Al hombre siempre le ha inquietado la muerte. Los ritos
funerarios, descubiertos gracias a diversos éxitos arqueológicos, demuestran la
existencia desde muy pronto de una visión de la muerte como un hecho que debía ser
objeto de ritos. La forma en que las civilizaciones se han enfrentado al hecho
de la muerte presenta variaciones muy diversas, pero en nuestro caso, al menos
como europeos o miembros de eso que llamamos la civilización occidental, una
vez más, como otras muchas, es en el mundo griego y romano en el que hemos de
buscar las raíces de nuestra propia actitud.
La actitud ante la muerte, sobre todo en Roma, evolucionó
mucho durante el largo periodo de existencia de lo que conocemos como
civilización romana. Pero en sus inicios se basa en creencias muy precisas que
sobrevivieron a los tiempos, aunque, en algunos casos ridiculizadas por los
romanos “modernos”. Aquellos primeros europeos creían en la muerte como el paso
a otra forma de vida; pero en lo que no creían, y ésta es una de las razones
por las que tan difícil les fue aceptar el cristianismo (porque no fue, desde luego, el
apego a los dioses de su panteón), era en la vida después de la muerte o en una
región de luz.
Los antiguos griegos y romanos, esos primeros europeos, creían
que los muertos seguían viviendo en la Tierra, junto a los vivos.
Aquellos hombres y mujeres de la Antigüedad desarrollaron,
además, una creencia en gran parte común con la existente en otras naciones
relativamente cercanas, como Egipto: la creencia de que el cuerpo y el alma son
indisolubles y, por lo tanto, nunca se separan. De esta creencia nace, de
hecho, una costumbre fundamental para la forma en que tenemos de enfrentarnos
con la muerte: el enterramiento.
Si alguien cree que los muertos siguen viviendo de otra
manera entre nosotros, en la Tierra; y que su existencia es indisoluble del
cuerpo, entonces es obvio que necesitamos colocar el cuerpo en algún lugar
donde pueda reposar; que pueda ser la “residencia” del muerto: de ahí, la
tumba.
Sub terra censebant
reliquam vitam agi mortuorum, afirma Cicerón en sus disputas tusculanas,
describiendo con ello la creencia de los viejos romanos en el sentido de que
sus antepasados muertos seguían viviendo en las tumbas. Animanque sepulcro condimus, incluimos su alma dentro de la tumba,
dice Virgilio al describir los funerales de Polidoro. Este condimus no podía ser algo en lo que propiamente creyese ya
Virgilio; sin embargo, probablemente permaneció en el lenguaje de los latinos
como un resquicio de aquellos tiempos en los que los romanos creían no estar,
propiamente, enterrando un cuerpo muerto, sino un alma viva.
De hecho, el alma del muerto era llamada tres veces, al
final de las exequias, por el nombre que había tenido el muerto en vida. Esas
tres veces se le decía: pórtate bien y que la tierra te sea ligera (sit tibi terra levis). Una fórmula que
reflejaba muy bien la calidad de la creencia de los romanos en una muy especial
inmortalidad del alma. Como resultado de esa convicción de que el alma
conservaba el sentimiento de lo agradable y lo desagradable, y el deseo de que
a partir del momento de la muerte lo segundo desapareciese de su “vida”, es por
lo que los ciudadanos clásicos desarrollaron la costumbre, vigente hasta el
momento presente, de señalar las tumbas con una lápida indicativa de que ahí se
encontraba alguien reposando. La suya era una afirmación literal.
Obviamente, la convicción de que el alma vivía una vida
dentro de la tumba importó al mundo grecorromano la costumbre egipcia (bien que
reservada a sus ciudadanos más importantes) de enterrar con el muerto objetos y
cosas que le serían útiles en su nueva vida como lo fueron en la antigua. Tucídides
atestigua esta costumbre de los antiguos atenientes; y Plutarco, en su libro
sobre Solón, informa de que las leyes del reformador establecieron un máximo de
tres vestidos que podrían ser colocados en la tumba. En tiempos tan tardíos
como la muerte de Julio en Roma, si hemos de creer a Suetonio, la superstición
de los romanos les llevó a enterrarlo con un montón de objetos de su propiedad.
La estricta vinculación entre alma y cuerpo, una creencia no
exenta de componentes supersticiosos, planteaba sus problemas. Píndaro, por
ejemplo, nos cuenta en el cuarto libro de sus Píticas el caso de Frixos, un
griego que había sido condenado al ostracismo y que había huido a la Cólquida.
Allí murió pero, el poeta nos lo describe, aun muerto allí, su alma quiere regresar
a Grecia. Por esta razón, su fantasma se le aparece a Pelias, ordenándole que
viaje a la Cólquida y rescate su cuerpo.
Sin haber sido enterrado en Grecia, el alma tampoco puede permanecer en el país.
La superstición funeraria griega prescribía los peores males
para las almas de los cuerpos que no fuesen adecuadamente enterrados, y tengo
por mí que ésta es la razón principal de que, durante mucho tiempo, los griegos
fuesen superados por otros pueblos, como los fenicios, en tanto que navegantes.
Los helenos tenían pavor, literalmente, a morir en la mar. Esta afirmación
queda confirmada por un pasaje de las Helénicas de Jenofonte, que cuenta el
triste regreso de los almirantes atenienses tras una victoria naval. Aquellos
mandos, acabamos de decir que victoriosos, sea por ateísmo, sea por cualquier
otra razón, no se habían preocupado de recuperar los cuerpos de los marineros
fallecidos en la lucha, y los atenienses en asamblea, espoleados por los
atormentados parientes de aquellos soldados que ahora tendrían una existencia
de ánimas errantes, los condenaron.
No bastaba, de hecho, con haber sido enterrado; hacía falta
respetar los ritos adecuados. Suetonio cuenta que el cuerpo de Calígula había
sido enterrado de cualquier manera tras su asesinato y obvia deposición; el
fantasma del emperador se comenzó a aparecer en diversas partes (dice Suetonio:
satis constat, priusquam id fieret,
hortorum custodis umbris inquietatos, nullam nocten sine aliquo terrore
transactam; obsérvese el satis
constat: aun mucho tiempo después, cuando él escribe, lo da por cierto),
hasta que el cuerpo fue exhumado y re-enterrado, esta vez cumpliendo todas las
formalidades.
En casi todos los escritores griegos clásicos: en Esquilo,
en Sófocles, en Eurípides, encontraremos pasajes que nos documentarán el hecho
de que la privación de sepultura era una de las penas anexas a la condena por
alta traición.
Estas costumbres están hoy más presentes de lo que se cree.
De hecho, es en el mundo grecorromano, al calor de esta creencia de que el
muerto está vivo bajo la tierra, el que crea la costumbre que hoy se honra,
sobre todo, el día de Difuntos: la costumbre de visitar la tumba.
Los hombres y mujeres de hoy llevan a los suyos flores, que
son un símbolo de vida. Los griegos y romanos eran distintos: les llevaban
manduca. Era una consecuencia lógica de las cosas en que creía, esto es en el
hecho de que aquellos antepasados seguían vivos y con necesidades. Ese alimento
que se llevaba a las tumbas era denominado inferias
ferre, parentare, o ferre solemnia. Dos pasajes de la literatura latina son
especialmente bellos en la descripción de esta costumbre. En el primero, tercer
libro de la Eneida, Eneas especula:
(…)sollemnis cum forte
dapes et tristia dona
ante urbem in luco falsi Simoentis ad undam
libabat cineri Andromache manisque uocabat
Hectoreum ad tumulum
ante urbem in luco falsi Simoentis ad undam
libabat cineri Andromache manisque uocabat
Hectoreum ad tumulum
… que yo traduciría, más o menos, como (sin respetar los
versos): “Acaso Andrómaca, junto a la tumba de Héctor, cerca de la ciudad y
junto a las aguas de un falso Simunte, alimentaba
a la ceniza con viandas y tristes ofrendas mientras convocaba a los Manes”.
(Siempre puedes usar el resultado del traductor automático
de Google, mucho más poético: “con, tal vez, una fiesta solemne, y los regalos antes de
la ciudad en el bosque por la ola de falsos Simois,
amado a cenizas debajo prácticas Andrómaca la tumba de Hector”).
El segundo ejemplo es de Ovidio, en el segundo libro de sus
mesmerizantes Fastos. Aquí va:
Est honor et tumulis,
animas placare paternas,
parvaque in exstructas munera ferre pyras.
parva petunt manes: pietas pro divite grata est
munere; non avidos Styx habet ima deos.
tegula porrectis satis est velata coronis
et sparsae fruges parcaque mica salis,
inque mero mollita Ceres violaeque solutae:
parvaque in exstructas munera ferre pyras.
parva petunt manes: pietas pro divite grata est
munere; non avidos Styx habet ima deos.
tegula porrectis satis est velata coronis
et sparsae fruges parcaque mica salis,
inque mero mollita Ceres violaeque solutae:
Es muy bonito este pasaje por lo que demuestra de
preocupación del poeta por lo que se adivina como cierto desinterés de las
gentes por sus muertes y, asimismo, cierta propensión a montar grandes movidas
por aquello de quedar cojonudamente.
Dicen estos versos: “la tumba debe ser honrada. Aplaca a los
espíritus de tus padres, y lleva pequeños regalos a las tumbas que les
construiste. Sus sombras se contentan con poco, prefieren la piedad a las caras
ofrendas; los dioses ambiciosos no pueblan la [laguna] Estigia. La ofrenda de
un tilo adornado con guirnaldas será suficiente. Un poco de comida, una pizca
de sal, un poco de pan mojado en vino, y unas violetas”.
Las violetas, esto es las flores, son lo único que ha sobrevivido de la receta
ovidiana. Las viandas eran enterradas junto a la tumba, para
asegurarse de que era el muerto quien las disfrutaría.
La costumbre romana era, en realidad, griega. “coloco sobre
la tierra la leche, la miel y el vino, porque son las cosas que disfrutan los
muertos”, dice Ifigenia. El mismo Eurípides hace decir a Neoptolemo: “Hijo de
Peleo, recibe este vino que place a los muertos”; y, por cierto, continúa: “ven
y bebe de esta sangre”, detalle que vendría a demostrar que Jesús, si dijo
aquello de bebed este vino porque es mi sangre, no inventó nada. Y a Orestes,
lo que más le preocupa de poder morir es que, si es así, su padre muerto no
tendrá quien lo homenajee y alimente en la tumba.
La creencia de los griegos en la necesidad de alimentar a
los muertos era tan grande que nos cuenta Plutarco que, tras la batalla de
Pelea, habiendo sido muchos de los victoriosos griegos enterrados en el mismo
campo de batalla, una de las condiciones impuestas a los vencidos fue que, una
vez al año, acudiesen al mismo, a las tumbas, a alimentar a los soldados
muertos.
Estas costumbres ya eran criticadas por los romanos de los
tiempos imperiales como anticuadas y propias de cierta superstición. Sin
embargo, su permanencia es una buena prueba de que, en el mundo antiguo,
también la religión oficial tenía problemas a la hora de imponerse a los ritos
que la gente quería tener. Luego llegó el cristianismo, y su creencia en la
resurrección lo cambió todo. Pero algunos de aquellos ritos, puesto que nacen
de lo más profundo y auténtico del corazón de las personas que echan de menos a
quienes se han ido, siguieron ahí. En el fondo, el hombre moderno sigue
cumpliendo con lo descrito en los versos de Ovidio.
Eso sí, lo que ha dejado, es de leerle.
¿Y qué me dices de que abandonaran las piras? Porque durante muchos años, como ocurría entre los nórdicos o los hindúes, lo más normal era quemar al difunto. La inhumación fue, de hecho, una novedad.
ResponderBorrar"Animula vagula, blandula hospes comesque corporis, ¿quae nunc abibis? in loca pallidula, rigida, nudula, nec, ut soles, dabis iocos."
ResponderBorrarPublio Elio Adriano.