Eran las 12.42 del 20 de julio de 1944. Stauffenberg, Haeften y Fellgiebel escucharon la deflagración y no tuvieron duda alguna de que habían matado a Hitler. Fellgiebel se separó para comunicar con Berlín, mientras que la prioridad para los otros dos era superar, cuando antes, los dos puntos de control de la SS que aún les quedaban para huir de la guarida del lobo.
El segundo perímetro de seguridad anotó la llegada de Stauffenberg a las 12,44. El conde se bajó del coche, exigió hablar por teléfono con el oficial de guardia y, una vez que lo consiguió, le conminó a dejarle pasar. Funcionó. En el tercer punto de control intentó lo mismo. Pero para entonces ya habían llegado a los puestos de control las órdenes de que nadie saliese de Rastenburg sin una autorización especial. No obstante, Stauffenberg telefoneó de nuevo, y consiguió que el oficial de guardia le transmitiese al sargento del puesto la orden de dejarle pasar. El coche partió a toda leche hacia el aeropuerto. Dentro de él, sus ocupantes iban desmantelando en piezas la segunda bomba, y tirándolas al bosque. A las 13,15 horas, apenas 33 minutos después de haber estallado la bomba, despegaron hacia Berlín.
Fellgiebel, mientras tanto, se dirigía a la escena de la explosión. Todo el mundo allí estaba convencido de que un avión ruso había pasado y tirado una bomba, con tanta precisión que le había dado al estado mayor alemán en todo su centro. Eso, lógicamente, convenía a la conspiración. Sin embargo, creyó quedarse sin aliento cuando vio salir de entre los escombros, trastabillando, la inconfundible figura un tanto retaca y el rostro no menos inconfundible tocado con un pequeño bigote. Adolf Hitler, ante sus ojos, salía del lugar del suceso por su propio pie.
¿Qué había pasado? Varias cosas. En primer lugar, tal y como Stauffenberg había temido, las ventanas abiertas habían operado como erosionadoras para la violencia de la explosión. Además, el tablón de la mesa, enorme y muy pesado, también se había llevado lo suyo. Y, además, estaba el coronel Brandt. Un hombre a quien no recordamos todo lo que deberíamos.
Este humilde coronel Brandt, del que al menos de momento ni siquiera he conseguido averiguar su nombre de pila, cambió muy probablemente la Historia. Él solito. No estaba llamado a ello, pues tan sólo era un oscuro oficial jefe del gabinete del general Heusinger. En su condición de tal, estaba en la reunión de Rastenburg, aunque en un segundo plano. Como persona no singular, iba brujuleando por aquí y por allá, según el sector del enorme mapa sobre la mesa que necesitase mirar. La casualidad quiso que, en su expedición, se colocase detrás de Hitler, muy cerca de él e, intentando acercarse a la mesa, con mucha probabilidad dio un pequeño puntapié a la cartera de Stauffenberg, metiéndola más adentro, totalmente debajo del tablero de la mesa, y debilitando con ello la capacidad dañina de la explosión.
Brandt le había salvado la vida a Hitler. Y lo hizo donando la suya, pues la explosión le mató a él, como mató al general Korten, jefe del staff de la Luftwaffe; al general Schmundt, jefe adjunto de las Fuerzas Armadas; y a un tal señor Berger, estenógrafo. También fueron gravemente heridos el general del Aire Bodenschatz y el coronel Bergmann, adjunto al propio Hitler.
En el momento de la explosión, Hitler estaba comprobando la información del mapa situada en el distrito de Kurland. Por ello, estaba totalmente inclinado sobre la mesa, porque dicho distrito estaba justo en el otro lado de donde se encontraba. Todas las partes vitales de Hitler, por lo tanto, estaban en la vertical del tablero de la mesa, lo que hizo que éste le sirviese de escudo. El Führer no estaba lo que se dice ileso: apenas movía el brazo derecho, la pierna derecha la tenía quemada (era la más cercana a la bomba); se le habían dañado los tímpanos y, finalmente, las nalgas se le habían quedado, según descripción que hizo el mismo, como las de un babuino. Su primera reacción, al parecer, fue encabronarse porque la bomba había destrozado sus pantalones. Eran nuevos.
Rápidamente superado el trauma de sus pantalones, sin embargo, Hitler se aclaró la cabeza y dio la orden de sellar Rastenburg desde aquel mismo momento. Nadie en el exterior, dijo, debería saber del estallido de la bomba. Fellgiebel sintió que la columna vertebral se le derretía. Él sabía que Von Stauffenberg volaba hacia Berlín convencido de haber matado a Hitler, así pues tenía que arreglárselas para hacerles algún tipo de señal a los de Berlín. Sin embargo, para cuando llegó a su mando de señales, se lo encontró ya totalmente controlado por la SS.
Hitler reclamó a Heinrich Himmler, que estaba apenas a 25 kilómetros de Rastenburg, para investigar el suceso. Antes de que llegase, conforme todo el mundo se fue dando cuenta de que aquella bomba no podía haber caído de un avión ruso, ya eran varios los que pensaban en Stauffenberg, su extraña y oportuna decisión de abandonar la sala, además del hecho evidente de que no estaba allí, como responsable de lo ocurrido.
A la una de la tarde, mientras Olbricht y Hoepner hacían una angustiosa sobremesa en la Bendlerstrasse, en todo Berlín sólo había una persona que sabía que en Rastenburg había habido una explosión: Josef Goebbels, ministro de Propaganda.
A eso de las dos de la tarde, Gisevius y Helldorf, angustiados por la falta de información, se arriesgaron a llamar a Arthur Nebe, jefe del departamento de Investigación Criminal, con quien habían convenido que trataría de obtener información por su cuenta. Nebe les contó que lo único que había transmitido Radio Macuto hasta aquel momento es que había habido algún tipo de explosión en la guarida del lobo, y que Himmler había ordenado una investigación.
En París, para aportar aún más misterio a la cosa, Finckh recibió otra llamada misteriosa desde Zossen. La misma voz de la llamada anterior deletreó: Abgelaufen. O sea: lanzado.
Aunque la voz colgó sin más, Finckh llegó a la conclusión de que debía activar el protocolo previsto para el golpe, según el cual debía desplazarse a las afueras de París, al Estado Mayor del frente occidental, e informar al jefe de gabinete de Kluge, general Blumentritt, que no era un conspirador, de que se había producido un golpe de Estado. A eso de las tres de la tarde, en efecto, Finckh le declaró oficialmente a Blumentritt que la Gestapo había dado un golpe de Estado en Berlín, que Hitler estaba muerto y que se había formado un gobierno con los generales Beck, Witzleben y el doctor Goerdeler.
Blumentritt, al parecer, nunca dudó de las palabras de Finckh. Se limitó a comentar que se alegraba de que el gobieno hubiera caído en manos de personas que con seguridad negociarían la paz. Luego se aplicó a llamar al mariscal de campo Kluge, su jefe, para comunicarle las noticias. Pero sólo encontró a otro miembro de su gabinete, Speidel, quien le informó de que Kluge estaba fuera. No volvería hasta la tarde-noche. Speidel comenzó a preguntar el porqué de tanta urgencia. Blumentritt tenía miedo de hablar, pues sabía que la Gestapo tenía oídos muy finos. Así pues, musitó en la línea: «Están pasando cosas en Berlín» ; y luego, casi sin fuerza, la palabra «muerto». Speidel no supo qué pensar.
En Berlín, a eso de las tres y media de la tarde, el general Fritz Thiele, oficial de comunicaciones de Olbricht, consigue encontrar una extensión en Rastenburg en la que le atienden a pesar del apagón informativo decretado por Hitler. En una conversación casi en clave, obtiene el dato de que ha habido una explosión contra Hitler, pero en modo alguno la confirmación de que esté muerto o de que no lo esté. El problema para Olbricht estriba en que Stauffenberg, por mucho que haya podido correr, no va a llegar a Berlín hasta las cinco de la tarde, más o menos. Por lo tanto, el militar se tiene que enfrentar al hecho de que ha de poner en marcha Valquiria sin tener total certeza de que puede hacerlo.
A las cuatro menos cuarto, Olbricht decide lanzar las señales convenidas enValquiria, y hacerlo, además, sin el concurso de su superior Fromm, que está a apenas unos pasillos de distancia. Los mandos del ejército de reserva las lanzan a las cuatro menos diez, y a la hora en punto la mayoría de sus destinatarios en Berlín ya las conocen. A otros lugares, aún tardarán en llegar.
A las cuatro de la tarde, una hora antes de lo esperado, el avión de Stauffenberg toca tierra en Rangsdorff. Es en dicho aeropuerto donde se entera que apenas las señales de Valquiria están empezando a lanzarse, porque Fellgiebel no ha telefoneado como se esperaba. Cuando llega al ministerio se encuentra a sus compañeros envueltos en dudas. Él, sin embargo, está bien seguro. Ha visto el estallido, así pues no tiene ni la más remota duda de que Hitler ha reventado. De hecho, es tan convincente que, tras hablar con él, Olbricht decide que es momento de ir a hablar con Fromm. Se presenta ante el mando del ejército de reserva, le cuenta la movida y le sugiere que las órdenes del golpe de Estado se extiendan a la totalidad de los mandos del ejército de reserva (cosa que Olbricht ya ha hecho). Fromm, sin embargo, reacciona con cautela. Quiere que Keitel le confirme la muerte de Hitler. Para gran sorpresa de Olbricht, cuando Fromm telefonea a Rastenburg, le ponen con Keitel casi inmediatamente. El interlocutor de Fromm en Rastenburg le cuenta la verdad (esto es, que ha habido un atentado contra Hitler, pero que el Führer está casi ileso), y le pregunta dónde coño está su oficial Stauffenberg.
Olbricht, probablemente porque ya no tiene otro remedio, asume, cuando Fromm le dice que no pasa nada, que Keitel ha mentido, y que Hitler está muerto.
En muy pocos minutos, en el despacho de Olbricht se junta el gotha de la conspiración contra Hitler. Beck, incapaz de esperar en su casa, ha ido a verle. Allí están, además, Stauffenberg y Hoepner. Y, al calor de esta llegada, los oficiales jóvenes más furibundamente antihitlerianos aparecen para escuchar noticias: Ewald von Kleist, Hans Fritzsche, Von Hammerstein, Von Oppen. Aunque Erwin von Witzleben, que tenía que asumir el mando de las tropas, no apareció hasta las seis y media, aproximadamente dos horas después. Stauffenberg llama a Stuepnagel a París. Le da personalmente la noticia de la muerte de Hitler, y le conmina a proceder a la detención de los oficiales de la SS y de la Gestapo. Sin embargo el general Beck, viejo zorro, duda. No le encajan las palabras de Keitel, quizá porque le conoce y le cuesta creer que haya mentido.
El golpe, en todo caso, necesita avanzar. Ya son las cinco de la tarde y, puesto que las órdenes de Valquiria han salido, los conspiradores suponen que las tropas están marchando hacia Berlín, pues no otra cosa se les ordena en los mensajes de Valquiria. Sin embargo, habían previsto haber tomado los ministerios y las emisoras para las cuatro y, de hecho, para entonces ya se tenía que haber producido un mensaje radiado de Beck. Por eso, Stauffenberg, Olbricht, Haeften y Kleist se dirigen al despacho de Fromm, a exigirle algún paso más.
A esa misma hora, las cinco de la tarde, Himmler tiene ya una idea bastante precisa de lo que ha pasado. Ya tiene claro que el atentado es cosa de Stauffenberg, aunque a esa hora de la tarde todavía piensa que el militar mutilado ha actuado solo. En todo caso, telefonea a Berlín ordenando la detención de Stauffenberg, esté donde esté.
Al final de la tarde, cuando las órdenes de Valquiria se conocen en Rastenburg, el panorama cambia. Es entonces cuando los jerarcas nazis se dan cuenta de que están ante un golpe de Estado y, para desgracia de Fromm, creen que el responsable del ejército de reserva está implicado; él, que ha sido tan cauteloso. Hitler nombra a Himmler comandante en jefe del ejército de reserva. Con ello, el pequeño Heinrich da el último paso que siempre ambicionó: tener un mando militar.
Pero dejemos a Hitler y los suyos durante la muy británica ceremonia del té de las cinco, con un invitado de honor llamado Mussolini. Es una pena que les abandonemos, porque fue una merienda la hostia de entretenida, porque todos los jerarcas nazis que se habían apresurado a presentarse en Rastenburg para aseverar su fe inquebrantable en el Führer, es decir Ribentropp, Göring, Donitz, etc., se embarcaron en una serie de discusiones cruzadas, acusándose todos a todos de ser los responsables de lo que había pasado; fue una discusión tan parecida a las de los programas del corazón de la tele española que Hitler tuvo que cortarla pegando un berrido. Así pues, como digo, es una lástima dejarlos. Pero tenemos otras cosas que hacer.
Es mejor que comencemos otra escena. La escena en la que un asombrado Fromm, blanco como la cera y, por qué no decirlo, cagado de mierdo, se está levantando de su sillón de burócrata militar y pensando: tierra, trágame.
Kurland, Kurland... De toda la vida de Dios, lo que los alemanes llaman "Kurland" en castellano (idioma en el que has escrito tu post) se ha llamado Curlandia.
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