El gobierno de 2 de noviembre de 1972 es puramente
allendista. Ya no cabe hablar, en mi idea, de gobierno de la Unidad Popular,
porque en el mismo ya no se respetan las cuotas de los distintos partidos, sino
que son ministros aquéllos que Allende quiere. Como los militares y, muy
especialmente, el general Carlos Prats González, comandante en jefe del
Ejército, que es nombrado ministro del Interior. El contraalmirante Ismael
Huerta es nombrado ministro de Obras Públicas, y Claudio Sepúlveda, general del
ejército del Aire, de Minería. Según la prensa de la época, podrían haber sido
más. Otras figuras señeras del ejército chileno, altos mandos como Rolando
González, Urbina, Pickering, Vivero, o los jefes de la Marina, almirante
Montero, y del aire, general Carlos Ruiz, habrían declinado educadamente ante
el presidente, en la mañana del día 2, sus ofertas. Allende ha metido en su
gobierno a tres militares y a los dos altos representantes de la CUT.
Puede la defensa histórica de Allende, sin duda, atacar el
movimiento reaccionario que meses después liderará el general Augusto Pinochet;
sobre el cual, por cierto, a finales del 72 el presidente tiene una opinión
bastante positiva. Puede, lo he dicho, criticarle por reaccionario. Pero no, en
mi opinión, por actuar para tomar el gobierno, porque quien trazó primero esa
línea fue el propio Allende. Lo hizo, desde luego, sin separarse de la senda
constitucional; pero alguien que llega a presidir un país debería tener claro
que ésos son matices despreciables para un militar golpista; y los gobiernos no
gestionan lo que es moral, sino lo que es.
El gesto de nombrar a Prats dilapidó la tradición de un
ejército constitucionalista y envió mensajes equívocos muy jodidos a los
ambiciosos, que siempre son los que mantienen la cabeza fría en estos ríos
revueltos. Allende, probablemente, creía que todo el Ejército estaba con él. Por eso lo usaba de andador de la
revolución. De haber seguido vivo en esos momentos, de seguro Iosif Stalin le habría
susurrado al oído: nombra un cuerpo de comisarios militares, como en el
ejército republicano español, como en el soviético, y quítales el mando. Si no
les quitas el mando efectivo, nunca podrás estar seguro de que no te lo van a
estrellar en la cabeza.
Pero Stalin estaba muerto, y Allende era demasiado naïf. Lo
que siempre me ha extrañado, la verdad, es que su amigo Fidel no le pusiera las
cosas claras.
El 5 de noviembre, los gremios aceptan las condiciones del
gobierno, y vuelven a currar sin haber conseguido el Pliego de Chile que, en la
práctica, propugnaba dar marcha atrás en el proceso revolucionario. Desde
Santiago de Chile, Gorriarán clama en sus crónicas que el lock-out y su gestión
ha hermanado a Allende con los militares. En realidad, esto ha pasado, sí: con algunos militares. El general Prats se
declara, como miembro del gobierno, abierto partidario de la política del
gobierno, que considera una política dirigida contra «el capital extranjero y
los monopolios» (curiosa
valoración de la que se deduce que los camiones, las escuelas, los aviones, los
despachos de abogados, y todos los que han ido al paro en Chile son propiedad
de multinacionales, que los explotan en régimen de monopolio). Hay personas que
conciben que el constitucionalismo militar consiste en que los militares nunca
se declaren, como tales, ni partidarios, ni enemigos, de nada; no era ése,
desde luego, el concepto de Allende.
Las señales comenzaron pronto. El 8 de diciembre del 72, la
Corte Marcial recorta más que sustantivamente la condena al general Roberto
Viaux por la muerte del general Schneider, dejándola en dos ridículos años. A
Jaime Melgosa, condenado a cadena perpetua por realizar los disparos contra el
general, se la rebajan a diez años.
En la primavera de 1973, todos los problemas acumulados se
pusieron a prueba en unas elecciones de amplio espectro que renovaban, sobre
todo, el Congreso. Los relatos de la etapa de Allende, así como los argumentos
de muchas personas, sostienen que la Unidad Popular ganó aquellas elecciones,
como sostienen que ganó las presidenciales que hicieron a Allende presidente.
Ambas afirmaciones, no obstante, son matizables. Muy matizables.
Teniendo en cuenta que la Unidad Popular defendía, pretendía
y trató de ejecutar un cambio sistémico en Chile (esto es, que las cosas se
hicieran de otra manera o, si se prefiere, acabar con el capitalismo), la UP no
podía decir que había ganado nada en 1970, porque la mayoría de los chilenos se
había mostrado contraria a dicho cambio sistémico. En marzo de 1973 ocurrió lo
mismo; lo que se ventilaba en esas elecciones era, de hecho, si la oposición
iba a conseguir la mayoría de diputados suficiente para echar a Allende.
Lo que sí es cierto es que la Unidad Popular, en el 73, ganó
votos. Y que consiguió su objetivo, esto es que su oposición no fuese lo
suficientemente fuerte como para echar al presidente. Pero los resultados del
73 también pueden interpretarse como la confirmación de que en Chile había una
mayoría no revolucionaria. Conclusión que el gobierno no sacó en ningún
momento, y es por ello que no faltan analistas que digan que Allende no supo
administrar su derrota dulce, victoria pírrica, o como quiera llamarse.
Yo creo que la Historia demuestra que son escasos, si es hay
algunos, los políticos que saben interpretar una derrota dulce. Éste fue el
calificativo que hizo Felipe González del resultado de unas elecciones, aseveró
que había entendido el mensaje, y se aplicó, a las horas 24, a demostrarle al
país que no había entendido una mierda. Sabido es que mucha gente habla de lo
que en España se llama Síndrome de La Moncloa y en Chile bien puede llamarse
Síndrome de La Moneda. Presidir un gobierno es tomar constantemente decisiones
jodidas, y es normal que, por pura sanidad mental, uno acabe rodeándose del
Yago de turno que, aunque quizá secretamente busque nuestro mal, se dedique a
decirnos, a cada momento, que nuestras decisiones son siempre perfectas y
nuestros pedos huelen a J’Adore. La
repetición constante de la mentira, como dijo Göbbels, la convierte en verdad.
El gobernante acaba creyéndose que es más listo de lo que es, que la situación
es mejor de lo que es, y de que tiene más poder del que tiene.
En marzo de 1973, Salvador Allende había terminado por
torcerle el brazo a los gremios que le habían acorralado con sus paros y había
mejorado su volumen de votos. Pudo interpretar que ese aval (no me cansaré de
escribirlo: minoritario) se lo daban para consolidar lo hecho. Pero no hizo
eso. Lo que hizo fue interpretarlo, tal y como le reclamaba el senador
socialista Altamirano, erigido en portavoz del radicalismo allendista, como una
llamada a profundizar en las reformas revolucionarias.
La interpretación que hizo Allende de los resultados del 73
fue tan lerda, tan burda y casposamente revolucionaria, que ni siquiera reparó
en el problema que le planteaba el relativo fracaso de la Democracia Cristiana.
Con un 32% de los votos, Eduardo Frei seguía siendo el principal partido de la
oposición, pero muy por debajo de lo que necesitaba y de hecho esperaba. Un 32%
significaba que la DC no podía aspirar a ser, ella sola, alternativa a la UP;
que es lo que, paradójicamente, le habría dado más fuerza al gobierno.
¿Por qué? Pensémoslo en términos españoles y actuales. Si
tú, lector, fueses Rajoy, ¿preferirías que el PSOE obtuviese 110 diputados, u
80? Un punto de vista miope se decantará por lo segundo. Miope, porque no verá
que los 30 diputados de menos del socialismo no serán, desde luego, para el PP.
Serán para otros grupos de izquierda que, automáticamente, tendrán una fuerza
para pactar con el PSOE que hoy no tienen. En conclusión, la oposición al
gobierno del PP será más radical, más bloqueante, que la que pudieran ejercer
los socialistas de dominadores del cotarro opositor.
La literatura comunista quiere ver en Eduardo Frei un
golpista más y en la DC el centro del golpe de Estado. En mi opinión, si la DC
acabó siendo una especie de civil colaborante del golpismo militar no fue por
convicción, sino por debilidad; no tenía votos suficientes para oponerse al universo
Partido Nacional-grupos de ultraderecha. Pero esto es algo que Allende,
borracho de su presunto triunfo, no pudo, ni quiso, ver.
Otro factor importante de las elecciones es la debacle de
los socios de la Unidad Popular. El Partido de Izquierda Radical, que había
desertado de la UP y aspiraba a arañar un 3% de los votos, quedó laminado. El
Partido Radical integrado en la coalición gubernamental no tuvo mejor suerte.
La Izquierda Cristiana consiguió un solo escaño en la persona de Luis Maira. Y
el MAPU tuvo unos resultados lo suficientemente raquíticos como para abocarlo a
la división. El sector de izquierda, liderado por el ex subsecretario de
Economía Garretón, se embarcó en una vieja hacia lo ultra que no le hizo ningún
favor a la coalición.
¿Por qué fueron tóxicos estos resultados para Allende? Pues
porque el destino que fijaban para los partidos minoritarios de la UP era su
desaparición, fagocitados en las grandes formaciones de la coalición (partidos
Socialista y Comunista; al gusto), cosa a la que, tras haber probado las mieles
del poder compartido con marca propia, no estuvieron dispuestos a acomodarse.
En consecuencia, la presión a la izquierda de la Unidad Popular será aún más
fuerte. Como lo era a la derecha por la relativa debilidad de la Democracia
Cristiana.
Pero, sobre todo, el principal problema de Allende estaba en
el hemisferio izquierdo de su cerebro político, llamado Partido Socialista. El
senador Carlos Altamirano, en buena parte responsable de que el socialismo
chileno aparezca en esos tiempos como mucho más radical (léase menos
estratégico) que el comunismo, es la principal fuerza que susurra al oído del
presidente aquello de: «Luc, soy tu padre». En este caso, además, es verdad.
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