Hace muy pocos días le dedicamos unas líneas al tema de la muerte de Carlos II, El Hechizado, y las cuitas dinásticas que provocó. Algunos de mis amigos y lectores, sin embargo, al leer el post, me han, por así decirlo, reprochado que aquel texto se refiriese únicamente a las cuestiones de derecho sucesorio que estaban en juego. Ciertamente, en mi post apuntaba yo que había mucha política detrás de todo aquello; pero, tal vez, el relato de esto, de la política, quedó demasiado escamoteado. Estas notas de hoy pretenden solventar el problema.
Treinta años antes de la efectiva muerte de Carlos II, todo el mundo en Europa sabía que su reinado terminaría en un callejón sin salida, que colocaría en la almoneda de la lucha por el poder geopolítico del mundo (mundo = Europa) la última gran pieza que quedaba pendiente de colocar, esto es, España. A finales del siglo XVII, el largo parto de las naciones modernas está ya tocando a su fin, éstas están bastante definidas por mucho que Alemania e Italia aun tengan que esperar; pero, curiosamente, es la más antigua de todas, España, la que se ve colocada en una situación de precariedad, por mor de su ruina. Sin embargo, España es una nación, en ese momento, en la que todavía no se pone el sol. Fuerte, amplia, repleta de posibilidades, pero extremadamente débil. Y sin rey. Una perita en dulce.
También es cierto, sin embargo, que en la segunda mitad del siglo XVII, Europa está harta de guerras. Han sido demasiadas, y demasiado crueles. Todo el mundo está agotado y, de hecho, hasta que la Revolución Francesa reinvente el ejército convirtiéndolo en una armada de ciudadanos, no volveremos a ver una fuerza capaz de dominar el continente. Es por ello que la segunda mitad del siglo es tiempo de pactos y en 1668, muy a pesar de Luis XIV y sus sueños de dominio, los dos grandes poderes europeos continentales, el propio Luis y Leopoldo I de Austria, pactan la partición de España cuando muere el rey Austria. Cuando se acaba dicho pacto, Carlos de Austria tiene seis años; pero ya todos los embajadores de Europa han enviado a sus jefes informes que describen a un chaval probablemente retrasado mental, con dificultades para andar y hablar propiamente, por lo que está bastante claro que el agotamiento dinástico es sólo cuestión de tiempo.
Carlos II se casó con María Luisa de Orleans y enviudó de ella. Tras dicha muerte, en 1689, se casó con Mariana de Neoburgo, una mujer de la cuerda de lo que podríamos denominar las potencias centrales de la época, defensora por lo tanto de los intereses austriacos en España. Un episodio más de un enfrentamiento general que tenía mucho que ver con la actitud inequívoca del Rey Sol. Las paces de Aquisgrán y Nimega pararon el golpe francés como pudieron (normalmente a costa de la pérdida por España de posesiones europeas). En 1698, paz de Ryswick, las cosas habían cambiado. Para sorpresa de propios y extraños, París no apretó las tuercas continuando el expolio de territorios españoles. La razón: tenía para entonces informes fidedignos de que el rey español no duraría, así pues ya no le interesaba debilitar a España. Le interesaba hacerle una OPA, amistosa u hostil; eso le daba más o menos igual.
Mariana de Neoburgo, por su parte, en cuanto se dio cuenta de que el rey no iba a ser capaz de dejarla embarazada, comenzó a mover sus hilos a favor de un candidato Habsburgo para suceder al monarca. Tan segura se sentía de ello que movió a Leopoldo a romper el acuerdo secreto de 1668 con Francia. El titular del Imperio, además, consiguió que Inglaterra y Holanda, siempre proclives a colocarse contra Francia, le apoyasen estratégicamente.
Aquella triple alianza entre imperiales, ingleses y holandeses movió a los franceses a atacarlos en una breve guerra que terminó con la mentada paz de Ryswick. En aquellas negociaciones, ya lo hemos dicho, Luis XIV se mostró dadivoso con España, pero lo hacía porque, en realidad, estaba tentando al bloque anglofrancés, ofreciéndole un nuevo reparto del país. En 1698, aquellas partes llegaron a un acuerdo. Un acuerdo que, sin embargo, era el preludio de una guerra, porque entretanto el partido austriaco había conseguido arrancarle a Carlos II un testamento que le dejaba la corona de España a José Fernando de Baviera.
José Fernando, sin embargo, y como ya vimos en el post dinástico, falleció al año siguiente, 1699, algunos dicen que envenenado. Otra vez, el tema estaba encima de la mesa; algo que obligó a todos los integrantes de la Corte a tomar partido por unos, o por otros.
El principal valedor de la candidatura francesa era el Cardenal Portocarrero, miembro del Consejo de Estado y hombre muy influyente en la alta política de Carlos II. Manuel de Arias, presidente del Consejo de Castilla, y consiguientemente algo así como primer ministro, también era partidario de la candidatura patrocinada por el Rey Sol. A favor del archiduque Carlos estaba la camarilla más estrecha del rey, formada, entre otros, por su confesor, fray Nicolás de Torres; y el Gran Almirante de Castilla. Amén, por supuesto, de la reina.
Era presidente del Consejo de Estado el conde de Oropesa, otro de los decididos favorecedores de la candidatura austriaca. Pero los profranceses, asistidos por el embajador Harcourt, todo un maniobrero, se lo quitaron de en medio mediante toda una campaña de imagen destinada a hacerle culpable de la hambruna que se vivió en Madrid en 1699 por falta de provisiones de grano; escasez que, se dijo, había sido provocada por algunos acaparadores especuladores (como se ve, eso de explicar los juanetes del pie propio echándole las culpas a los mercados es más viejo que orinar de pie), relacionados con Oropesa. Sea cierto o no, las masas enfurecidas se dirigieron al alcázar, reclamaron justicia, y asaltaron la casa del presidente del Consejo. El rey no tuvo más remedio que destituirlo y desterrarlo de Madrid.
Luis XIV, además, le ofreció a Mariana de Neoburgo, a través del embajador Harcourt, casarse con el Delfín de Francia a la muerte de su marido. La reina, ni corta ni perezosa, hizo pública la oferta, lo que provocó la salida del embajador de Madrid.
Fue más o menos en la Navidad de aquel 1699 cuando Carlos II, que por muy tonto que fuese tenía que ver cercano su fin, elevó una consulta sobre la mejor forma de resolver la cuestión sucesoria. Esto le acabó llevando a consultar al Papa, Inocencio XII, quien nombró una comisión de tres cardenales. La dicha comisión, como no podía ser de otra manera en aquella Europa que orbitaba alrededor de París igual que el mundo occidental orbita hoy alrededor de Washington, se decidió por la solución francesa. En España, tanto el Consejo de Castilla como el de Estado, ahora presidido por Portocarrero, apoyaron a Felipe de Anjou.
Estas decisiones de alta política, sin embargo, exacerbaron el sentir de la calle. En un sentimiento que viene a adelantar en 100 años otros más netos, los españoles finiseculares se sintieron colonizados por la presión francesa. En realidad, la gente estaba más a favor del voto expresado, en el Consejo de Estado, por los condes de Frigiliana y Fuensalida, quienes habían defendido la idea de que España se armase y se aprestase a defenderse de la intromisión de cualquier potencia extranjera (incluidos los austriacos).
Mariana de Neoburgo, mientras tanto, seguía comiéndole la oreja a un rey cada vez más debilitado e influenciable. Entre otras cosas, la reina consiguió arrancar del monarca la autorización para que tropas imperiales austriacas pudiesen entrar en el reino de Nápoles; un movimiento que fue rápidamente interpretado en París como lo que era: un primer movimiento en el tablero que buscaba garantizarse que, si las cosas iban mal en Madrid, se pudiese tomar Nápoles por la fuerza. La respuesta de Luis XIV fue pactar con ingleses, portugueses y holandeses una nueva partición del país. En dicho acuerdo, Inglaterra recibiría las posesiones americanas, y Holanda el resto de las colonias ultramarinas españolas. Nápoles y Sicilia serían empaquetadas en un reino bajo la corona del recién depuesto Jacobo Estuardo, mientras que Portugal se quedaría con Galicia y Extremadura. El duque de Lorena sería duque de Milán, cediendo su territorio anterior a Luis XIV, quien, además, recibiría, como es lógico por la proximidad, Navarra y Cataluña. Con el resto (Castilla, Asturias, Andalucía, Aragón, Valencia, el señorío de Vizcaya, Cerdeña, Baleares, Canarias, Orán, Ceuta y Melilla), se crearía un reino que se cedería a los austriacos.
Los últimos meses de la vida de Carlos II son meses amargos en los que el rey español se sintió crecientemente malquistado con los franceses desde el momento en que tuvo noticia del acuerdo. Francia, por su parte, mantuvo una actitud muy parecida a la de George Bush hijo en el caso de Irak, sólo que sin armas de destrucción masiva: le contó a todo el mundo que la quiso escuchar, en todas las Cortes de Europa, que España (un país arruinado, gobernado por un retrasado mental sin descendencia) era una grave amenaza para la seguridad de Europa, lo cual justificaba el tratado de partición.
En medio de un tsunami de rabia antifrancesa en todas las calles de España, el Consejo de Estado, a pesar de estar convenientemente untado para favorecer al rey francés, acabó votando a favor de la apelación del rey en el sentido de responder a la provocación francesa. El rey exigía que se le contestase al rey francés, que había basado sus amenazas en el peligro de que tropas imperiales entrasen en territorios españoles, que el rey de España deja entrar a quien le sale de los huevos (bueno, de los huevos no, que éste no tenía casi), donde le sale de los huevos.
Leopoldo I, mientras tanto, advertía al rey francés que, cualquier intento de buscar que el sucesor de la corona de España fuese otro que el archiduque Carlos abocaría a Europa a una guerra. Este tipo de actitud por parte del austriaco, que no olvidemos estaba contemplado dentro del acuerdo de partición, da que pensar que tenía informaciones fidedignas (by the way Mariana de Neoburgo) de que el rey, finalmente, testaría la corona a favor del archiduque.
Si era así, Carlos II le decepcionó. Presionado por todos y, tal vez, considerando que, en caso de guerra, a España, por su situación geoestratégica, más le valía estar del lado de Francia, testó a favor de Felipe de Anjou, eso sí condicionando la herencia a que las dos coronas permaneciesen independientes la una de la otra.
El 11 de octubre de 1700 dictó y firmó su testamento, y nombró una especie de Junta de Regencia para el interregno, presidida por su mujer e integrada por: Portocarrero, los presidentes de los consejos de Castilla, Aragón, Italia y Flandes; el Inquisidor General; el conde de Frigiliana y el de Benavente. El 1 de noviembre, falleció.
El día 2 se leyó el testamento delante de todo el cuerpo diplomático. Debió de ser toda una escena cuando el embajador francés se volvió, sonriente, al austriaco, y le dijo: «Es un honor, señor, despedirse, en este punto, de la Casa de Austria».
Portocarrero se apresuró a enviar emisarios a París solicitando de Luis XIV la aceptación de Felipe de Anjou. En Viena, lógicamente, la decisión se tomó como un oprobio. En Londres y Amsterdam, sin embargo, se sintieron felices: habían pillado cacho, tocado pelo. Ahora, pensaban, el rey francés hará honor al tratado de partición, y nos caerán las pedreas.
Sin embargo, el Rey Sol dejó bien claro aquello de que una vez que se ha metido, ya no hay nada de lo prometido. Ingleses, holandeses y portugueses se quedaron sin parte alguna del imperio español, si bien es verdad que, temerosos de perder la guerra si atacaban a Francia, aceptaron el fait acompli con elegancia.
París envió a su retoño a España a toda hostia. Felipe salió de París el 4 de diciembre, y esperaba entrar en Madrid a principios de febrero; entonces, eso era un viaje relámpago. Cruzó la frontera por Irún el 18 de enero.
Mientras Felipe, ese rey español que sólo hablaba francés, detallito de ésos que tanto dice de lo enderezada que ha sido siempre nuestra Historia (ya habíamos tenido uno que hablaba alemán cuando lo nombraron; y luego tendríamos otro que sólo hablaba italiano); mientras Felipe, decíamos, se acostumbraba a los paisajes de su nuevo predio, los tambores de guerra comenzaban a sonar. Leopoldo I consideraba que el ducado de Milán era un feudo imperial y amagaba con ocuparlo.
Más o menos al mismo tiempo, de todas las zonas portuarias importantes de España, muy especialmente Cádiz, comenzaron a llegar noticias inquietantes. Los numerosos comerciantes ingleses y holandeses allí asentados se habían hecho famosos en pocos días como vendedores de gangas. A todas luces, estaban liquidando todos sus stocks al precio que fuera, para dejar sus almacenes en España completamente vacíos.
Alguien les había dicho que habría guerra, y que sería inminente.
La situación también estaba enrarecida en Cataluña. Allí mandaba un virrey, el vizconde de Darmstadt, que no hay más que formular su título para que quede claro que era proastriaco. La administración pre-felipista se apresuró a cesarlo, algo que los catalanes interpretaron como un ataque a sus fueros. Todo eso, sin contar el leve detalle de que Felipe de Anjou, un rey francés hasta las cachas y ante el cual, por lo tanto, alguien como el general Franco aparecería como un autonomista peligroso, había dejado ya muy claro que no pensaba ir a Aragón ni a Barcelona a jurar una mierda de corona ante los representantes del viejo reino aragonés. Por algo decía Cambó que más le valía a los catalanes arrimarse a España, porque la otra alternativa era ser fagocitados por Francia.
El cardenal Portocarrero, punto de referencia español de un Felipe que había venido de París acompañado de una plétora de cortesanos y, hoy diríamos, asesores, todos franchutes, convenció fácilmente al de Anjou, que como buen Borbón estaba acostumbrado a ser tan buen amigo de sus amigos como enemigo de sus enemigos, de que iniciase una limpieza étnica de austracistas en la Corte. Así, Oropesa fue finalmente desterrado y la reina fue conminada a elegir residencia fuera de Madrid (concretamente, se fue a Toledo). Al Inquisidor General, cardenal Mendoza, le obligó a tomar posesión de su sede (Segovia), y al Gran Almirante de Castilla se le despojó de casi todos sus privilegios cortesanos. No parecía la mejor forma de evitar un enfrentamiento bélico.
El 14 de abril, el rey entró en Madrid definitivamente. Para entonces, Inglaterra y Holanda habían solicitado de Luis XIV una declaración formal de separación de las dos coronas. Versalles respondió no sólo diciendo que pas du tout, sino que se estaba pensando seriamente lo de la fusión, esto es, la desaparición formal de España, que pasaría a ser un conjunto de provincias de Francia. Sería entonces cuando diría (aunque lo más probable es que nunca lo dijese tal cual) aquello famoso de ya no hay Pirineos. De alguna manera, la frase de Alejandro Dumas de que África empieza en los Pirineos es una especie de consecuencia chauvinista del fracaso de la aseveración del Rey Sol.
Como consecuencia lógica de todo lo dicho, a finales del año 1701, Inglaterra, Holanda y el Imperio se hacían la foto de las Azores, sólo que en La Haya, y formaban una alianza contra Francia.
Y se montó, como decía mi abuelo, la ensalada.
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