miércoles, octubre 06, 2010
Madrid
Madrid es la capital del Reino, y poco más. También podría decirse poco menos, cierto es, pero el «poco más» tiene mucho sentido en un país, como España, que se ha instalado en un continuado debate regional. Hasta cierto punto, Madrid no existe o ha tardado mucho en existir. De hecho, sin la famosa reforma provincial de 1830, realizada por el ministro Francisco Javier de Burgos y vigente hasta hoy en día (con permiso de las veguerías catalanas), es posible que Madrid, como provincia, siguiera siendo la realidad móvil y blandi-blub que fue durante siglos.
Madrid fue ganada para la corona cristiana por el rey Alfonso VI en el año 1083, en el curso de una campaña contra las poblaciones de la entonces denominada Transierra, integradas en el reino dinúnida toledano, que, por lo tanto, incluía el alfoz (especie de trasunto medieval del distrito) madrileño. ¿Qué dimensiones tenía dicho alfoz, dicha Comunidad de Madrid primigenia? No es fácil saberlo porque juzgamos tiempos que no habían inventado aún ni la videoconsola ni la costumbre de ponerlo todo por escrito, orígenes ambos de la felicidad y desgracia humanas; pero los historiadores vienen a señalar que aquel alfoz era un territorio relativamente concentrado, con algunos señoríos dispersos, que abarcaba el propio Madrid, Torrelodones y sus excelentes rimas, La Zarzuela aún sin inquilino, El Pardo donde aún era mal rollo nacer ciervo, Alcobendas que de aquella ya esperaba el metro, Villanueva, Barajas que aún era un pueblo de bajos vuelos, Viveros, Vaciamadrid, Perales del Río, Torrejón de Velasco, Húmera y los terrenos del arroyo Butarque, de los Meaques y de Antequina.
Dos años después cae la propia Toledo y los cristianos clonan el reino musulmán, de modo y forma que las tierras toledanas abarcan desde la sierra del Guadarrama hasta Sierra Morena, y tienen por gran puerto comercial el de Valencia.
A Madrid ciudad le cuesta tomar identidad propia, aunque con la reforma de Alfonso XI, que crea la figura de los corregidores, especie de delegados del Gobierno cuya función es sentar sus reales, nunca mejor dicho, allí donde residen, para así contrarrestar el elevado poder de los nobles; con la llegada de los corregidores y del de Madrid, digo, la ciudad comienza a tener su personalidad política. En las Cortes castellanas de 1425 no asiste ningún representante de Madrid; pero entre las 16 villas que están representadas en las de 1437 ya está la futura capital de España. Este hecho supone la creación de algo parecido a una provincia, es decir los territorios de los cuales lleva el voto el diputado.
Es cierto que aún en 1474, cuando se repartan las aljamas o mezquitas de Castilla, y dado que el reparto se hace por obispados, todavía se habla del obispado de Toledo como, por así decirlo, cabeza de partido. Pero en algún momento entre dicho año y 1490, cuando hubo un nuevo repartimiento, se pasa a la filosofía provincial, así pues en este último año Madrid es citada como provincia propia junto con las otras que conforman Castilla y que son: Ávila, Burgos, Córdoba, Cuenca, Guadalajara, Jaén, Murcia, Salamanca, Sevilla, Soria, Toledo, Valladolid y Zamora.
A finales del siglo XVI, más concretamente en el censo de 1594, la provincia de Madrid está dividida en cinco partijas o distritos, que son: la Villa de Madrid, el condado de Puño en Rostro, el Sexmo de Casarrubios, la Alcarria (Zorita de los Canes), y Maqueda. La partija de la Villa de Madrid incluye poblamientos como Getafe, Villaverde, Fuencarral, Chamartín, Aravaca, los carabancheles, Las Rozas, Majadahonda, Vallecas, Pozuelo, Leganés, Vicálvaro, Coslada, Alcorcón, San Sebastián de los Reyes o Fuenlabrada. El condado de Puño en Rostro ocupa sitios como Alcobendas, San Agustín (sin apellido), El Álamo, Barajas o Griñón. El Sexmo de Casarrubios incluye las moralejas (de Enmedio y La Mayor), Brunete, Quijorna o La Zarzuela. Zorita y Maqueda están formadas por las poblaciones de su área. Por lo tanto, la provincia no tenía unidad territorial, pues toda el área de Zorita estaba separada de las otras partijas. Además, en términos actuales, diversas poblaciones eran de Madrid y hoy no lo son: Borox, Casarrubios del Monte y Valmojado son hoy de Toledo. Asimismo, todo el partido de Zorita de los Canes, menos Brea, está hoy en Guadalajara. Por lo que se refiere a Maqueda, Parla y Mejorada del Campo están en Madrid, pero el resto de las poblaciones están en Guadalajara, Toledo o Cuenca.
Todavía el censo de 1717, un siglo después, establece una composición de la provincia de Madrid en la que hay un montón de poblaciones que hoy forman parte, sobre todo, de Guadalajara y Toledo, que son en realidad las dos provincias con las que Madrid se ha batido tradicionalmente el cobre territorial.
Felipe V, un rey francés al fin y al cabo, cuando logra gobernar a sus anchas en España y en Castilla, se da cuenta de que la distribución territorial del país es un sudoku de la leche y por lo tanto promueve su reforma. Crea los corregimientos y las alcaldías mayores; un poco más tarde, reinando ya Fernando VI, se crearán las intendencias o provincias. Carlos III remata la faena publicando, en 1785, una distribución provincial completa de España. En esta descripción, como no puede ser de otra manera, figuran muchos pueblos que hoy no existen por ser sardinitas que se han comido peces más grandes. Ambroz, por ejemplo, hoy forma parte de Vicálvaro (que, asimismo, forma parte de Madrid); Fuente el Fresno estuvo un día, con su identidad propia y todo, en algún lugar de San Sebastián de los Reyes; Húmera, cuyo nombre no ha desaparecido, ha sido engullida por la muy muy pija Pozuelo, o sea, Pozuelo; a la ampulosamente llamada Moraleja La Mayor se la ha tragado, para entonces, la teóricamente más modesta Moraleja de Enmedio. Getafe se ha comido Perales del Manzanares, Leganés la Polvoranca… como se ve, hay poblaciones que ya entonces tienen vocación de ser importantes.
En total, la provincia de Madrid de Carlos III tenía unas 325.000 hectáreas, bastante menos que ahora. Y es que la reforma de Carlos III no logra lo buscado, que es conseguir la integridad territorial de las provincias. Sin ir más lejos, entre Madrid y Toledo se le queda al buen rey un tamponcillo llamado distrito de Chinchón, perteneciente nada menos que a Segovia.
En 1799, por real orden, se disuelve el partido guadalajareño de Colmenar Viejo, que es otorgado a la provincia de Madrid. En 1801, la provincia queda organizada en dos grandes partidos, que son Madrid y Alcalá de Henares. Madrid gana mucho este año, pues, con la incorporación del corredor del Henares. Además, es en este año de 1801 que dependerán de Madrid, por primera vez en su Historia, San Fernando de Henares, San Lorenzo de El Escorial y una buena parte de El Pardo, hasta entonces considerados Reales Sitios y, por lo tanto, con entidad específica. En la reforma de 1801 le apiolamos 38 ayuntamientos a Guadalajara y 49 a Toledo.
Aunque esta división no dura mucho. En 1810 José Bonaparte, el rey francés 2.0, copia en España la estructura francesa y aprueba una división por prefecturas. El afrancesado de amenazador nombre pero dulce apellido Armando Melón es quien realiza esa nueva división, que marca un antes y un después.
Los franceses de 1810 son revolucionarios. Amigos de las ideas nuevas. Racionalistas. Melón actúa, al diseñar sus cartografías, sobre una división de cosas que se basa en criterios históricos. Hasta 1810, los municipios o grupos de municipios lo son por razones históricas: éstas fueron tierras del conde de Tal; este pueblo ha dependido siempre del mercado mensual de Pascual; cosas así. Melón, como buen enciclopedista, entiende que esas cosas son farfolla. Que la mejor forma de dividir las tierras es seguir las pautas que la propia tierra da.
En otras palabras: en 1810, los terrenos de España dejan de dividirse por razones históricas, para pasar a organizarse según criterios geográficos. Ya otro afrancesado, el cura y erudito riojano José Antonio Llorente, se había basado en los ríos en un primer proyecto para la nueva administración napoleónica. Eso sí, los franchutes mantienen la calificación de dos subprefecturas en Madrid, una en la ciudad y otra en Alcalá, pues más que probablemente era ése el punto de vista más lógico en la época. La reforma bonapartista deja fuera de Madrid localidades como San Martín de Valdeiglesias , Cenicientos, Aranjuez o Cadalso de los Vidrios.
Con todo, será con la reforma de 1830, hasta hoy definitiva, con la que Madrid, al albur de ser la capital y de lograr la cohesión provincial buscada en el proyecto, gane más. Queda la provincia formada por 225 ayuntamientos y casi 8.000 kilómetros cuadrados, de los que gana, respecto al censo de finales del XVI, casi 6.000, siendo Guadalajara y Toledo los principales contribuyentes netos. A Guadalajara le gana, por ejemplo, todo el arco de la sierra norte, incluyendo poblaciones como Torrelaguna, Buitrago, el muy sabroso Patones o La Puebla de la Sierra, que cito aquí porque me gusta muchísimo más el nombre que tenía entonces: La Puebla Nueva de la Mujer Muerta; o las áreas de Collado-Villalba, Cercedilla y Colmenar Viejo; además de Galapagar, Guadarrama o Miraflores de la Sierra. Como puede verse, pues, la Sierra de Madrid, tal y como hoy la conocemos, era, en realidad, la Sierra de Guadalajara, hasta hace hoy algo menos de 200 años.
A Segovia le quitamos el valle del Lozoya, Rascafría, Chapinería, Chinchón, Navalagamella, Navalcarnero, Robledo de Chavela, San Martín de la Vega, Villaconejos, Villanueva de la Cañada… A Toledo Cenicientos, Aranjuez, Estremera, Fuentidueña, Humanes, Móstoles, Nuevo Baztán, Paracuellos, Perales de Tajuña, Pinto, Pozuelo, Talamanca, Torrejón, Villaviciosa… Eso sí: a Guadalajara le cedimos el área de Zorita, y a Toledo Maqueda, Seseña o Valmojado. No se pudo evitar acabar con todas las interpolaciones, pues, por ejemplo, el término de Majadahonda quedó dividido en dos, una parte en Madrid y otra en Segovia.
La reforma de 1830 fue una reforma económica. Buscó que todas las provincias de España tuviesen en su interior recursos suficientes como para conseguir su desarrollo económico. Madrid, hasta entonces, era económicamente poco relevante, aunque su condición de broche entre las dos Castillas le había labrado la capitalidad. El intento fue, por lo tanto, permitirle a la provincia vivir por sí misma; poder ser, algún día, entidad propia.
Madrid creció, con las décadas y los siglos, siendo tierra de nadie. Políticos, escritores y simples viandantes han destacado, en estos últimos doscientos años, que ser de Madrid era en realidad ser de cualquier otro sitio, concibiendo la ciudad (en este caso la ciudad, no la provincia) como un ente abierto a todo y a todos. En el siglo XX, en todo caso, Madrid se beneficia de dos grandes tendencias centralistas, ambas llevadas a cabo por dictadores. El general Primo de Rivera, inventor del circuito de firmes especiales como se llamaba entonces a la red de carreteras, concibió ésta con la forma radial que hoy tiene, en la que todo acaba por confluir en Madrid. Por su parte, el general Franco, cuando ganó la guerra civil, tenía claro cuáles eran sus tres grandes enemigos: los partidos políticos en general, el comunismo en particular, y los nacionalismos periféricos. Por ello, con la única, curiosa y explicable excepción de Navarra, hizo que el franquismo abominase de lo periférico y se convirtiese en un régimen rabiosamente centralista.
Cuarenta años así tiñeron al sentir madrileño (pues, a mi modo de ver, aún no se puede hablar de madrileñismo, cuando menos en el sentido político) de cierto complejo de culpabilidad.
Este complejo de culpabilidad explica que, al llegar la Transición democrática, la sociedad madrileña no se sintiese especialmente feliz con la idea de formar parte de ninguna autonomía. Parecía obvio que Madrid no podía unirse a ninguna de las dos autonomías a las que naturalmente podía pertenecer, es decir Castilla León o Castilla La Mancha (especialmente esta segunda, por ser Madrid provincia situada, como se decía en tiempos de Felipe II, aquende los puertos), entre otras cosas porque éstas habrían recelado de ello, ante el peligro de ser fagocitadas por la fuerte personalidad de la capital. Madrid, pues, había de ser comunidad uniprovincial, como oportunamente demandan los ayuntamientos provinciales el 25 de febrero de 1983, iniciando un rapidísimo proceso por el cual en junio ya están constituidas las instituciones madrileñas.
Madrid tiene una bandera que apenas se ve, salvo en el culo de los coches, un himno cuya música no son capaces de tararear ni mil madrileños, y que tiene una letra que es una estupidez, por mucho que se deba a la pluma sagrada, dicen, de Agustín García Calvo. Así pues, da la sensación de que Madrid es autónomo por la mera circunstancia del pacto alcanzado entre la UCD y el PSOE en el verano de 1981, al calor del buen rollito consensual creado por el golpe de Estado del 23-F, por el cual se acuerda entre las dos grandes fuerzas políticas la redacción de una monstruosa cláusula Camps que afecta a todo el Estado: lejos del sistema que habían inventado los nacionalistas, en el cual autonomías propiamente dichas sólo serían las históricas, ahora se acuerda que todas las autonomías, incluso las que no tienen casi demanda social, serán, con el tiempo, autonomías plenas, con su educación, su sanidad, y hasta su policía si les peta.
Es Madrid, pues, una autonomía al tran tran, como en el mus. Una autonomía eternamente puesta en solfa, sobre todo por el gran poder que compite con ella: el Ayuntamiento de Madrid. Todos los alcaldes de Madrid, de una forma o de otra, han pensado que, en realidad, la Comunidad de Madrid debería ser la antigua diputación provincial, esto es una institución con competencias únicamente más allá de la raya del oso y el madroño. Cada vez que la CAM mete las zarpas en algo que afecta a la villa, a su alcaldía se le rebotan las almorranas. Esto, como bien demuestra el ticket Aguirre/Gallardón, no tiene nada que ver con las ideologías políticas; de todas formas, Joaquín Leguina podría contar, supongo, que más o menos lo mismo le ocurría a él con don Enrique Tierno, el de los bandos.
Pero Madrid es una economía muy rica. Lo entendió a la primera Leguina, quien pensó que los madrileños bien podían soportar una pequeña sobrepresión fiscal que él quería utilizar, si no recuerdo mal, para hacer del viejo asentamiento de Polvoranca una especie de Silicon Valley castizo. Que la cosa no le saliese porque hubiese una rebelión ciudadana no desmiente el hecho central de que en Madrid, haber, haber, hay mucha pasta.
Curioso destino éste, pues. Hay en España autonomías cuyos ciudadanos se sienten muy autónomos pero que andan siempre sur la paille. Y la CAM, que es tan consciente de carecer de identidad excluyente que se define como La Suma de Todos, nada en pasta.
La pregunta es si esto está cambiando.
Desde la sociología e incluso la Historia podría sostenerse que Madrid está sometida desde hace unos treinta años a un lento pero constante proceso de mutación. En los años ochenta, la eclosión de eso que se dio en llamar la movida, y que fue un movimiento entre cultural e identitario, comienza a armar las cosas. Por lo demás, es en esos años cuando en el seno del PSOE la nomenklatura gobernante, deseosa de olvidar que una vez hubo una dictadura en España y que ellos no hacían gran cosa para derribarla, comienza a desplazar a quienes sí tenían un nutrido currículo opositor. El PSOE debela electoralmente al Partido Socialista Popular, fagocita a su líder Enrique Tierno y, para que se estrelle, lo encauza como candidato a la alcaldía de Madrid, que se tiene por feudo difícil de atacar por el flanco izquierdo. En las elecciones, sin embargo, socialistas y comunistas consiguen ganar la gobernación de la ciudad y Tierno es alcalde.
Ciertamente, Tierno le hizo muchas putadas a Madrid, la mayor de ellas, a mi modo de ver, ser uno de los impulsores del primer boom inmobiliario de la capital que comenzó a hacer impagable el sueño de tener una vivienda aquí. Pero con su estilo culto y a la vez socarrón y política de guiños a la galería, de la cual quizá el mayor exponente sea su famoso «todos a colocarse, y al loro», logró encandilar a los madrileños, hasta el punto de que su muerte provocó en Madrid la mayor manifestación de duelo colectivo desde la muerte de Franco.
A lo largo de los ochenta y los noventa, y al calor de esta evolución social de Madrid como lugar de aluvión pero con su personalidad, surgieron diversas voces que hablaban y se quejaban del maltrato histórico hacia Madrid o, si se prefiere, el mal negocio de ser la capital. En mi opinión, si ser capital es mal negocio yo soy Raphael vestido de lagarterana, y es quizá por esa incongruencia de base que dichos movimientos llegan a poco; los propios rebeldes que consiguieron que Leguina diese marcha atrás con su 4% intentaron luego crear un partido madrileñista, con escaso éxito.
Esperanza Aguirre cambia esto. A mi modo de ver, alguien hay en su equipo que se ha estudiado muy bien el discurso del nacionalismo y le ha recomendado clonarlo. La estrategia es, en el fondo, sencilla. El nacionalismo vive siempre, o casi siempre, de definir un enemigo opresor. España oprime a Cataluña o al País Vasco. Roma se gasta la pasta que gana Lombardía. Praga pone su bota sobre el cuello de los Sudetes. Europa impide que Alemania tenga su espacio vital. La Europa continental siempre está intentando engañar a las Islas Británicas.
Tras la rocambolesca pérdida de la gobernación de la Comunidad de Madrid por parte del PSOE, este partido inicia una estrategia notablemente equivocada con la CAM. Dice Vito Corleone: ten cerca a tus amigos, pero más cerca aún a tus enemigos. Los estrategas socialistas no han visto The Godfather, porque hacen exactamente lo contrario. Tratan de rendir a la Comunidad de Madrid por hambre presupuestaria. Lo cual es todo lo que necesitaban en la Puerta del Sol para sacar a pasear su estrategia clonada.
El gobierno olvida Madrid. El gobierno no invierte en Madrid. Al gobierno no le interesa Madrid. Son éstos mensajes que hemos escuchado los residentes en Madrid machaconamente en los últimos años y, a juzgar por las encuestas, han cebado. He aquí el hecho histórico: el discurso nacionalista ha funcionado en una de las regiones menos nacionalistas de Europa. Tras los diferentes exabruptos nacidos al albur de la discusión sobre el nuevo Estatuto de Cataluña, el discurso social español avanza hacia un esquema inverso: un esquema en el que son los catalanes los que se llevan un dinero discutiblemente suyo, mientras los madrileños han de aportar lo que sin duda lo es. Cualquier persona que conserve textos y folletos de la época en la que la policía le daba de hostias a Jordi Pujol por cantar según qué cosas en público sabrá que ese discurso, hace medio siglo, circulaba en la dirección exactamente contraria.
Lo que para muchos será una mera anécdota, para mí tiene su importancia. Me refiero a la historia del político del PP que se permite criticar a Trinidad Jiménez por tener acento de Málaga. Como digo, muchos pensarán que es una fruslería o una idiotez. Y quizá lo sea. Pero, para mí, es un síntoma. Hace quince años, además de ser una idiotez, a nadie se le habría ocurrido cometerla. Pero hoy resulta que para un político existen expectativas claras de poder erosionar la imagen de una candidata (bueno, ex candidata) a presidir Madrid a base de decir que ni siquiera sabe hablar como hablamos aquí. En Cataluña, por cierto, no son pocos los catalanes que se ponen como el puma de Baracoa con el catalán de baja calidad que al parecer habla su president. Ojo.
Así interpreto yo los resultados del día 3. Hasta antes de ayer, puesto que no existía Madrid, puesto que Madrid era una entelequia, en su Federación Socialista se podía entrar desde Moncloa como Montgomery en Bruselas, poner a todo dios firmes, y decidir que a las elecciones se presentase Paco Porras o quien le saliese al jefe de los melendrillos. Pero, esta vez, la FSM le ha contestado al jefe: eso hazlo en Barcelona, si tienes huevos. Tomás Gómez ha trabajado su imagen como candidato de la militancia, que quiere decir de la militancia madrileña. A Madrid, han dicho los militantes el domingo, ni Dios le dicta la redacción del día.
Si son escaramuzas que empiezan y terminan en sí mismas o es signo de algo más permanente, más estructural; si son signos, en suma, del nacimiento de la identidad política madrileña, el tiempo lo dirá.
lunes, octubre 04, 2010
Matar a Hitler (6: La hora de la verdad)
Eran las 12.42 del 20 de julio de 1944. Stauffenberg, Haeften y Fellgiebel escucharon la deflagración y no tuvieron duda alguna de que habían matado a Hitler. Fellgiebel se separó para comunicar con Berlín, mientras que la prioridad para los otros dos era superar, cuando antes, los dos puntos de control de la SS que aún les quedaban para huir de la guarida del lobo.
El segundo perímetro de seguridad anotó la llegada de Stauffenberg a las 12,44. El conde se bajó del coche, exigió hablar por teléfono con el oficial de guardia y, una vez que lo consiguió, le conminó a dejarle pasar. Funcionó. En el tercer punto de control intentó lo mismo. Pero para entonces ya habían llegado a los puestos de control las órdenes de que nadie saliese de Rastenburg sin una autorización especial. No obstante, Stauffenberg telefoneó de nuevo, y consiguió que el oficial de guardia le transmitiese al sargento del puesto la orden de dejarle pasar. El coche partió a toda leche hacia el aeropuerto. Dentro de él, sus ocupantes iban desmantelando en piezas la segunda bomba, y tirándolas al bosque. A las 13,15 horas, apenas 33 minutos después de haber estallado la bomba, despegaron hacia Berlín.
Fellgiebel, mientras tanto, se dirigía a la escena de la explosión. Todo el mundo allí estaba convencido de que un avión ruso había pasado y tirado una bomba, con tanta precisión que le había dado al estado mayor alemán en todo su centro. Eso, lógicamente, convenía a la conspiración. Sin embargo, creyó quedarse sin aliento cuando vio salir de entre los escombros, trastabillando, la inconfundible figura un tanto retaca y el rostro no menos inconfundible tocado con un pequeño bigote. Adolf Hitler, ante sus ojos, salía del lugar del suceso por su propio pie.
¿Qué había pasado? Varias cosas. En primer lugar, tal y como Stauffenberg había temido, las ventanas abiertas habían operado como erosionadoras para la violencia de la explosión. Además, el tablón de la mesa, enorme y muy pesado, también se había llevado lo suyo. Y, además, estaba el coronel Brandt. Un hombre a quien no recordamos todo lo que deberíamos.
Este humilde coronel Brandt, del que al menos de momento ni siquiera he conseguido averiguar su nombre de pila, cambió muy probablemente la Historia. Él solito. No estaba llamado a ello, pues tan sólo era un oscuro oficial jefe del gabinete del general Heusinger. En su condición de tal, estaba en la reunión de Rastenburg, aunque en un segundo plano. Como persona no singular, iba brujuleando por aquí y por allá, según el sector del enorme mapa sobre la mesa que necesitase mirar. La casualidad quiso que, en su expedición, se colocase detrás de Hitler, muy cerca de él e, intentando acercarse a la mesa, con mucha probabilidad dio un pequeño puntapié a la cartera de Stauffenberg, metiéndola más adentro, totalmente debajo del tablero de la mesa, y debilitando con ello la capacidad dañina de la explosión.
Brandt le había salvado la vida a Hitler. Y lo hizo donando la suya, pues la explosión le mató a él, como mató al general Korten, jefe del staff de la Luftwaffe; al general Schmundt, jefe adjunto de las Fuerzas Armadas; y a un tal señor Berger, estenógrafo. También fueron gravemente heridos el general del Aire Bodenschatz y el coronel Bergmann, adjunto al propio Hitler.
En el momento de la explosión, Hitler estaba comprobando la información del mapa situada en el distrito de Kurland. Por ello, estaba totalmente inclinado sobre la mesa, porque dicho distrito estaba justo en el otro lado de donde se encontraba. Todas las partes vitales de Hitler, por lo tanto, estaban en la vertical del tablero de la mesa, lo que hizo que éste le sirviese de escudo. El Führer no estaba lo que se dice ileso: apenas movía el brazo derecho, la pierna derecha la tenía quemada (era la más cercana a la bomba); se le habían dañado los tímpanos y, finalmente, las nalgas se le habían quedado, según descripción que hizo el mismo, como las de un babuino. Su primera reacción, al parecer, fue encabronarse porque la bomba había destrozado sus pantalones. Eran nuevos.
Rápidamente superado el trauma de sus pantalones, sin embargo, Hitler se aclaró la cabeza y dio la orden de sellar Rastenburg desde aquel mismo momento. Nadie en el exterior, dijo, debería saber del estallido de la bomba. Fellgiebel sintió que la columna vertebral se le derretía. Él sabía que Von Stauffenberg volaba hacia Berlín convencido de haber matado a Hitler, así pues tenía que arreglárselas para hacerles algún tipo de señal a los de Berlín. Sin embargo, para cuando llegó a su mando de señales, se lo encontró ya totalmente controlado por la SS.
Hitler reclamó a Heinrich Himmler, que estaba apenas a 25 kilómetros de Rastenburg, para investigar el suceso. Antes de que llegase, conforme todo el mundo se fue dando cuenta de que aquella bomba no podía haber caído de un avión ruso, ya eran varios los que pensaban en Stauffenberg, su extraña y oportuna decisión de abandonar la sala, además del hecho evidente de que no estaba allí, como responsable de lo ocurrido.
A la una de la tarde, mientras Olbricht y Hoepner hacían una angustiosa sobremesa en la Bendlerstrasse, en todo Berlín sólo había una persona que sabía que en Rastenburg había habido una explosión: Josef Goebbels, ministro de Propaganda.
A eso de las dos de la tarde, Gisevius y Helldorf, angustiados por la falta de información, se arriesgaron a llamar a Arthur Nebe, jefe del departamento de Investigación Criminal, con quien habían convenido que trataría de obtener información por su cuenta. Nebe les contó que lo único que había transmitido Radio Macuto hasta aquel momento es que había habido algún tipo de explosión en la guarida del lobo, y que Himmler había ordenado una investigación.
En París, para aportar aún más misterio a la cosa, Finckh recibió otra llamada misteriosa desde Zossen. La misma voz de la llamada anterior deletreó: Abgelaufen. O sea: lanzado.
Aunque la voz colgó sin más, Finckh llegó a la conclusión de que debía activar el protocolo previsto para el golpe, según el cual debía desplazarse a las afueras de París, al Estado Mayor del frente occidental, e informar al jefe de gabinete de Kluge, general Blumentritt, que no era un conspirador, de que se había producido un golpe de Estado. A eso de las tres de la tarde, en efecto, Finckh le declaró oficialmente a Blumentritt que la Gestapo había dado un golpe de Estado en Berlín, que Hitler estaba muerto y que se había formado un gobierno con los generales Beck, Witzleben y el doctor Goerdeler.
Blumentritt, al parecer, nunca dudó de las palabras de Finckh. Se limitó a comentar que se alegraba de que el gobieno hubiera caído en manos de personas que con seguridad negociarían la paz. Luego se aplicó a llamar al mariscal de campo Kluge, su jefe, para comunicarle las noticias. Pero sólo encontró a otro miembro de su gabinete, Speidel, quien le informó de que Kluge estaba fuera. No volvería hasta la tarde-noche. Speidel comenzó a preguntar el porqué de tanta urgencia. Blumentritt tenía miedo de hablar, pues sabía que la Gestapo tenía oídos muy finos. Así pues, musitó en la línea: «Están pasando cosas en Berlín» ; y luego, casi sin fuerza, la palabra «muerto». Speidel no supo qué pensar.
En Berlín, a eso de las tres y media de la tarde, el general Fritz Thiele, oficial de comunicaciones de Olbricht, consigue encontrar una extensión en Rastenburg en la que le atienden a pesar del apagón informativo decretado por Hitler. En una conversación casi en clave, obtiene el dato de que ha habido una explosión contra Hitler, pero en modo alguno la confirmación de que esté muerto o de que no lo esté. El problema para Olbricht estriba en que Stauffenberg, por mucho que haya podido correr, no va a llegar a Berlín hasta las cinco de la tarde, más o menos. Por lo tanto, el militar se tiene que enfrentar al hecho de que ha de poner en marcha Valquiria sin tener total certeza de que puede hacerlo.
A las cuatro menos cuarto, Olbricht decide lanzar las señales convenidas enValquiria, y hacerlo, además, sin el concurso de su superior Fromm, que está a apenas unos pasillos de distancia. Los mandos del ejército de reserva las lanzan a las cuatro menos diez, y a la hora en punto la mayoría de sus destinatarios en Berlín ya las conocen. A otros lugares, aún tardarán en llegar.
A las cuatro de la tarde, una hora antes de lo esperado, el avión de Stauffenberg toca tierra en Rangsdorff. Es en dicho aeropuerto donde se entera que apenas las señales de Valquiria están empezando a lanzarse, porque Fellgiebel no ha telefoneado como se esperaba. Cuando llega al ministerio se encuentra a sus compañeros envueltos en dudas. Él, sin embargo, está bien seguro. Ha visto el estallido, así pues no tiene ni la más remota duda de que Hitler ha reventado. De hecho, es tan convincente que, tras hablar con él, Olbricht decide que es momento de ir a hablar con Fromm. Se presenta ante el mando del ejército de reserva, le cuenta la movida y le sugiere que las órdenes del golpe de Estado se extiendan a la totalidad de los mandos del ejército de reserva (cosa que Olbricht ya ha hecho). Fromm, sin embargo, reacciona con cautela. Quiere que Keitel le confirme la muerte de Hitler. Para gran sorpresa de Olbricht, cuando Fromm telefonea a Rastenburg, le ponen con Keitel casi inmediatamente. El interlocutor de Fromm en Rastenburg le cuenta la verdad (esto es, que ha habido un atentado contra Hitler, pero que el Führer está casi ileso), y le pregunta dónde coño está su oficial Stauffenberg.
Olbricht, probablemente porque ya no tiene otro remedio, asume, cuando Fromm le dice que no pasa nada, que Keitel ha mentido, y que Hitler está muerto.
En muy pocos minutos, en el despacho de Olbricht se junta el gotha de la conspiración contra Hitler. Beck, incapaz de esperar en su casa, ha ido a verle. Allí están, además, Stauffenberg y Hoepner. Y, al calor de esta llegada, los oficiales jóvenes más furibundamente antihitlerianos aparecen para escuchar noticias: Ewald von Kleist, Hans Fritzsche, Von Hammerstein, Von Oppen. Aunque Erwin von Witzleben, que tenía que asumir el mando de las tropas, no apareció hasta las seis y media, aproximadamente dos horas después. Stauffenberg llama a Stuepnagel a París. Le da personalmente la noticia de la muerte de Hitler, y le conmina a proceder a la detención de los oficiales de la SS y de la Gestapo. Sin embargo el general Beck, viejo zorro, duda. No le encajan las palabras de Keitel, quizá porque le conoce y le cuesta creer que haya mentido.
El golpe, en todo caso, necesita avanzar. Ya son las cinco de la tarde y, puesto que las órdenes de Valquiria han salido, los conspiradores suponen que las tropas están marchando hacia Berlín, pues no otra cosa se les ordena en los mensajes de Valquiria. Sin embargo, habían previsto haber tomado los ministerios y las emisoras para las cuatro y, de hecho, para entonces ya se tenía que haber producido un mensaje radiado de Beck. Por eso, Stauffenberg, Olbricht, Haeften y Kleist se dirigen al despacho de Fromm, a exigirle algún paso más.
A esa misma hora, las cinco de la tarde, Himmler tiene ya una idea bastante precisa de lo que ha pasado. Ya tiene claro que el atentado es cosa de Stauffenberg, aunque a esa hora de la tarde todavía piensa que el militar mutilado ha actuado solo. En todo caso, telefonea a Berlín ordenando la detención de Stauffenberg, esté donde esté.
Al final de la tarde, cuando las órdenes de Valquiria se conocen en Rastenburg, el panorama cambia. Es entonces cuando los jerarcas nazis se dan cuenta de que están ante un golpe de Estado y, para desgracia de Fromm, creen que el responsable del ejército de reserva está implicado; él, que ha sido tan cauteloso. Hitler nombra a Himmler comandante en jefe del ejército de reserva. Con ello, el pequeño Heinrich da el último paso que siempre ambicionó: tener un mando militar.
Pero dejemos a Hitler y los suyos durante la muy británica ceremonia del té de las cinco, con un invitado de honor llamado Mussolini. Es una pena que les abandonemos, porque fue una merienda la hostia de entretenida, porque todos los jerarcas nazis que se habían apresurado a presentarse en Rastenburg para aseverar su fe inquebrantable en el Führer, es decir Ribentropp, Göring, Donitz, etc., se embarcaron en una serie de discusiones cruzadas, acusándose todos a todos de ser los responsables de lo que había pasado; fue una discusión tan parecida a las de los programas del corazón de la tele española que Hitler tuvo que cortarla pegando un berrido. Así pues, como digo, es una lástima dejarlos. Pero tenemos otras cosas que hacer.
Es mejor que comencemos otra escena. La escena en la que un asombrado Fromm, blanco como la cera y, por qué no decirlo, cagado de mierdo, se está levantando de su sillón de burócrata militar y pensando: tierra, trágame.