Carlos VIII tenía una ventaja sobre todos sus predecesores:
reinaba sobre una nación ya construida. Todos los anteriores reyes franceses,
desde Carlomagno, no fueron sino obstetras del enorme parto que fue diseñar y
crear la nación francesa. Carlos heredó el resultado de aquella obra hercúlea
y, consecuentemente, las ambiciones imperialistas que la caracterizarían
durante los siguientes 300 años.
Carlos soñaba con emular a San Luis de Francia y dirigir una
cruzada, que ya no lo sería contra los infieles, sino por la dominación de
Europa. E Italia era su lógico objetivo. Contaba con muchísimos aliados dentro
de la península y, muy especialmente, con el duque de Milán, Ludovico María
Sforza, quien también estaba, a su manera, construyendo un proyecto
centralizador del que beberían los arquitectos lombardos de la nación italiana
casi 400 años después. Ludovico María había retirado del mercado a su principal
rival en Milán, su fogoso sobrino Gian Galeazzo, encerrado en el castillo de
Pavía. Gian Galeazzo, sin embargo, le facilitaba un elemento importante de su
estrategia, puesto que se había casado con una miembra de la casa real
napolitana, lo que le otorgaba, cuando menos teóricamente, derecho a reclamar
esa corona.
Como suele ocurrir en muchos momentos de la Historia, el
gobernante que quiere tocar las pelotas se busca justificaciones de alto standing
para explicar su proceder. Carlos no fue una excepción y, no más piafó el
primer caballo que desde París salía para invadir Italia, repitió a todos que
aquella invasión era una Cruzada destinada a limpiar a la impía Italia. Esta
teoría, que para Carlos no era sino un movimiento estratégico, encontró sin
embargo oídos y voluntad animosos en la persona de Fra Girolamo Savonarola. Al
buen dominico ferrarense afincado en Florencia, aquellas manifestaciones le
sonaron a confirmación de sus profecías en el sentido de que el Vaticano estaba
a punto de caer hundido bajo el peso de sus pecados.
Pero pasaron más cosas que abonaron las ideas de Savonarola.
Desde el principio de su política imperialista respecto de Italia, París había
temido que Nápoles, resistiéndose a ser invadida, buscase apoyo en el Vaticano.
Una alianza con el Papa supondría para los reyes de Nápoles una importante
ayuda militar. Los franceses intentaron impedir tal alianza, pero no lo
consiguieron: en 1494, el papa Borgia y los napolitamos alcanzaron algo
parecido a un Memorandum of
Understanding. Cuando Carlos se enteró, se cogió un globo de la hostia y,
consecuentemente, comenzó a bramar que la Iglesia necesitaba una reforma.
O sea, justo lo que Savonarola llevaba años gritando desde
el púlpito del Duomo.
Savonarola, pues, tomó al rey Carlos VIII como la máxima
expresión de sus profecías; y creyó tanto, y tan profundamente, en ello, que no
fue capaz de ver que el rey francés no era sino un hábil político más, a la
búsqueda de su propio interés, preparado para vender a su madre a plazos si era
necesario para conseguir lo ambicionado. Lejos de ello, Savonarola comenzó a
referirse en sus sermones al rey francés como “la Espada del Señor”, es decir,
el elemento del mundo mortal escogido por Dios inmortal para hacer su Justicia.
Y más: “¡Florencia! El tiempo de danzar y cantar ha pasado. Es la hora de
llorar tus pecados con torrentes de lágrimas. Tus pecados, Florencia. Tus
pecados, Roma. Tus pecados, Italia, son la causa de esta catástrofe.
¡Arrepentíos, rezad, uníos!”
Fra Girolamo, puesto que veía en Carlos VIII a un agente de
Dios, pensaba que éste se pasearía por una Italia de ciudadanos que lo
recibirían de rodillas en el borde de los caminos. Pero no fue así. Para su
desesperación, la entrada del francés en Italia fue lentísima. En realidad, más
que lenta, fue problemática. La aventura italiana del rey francés no era nada
popular entre sus ciudadanos, que temían el enorme coste en impuestos que
podría tener una guerra contra la potente armada papal; ningún católico podía
olvidar, además, la potencia que siempre había exhibido el Vaticano a la hora
de conseguir aliados. Los franceses, por lo tanto, temían llegar a encontrarse
como Hitler en el siglo XX, peleándose con casi todos y disfrutando de la ayuda
de aliados más bien débiles.
El aspecto financiero adquirió más y más importancia.
Ludovico Sforza tuvo que engrasar las ambiciones del rey de Francia con 200.000
florines; el propio Carlos empeñó las joyas de la corona. Se endeudó hasta las
cachas con los banqueros genoveses (ya para entonces conocidos por los
catalanes en España con la nada elegante expresión “moros blancos”) y buscó la
paz con España y Austria a base de cederles territorios, lo que encabronó
todavía más a los franceses. La expedición sólo comenzó en agosto de 1494
después de que el Sforza aflojase otros 50.000 florines del ala; a su paso por
Turín, el rey francés vendió las joyas de su tía, la señora de Saboya, y de la marquesa
de Montferrat. Mucho tuvo que remar Ludovico para convencerle de que se llegase
a Annone, en las afueras de Milán; aunque a la mayor parte de su ejército lo
envió a Génova, camino por el cual los franceses se follaron hasta a las
ardillas.
La expedición tenía que fracasar. Pero no lo hizo por un
golpe de suerte. La flota francesa, que iba navegando entre cubata y cubata
camino de Génova, avistó la flota napolitana. Finalmente, el enfrentamiento fue
inevitable y, mamados y todo, los galos le dieron a los napolitanos hasta la esquina
inferior derecha del yeyuno. Luego sometieron a la ciudad de Rapallo a un
cañoneo brutal, desembarcaron allí, saquearon la ciudad y no dejaron ni una
virgen de menos de 104 años en las calles. El anuncio del saco de Rapallo tuvo
en los italianos el efecto que tendría en los holandeses el español de Malinas
algún tiempo después. Italia, siempre tan proclive al heroicismo, bajó los
brazos y saludó al rey francés como si lo conociese de toda la vida.
El francés lo tenía a huevo. Tenía una alianza con Milán. El
segundo gran poder italiano (secular, claro está), Venecia, no se metería con
él ahora que había demostrado que sabía destrozar flotas. Y el tercero, Nápoles,
acababa de recibir una paliza. Sin embargo, el francés amagaba con volver
grupas todos los días impares, acojonado como estaba con los informes que le
llegaban sobre las cosas que se rumoreaban de él en los puentes del Sena.
Sforza lo empalmaba con proyectos inconmensurables: una vez tomado Nápoles, le
decía, serás fuerte para echar a los musulmanes de Constantinopla. Sabemos, sin
embargo, que la noche que Carlos durmió en el castillo de Pavía, por lo tanto
en el ducado de Milán, ordenó doblar la guardia. Claramente, no se fiaba de
Sforza.
El otoño de 1494 pilló a los franceses sin un puto duro, en
los primeros repechos de los Apeninos, y bajo una lluvia del carajo. A Carlos,
toda la ilusión por aquella movida se le estaba escapando, y llegar a las
puertas de Florencia no calmó su nostalgia. Los sobrinos de Piero de Medici le
presionaban para que tomase la ciudad y la provincia, tras lo cual, le decían,
también tendría de su lado Lucca y Pisa, felices de liberarse del mando
toscano. Lo intentó, sin mucha convicción, chocando contra las murallas de la
fortaleza de Sarzana. Entonces cambió de rumbo y fue a Pisa, donde entró en
medio de vítores. Vítores, en buena medida, financiados por Ludovico Sforza,
probablemente también responsable de que las espontáneas turbas derribasen una
famosa estatua urbana, el león Marzocco, símbolo del gobierno florentino, y la
sustituyesen por otra del propio Carlos.
Pisa, pues, avanzaba la bandera de la libertad respecto de
Florencia. Pero, Arno arriba, en la propia Florencia, la ciudad abrazaba otra
bandera: la de la libertad respecto de Piero de Medici.
Este pobre Pierino es conocido por la Historia como el
Desafortunado, aunque, en realidad, debería ser conocido como El Tonto del Culo.
Piero de Medici, en efecto, era uno más de esos machos alfa musculitos que
creen que todo en la vida en jugar al fútbol y andar con tías. Cuando eres
administrativo de una correduría de seguros, puede que la posesión de tan
limitadas convicciones nunca te delate. Pero cuando eres el gobernante de una
ciudad, ya la cosa cambia. Piero era un florentino gilipollas; tenía de
florentino todo ese maquiavelismo de quien busca en cada momento la idea y la
alianza que más le conviene. Pero tenía de gilipollas que sus cambios eran tan
bruscos, y tan frecuentes, que acababa por cabrear a todo el mundo. En apenas
un parpadeo, Piero de Medici pasó de apoyar a los napolitanos a enviar a Piero
Capponi, su teórica mano derecha, a parlamentar con el rey francés. Y le dio unas instrucciones
tan egoístas (o sea, que negociase para él, no para Florencia) que Capponi
llegó a proponerle al rey galo que expulsase de Francia a los mercaderes
florentinos, con tal de ganarse su apoyo personal.
A las puertas de una Florencia donde había un cabreo del
setenta y dos contra su gobernante, el rey francés reclamó salvoconducto para
atravesar la provincia. El gobierno de la ciudad le respondió con evasivas, y
el francés se encabronó. Para cuando la Signora envió parlamentarios al
campamento de Carlos para decirle que sí, que podía entrar en territorio de Florencia,
éste ya lo había hecho, y no de muy buenas pulgas.
Piero de Medici voló a Pontremoli a entrevistarse con
Carlos. Ante él, se bajó los pantalones y hasta se separó las nalgas. Le
entregó Pisa y diversos castillos, entre ellos Sarzana, al que obligó a
rendirse porque los franceses no habían podido tomarlo. Le otorgó tantas
concesiones que cuando el documento llegó a Florencia, para recabar el
preceptivo (y otras veces simbólico) nihil
obstat del gobierno de la ciudad, los burgueses se encolerizaron y el
propio Capponi llamó a la revolución.
El gobierno de la ciudad de Florencia, ya completamente
euskaldunizado de su teórico gobernador, Piero de Medici, a quien incluso
negaron el saludo, decidió enviar su propia embajada negociadora ante el rey
francés. Hacía falta, además de políticos hábiles, alguien con adecuado don de
la palabra. Y Piero Capponi pensó en una persona a la que admiraba mucho.
Girolamo Savonarola exigió hacer el camino hacia Pontremoli
a pie. Sólo la agudeza y paciencia de Capponi consiguieron que aceptase ir a
lomos de una mula.
Tus capítulos sobre Savonarola son alucinantemente buenos. Te agradecería que añadieras alguna bibioglafía, en inglés y español por lo que a mi respecta. Gracias.
ResponderBorrarBuenas tardes Sr. Juan .
ResponderBorrar¡Menos mal que ya sé la historia de Savonarola , si no ya no tenía uñas!
Pero a pesar de saberla no puedo dejar de leer sus entregas...¿será porque su forma de contarla la hace más "emocionante"?
Un saludo
María