Román Carpena era lo que en la Brigada de Investigación Criminal llamaban un eterno veterano. En aquel grupo de Vigilancia era normal que, con los años, los policías ascendiesen y como fruto de aquellos ascensos acabasen por cambiar de aires. Un eterno veterano era uno de esos policías que, las menos de las veces por incapacidad, las más por desidia y comodidad, veía pasar los ascensos por méritos y acababa convirtiéndose en un inquilino eterno de la misma oficina. Los comisarios y los compañeros más activos, como Carlos Luján, temían y a la vez valoraban a los eternos veteranos. Los temían por su baja productividad y creatividad; pero al mismo tiempo los usaban porque solían ser auténticos expertos en su entorno, conocían sus calles y los pasillos de la Brigada como si fuesen suyos, y a veces tocaba echar mano de ellos.
Por esta última razón, Román Carpena pareció asumir sin extrañarse la misión urgente que, a última hora de la tarde de aquel viernes 15 de noviembre, surgió como de la nada. Después de un día bastante insulso, un día de gestiones sin demasiada importancia y vigilancias rutinarias, en la oficina se respiraban las expectativas que todos los presentes tenían de terminar el turno y salir pitando hacia la Puerta del Sol y, desde allí, quién sabe adónde.
Era ya noche cerrada, sin embargo, cuando Ismael Rebollo se presentó en la oficina. Hacía semanas que no la pisaba, pero eso no impedía que los policías viesen en él al jefe que todavía era, aunque fuese tan solo formalmente. Llegó Rebollo embutido en un abrigo oscuro y con cara de pocos amigos. Se plantó en medio de la sala, entre las mesas algunas de las cuales ya estaban vacías, y comenzó a mirar en su derredor. Se hizo el silencio. Un silencio tenso. Todos sabían lo que estaba ocurriendo. Una cabronada estaba rifándose, y a quien le tocase no le quedarían demasiadas oportunidades de escaquearse. Sólo quedaba esperar tratando de esculpir en el rostro propio eso que llaman cara de póker.
Finalmente, Rebollo levantó su brazo derecho, terminado en un dedo.
-Tú –ordenó-. Sí, tú, Luján. Y Azpíriz. Y Carpena. Conmigo.
Echó a andar hacia la salida de la oficina.
Los tres señalados se miraron entre ellos, evitando los ojos, posiblemente sardónicos, de sus compañeros. Luján se alzó de hombros y se puso el abrigo.
-Qué se le va a hacer –dijo, suspirando, y salió detrás de Rebollo.
Los cuatro se acomodaron en un coche del parque móvil, negro. Rebollo conducía. Azpíriz y Luján entraron por las puertas de atrás, así pues Carpena se quedó unos segundos en la calle hasta que se dio cuenta de que el destino había decidido por él. Algo cohibido, se sentó de copiloto de Rebollo. El coche arrancó y tomó ruta cuesta abajo, para cruzar la Puerta del Sol.
-Espero que sea importante, Rebollo –dijo Luján, con voz metálica-. Mi mujer me espera con la cena hecha.
-No conozco a un solo español que lo sea y cene a estas horas –fue toda la respuesta de Rebollo.
La cortante actitud del jefe impuso el silencio durante dos largos minutos. Luján y Azpíriz se intercambiaban breves confidencias, mientras Carpena y Rebollo parecían ambos de cera.
-¿No nos vas a decir nada antes de llegar? –Protestó, esta vez, Azpíriz.
Rebollo suspiró.
-No es un asunto fácil. Antes de deciros exactamente a quién vamos a ver, tendría que hablaros un poco de indicios.
-¿Indicios?
-Indicios, sí. Qué son, cómo se investigan, cómo se aprende su significado…
-Yo es que salí de la Academia hace ya cosa de diez años.
El sarcasmo de Azpíriz había sonado como siempre en él: como un látigo, cortante y seco. Rebollo dedicó una mirada rápida a su copiloto.
-¿Qué te parece, Carpena? ¡Qué grande es ser joven, coño! Pillan a un par de matarifes que no sabrían encontrar ni su pie izquierdo, y ya creen saber de qué va este oficio.
-Pschts. –Carpena chasqueó la lengua, alzándose de hombros. Rebollo sonrió.
-Tú, que llevas aquí desde que Franco era alférez, ¿le podrías explicar por mí algunas cosas?
-Supongo, desde luego… -La voz del veterano dejó entrever claramente que no tenía nada claro de lo que hablaba Rebollo.
-Oye, que nosotros no somos ningunos tontos. El crimen de la condesa prima…
Rebollo interrumpió con una breve pero sonora carcajada. Afuera empezó a caer aguanieve.
-¿La condesa prima? ¡El crimen de la condesa prima! ¡Vaya caso meritorio que esgrimen los muchachos! ¡Qué mayores!
Ni Luján ni Azpíriz le contestaron. Ambos se miraron las manos sin hablar.
-Mirad, les vamos a explicar a estos pipiolos un par de cosas claras, ¿eh, Carpena? Y no les vamos a cobrar, conste.
Rebollo le ofreció dos cigarros a Carpena. El veterano los encendió a la vez y le dio uno al inspector. Después de una primera y larga chupada, sin dejar de conducir, Rebollo habló de nuevo.
-Hay dos tipos de crímenes: los que se cometen por razones evidentes y los que se cometen por intereses ocultos. En los primeros sólo hay un trabajo, que es demostrar cómo pudo el asesino hacer lo que de alguna manera ya sabemos que hizo. En los segundos hay un trabajo previo, que es saber que quien lo hizo.
-Me temo que no lo entiendo bien –apostilló Azpíriz.
-Porque todavía no eres tan buen policía como crees. Imaginemos esta situación. Tienes que investigar un robo muy importante. Tienes la escena del crimen, una caja fuerte que está en un edificio vigilado. La cosa es que la caja está abierta, pero no encuentras ni una puñetera prueba física. Nadie ha visto a nadie por allí, el despacho lleva cerrado semanas y nadie recuerda haber visto a alguien intentar entrar en él. Investigas al entorno de la persona que ha sido robada y no encuentras a nadie con un móvil, no encuentras a ningún pariente venal o arruinado, ningún jugador compulsivo, ningún putero o drogadicto, ninguna maricona viciosa. El entorno está limpio como la patena.
-Caso cerrado –musitó Luján.
-¿Caso cerrado? –De nuevo Rebollo miró a Carpena y rió, y Carpena con él-. ¡Eso será en Nueva York, pero no en Madrid! Hay otro hilo del que tirar.
Rebollo se quedó en silencio y, con la sonrisa en la boca, miró a Carpena, señalándolo con la barbilla para que hablase.
-¿Qué? –Balbuceó Carpena, descolocado.
-¿Se lo dices tú o se lo digo yo?
Tras unos segundos de vacilación, Carpena afectó una sonrisa chulesca, y respondió.
-Mejor tú, ya que estás.
Rebollo respiró hondo y, sin abandonar el gesto sarcástico, habló mirando al frente, hacia el tráfico.
-Hay un hilo más. El hilo que te queda cuando ya no hay más hilos. He dicho que el edificio está vigilado. Pero también he dicho que la caja está abierta y que no hay pruebas físicas, no hay cerraduras rotas ni agujeros en la pared. Así pues, quien entró, lo hizo tranquilamente por la puerta; que es, además, el mismo medio que utilizó para salir.
-Complicidad de los vigilantes –sentenció Luján, sin mucha pasión.
-Hipótesis 1 –contestó Rebollo-. Pero también está la Hipótesis 2.
-¡Creo… creo que lo sé! –La voz de Azpíriz sonó casi como la de un niño pequeño que descubre una adivinanza-. La vigilancia falló, y alguien lo sabía.
Rebollo asintió por la cabeza, fumando.
-Y –continuó-, ¿por qué es la hipótesis más creíble?
Luján se alzó de hombros.
-La clase es tuya. ¿Por qué?
Rebollo soltó un segundo el volante para hacer un gesto con las manos, como si lo que fuese a decir fuese absolutamente obvio.
-Si fueron los vigilantes, eran verdaderamente gilipollas. Porque todo les señala. ¿Quién sino ellos podría entrar tan tranquilamente en el despacho de la caja fuerte? No, amigos. Si los vigilantes hubiesen hecho el robo, lo normal es que hubiesen sido lo suficientemente inteligentes como para simular un escalo, hubiesen reventado cerraduras, robado alguna que otra cosa más. Cualquier cosa con tal de que mirásemos en la calle y no en sus oficinas. ¿No, Carpena?
El veterano asistía a la discusión como desde lejos. Probablemente, todavía estaba pensando en cuánto tiempo llevaría aquella comisión de servicio tan intempestiva. Se limitó a decir que sí con la cabeza maquinalmente.
A Rebollo eso, sin embargo, pareció dejarlo satisfecho.
-No, no. Ese robo, muchachos, huele de lejos a que alguien tenía información privilegiada de los movimientos de los vigilantes, y la aprovechó para hacerlo. Y a simple vista parece que se ha ido de rositas, pero se equivoca.
Parados en un semáforo, Rebollo bajó la ventanilla y tiró la colilla.
-Hay una regla que casi siempre se cumple. Todo aquel que trata de saber lo que no sabe o hacer lo que no se supone que debe hacer se delata, porque para eso necesita colocarse donde no debe estar.
De repente, Carpena pareció despertar de un sueño. Dio un pequeño respingo, y preguntó con voz inusitadamente alta.
-¿Dónde coño vamos?
-Ya casi hemos llegado –respondió Rebollo, muy tranquilo. Desde ese momento hasta que se paró el coche, su tranquilidad y la intranquilidad de Carpena operaron como vasos comunicantes-. Me queda poco, así pues debo terminar la lección. Ante un crimen, si podemos saber quién lo hizo a partir de su producción, miel sobre hojuelas; pero si no es así, hay que saltar a la siguiente trinchera, y la siguiente trinchera es: quién pudo hacerlo, quién tuvo la oportunidad para ello. Sin mirar demasiado los porqués.
-Entiendo –dijo Luján, también con voz grave-. Los porqués son algo que ya te explicará el propio criminal cuando lo hayas trincado.
Rebollo paró el coche. Se volvió, muy tranquilo, hacia Carpena.
-Ya ves, Carpena. Hemos venido a Chamartín. A la calle y el número a la que tú te acercaste el día de Difuntos para una vigilancia relacionada con el asunto del juguetero de Alcorcón. Eso dice el dietario de la Brigada.
Con sus últimas reservas de presencia de ánimo, Carpena estiró el cuello y dijo.
-Oh, bien, ¿y?
Rebollo suspiró, miró un momento hacia el suelo, y luego volvió a mirar a Carpena. Llevaba el odio escrito en las pupilas.
-Como te pongas chulito conmigo, te abro la cabeza de un hostión, Carpena. Aquí mismo.
-¿Tú? ¿Tututututu… tú? ¿A mí? ¿Popopopor qué?
Carlos Luján intervino en ese momento, pero Rebollo ni se inmutó, ni dejó de mirar al veterano.
-Carpena, es cierto lo que dice Rebollo. Tú, que eres un veterano, deberías saberlo bien. Por mucho que se planee algo, siempre hay cosas que están fuera de sitio, o que se dicen y no se deberían decir. El testigo con el que me cité el Día de Difuntos…
-¿El Día de Difuntos? –Chilló Carpena- ¡Yo no sé nada de…!
Rebollo le dio un manotazo en la boca. Carpena se calló y se quedó mirando al conductor, con la espalda apretada contra la puerta del coche, lo más lejos de él que pudo. Las manos le temblaban.
-El Día de Difuntos –Carlos Luján continuó, como si nada hubiera pasado-, el testigo con el que me entrevisté, y con el que tú quedaste de acuerdo, me dijo una cosa muy significativa.
-Yo no… yo nunca… tu testigo.
-Déjalo, Carpena. Déjalo. De verdad. Mi testigo me dijo: si no estoy a determinada hora en Chamartín, la persona que me ha dado toda la información huirá.
-Y, eso, ¿qué tiene que ver conmigo?
-Tiene que ver con el hecho de que quienes conocían a mi testigo estaban perfectamente informados de mis movimientos y de que ese día yo trabajaba.
-Pero, ¿por qué tengo que ser yo quien te vigilaba?
Luján apretó los labios, en un gesto como de fastidio.
-Rebollo te lo ha explicado. Porque no estabas donde debías estar. En lugar de estar en la Brigada calentando la silla, estabas en Chamartín.
-Donde ya hemos estado nosotros tres –interrumpió Rebollo-. Hace unos días. Vigilancia relacionada con el caso del juguetero de Alcorcón. Un proveedor que podría estar en la pomada del asesinato.
-Si quieres entramos a comprobarlo de nuevo –dijo entonces Azpíriz-. Pero el tipo al que viniste a vigilar, que vive en el tercero de esta casa, tiene una juguetería, sí. Pero jamás ha tenido relación con el juguetero de Alcorcón.
-Todo esto tiene que ver con la frase de mi testigo –terció Luján-. Obviamente, al llegar a Chamartín tenía que verse con alguien; o, caso de que yo lo hubiese retenido, alguien tenía que estar en Chamartín, en algún lugar y en alguna hora, para no verle y entonces dar el queo. Pero no podía ser la misma persona que luego habría de huir. De ser así, con que nosotros le hubiéramos dejado marchar y le hubiéramos seguido, habríamos tenido al pájaro en la jaula.
-En todo este montaje hacía falta un intermediario –continuó Rebollo-. Alguien con libertad de movimientos, que tuviese razones para estar en Chamartín y que, caso de hacer nosotros lo que Luján ha dicho, caso de seguir al testigo, pues, no despertase sospechas. Que, incluso, pudiera entretenernos para ralentizar nuestra búsqueda.
Luego se encogió de hombros, como relajándose.
-Ya ves, Carpena. Si tu amigo Sediles hubiera sido más listo y se hubiera inventado que alguien le vigilaba en la cafetería donde se encontraban, mentira ésta totalmente lógica que Luján, estoy seguro, se habría tragado, tú no estarías donde estás ahora.
Encendió un cigarrillo y luego, con la pistola que en algún momento y sin que nadie se diera cuenta había cogido, se rascó la nariz.
-Y, por si no te has dado cuenta, ahora mismo estás a las puertas de que volvamos grupas a la Brigada y pasemos estos tres la noche sacándote la verdad a hostia limpia. Y que te conste que esto lo podrían haber hecho Luján y Azpíriz solos. Si he querido venir es porque me conoces y sé que sabes de qué palo voy. A qué me dedico últimamente. Así pues, si te digo que ni tu puto carné de inspector, ni tu puto carné de Falange ni los putos amigos que puedas tener te van a librar esta noche de pasarlas putas de verdad, Carpena, créeme. Es un consejo.
Carpena trató de procesar la información que recibía. Miró a Azpíriz y a Luján, yendo de uno a otro varias veces; con Rebollo no se atrevió. De repente, dio un respingo. Arqueó las cejas.
-¡Joder! –Exclamó- Tenía que haberlo visto.
-¿El qué? –Preguntó Rebollo.
-Lo que ha explicado… él. Eso de no estar en su sitio.
Tragó saliva.
-Tu mujer -dijo, mirando a Luján-. Tiene ya la cena hecha. Eso dijiste.
-¿Y?
-Al salir de la Brigada, ni siquiera la llamaste.
Rebollo asintió lentamente. Luego se acomodó en el asiento y, con un gesto suave, accionó la llave de contacto.
A eso de las tres de la mañana, Carlos Luján descansaba en una silla en un pasillo de los sótanos de la Dirección General de Seguridad. Alguien le había dado un algodón, con el que intentaba parar la leve hemorragia que brotaba de la mayoría de los nudillos de la mano derecha.
-Tiene la cara dura, ¿eh? –Dijo una voz delante de él.
Luján elevó la vista. Rebollo, menos sudoroso que él, con aspecto relajado, lo miraba casi sonriente.
-Qué puta manía de resistir hasta confesar –masculló Luján-. En fin, ya tenemos lo que queremos.
-¿Y ahora? –Azpíriz se les había unido, como siempre inexpresivo.
-¿Te refieres al caso López?
-De momento, me refiero a Carpena.
Rebollo se alzó de hombros.
-No habrá causa. No por esto. Yo le creo. Todo el mundo ha dicho siempre que es un puto hedillista. De los de primera, mediana y última hora. Él dice que siempre pensó que estaba colaborando con un grupo de falangistas que esperaban el estallido de la revolución, y yo le creo. Este limón no tiene más jugo.
-¿Y ya está? –Azpíriz preguntaba diríase que sin pasión- Quiero decir, ¿mañana a trabajar con la cara como un pan?
-No, qué va. Éste va a estar engrilletado por lo menos hasta que se le pueda reconocer otra vez. Supongo que lo mandaremos al despachito del coronel Eymar1, con alguna acusación, eso sí unas semanas, pero lo acabarán soltando. Y saldrá suave y más acojonado que una palomita, créeme. No volverá a ser un problema, entre otras cosas porque no volverá. De todas formas, aún nos queda Sediles.
-Al tal Sediles no le tocas un pelo –contestó Luján-. Ése fue el acuerdo, Rebollo. No me jodas.
-Vaya, vaya. No te jodo, vale. Lo que no entiendo es por qué.
-Porque me sale de los huevos. Y porque yo protejo a mis testigos.
Rebollo se alzó de hombros.
-Bueno. En realidad, da igual –agitó un papel con nombres escritos-. Porque ya tenemos lo que queríamos.
1 Principal juez del Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario