiene libre, que al derecho, que tiene que cruzar el cuerpo y encima es donde lleva la espada, etc... además de ser mas sencillo conservar el equilibrio (sobretodo antes de la introducción del estribo.
ResponderBorrarInsisto que son elucubraciones hechas sobre la marcha, alguien que haya estudiado el tema o se haya lanzado al reenactment puede rebatirme sin peligro de ofenderme.
Podría explicar este concepto de guerra griega que hemos heredado en occidente xq en Occidente tenemos reglas de guerra y hasta la Convención de Ginebra... y ayer en cambio haya visto un video donde el ISIS ejecuta sumariamente a 100 prisioneros sin despeinarse?
ResponderBorrarSalu2,
Nadie
Un post fascinante!! Admiro la obra de Alejandro, pero más al gran Filipo de Macedonia.
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