Fue un Día de Difuntos pacífico y civilizado para la comisaría. No tanto para Carlos Luján, para quien aquellas horas muertas fueron un continuo esperar y pensar, pensar y esperar. Ordenando notas. Venciendo la tentación de escribir notas nuevas con nuevas cosas que acababa de conocer. Y esperando, sobre todo, a que su turno terminase.
Debía estar en su mesa hasta las siete de la tarde. Cosas de los turnos dobles acumulados para hacer favores, o devolverlos. A las dos fue a comer a casa. Cuando llegó, Laura casi acababa de llegar del cementerio, donde todos los años, por aquellas fechas, visitaba la tumba familiar donde se encontraban los huesos de su madre y una lápida que recordaba a su padre. Así que comieron las sobras de la noche anterior, en silencio, espiando la siesta de Bruno. Fiel al plan que se había trazado, Carlos Luján plantó entonces la primera semilla de duda en la mente de su mujer, hablándole de un caso sobre el que habían llegado algunas primeras noticias justo antes de comer y que tal vez le amargase el turno de tarde. Todo era mentira, claro. Pero él sabía que a Laura las sorpresas inmediatas le sentaban muy mal, así pues era mejor ir preparándola poco a poco. De vuelta a la oficina, por ello, Luján llamó a su casa, a eso de las seis, y con voz de pocos amigos informó que, efectivamente, el caso del que había hablado se había complicado, y que llegaría tarde a casa. Laura se quejó de su mala suerte con un ligero deje sarcástico en la voz que dejaba traslucir claramente su desilusión porque ese tipo de sorpresas de última hora siempre le cayesen al mismo.
Todo fue como tantas otras veces. Porque, como tantas otras veces, la pequeña mentira de Carlos Luján sólo tenía un objetivo: visitar a Lucía Odriozola.
Sabía que era el día peor para la visita. Había pensado, y no se equivocó, que era difícil que una barra americana tuviese la indelicadeza de abrir el en Día de Difuntos. Sin embargo, él sabía que el francés sarasa Yanclod, el dueño del local, vivía cerca. Se lo había explicado él mismo muchas veces, probablemente para animar en el policía la sensación de que lo tenía perfectamente controlado. Aunque desde que había recomenzado la investigación del caso López no había vuelto por allí, la memoria todavía señalaba con precisión el inmueble que le había señalado el francés. Así pues, una vez que cumplió su turno, Luján tomó un taxi, pidió que le dejase a un par de manzanas del club, caminó con paso recio para comprobar que la puerta estaba cerrada, y luego se fue directo al portal del inmueble cercano, en uno de cuyos pisos vivía el francés.
Yanclod le abrió despeinado y soñoliento. Nada más verle, empalideció. Entre los policías solían hacer risas con eso: no hay nada más acojonante que un policía parado frente a ti, en el descansillo de tu casa. Todo el mundo piensa que si un policía ha buscado tu portal y ha subido las escaleras hasta la puerta de tu casa, nunca es para desearte felices pascuas o para felicitarte por tu cumpleaños. Un policía frente a ti, al abrir la puerta de tu casa, siempre significa problemas.
-¡Señor Ins, er, Inspector! ¡Usted! ¿Qué…?
-Lucía –contestó Luján, impertérrito-. Dígame dónde vive Lucía.
-¿Lucía? ¿Que yo le diga? Señor Inspector, yo no…
Luján descargó, bien hasta el fondo, su puño derecho en la boca del estómago del francés. Escuchó el grave ronquido que profería mientras todo el aire que tenía dentro le abandonaba en medio segundo. El sarasa se dobló sobre sí mismo. Luján le puso la mano izquierda en la nuca, presionó hacia abajo para sostenerlo, y le propinó un golpe con la rodilla derecha en pleno rostro. Luego tiró de él hacia arriba, lo irguió, y lo empujó contra la cercana pared del exiguo vestíbulo de la casa. Yanclod chocó con un espejo que tenía allí colgado que, sin embargo, no se descolgó. Luján lo oía gemir en un tono demasiado agudo. Trataba de mantener la cabeza erguida mientras sangraba abundantemente por la nariz, pero no se atrevía a tocarla. Probablemente, la tenía rota.
-¡Ayayayay! ¡Señor Inspector!
-¡Déjate de idioteces! Ya sabes lo que quiero.
-Señor Inspector –ahora el francés lloraba-, yo le juro que… Le juro que…
Luján entró en la casa. Tras el pequeño vestíbulo había un pasillo en perpendicular que llevaba a las habitaciones. Empujó a Yanclod contra la pared para hacerse sitio y, cuando estuvo dentro, lo agarró con una mano de la solapa y tironeó de él por el pasillo adelante. El francés no se resistió. Sólo gemía, lloraba y pedía perdón.
-Perdón, señor Inspector. ¡Por Dios, perdón!
Luján entró en el pequeño salón de la casa y arrojó su carga en el sofá. Yanclod emitió un grito; evidentemente, se había golpeado la nariz. Luego se ovilló en el sillón, como un feto, protegiéndose la cara. Luján comenzó a mirar los libros que tenía en una estantería que cubría entera una de las paredes de la habitación. Cogía el libro, lo miraba dos segundos, y lo tiraba al suelo. Hizo eso un rato con todos los libros, adornos, fotos enmarcadas, que tenía el francés. Algunos de los cristales de los marcos de las fotos se rompieron al chocar con el suelo. Yanclod dejó de gemir.
-¿Sabes lo que van a hacer contigo si te llevo a interrogar?
A Luján sólo le contestó un jadeo rítmico y acelerado.
-Hay gente que está deseando tener uno como tú para interrogar, ¿sabes? Imagínate. Un interrogado a quien le gusta que le metan cosas por el culo.
El francés gimió como un niño pequeño atrapado que se da cuenta de que nadie va a venir a rescatarle.
Luján dejó que la ira se amansase un poco. Lo suficiente como para hacerse preguntas. No podía creer que Yanclod no supiera dónde vivía Lucía. Los había visto mil veces en el club. El resto de las chicas eran muy jóvenes y no tenían las funciones que tenía ella. Luján había visto a Lucía abrir y cerrar el local. Y hacer caja. Y guardar la recaudación en sobres. Nadie permite ese nivel de responsabilidad a alguien de quien ni siquiera sabe dónde vive.
Así pues…
Se acercó al ovillo. Agarró de la cabeza una buena mata de pelo. Tiró con fuerza. Un grito y la cara de Yanclod, embadurnada con su propia sangre. Los ojos cerrados, manando. El bigotito temblando de miedo.
-Te ha dicho que no me lo digas, ¿es eso?
Por toda respuesta, el francés siguió gimiendo.
Luján se agachó, para acercar su cara al rostro sanguiñoliento del marica.
-Si es así, te informo de que estás jugando un juego muy peligroso, Yanclod. Muy, muy peligroso.
Le agitó la cabeza.
-¡Mírame! ¡Mírame, me cago en la puta Virgen de Lourdes!
Los ojos de Yanclod respiraban miedo.
-Escucha, Yanclod. Escúchame bien. Tú crees estar protegiendo a una pobre mujer de su torturador. Evitando un acoso. Tú crees que Lucía te ha prohibido darme ninguna referencia suya porque tiene miedo de que la vuelva a pegar, o la viole.
-Yo… no podría pensar que…
-Déjate de tonterías. Lo piensas. Tu amiga soporta de mala gana las visitas del señor policía, pero no está dispuesta a ir más allá, te lo ha dejado claro, y tú la proteges. Pero en una cosa te equivocas.
Le soltó el pelo. El francés se relajó un poco, pero sin dejar de estar alerta. Luján permaneció de pie frente a él. Metió las manos en el gabán y se irguió.
-Estás protegiendo a una clandestina –informó, observando la reacción provocada por cada una de sus palabras.
El francés se echó hacia atrás y abrió la boca. Luego boqueó varias veces sin decir nada. Luján dejó que sus facciones se endureciesen.
-¿Que yo…? Señor Inspector… ¡pero si usted mismo la…! ¡Usted mismo…!
-Yo la interrogué, sí. Hace ocho años. Y estaba limpia. Tan sólo era, por casualidad, la vecina de una persona que había aparecido muerta. Pero eso fue antes de que supiese algunas cosas.
No dijo más. Aunque lo pensó, y tal vez el francés tenía clarividencia para adivinar el color de los pensamientos de otro. Lo cierto es que en los segundos que siguieron a sus palabras, al estómago de Carlos Luján regresó el dolor intenso que había sentido esa mañana cuando, inerme y sin ser capaz de interrumpir, escuchó el último monólogo de Léntulo Sediles, los últimos capítulos de su confesión. Mientras Yanclod le miraba con incredulidad, él recordaba los datos que, con rapidez, había atesorado.
En febrero de 1939, un grupo de activistas de La Aromática decide que la guerra ha terminado, y decide huir de Madrid.
La suerte de los huidos es trágica. Quien trata de traspasar las líneas acaba mal, bien porque los republicanos localicen la deserción, bien porque la actitud de los nacionales no sea precisamente felicitarlos por la hazaña.
Diezmada y desmoralizada esa célula anarquista radical y violenta, quienes quedan en ella deciden sobrevivir dentro de Madrid. Pero, en ese momento, surge Lucía Odriozola. Miembro de La Aromática. Miliciana anarcosindicalista con muchos kilómetros de paseos en coche por Madrid, pañuelo al cuello, deseando salud a los madrileños. Lucía Odriozola salva a los pocos miembros de la célula que quedan. Tiene contactos con la Quinta Columna. La célula sale de Madrid, aunque Lucía se queda.
Cuando llega la Victoria, algunos de aquellos anarquistas vuelven a Madrid, confiados en su anonimato y en la posibilidad de entenderse con los fascistas; al fin y al cabo, piensan, todos queremos más o menos lo mismo. Pero se darán cuenta, poco a poco, de que no va haber Revolución. Franco invita a su mesa a los banqueros y a los terratenientes. Así pues, lo que queda de La Aromática regresa a sus esencias, y se echa al monte, sólo que ahora es otro monte. Ahora, su lucha es la de quienes, dentro del franquismo, se vuelven contra él por falta de valentía revolucionaria; el objetivo es el mismo, incluso los colores1, pero ha cambiado la camisa. En un arabesco imposible, anarquistas armados son ahora fascistas armados. Viejos anarquistas disfrazados. Como el amigo de Sediles.
Como Lucía Odriozola.
Yanclod le está mirando. Mirada perruna, entregada.
-Esto es muy serio –informa Luján-. Muy, muy serio. Mi consejo, Yanclod, es que te quites de en medio. Porque si no te quitas, este asunto se te va a llevar por medio. Y la raja del culo te va a llegar a la mitad de la espalda.
El francés declama una dirección y luego, como por arte de magia, deja de llorar, se levanta, camina arrastrando los pies hasta la puerta de su cuarto de baño, y se encierra allí, sin despedirse.
Luján le ha dicho al taxista que acelere. Que se salte los semáforos. La casa de Lucía está lejos, en el extrarradio, no lejos de aquélla en la que vivió con Anselmo López, y repentinamente tiene ganas de terminar ese interrogatorio. En el coche se ha dado cuenta de que los nudillos de la mano derecha le sangran; un golpe de rabia que ha dado en una de las paredes de la escalera de la casa del francés, cuando se iba. El taxista también se ha dado cuenta y, probablemente, ha entendido ese secreto lenguaje de tonos que informa de que un interlocutor es policía. Así pues, obedece.
Luján va pensando.
Lucía Odriozola. Una anarquista lo suficientemente anarquista como para ser, además de anarquista, violenta. Miembro de un grupo radical al cual, al final de la guerra, ella misma provee de un acercamiento a falangistas, cabe suponer que radicales como ellos. Primero tabla de salvación pero, luego, identificación. Falangismo radical, antimonárquico, anticapitalista, fascismo en estado puro. Qué más da que amanezca por la derecha o por la izquierda; lo importante es que amanezca.
Franco se deshizo de muchos de esos falangistas radicales enviándolos a morir a Rusia. En la División Azul. Así murió Julio Cendoya, por ejemplo. Un falangista muy radical. Y pudo morir Anselmo López. ¿Era Anselmo, también, uno de esos residuos fascistas del franquismo? Es algo que casa demasiado mal con la imagen de él como un hombre acobardado y temeroso del pasado. Pero, ¿de dónde venía Julio Cendoya? ¿De dónde venía Anselmo López? ¿Y podría ser, acaso, una mera casualidad que este divisionario que decide tener una vida clandestina, escondida, un falangista que tal vez tiene miedo de morir asesinado por alguien, probablemente quien verdaderamente acabó asesinándolo, ese hombre, acabe compartiendo corrala y quién sabe cuántas cosas más con una mujer con el pasado de Lucía Odriozola?
Y, ¿por qué toda esta historia le interesa personalmente a Franco?
El taxi ha llegado. Luján paga nerviosamente, abandona el auto. Son las nueve, noche cerrada. La dirección que le ha dado Yanclod es la de un piso bajo. Luján espía las ventanas. Están cerradas a cal y canto, también las contraventanas. Nada nuevo. A esas horas hace un frío que pela. Luján llama al sereno. Tras muchas palmadas, acude un asturiano alto y ancho de hombros. Parece empequeñecer a la vista de la credencial policial. Abre el portal con manos nerviosas. Luján lo despide.
El Inspector llama a la puerta. No hay respuesta. Llama otra vez. El sonido de una radio, algunos pisos más arriba, que de repente se apaga. Es como si toda la casa esperase, agazapada en silencio, su siguiente movimiento.
Dos pasos cortos hacia atrás. Levanta la pierna derecha, flexionada, hasta dejar su pie a la altura de la cadera. Descarga la patada. La puerta se tambalea, pero no cede. Otro golpe. El sonido inconfundible de la madera rompiéndose. Tercer golpe. La hoja de la puerta se convierte en una boca negra.
Al entrar en la casa a oscuras, antes incluso de encontrar la llave de la luz, Luján lo percibe. Un olor que no le es nada desconocido.
El olor acre y dulzón de la sangre que aún no se ha secado del todo.
1 Tanto la bandera de la CNT como la de la Falange son rojas y negras.
"señalaba con precisión el inmueble que le había señalado" (es sobre la casa del francés). No deberías repetir el verbo señalar.
ResponderBorrarLuján me cae algo antipático-falangista y que echa mano de la tortura- aunque eso es normal en su contexto-policía de los años cuarenta y cincuenta.
Veamos como le afecta el cambio social en los sesenta y ssetenta y que tal será el Bruno adolescente y oreuniversitario del 75-yo votaría por alguien inclinado por la cultura friki, de cómics y demás, pero claeo eso son mis deseos.
"...abrir el en Día de Difuntos": abrir en el Día...
ResponderBorrarJo y cuando dije lo del torturador no había leído lo del francés. Jo. Tenía prisa o había que introducir una escena de este calibre.