No pocas veces, durante las lecturas e investigaciones que están en la trastienda de este blog, me entran ganas de abrir una sección que se llamase algo así como Freaks de la Historia. Verdaderamente, los hechos pasados están trufados de personajes extraños, impredecibles, a menudo grotescos, absurdos o patéticos. Y lo increíble es el enorme poder que algunos de estos freakys llegan a atesorar.
La cosa es que Tiburcio se me ha adelantado. Nos remite esta interesante y divertida pieza sobre uno de estos freaks: el general Melgarejo.
Se lo dedicados a nuestros lectores bolivianos (285 en lo que va de año, según las estadísticas).
Cuando estuve en Bolivia, la gente todavía recordaba como un chiste la dictadura del General Melgarejo. Recuerdo haber visto un libro que se titulaba Dichos y hechos del General Melgarejo. No recuerdo ahora si estaba en la sección de Historia o en la de humor. Para hacer una comparación que se entienda de este lado del océano, es como si los rusos se partieran de risa contando los años de Stalin y editaran un libro narrando como una gracieta cómo la Operación Barbarroja le pilló por sorpresa. O bien los bolivianos tienen un sentido del humor muy peculiar, o bien son masoquistas.
El General Melgarejo nació en 1820 en el departamento de Cochabamba. Su vida, antes de alcanzar la Jefatura del Estado, fue una sucesión de asonadas, batallas, borracheras y burdeles. En 1853 fue capturado en el curso de un cuartelazo fallido y condenado a muerte. El Presidente Belzu le indultó. Que no ejecutaran a Melgarejo en ese momento es uno de los pocos argumentos que conozco a favor de la pena de muerte.
En 1864 la vida política boliviana pasaba por un momento de tensión, o sea, lo habitual. La Presidencia de Achá estaba llegando a su fin y los políticos se preparaban para las elecciones. Había dos candidatos principales, la oficialista del General Sebastián Ágreda y la opositora del General Manuel Isidoro Belzu. A éstos vino a sumarse el Partido Rojo del Teniente Coronel Adolfo Ballivián. Como se ve, en aquellos tiempos, mirar la lista de candidatos a la presidencia boliviana era como mirar el escalafón de los oficiales del Ejército. Ballivián pensó aquello tan viejo de «¿para qué correr el riesgo de presentarme a unas elecciones que puedo perder, cuando puedo conquistar el poder de aquella manera?», y atrajo a su campo al General Melgarejo, al que las asonadas le gustaban tanto como el vino, o casi.
Significativamente, Melgarejo dio su golpe el 28 de diciembre de 1864; digo significativamente, porque su mandato fue una inocentada para Bolivia. En las primeras horas del golpe, todo el mundo asumió que Melgarejo lo estaba dando a favor de su mentor, Ballivián. Cuando uno de los coroneles conjurados le preguntó a Melgarejo a quién proclamaban como caudillo. La respuesta fue: «¡Qué bruto eres! ¿Quién ha de ser sino yo?». Otra versión de la historia cuenta que los ballivianistas le pidieron que proclamara a su jefe Presidente y Melgarejo les recordó que era la festividad de los Santos Inocentes y les dijo que eran unos inocentes por creer que él había organizado la revolución en beneficio ajeno, cuando en verdad la había hecho en provecho propio.
El régimen de Melgarejo se caracterizó por la arbitrariedad, rasgo que en los sobrios es grave y en los alcohólicos y megalómanos no digamos. El propio Melgarejo decía que gobernaba con «la Constitución en el bolsillo», que viene a equivaler al «La calle es mía» de Manuel Fraga algo más de 100 años después. Para Melgarejo el poder servía para satisfacer sus pasiones, sobre todo las más bajas, y hacer lo que le diera la real gana. Y una de las cosas que más le daba la real gana hacer era ejecutar a los enemigos e incluso a algunos de los amigos. La lista de ejecutados por el tirano es bastante larga y en algunos casos no se limitó a dar la orden, sino que la ejecutó el mismo, tal vez por aquello de que uno nunca está mejor servido que por sí mismo.
Un punto que todos los historiadores destacan es el inmenso desgobierno económico del período de Melgarejo. Melgarejo veía Bolivia como su finca y no dudó en entregar concesiones a diestro y siniestro a cambio de calderilla. Así, la Compañía de Salitres de Antofagasta acabaría llevando al país a la guerra con Chile en 1879. El contrato Church para el ferrocarril Madeira-Mamoré le costó al Estado un millón de libras. En el extranjero colocó dos empréstitos que rentaron la tercera parte de lo esperado.
El 20 de mayo de 1866 decretó que las tierras que las comunidades indígenas llevaban explotando desde tiempo inmemorial eran propiedad del Estado. Los comuneros que quisieran tener la propiedad legal de esas tierras deberían pagar una cantidad que variaba entre los 25 y los 100 pesos. Quienes no la hubiesen pagado, se verían privados de la tierra en el plazo de 60 días. La tierra sería entonces sacada a pública subasta, previa tasación legal. Dado que la tasa de analfabetismo entre los indígenas era elevadísima y que vivían en condiciones de mera subsistencia, donde el dinero apenas circulaba, cabe preguntarse cuántos de ellos llegaron a enterarse de que les iban a robar las tierras. Leer los nombres de las familias terratenientes que participaron en la rebatiña es como leer el nombre de los políticos que hicieron la Historia de Bolivia durante los siguientes cien años. Por cierto, que unos de los beneficiados fueron los Sánchez Melgarejo. El colofón de la expropiación fue que en algunas zonas los indígenas se levantaron y fueron duramente reprimidos. Tan duramente que se dio el caso de que algunos militares apostaron entre ellos quién mataba más indios.
Otra de las medidas desastrosas de Melgarejo fue la adulteración de la moneda en 1865, acuñando moneda de peor ley. De un plumazo Melgarejo se cargó todos los esfuerzos de sus predecesores para lograr la estabilidad monetaria.
La política exterior de Melgarejo fue de chiste. Debía de pensarse que la diplomacia existe para hacer amiguitos y que los territorios se intercambian como cromos en el recreo del colegio.
Fue en tiempos de Melgarejo que se produjo la guerra del Callao. Chile convenció a Melgarejo de que era imperativo que firmasen un tratado para defenderse del neocolonialismo español. Lo que no le dijeron era que ahora Bolivia tendría que defenderse del colonialismo chileno. El tratado establecía que la zona comprendida entre los grados 23 y 25 de latitud sería de explotación conjunta (la frontera estaba entonces en los 24 grados de latitud). Lo interesante es que la parte más próxima a Chile de ese territorio era precisamente la más pobre, o sea que Melgarejo cedió territorio a cambio de nada. Bueno, nada no exactamente. Chile le regaló un caballo, Holofernes, tan inteligente que sabía hasta cómo tomar cerveza.
En 1867 firmó con Brasil un tratado para delimitar la frontera entre los dos países. Melgarejo cedió a Brasil 300.000 kilómetros cuadrados y Bolivia perdió el acceso al río Madeira y toda la margen derecha del río Paraguay. Por más que he indagado, no he logrado descubrir qué logró Melgarejo a cambio de esta cesión. Me parece que los brasileños ni tan siquiera le regalaron un caballo.
Aparte de ceder terreno, en el campo de la política internacional Melgarejo intentó jugar al gran estadista. Reconoció la beligerancia de los insurrectos cubanos. Constituyó una misión diplomática especial para salvar la vida del Emperador Maximiliano de Habsburgo. Ofreció su ayuda a Napoleón III en la guerra franco-prusiana. Sería interesante saber cómo los 1.600 soldados bolivianos habrían cambiado la suerte del conflicto. Dado que lo de los soldados no pudo ser, Melgarejo expresó su deseo de enviarle a Napoleón III 10.000 pesos para que se tomase una taza de té en su nombre. Con ese dinero, una y trescientas.
Los últimos años del régimen de Melgarejo estuvieron salpicados de rebeliones contra el tirano. Finalmente fue la de enero de 1871 la que triunfó, gracias a la defección del batallón Colorados y de su Coronel, Hilarión Daza.
Melgarejo huyó a Perú, donde anduvo pobre y aislado, intentando que la familia de su concubina, Juana Sánchez, a la que tanto había enriquecido, le ayudara. El 23 de noviembre de 1872, el hermano de Juana, harto de los requerimientos de Melgarejo, le mató a la puerta de la casa de su hermana.
Melgarejo está enterrado en Perú. Ningún gobierno boliviano ha tenido ganas de pedir la repatriación de sus restos.
viernes, noviembre 23, 2007
miércoles, noviembre 21, 2007
Mafiosos de leyenda: Dutch Schultz
El crimen organizado es una actividad que ha dado para tanto que atesora todo tipo de mitos. Existe el mito del mafioso listo y el del mafioso tonto, el del chico con suerte y el del desgraciado. Y existe, cómo no, el mito del mafioso brutal, echado para adelante. De entre este tipo de mafiosos, probablemente Arthur Flegenheimer, más conocido como Dutch Shultz, es el más famoso. Schultz era sanguíneo, impulsivo y falto de escrúpulos. Tenía muy claro lo que significaba ser un criminal y el tipo de cosas que has de hacer cuando te apuntas a esa movida. Lo curioso de su historia es que, finalmente, murió precisamente por sus actividades criminales, lo cual no es nada anormal; pero a manos de otros criminales, lo cual, creo yo, sí que merece una explicación.
En 1933, la estrella de Dutch Schultz parecía apagada para siempre. Meses atrás, el Holandés (Dutch significa precisamente eso: holandés) había tenido que salir por patas de Nueva York, perseguido por la más eficiente maquinaria antiMafia de los Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX: el IRS, Internal Revenue Service o, como lo llamamos aquí, la Agencia Tributaria. Ya sabemos bien que la evasión de impuestos fue la inesperada puerta para trincar a muchos mafiosos; así fue, por ejemplo, como los federales lograron meter en la trena a Alphonse Capone. Además, por lógica, el delito fiscal era mayor cuanto más grande era el mafioso, y el Holandés era un criminal king size.
Como todos los mafiosos de aquella época, Schultz había hecho mucho dinero con el contrabando de alcohol. Sólo entre 1929 y 1931, la policía calculó que la venta de cerveza le había dejado, después de gastos, 481.000 dólares limpios de la época, cifra que hoy deberíamos multiplicar bastante. Además de eso, la banda de Schultz se dedicaba al más viejo oficio mafioso, la protección, y a la lotería conocida como de los números.
Flegenheimer nació en 1900 y era hijo de un hombre que poseía un saloon en el Bronx. Su madre era extraordinariamente religiosa y, al parecer, nunca logró superar que su querido hijo se dejase seducir por el lado oscuro de la Fuerza. A los diecisiete años, Schultz ya dio con sus huesos en la cárcel durante quince meses a causa de un robo. Fue al salir de aquella trena, fogueado en el hampa y convertido en un matón, cuando la gente empezó a llamarle Dutch Schultz, que era asimismo el nombre de un matón de una especie de banda del Bronx, la de Frog Hollow, a quien la gente tenía por tipo especialmente cabrón.
Schultz formó su propia banda en compañía de un personaje muy parecido a él, Joey Rao, quien acabó implicado en uno de los asesinatos más impresionantes que recuerda la ciudad de Nueva York: el del comisario de elecciones Joseph Scottoriggio, quien fue apaleado hasta la muerte en Harlem, en plena calle y a la luz del día, en 1946. Preocupados por la cercanía del fin de la prohibición, que dejaba a estos como a otros mafiosos sin negocio, el Holandés y Rao se aliaron con los grandes magnates del juego en Nueva York, Dandy Phil Pastel y su jefe, el famoso mafioso Frank Costello. Además del juego, Dutch se introdujo en el negocio de extorsionar a los restaurantes y en la lotería de los números. Además, tenía un equipo de lucha libre y caballos, además de poseer clubs nocturnos. Su banda de matones era de lo mejorcito de Nueva York; podían partirle la cara a cualquiera sin problemas. Y, por supuesto, con tanto dinero, al Holandés no le faltaban amigos en los estamentos políticos.
Aún así, Schultz era famoso entre los mafiosos por ser un cabrón. Un cabrón entre cabrones. Cualquiera que haya visto buenas pelis de la Mafia o haya leído libros habrá descubierto que los mafiosos siempre quieren creer que propugnan un orden propio, una especie de estado de cosas que en el fondo controlan (aunque ese estado de cosas suponga cargarse de vez en cuando a alguien). En este terreno, Schultz encajaba mal porque era un estafador nato. Sus licores eran todos de garrafón e, incluso, hizo algo increíble como es tratar de manipular la lotería de los números.
Los números era, en aquellos años difíciles de la depresión, la gran distracción, y al mismo tiempo la gran ilusión, de la gente pobre de Nueva York. Para muchos desheredados, blancos y negros, aquella era la única oportunidad de dejar de ser una puta mierda. La lotería de los números funcionaba con las apuestas de las carreras de caballos. De esta manera, el boleto premiado salía de un hecho aleatorio, como era la dinámica de apuestas a caballo ganador, segundo y tercero de determinadas carreras.
Pues bien: Flegenheimer, no contento con ganar la parte normal de la banca, se puso a pensar sobre cómo conseguir que dicha parte fuese mayor. Dado que no era un tipo exento de inteligencia, dio en pensar que alguien que fuese una fiera en las matemáticas podría calcular de qué forma conseguir que el número final ganador resultase ser el que la gente había jugado menos. Así que contrató a un matemático, Abbadabba Berman, que era capaz, minutos antes de cerrarse las apuestas, de calcular a qué caballos había que meterle dinero para que las combinaciones de las apuestas se moviesen de forma que los números resultantes fuesen los menos frecuentes. Era, pues, una lotería amañada en la que el Holandés estafaba millones de dólares a un ejército de obreros y parados.
En eso llegó Hacienda.
A los señores de los impuestos los sufrimientos de los desempleados se la traían floja. Decidieron empurar a Schultz por la pastizara que había cobrado sin pagar un níquel al Tío Sam. Schultz se vio repentinamente obligado a huir. Contrató a un ejército de abogados cuyo principal objetivo sería conseguir que su cliente no fuese juzgado en la ciudad de Nueva York, donde mucha gente le conocía y se sabía de las palizas que tenía a bien regalar de cuando en cuando a todo aquél que no se avenía a sus deseos. Finalmente, los leguleyos consiguieron su objetivo, y la vista del caso el Pueblo contra Flegenheimer se trasladó a Siracusa. Una vez conseguido esto, y tras año y medio debajo de la tierra, Schultz reapareció en el mundo de los vivos, se fue a Siracusa, y se convirtió en una especie de ONG con sombrero. Si en Siracusa había un niño con muy buenas notas que no podía ir a la universidad, el Holandés le pagaba una beca; si había una farola rota, él la reparaba; si una iglesia que no tenía dinero para reparar la techumbre, por ahí aparecía el mafioso y apiolaba los dólares que hiciesen falta. Y los periódicos, también convenientemente enervados, lo publicaban todo. Corolario: cuando se vio el juicio, el jurado fue incapaz de alcanzar un veredicto.
Los abogados de Schultz, envalentonados, lograron enviar la revisión del proceso a donde Cristo perdió los palos de golf: a la pequeña localidad de Malona, en Nueva Jersey, en el límite del Estado. Lógicamente, Schultz repitió la jugada, gastó dinero a manos llenas, visitó hospitales, besó bebés y lo que hizo falta.
Y salió absuelto, claro.
Una vez libre como un pajarillo, Flegenheimer se estableció en Newark, cogió el teléfono y llamó a Bo Weimberg. Weimberg era uno de sus lugartenientes y la persona a la que el Holandés había dejado al cargo de la banda en su ausencia. Con voz temblona, Weimberg le informó de la verdad: su banda ya no existía. El Sindicato se la había quedado.
Ya hemos dicho que Schultz no era muy respetado entre los mafiosos. Esto es tan así que cuando los jefes mafiosos crearon el Sindicato del Crimen, es decir la organización dentro de la cual las bandas se repartían territorios y montaban un sistema para no matarse entre ellas, él no fue llamado a la reunión: lo consideraban demasiado impulsivo y rompehuevos como para formar parte de esa partida. Cuando Schultz tuvo que salir de Nueva York cagando virutas, todo el mundo pensó que no lograría volver. Así pues, los distintos mafiosos se repartieron su banda. Los hombres del Sindicato fueron a ver a Weimberg y le ofrecieron repartir todos los pistoleros de Schultz entre las bandas existentes, y éste aceptó. Los dos principales beneficiarios del reparto fueron Lepke, que quedó con el negocio de la extorsión; y el famosísimo Charles Lucky Luciano, que se quedó con las tiendas de apuestas en la lotería de los números.
El Holandés, sabiendo a quien se enfrentaba, apretó los dientes y empezó de nuevo. Pero, claro, como no le importaba rifar hostias, finalmente acabó saliendo adelante. Y así llegamos a los principios de 1935, cuando un escándalo sacude los juzgados de Manhattan. En los mismos, una investigación relativa a la lotería de los números parece llegar a acusaciones gordas para gente importante. Automáticamente el fiscal del distrito, William C. Dodge, retira del caso al fiscal que estaba obteniendo las pruebas y comienza a dedicarse a esa actividad que en España denominamos marear la perdiz. En un movimiento bastante poco habitual, el jurado reaccionó solicitando que Dodge fuese apartado del caso. Y así fue como llegó a su primer caso contra el crimen organizado un joven fiscal de prometedora carrera, tan prometedora que acabaría siendo nada menos que candidato a ocupar la Casa Blanca: Thomas E. Dewey.
Dewey y Schultz ya se conocían. El abogado había participado en el caso por evasión fiscal que casi escalabra al mafioso, y éste lo sabía. Ahora, Dewey quería meter la zarpa en el asunto de los números, que era, después del expolio que le había hecho el Sindicato, su gran fuente de pasta.
Otros criminales más sutiles habían pensado soluciones más sutiles. Pero no Flegenheimer. El Holandés era lo que era, así pues llegó a la conclusión más directa. ¿Me molesta Dewey? Pues, vale: me lo cargo.
Fue entonces cuando Schultz se acabó por enterar de que existía el Sindicato del Crimen. Porque una de las reglas del Sindicato era que nadie podía matar a nadie (entiéndase personas importantes y tal) sin permiso del Sindicato. Enterados los mafiosos de las intenciones del Holandés, se convocó una reunión en Nueva York para decidir si Schultz se podría cargar a Dewey. Al Holandés le sentó tan mal aquella historia que se presentó en la reunión, a pesar de que se celebró en Manhattan, un lugar que no podía pisar por orden judicial.
En el meeting no hubo fumata blanca. Algunos mafiosos querían cargarse al fiscal, otros no. Así pues, el consejo hizo lo que hacen todos los consejos cuando se empantanan: dar una patada a seguir, declarar que hace falta pensar más profundamente la cosa, y quedar para una semana después. Schultz estaba fuera de sí. Pero algo consiguió. Consiguió convencer al Sindicato de que, caso de que una semana después la decisión fuese matar a Dewey, deberían haberlo vigilado antes para apreciar la mejor ocasión para ello. Así pues, los mafiosos aprobaron que el fiscal fuese vigilado durante esos siete días.
La tarea le fue encomendada a Albert Anastasia, rey de los docks de Brooklyn. Anastasia colocó un hombre frente a la casa de Dewey paseando con un niño prestado. De esta manera, los mafiosos pudieron saber que el fiscal era hombre de costumbres muy fijas, de forma que salía de su casa todos los días a la misma hora, acompañado por dos guardaespaldas, y paraba dos manzanas más allá en un drugstore, donde se metía unos minutos en la cabina telefónica para llamar al despacho. No lo hacía desde casa porque sospechaba que, a causa del caso que llevaba, su teléfono podría estar pinchado por los mafiosos. Dado que entraba solo en la tienda, se decidió que ése sería el momento de matarle. El asesinato iba a cometerse con una pistola con silenciador, y el dependiente entraba en el lote. Una vez hecho el trabajo, el asesino tendría mogollón de tiempo para huir tranquilamente, antes de que los guardaespaldas comenzasen a mosquearse o entrase otro cliente.
La reunión aplazada, sin embargo, no salió como Schultz esperaba. Con gran pericia, Lepke y Luciano convencieron a sus correligionarios que de Dewey, al ser un fiscal con competencias en Manhattan, apenas podría tocar una pequeña parte de su negocio; así pues, era ilógico exponerse a un gran peligro matando a un fiscal de los Estados Unidos cuando lo que estaba en peligro no era tanto.
El Holandés era demasiado impulsivo para aceptar una decisión como ésta. Así pues, decidió matar a Dewey él solo, en cualquier caso. Y no sólo hizo eso, sino que fue por ahí contando lo que iba a hacer. Sí, era un chulo. A los chulos siempre les pierde lo larga que tienen la lengua.
Así las cosas, el Sindicato decidió que tenía que cargarse a Schultz, para con ello salvar al fiscal que estaba intentando empurarlos. Verdaderamente, el mundo al revés.
El trabajo fue encargado a dos pistoleros de Lepke, Charlie Bug Workman y Mendy Weis. El trabajo no era fácil porque Schultz se dejaba ver poco y casi siempre era en un lugar de Newark llamado Palace Chophouse, donde despachaba sus asuntos en una habitación con una sola entrada, muy sencilla de proteger. En la operación actuó un tercer hombre, que hizo de chófer, que al parecer tenía el mote de Piggy.
Schultz había decidido matar a Dewey en la mañana del 25 de octubre de 1935. La noche del 23, en un sedán negro, los tres asesinos del Sindicato se dirigieron a Newark en un sedán negro, que aparcaron delante del Palace Chophouse a eso de las diez de la noche.
Quien entró en el bar fue Bug Workman, un experimentado y frío pistolero. Recorrió el bar tranquilamente, espiando los lugares desde donde podría ser atacado una vez que comenzase la tangana. Dentro de sus comprobaciones, hizo algo que un asesino a sueldo siempre hace: entrar en los baños, para ver si hay alguien dentro (cuando empiezan los disparos, lo más difícil es controlar a alguien que salga del baño disparando, así que lo mejor es cerciorarse de que está vacío).
Dentro del baño, Workman encontró a un hombre meando. Se miraron. A Workman le pareció levemente familiar. Se mosqueó. Sabía que aquel bar estaba lleno de asesinos como él. En esas circunstancias, la mejor garantía era disparar primero. Así que Bug aprovechó que el otro tipo tenía aún prácticamente la chorra en la mano y le disparó.
Cuando salió del baño, el bar estaba vacío. El personal se había hecho agua al oír los disparos, con la excepción del barman, que se había metido debajo del mostrador. Tranquilamente, avanzó hacia la habitación de Schultz y abrió la puerta. Dentro encontró a tres personas. Le estaban esperando, y empezaron a disparar. Lo que distingue a un pistolero experimentado del resto de las personas es su sangre fría. A los demás, si nos disparan nos vamos de bareta; sólo alguien que ha matado mucho sabe conservar la calma, dar un paso atrás, apuntar tranquilamente. Y matar.
Por increíble que parezca, Workman mató a sus tres agresores. Eran Lulu Rosenkranz, chófer de Schultz; Ab Landau, matón de la banda; y Abbadabba Berman, el genio matemático.
Sólo cuando salía del bar, preocupado por no haber cumplido la orden, cayó Workman en la cuenta de que sí lo había hecho. De eso le sonaba el tipo del baño. El primer agredido era, efectivamente, Dutch Schultz.
Schultz vivió aún 24 horas tras los disparos. A lo largo de ese tiempo, en una ocasión, mientras era interrogado por la policía sobre quién le había disparado, informó, enigmáticamente: «el amo en persona». Todo parece indicar que murió sin tener ni puñetera idea de quién le había disparado.
Cosas curiosas que tiene la vida. Lepke fue uno de los mafiosos del Sindicato del Crimen que más porfió por conservar la vida de Thomas E. Dewey. Y, años después, sería en las manos de Dewey, como gobernador, donde estaría la vida de Lepke, condenado a muerte.
Pero la historia de aquel juicio, y de la decisión final de Dewey, es otra historia. Por hoy, basta de rollo.
En 1933, la estrella de Dutch Schultz parecía apagada para siempre. Meses atrás, el Holandés (Dutch significa precisamente eso: holandés) había tenido que salir por patas de Nueva York, perseguido por la más eficiente maquinaria antiMafia de los Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX: el IRS, Internal Revenue Service o, como lo llamamos aquí, la Agencia Tributaria. Ya sabemos bien que la evasión de impuestos fue la inesperada puerta para trincar a muchos mafiosos; así fue, por ejemplo, como los federales lograron meter en la trena a Alphonse Capone. Además, por lógica, el delito fiscal era mayor cuanto más grande era el mafioso, y el Holandés era un criminal king size.
Como todos los mafiosos de aquella época, Schultz había hecho mucho dinero con el contrabando de alcohol. Sólo entre 1929 y 1931, la policía calculó que la venta de cerveza le había dejado, después de gastos, 481.000 dólares limpios de la época, cifra que hoy deberíamos multiplicar bastante. Además de eso, la banda de Schultz se dedicaba al más viejo oficio mafioso, la protección, y a la lotería conocida como de los números.
Flegenheimer nació en 1900 y era hijo de un hombre que poseía un saloon en el Bronx. Su madre era extraordinariamente religiosa y, al parecer, nunca logró superar que su querido hijo se dejase seducir por el lado oscuro de la Fuerza. A los diecisiete años, Schultz ya dio con sus huesos en la cárcel durante quince meses a causa de un robo. Fue al salir de aquella trena, fogueado en el hampa y convertido en un matón, cuando la gente empezó a llamarle Dutch Schultz, que era asimismo el nombre de un matón de una especie de banda del Bronx, la de Frog Hollow, a quien la gente tenía por tipo especialmente cabrón.
Schultz formó su propia banda en compañía de un personaje muy parecido a él, Joey Rao, quien acabó implicado en uno de los asesinatos más impresionantes que recuerda la ciudad de Nueva York: el del comisario de elecciones Joseph Scottoriggio, quien fue apaleado hasta la muerte en Harlem, en plena calle y a la luz del día, en 1946. Preocupados por la cercanía del fin de la prohibición, que dejaba a estos como a otros mafiosos sin negocio, el Holandés y Rao se aliaron con los grandes magnates del juego en Nueva York, Dandy Phil Pastel y su jefe, el famoso mafioso Frank Costello. Además del juego, Dutch se introdujo en el negocio de extorsionar a los restaurantes y en la lotería de los números. Además, tenía un equipo de lucha libre y caballos, además de poseer clubs nocturnos. Su banda de matones era de lo mejorcito de Nueva York; podían partirle la cara a cualquiera sin problemas. Y, por supuesto, con tanto dinero, al Holandés no le faltaban amigos en los estamentos políticos.
Aún así, Schultz era famoso entre los mafiosos por ser un cabrón. Un cabrón entre cabrones. Cualquiera que haya visto buenas pelis de la Mafia o haya leído libros habrá descubierto que los mafiosos siempre quieren creer que propugnan un orden propio, una especie de estado de cosas que en el fondo controlan (aunque ese estado de cosas suponga cargarse de vez en cuando a alguien). En este terreno, Schultz encajaba mal porque era un estafador nato. Sus licores eran todos de garrafón e, incluso, hizo algo increíble como es tratar de manipular la lotería de los números.
Los números era, en aquellos años difíciles de la depresión, la gran distracción, y al mismo tiempo la gran ilusión, de la gente pobre de Nueva York. Para muchos desheredados, blancos y negros, aquella era la única oportunidad de dejar de ser una puta mierda. La lotería de los números funcionaba con las apuestas de las carreras de caballos. De esta manera, el boleto premiado salía de un hecho aleatorio, como era la dinámica de apuestas a caballo ganador, segundo y tercero de determinadas carreras.
Pues bien: Flegenheimer, no contento con ganar la parte normal de la banca, se puso a pensar sobre cómo conseguir que dicha parte fuese mayor. Dado que no era un tipo exento de inteligencia, dio en pensar que alguien que fuese una fiera en las matemáticas podría calcular de qué forma conseguir que el número final ganador resultase ser el que la gente había jugado menos. Así que contrató a un matemático, Abbadabba Berman, que era capaz, minutos antes de cerrarse las apuestas, de calcular a qué caballos había que meterle dinero para que las combinaciones de las apuestas se moviesen de forma que los números resultantes fuesen los menos frecuentes. Era, pues, una lotería amañada en la que el Holandés estafaba millones de dólares a un ejército de obreros y parados.
En eso llegó Hacienda.
A los señores de los impuestos los sufrimientos de los desempleados se la traían floja. Decidieron empurar a Schultz por la pastizara que había cobrado sin pagar un níquel al Tío Sam. Schultz se vio repentinamente obligado a huir. Contrató a un ejército de abogados cuyo principal objetivo sería conseguir que su cliente no fuese juzgado en la ciudad de Nueva York, donde mucha gente le conocía y se sabía de las palizas que tenía a bien regalar de cuando en cuando a todo aquél que no se avenía a sus deseos. Finalmente, los leguleyos consiguieron su objetivo, y la vista del caso el Pueblo contra Flegenheimer se trasladó a Siracusa. Una vez conseguido esto, y tras año y medio debajo de la tierra, Schultz reapareció en el mundo de los vivos, se fue a Siracusa, y se convirtió en una especie de ONG con sombrero. Si en Siracusa había un niño con muy buenas notas que no podía ir a la universidad, el Holandés le pagaba una beca; si había una farola rota, él la reparaba; si una iglesia que no tenía dinero para reparar la techumbre, por ahí aparecía el mafioso y apiolaba los dólares que hiciesen falta. Y los periódicos, también convenientemente enervados, lo publicaban todo. Corolario: cuando se vio el juicio, el jurado fue incapaz de alcanzar un veredicto.
Los abogados de Schultz, envalentonados, lograron enviar la revisión del proceso a donde Cristo perdió los palos de golf: a la pequeña localidad de Malona, en Nueva Jersey, en el límite del Estado. Lógicamente, Schultz repitió la jugada, gastó dinero a manos llenas, visitó hospitales, besó bebés y lo que hizo falta.
Y salió absuelto, claro.
Una vez libre como un pajarillo, Flegenheimer se estableció en Newark, cogió el teléfono y llamó a Bo Weimberg. Weimberg era uno de sus lugartenientes y la persona a la que el Holandés había dejado al cargo de la banda en su ausencia. Con voz temblona, Weimberg le informó de la verdad: su banda ya no existía. El Sindicato se la había quedado.
Ya hemos dicho que Schultz no era muy respetado entre los mafiosos. Esto es tan así que cuando los jefes mafiosos crearon el Sindicato del Crimen, es decir la organización dentro de la cual las bandas se repartían territorios y montaban un sistema para no matarse entre ellas, él no fue llamado a la reunión: lo consideraban demasiado impulsivo y rompehuevos como para formar parte de esa partida. Cuando Schultz tuvo que salir de Nueva York cagando virutas, todo el mundo pensó que no lograría volver. Así pues, los distintos mafiosos se repartieron su banda. Los hombres del Sindicato fueron a ver a Weimberg y le ofrecieron repartir todos los pistoleros de Schultz entre las bandas existentes, y éste aceptó. Los dos principales beneficiarios del reparto fueron Lepke, que quedó con el negocio de la extorsión; y el famosísimo Charles Lucky Luciano, que se quedó con las tiendas de apuestas en la lotería de los números.
El Holandés, sabiendo a quien se enfrentaba, apretó los dientes y empezó de nuevo. Pero, claro, como no le importaba rifar hostias, finalmente acabó saliendo adelante. Y así llegamos a los principios de 1935, cuando un escándalo sacude los juzgados de Manhattan. En los mismos, una investigación relativa a la lotería de los números parece llegar a acusaciones gordas para gente importante. Automáticamente el fiscal del distrito, William C. Dodge, retira del caso al fiscal que estaba obteniendo las pruebas y comienza a dedicarse a esa actividad que en España denominamos marear la perdiz. En un movimiento bastante poco habitual, el jurado reaccionó solicitando que Dodge fuese apartado del caso. Y así fue como llegó a su primer caso contra el crimen organizado un joven fiscal de prometedora carrera, tan prometedora que acabaría siendo nada menos que candidato a ocupar la Casa Blanca: Thomas E. Dewey.
Dewey y Schultz ya se conocían. El abogado había participado en el caso por evasión fiscal que casi escalabra al mafioso, y éste lo sabía. Ahora, Dewey quería meter la zarpa en el asunto de los números, que era, después del expolio que le había hecho el Sindicato, su gran fuente de pasta.
Otros criminales más sutiles habían pensado soluciones más sutiles. Pero no Flegenheimer. El Holandés era lo que era, así pues llegó a la conclusión más directa. ¿Me molesta Dewey? Pues, vale: me lo cargo.
Fue entonces cuando Schultz se acabó por enterar de que existía el Sindicato del Crimen. Porque una de las reglas del Sindicato era que nadie podía matar a nadie (entiéndase personas importantes y tal) sin permiso del Sindicato. Enterados los mafiosos de las intenciones del Holandés, se convocó una reunión en Nueva York para decidir si Schultz se podría cargar a Dewey. Al Holandés le sentó tan mal aquella historia que se presentó en la reunión, a pesar de que se celebró en Manhattan, un lugar que no podía pisar por orden judicial.
En el meeting no hubo fumata blanca. Algunos mafiosos querían cargarse al fiscal, otros no. Así pues, el consejo hizo lo que hacen todos los consejos cuando se empantanan: dar una patada a seguir, declarar que hace falta pensar más profundamente la cosa, y quedar para una semana después. Schultz estaba fuera de sí. Pero algo consiguió. Consiguió convencer al Sindicato de que, caso de que una semana después la decisión fuese matar a Dewey, deberían haberlo vigilado antes para apreciar la mejor ocasión para ello. Así pues, los mafiosos aprobaron que el fiscal fuese vigilado durante esos siete días.
La tarea le fue encomendada a Albert Anastasia, rey de los docks de Brooklyn. Anastasia colocó un hombre frente a la casa de Dewey paseando con un niño prestado. De esta manera, los mafiosos pudieron saber que el fiscal era hombre de costumbres muy fijas, de forma que salía de su casa todos los días a la misma hora, acompañado por dos guardaespaldas, y paraba dos manzanas más allá en un drugstore, donde se metía unos minutos en la cabina telefónica para llamar al despacho. No lo hacía desde casa porque sospechaba que, a causa del caso que llevaba, su teléfono podría estar pinchado por los mafiosos. Dado que entraba solo en la tienda, se decidió que ése sería el momento de matarle. El asesinato iba a cometerse con una pistola con silenciador, y el dependiente entraba en el lote. Una vez hecho el trabajo, el asesino tendría mogollón de tiempo para huir tranquilamente, antes de que los guardaespaldas comenzasen a mosquearse o entrase otro cliente.
La reunión aplazada, sin embargo, no salió como Schultz esperaba. Con gran pericia, Lepke y Luciano convencieron a sus correligionarios que de Dewey, al ser un fiscal con competencias en Manhattan, apenas podría tocar una pequeña parte de su negocio; así pues, era ilógico exponerse a un gran peligro matando a un fiscal de los Estados Unidos cuando lo que estaba en peligro no era tanto.
El Holandés era demasiado impulsivo para aceptar una decisión como ésta. Así pues, decidió matar a Dewey él solo, en cualquier caso. Y no sólo hizo eso, sino que fue por ahí contando lo que iba a hacer. Sí, era un chulo. A los chulos siempre les pierde lo larga que tienen la lengua.
Así las cosas, el Sindicato decidió que tenía que cargarse a Schultz, para con ello salvar al fiscal que estaba intentando empurarlos. Verdaderamente, el mundo al revés.
El trabajo fue encargado a dos pistoleros de Lepke, Charlie Bug Workman y Mendy Weis. El trabajo no era fácil porque Schultz se dejaba ver poco y casi siempre era en un lugar de Newark llamado Palace Chophouse, donde despachaba sus asuntos en una habitación con una sola entrada, muy sencilla de proteger. En la operación actuó un tercer hombre, que hizo de chófer, que al parecer tenía el mote de Piggy.
Schultz había decidido matar a Dewey en la mañana del 25 de octubre de 1935. La noche del 23, en un sedán negro, los tres asesinos del Sindicato se dirigieron a Newark en un sedán negro, que aparcaron delante del Palace Chophouse a eso de las diez de la noche.
Quien entró en el bar fue Bug Workman, un experimentado y frío pistolero. Recorrió el bar tranquilamente, espiando los lugares desde donde podría ser atacado una vez que comenzase la tangana. Dentro de sus comprobaciones, hizo algo que un asesino a sueldo siempre hace: entrar en los baños, para ver si hay alguien dentro (cuando empiezan los disparos, lo más difícil es controlar a alguien que salga del baño disparando, así que lo mejor es cerciorarse de que está vacío).
Dentro del baño, Workman encontró a un hombre meando. Se miraron. A Workman le pareció levemente familiar. Se mosqueó. Sabía que aquel bar estaba lleno de asesinos como él. En esas circunstancias, la mejor garantía era disparar primero. Así que Bug aprovechó que el otro tipo tenía aún prácticamente la chorra en la mano y le disparó.
Cuando salió del baño, el bar estaba vacío. El personal se había hecho agua al oír los disparos, con la excepción del barman, que se había metido debajo del mostrador. Tranquilamente, avanzó hacia la habitación de Schultz y abrió la puerta. Dentro encontró a tres personas. Le estaban esperando, y empezaron a disparar. Lo que distingue a un pistolero experimentado del resto de las personas es su sangre fría. A los demás, si nos disparan nos vamos de bareta; sólo alguien que ha matado mucho sabe conservar la calma, dar un paso atrás, apuntar tranquilamente. Y matar.
Por increíble que parezca, Workman mató a sus tres agresores. Eran Lulu Rosenkranz, chófer de Schultz; Ab Landau, matón de la banda; y Abbadabba Berman, el genio matemático.
Sólo cuando salía del bar, preocupado por no haber cumplido la orden, cayó Workman en la cuenta de que sí lo había hecho. De eso le sonaba el tipo del baño. El primer agredido era, efectivamente, Dutch Schultz.
Schultz vivió aún 24 horas tras los disparos. A lo largo de ese tiempo, en una ocasión, mientras era interrogado por la policía sobre quién le había disparado, informó, enigmáticamente: «el amo en persona». Todo parece indicar que murió sin tener ni puñetera idea de quién le había disparado.
Cosas curiosas que tiene la vida. Lepke fue uno de los mafiosos del Sindicato del Crimen que más porfió por conservar la vida de Thomas E. Dewey. Y, años después, sería en las manos de Dewey, como gobernador, donde estaría la vida de Lepke, condenado a muerte.
Pero la historia de aquel juicio, y de la decisión final de Dewey, es otra historia. Por hoy, basta de rollo.