El muftí de Jerusalén estableció, por lo tanto, ya antes del
estallido de la segunda guerra mundial, muy estrechas relaciones con la
Alemania nazi. Envió a Berlín, como su representante oficioso, a Said abd
al-Iman, un radical nacionalista árabe sirio. En la primavera de 1939, el líder
del Istiqlal fue un invitado especial de Rosemberg en Berlín.
Sin embargo, Alemania siempre tuvo sus prioridades. El
rearme de su ejército durante toda la década de los treinta exigía que no
hubiese conflictos con Londres; así pues, su apoyo a la causa palestina estuvo
siempre, durante la década de los treinta, muy medido para no colmar vaso alguno. Además, la Alemania de preguerra
no podía poner en marcha una solución final contra los judíos como haría
después. Lo que podía hacer, e hizo, fue aprobar leyes segregacionistas y
discriminatorias, buscando que los judíos saliesen del país. Y el destino
natural de los que así decidían hacerlo era Palestina, y Berlín necesitaba que
lo siguiera siendo. La Alemania nazi, incluso, favoreció esta política,
convirtiéndose en provisor de la liquidez necesaria para los judíos que querían
emigrar a la futura Israel y, para ello, necesitaban cumplir con la normativa
británica, que les exigía demostrar la posesión de un activo de al menos 1.000
libras esterlinas (en el marco de lo que se conoce como el Acuerdo de Haavara); esta especie de préstamo de tesorería se concedía con la condición de que los fondos fuesen luego utilizados para financiar las exportaciones alemanas a la zona.
Los escrúpulos racistas de muchos nazis tuvieron que ser acallados, en 1938,
por el propio Hitler, quien dejó claro que los judíos debían abandonar Alemania
por cualquier medio.
Las cosas, sin embargo, cambiaron en 1937, cuando los alemanes tuvieron las primeras noticias oficiosas de la propuesta de partición contenidas en el Plan Peel. La partición ni se acompasaba con sus intereses, ni estaba dentro de sus planes. Temían los alemanes (y en este punto no se equivocaban) que una capital judía de un Estado judío sirviese para reforzar la opinión judía en el mundo entero; al estilo del Vaticano con la opinión católica o, en aquellos tiempos, Moscú con la opinión comunista. En la visión de los nazis, el judaísmo internacional, es decir una fuerza conspiradora embarcada, entre otras cosas, en cercenar las alas del águila teutona, dispondría, en un Estado israelí, de un stronghold donde refugiarse y del que obtener apoyo logístico e ideológico (al estilo de Afganistán y el terrorismo de Al Qaeda).
En 1938 tuvo que haber una importante transferencia de armas u otros medios a los palestinos, porque una nota de principios de 1939, del almirante Canaris, jefe de la inteligencia, da fe del agradecimiento del muftí por la ayuda recibida. El año anterior, de hecho, Canaris y Husseini se habían entrevistado en Bagdad. Aunque había una razón más: en julio de 1938, Hitler, durante una reunión estratégica al más alto nivel con Göring, Keitel, Göbels y Himmler, había dicho que quería a Gran Bretaña ocupada en Palestina cuando decidiese avanzar sobre Checoslovaquia.
En el marco de las alianzas estratégicas dentro del Eje
italogermano, Berlín aceptó como principio las reivindicaciones italianas en el
Oriente Medio, que formaban parte de los sueños imperialistas de Mussolini. Sin
embargo, en realidad toda o casi toda la política en la zona practicada por los
alemanes durante el conflicto acabó haciéndose a las espaldas de los italianos, sobre
todo desde el fracaso decepcionante de las armas italianas en Grecia y los
Balcanes, que convencieron a Hitler de que Italia tenía un ejército de mierda.
Tal y como habían trazado sus planes los alemanes, la entrada de Italia en la guerra, que se produjo el
10 de junio de 1940, tendría que suponer que el Mediterráneo pasara a tener una
importancia mucho mayor que hasta entonces en el conflicto, cosa que
efectivamente pasó; y que una rápida acción italiana en el Norte de África
pusiera en graves aprietos a los británicos. Pero esto no pasó.
Mussolini prefirió dedicarse a intentar aprovecharse del derrumbamiento del imperio francés en el Magreb, pero no incomodó en lo absoluto a los británicos. El líder fascista italiano veía con mayor ambición, y probablemente reputaba más sencillas, las conquistas en el Oeste del Mediterráneo. Creía que, una vez vencida Francia, Alemania no le pondría problemas a su penetración en el Magreb libio y argelino a costa de Francia; y también pensaba que tanto Berlín como el general Franco le cederían felices la soberanía, si no de iure cuando menos de facto, sobre las Baleares, largamente ambicionadas por la Roma negra. Ambas cosas son bien definitorias de que, en según qué escenarios, Pocoyó hubiera tenido más capacidad analítica geopolítica que don Benito. Hitler no podía enervar el avispero galo abocando al régimen de Vichy a un tratamiento humillante de nación derrotada, y sabía bien que los británicos (y pronto los estadounidenses) estaban jugando sus cartas en Madrid con fuerza, con Churchill enchufando pasta a paletadas a los militares monárquicos y los embajadores estadounidenses recordándole al ferrolano que sin su gasolina el momio de la España Inmortal, Martillo de Herejes, Espada de Trento, Una, Grande y Libre, se podía convertir en otra cosa bien distinta en apenas unos meses; todo eso sin mencionar la más que probable, y quizá definitiva, pérdida de las Islas Canarias caso de que los aliados desembarcasen algún día en África con España puesta de frente.
Toda la lógica de la guerra impulsaba a Mussolini a olvidarse de sus sueños imperiales y avanzar hacia Oriente Medio, para crearle a Londres un frente de cojones a los pies de las pirámides. Pero Mussolini, un poco al estilo de Amador Rivas (La que se avecina) con su descapotable, bramaba: "¡Pues yo quiero mi imperio!" Y envió al general Graziani a tomar Libia.
Para desesperación del Estado Mayor teutónico, Italia no hizo nada, o casi nada, para evitar que los ingleses retuviesen Gibraltar, la boca del Canal de Suez, Malta y Chipre: todas las garitas de vigilante del Mediterráneo. A partir de ahí, casi nada salió como Berlín esperaba, por mucho que se canten habitualmente las virtudes de la Blitzkrieg. En primer lugar, los propios germanos perdieron la batalla de Inglaterra. Al perderla, permitieron que las fuerzas navales británicas pudiesen dedicarse a otras cosas. Y se dedicaron, por ejemplo, a bombardear a la flota italiana en Taranto, el 11 de noviembre de 1940. Para sorpresa de los alemanes, los británicos mantuvieron, incluso ampliaron, su poder naval en el Mare Nostrum.
Mussolini prefirió dedicarse a intentar aprovecharse del derrumbamiento del imperio francés en el Magreb, pero no incomodó en lo absoluto a los británicos. El líder fascista italiano veía con mayor ambición, y probablemente reputaba más sencillas, las conquistas en el Oeste del Mediterráneo. Creía que, una vez vencida Francia, Alemania no le pondría problemas a su penetración en el Magreb libio y argelino a costa de Francia; y también pensaba que tanto Berlín como el general Franco le cederían felices la soberanía, si no de iure cuando menos de facto, sobre las Baleares, largamente ambicionadas por la Roma negra. Ambas cosas son bien definitorias de que, en según qué escenarios, Pocoyó hubiera tenido más capacidad analítica geopolítica que don Benito. Hitler no podía enervar el avispero galo abocando al régimen de Vichy a un tratamiento humillante de nación derrotada, y sabía bien que los británicos (y pronto los estadounidenses) estaban jugando sus cartas en Madrid con fuerza, con Churchill enchufando pasta a paletadas a los militares monárquicos y los embajadores estadounidenses recordándole al ferrolano que sin su gasolina el momio de la España Inmortal, Martillo de Herejes, Espada de Trento, Una, Grande y Libre, se podía convertir en otra cosa bien distinta en apenas unos meses; todo eso sin mencionar la más que probable, y quizá definitiva, pérdida de las Islas Canarias caso de que los aliados desembarcasen algún día en África con España puesta de frente.
Toda la lógica de la guerra impulsaba a Mussolini a olvidarse de sus sueños imperiales y avanzar hacia Oriente Medio, para crearle a Londres un frente de cojones a los pies de las pirámides. Pero Mussolini, un poco al estilo de Amador Rivas (La que se avecina) con su descapotable, bramaba: "¡Pues yo quiero mi imperio!" Y envió al general Graziani a tomar Libia.
Para desesperación del Estado Mayor teutónico, Italia no hizo nada, o casi nada, para evitar que los ingleses retuviesen Gibraltar, la boca del Canal de Suez, Malta y Chipre: todas las garitas de vigilante del Mediterráneo. A partir de ahí, casi nada salió como Berlín esperaba, por mucho que se canten habitualmente las virtudes de la Blitzkrieg. En primer lugar, los propios germanos perdieron la batalla de Inglaterra. Al perderla, permitieron que las fuerzas navales británicas pudiesen dedicarse a otras cosas. Y se dedicaron, por ejemplo, a bombardear a la flota italiana en Taranto, el 11 de noviembre de 1940. Para sorpresa de los alemanes, los británicos mantuvieron, incluso ampliaron, su poder naval en el Mare Nostrum.
Como es bien sabido, en el verano de 1940, Hitler había
tomado ya la decisión de invadir la URSS al año siguiente. Sin embargo, su
posición no era fácil. Estaba fracasando en la invasión de Inglaterra, las
formalidades del Eje le obligaban a ser sensible a las peticiones italianas en
el Norte de África, y todo eso lo tenía que hacer manteniendo de su lado (en el
peor de los casos, en posición de neutralidad) a España, la Francia de Vichy y
Turquía (inciso: por muchos libros de la segunda guerra mundial que se escriban, nunca se habrá escrito lo suficiente sobre la importantísima función que cumple Turquía en el conflicto). La consecuencia lógica de todo esto fue dejar que Italia fuese la que
llevase el peso de la guerra de los Alpes hacia abajo.
Italia respondió con un plan destinado a
penetrar en la zona hasta Egipto, empezando por Libia. Sus ejércitos venían
crecidos por el paseo de Abisinia y, la verdad, creían que todo el monte era
orgasmo. El 13 de septiembre de 1940, los italianos llegaron a Libia. Un mes
después, el 28 de octubre, Mussolini, creyendo a su ejército tan potente y
eficaz como el hermano mayor alemán, ordenó abrir otro frente, y cruzó Albania
en dirección a Grecia. En los días que siguieron, Gran Bretaña desembarcó
tropas en Creta y en el área de Atenas.
La primera campaña de Grecia es una de las cagadas militares
más importantes que se pueden rastrear en la Historia. Muy esquemáticamente,
Mussolini, que carecía de toda capacidad para entender el elemento logístico de
toda batalla y no digamos de toda invasión, hizo a sus ejércitos avanzar hacia
Grecia, un área orográficamente imposible y de escasos recursos, sin preocuparse seriamente
de llevarles comida, municiones o mantas en cantidad y regularidad suficiente; lectores de este blog mucho más duchos en materia militar como mi amigo Eborense pueden explicar mejor que yo que las guerras las ganan los que disparan en igual medida que quienes los alimentan y pertrechan.
Como consecuencia, la armada italiana fue parada en seco por 40.000 pelaos, mal
armados y famélicos, extraordinariamente motivados y conocedores del
terreno, y tercos como griegos. En diciembre de aquel mismo año, Roma ya estaba pidiendo ayuda a
Berlín para ganar aquella pequeña guerra, lo cual fue el final de toda ilusión
de que Alemania e Italia fuesen a luchar coordinados pero en terrenos
diferentes. Lo que más decidió a Hitler a acabar con aquella estrategia fue el
hecho de que la incapacidad de echar a los británicos de Creta colocaba los
campos petrolíferos de Rumania a tiro de avión británico desde allí; y, sin ese
petróleo, Alemania podía despedirse de invadir la URSS.
Para colmo, ese mismo mes de diciembre de 1940, los
británicos desembarcaron en Libia y comenzaron a hostigar la línea de avanza
italiana hacia Egipto. El 12 de noviembre, Hitler había ordenado ya el
despliegue de una División Panzer en Libia. Ya en febrero y marzo de 1941,
desembarcó 25.000 hombres más, como consecuencia del lanzamiento en enero de la
denominada operación Sunflower (¿Sonnenblume?), por la cual el ejército alemán intervenía para
apoyar las operaciones italianas en la zona. Para el nacionalismo palestino,
ésta era un gran noticia. Todo el mundo sabía que Mussolini abominaba de la creación
de estados árabes independientes. Él pensaba en reeditar las hazañas de Sila,
Cayo Mario y los vencedores sobre Cartago, y crear en el norte de África un
imperio italiano; no quería estados propios que le pudiesen obstaculizar estos
planes. A Alemania, en cambio, le interesaba fundamentalmente la
desestabilización de los dominios británicos, y sabía que eso se hacía mucho mejor
alimentando las ilusiones de los nacionalismos musulmanes.
Como consecuencia del estallido de la guerra total en
Oriente Medio, el actual Estado de Israel se convirtió en uno de los objetivos
de las agresiones germanoitalianas. Las principales ciudades de la costa
palestina fueron bombardeadas.
Las tropas desplegadas por Alemania durante los últimos
meses de 1940 y 1941, junto con la llegada de la XV División Panzer en mayo de
éste último año, conforman lo que la Historia conoce como Africa Korps. Sobre
el papel, era una unidad plenamente sometida al mando del comandante general
italiano en Libia; pero, desde el 12 de febrero, estaba en realidad bajo el
mando, alemán por supuesto, del teniente general Erwin Rommel.
El 31 de marzo, el Africa Korps, junto con las divisiones
italianas Ariete y Brescia, todas ellas bajo el mano de Rommel, comenzaron la
ofensiva que, así se sentía en Jerusalén, habría de terminar a las puertas de
la ciudad y entregando a los palestinos su libertad y, por qué no decirlo, la
correspondiente carta blanca para llevarse por delante a todo judío que todavía
respirase.
Los comienzos fueron apoteósicos. En apenas dos semanas, habían
ganado la Cirenaica y habían revertido las pérdidas de terreno que había tenido
el general Graziani frente a los ingleses. Quince días después, Hitler apretó
las pinzas avanzando en los Balcanes sobre Grecia y Yugoslavia. Belgrado cayó
el 17 y Atenas cuatro días después. El 25 comenzó la operación Mercurio para la
conquista de Creta, operación que se completó el 1 de junio siguiente.
Al collar británico cada vez le quedaban menos perlas:
Egipto, Palestina, Malta y Chipre. Palestina adquiría mayor importancia
conforme avanzaba la guerra.
Me ha gustado mucho el repaso que has hecho sobre los primeros tempos de la IIGM en el mediterráneo.
ResponderBorrarCuando pensamos en los momenots post-Dunkerketodo parece girar alrededor de la Batalla de Inglaterra, pero en mi opinión si esa es la nota principal, hay otros acordes importantísimos en el Mediterráneo que dan pie al foco del conflicto durante 1940-42, el Mediterráneo.
En esos momentos los goznes de la historia podrían haber girado bastantes grados, en mi opinión, sin necesidad de pasar por la enormemente conflictiva toma de Gibraltar. Inglaterra tomó la durísima decision de bombardear la flota francesa, Italia remoloneó de forma estúpida ante Malta... Creo sinceramente que la toma de Malta en particular, bien aprovechada como nudo del mediterráneo por el eje, podría haber implicado un cambio absoluto en los compases de las campañas de África posteriores.
Y no eres el único que lo piensas.
BorrarBueno, muchas gracias por la cita.
ResponderBorrarMuy atinado tu texto. Si el esfuerzo logístico y el combustible quemado en el transporte de tropas a Albania y posterior guerra se hubiera empleado en Libia, en 1940, o en 1942, otra cosa hubiera sido ese teatro bélico. Así de simple.
Eborense, strategos
A ver si amplías el comentario sobre Turquía, please.
ResponderBorrarMe está pareciendo muy interesante esta serie.
ResponderBorrarSólo quería apuntar que los italianos no llegaron a Libia en 1940, sino bastante antes: en 1912. Lo que hicieron en 1940 fue lanzarse a por Egipto desde allí. Y como fracasaron, fueron los británicos quienes entraron en Libia desde Egipto, persiguiendo a los italianos en retirada. Creo que en el texto esa parte está algo confusa.
Aparte, las primeras tropas alemanas (precisamente los 25.000 hombres de la 5ª División Ligera -más tarde 21ª División Panzer- que se mencionan en el texto) no llegaron a Libia a finales de 1940, sino entre febrero y marzo de 1941. Su despliegue se había ordenado en febrero.
Saludos:
ResponderBorrarDe hecho, Pedro, si no me lío al citar de memoria, llegan tecnicamente el año antes cuando desembarcan y ocupan Trípoli (Guerra Italoturca).
Como es sabido, en esta ocasión, Gran Bretaña dio algunas facilidades indirectas a los italianos al impedir desde Egipto que llegaran refuerzos turcos o voluntarios. Pero luego frenaron un exceso de logros italianos. Lo de siempre, jugar al equilibrio.
A Italia le llevó décadas someter totalmente el territorio y para ello Graziani debió amontonar a la población civil en campos de concentración, sembrar el terror o alambrar miles de kilómetros de desierto.
Al final lo lograron. Véase la famosa foto del líder Muctahr prisionero, antes de ser ahorcado, que Gadafi se ponía en la pechera al visitar a Berlusconi.
Y mis disculpas por la aberrante ortografía de los nombres, tengo poco tiempo.
Rafael.