Para cualquier persona que esté un poco interesada en el mundo de los coches, las siglas SEAT (pues eso fueron, unas siglas) no le pasarán desapercibidas. En efecto, los SEAT son una parte del paisaje de nuestras ciudades y carreteras. Sin embargo, conforme España se vaya llenando de personas más y más jóvenes, SEAT dejará de ser, progresivamente, lo que fue: quizás, el más ambicioso sueño industrial de aquella España, la del franquismo, que iba a todas luces perdiendo la carrera del desarrollo económico frente al resto de Europa.
Ciertamente, casi todos los grandes desarrollos de negocio en España son fruto de monopolios o de oligopolios: Telefónica es lo que es hoy gracias a las décadas en las que explotó en solitario el negocio de las telecomunicaciones en España; los orígenes de Repsol son la antigua CAMPSA, la ENP (Empresa Nacional del Petróleo) y Butano, todas ellas monopolísticas; Tabacalera, que creo que ahora se llama Altadis y está a punto de ser vendida, fue durante mucho tiempo el único vendedor de tabaco autorizado en España (neto de don Juan March, claro). Son pocos los casos de empresas surgidas en España en un entorno de desarrollo competitivo y, de ellos, SEAT es, quizá, el que mayor significado social e histórico tiene.
SEAT se llamó primero SIAT, que eran las siglas de la Sociedad Ibérica de Automóviles de Turismo, creada en 1940, apenas terminada la guerra civil pues, por un banco de tamaño mediano con especial vocación por participar en proyectos industriales: el Banco Urquijo. Viajados que serían, sabían los hombres del Urquijo que en toda Europa comenzaba a pitar fuerte (nunca mejor dicho) el negocio automovilístico. En España ya había habido experiencias de fabricación de vehículos, por ejemplo los bellísimos Hispano-Suiza, que habían quedado más o menos cortados con la guerra. Hacía falta un fabricante en masa, capaz de producir para saciar la demanda que, con seguridad, acabaría produciéndose.
Eso sí, en España nadie, o casi nadie, sabía de construir coches, motivo por el cual desde el primer momento se buscó un primo de Zumosol, eso que en el mundo de los negocios se llama un socio tecnológico. Resultó ser la italiana FIAT, la multinacional de la familia Agnelli. Juntos, banqueros e italiano se fueron a ver al gobierno; pues, en aquellos años de autarquía, era impensable lanzar un proyecto de estas proporciones sin la anuencia de El Pardo. A Franco, aquella oferta le vino genial, embarcado como estaba en la creación de un grupo industrial público, el Instituto Nacional de Industria (INI), destinado, en la cabeza de los gestores económicos del régimen, a servir de locomotora del crecimiento industrial español. En 1950 se creó la Sociedad Española de Automóviles de Turismo, SEAT. El Estado español se reservó el control (51%), mientras el resto se lo repartían los bancos y los italianos.
SEAT tardó tres años en comenzar a producir, con una total dependencia respecto de FIAT. El primer modelo que produjo, el SEAT 1.430, era una copia del FIAT 1.430. A partir de 1957, no obstante, SEAT entra en el mito social español con el comienzo de la fabricación del SEAT 600, copia del modelo italiano del mismo nombre.
El Seiscientos es el utilitario por excelencia. Todos o casi todos los españoles que tenemos hoy cuarenta o más años hemos pasado nuestra infancia haciendo viajes en Seiscientos. Tener un Seiscientos se convirtió en la seña de prosperidad personal por excelencia. Era un coche (por lo menos el de mi padre) ruidoso, maloliente e incómodo; pero eso lo hemos sabido muchos años después de montar en él, cuando hemos descubierto la cantidad de elementos de confort que se le puede llegar a incorporar a un automóvil.
En 1957, la fábrica de SEAT todavía era apenas capaz de sacar por la puerta unos 10 coches diarios, lo cual es muy poco. En realidad, durante mucho tiempo la demanda fue muy por delante de la oferta y es por ello que los Seiscientos, como otros coches, se vendían en España con lista de espera; una lista de espera que, en ocasiones, era de varios, largos, meses. No obstante, la producción no dejó de aumentar, alcanzando su máximo en 1970, año en el que SEAT proveía al mercado con más de 210 Seiscientos diarios.
Los años sesenta fueron los años inolvidables de SEAT. Cada cinco años, la sociedad doblaba sus ventas y tenía una posición preeminente dentro del mercado interior. No obstante, no son pocos los que consideran que fue, precisamente, en esos años tan buenos cuando SEAT cavó en parte su tumba como empresa independiente. La empresa no hizo prácticamente ningún esfuerzo por sacudirse la dependencia respecto de su hermano mayor y, de hecho, no abordó prácticamente ninguna investigación. Y nosotros sabemos ahora en qué consiste el mercado de los automóviles, que cada año le incorpora a los vehículos un equipamiento más, alguna novedad de seguridad, de confort o de otro tipo, que diferencia a los modelos nuevos de los antiguos. Muy al contrario, SEAT operó en el mercado como si la fuente de leche y miel que manaba del Seiscientos no fuese a secarse nunca y como si la competencia fuese imposible.
En un movimiento pendular, muy característico de nosotros los hispanos, de esa molicie se pasa a una especie de estrategia de big bang o cambio total. Lo recuerdo bien porque uno de los varios trabajos que a lo largo de su vida tuvo mi padre fue, precisamente, vender coches en un concesionario coruñés de la SEAT. Y me acuerdo de que, siendo yo un niño, fue a Barcelona a una reunión de ventas y, a la vuelta, nos anunció: «¡Van a dejar de fabricar el Seiscientos!» Y lo dijo con el mismo tono con que hubiese anunciado la intención de Franco de declarar a España Nación Masona, o el que utilizaríamos hoy para dar la noticia de que Andreu Buenafuente ficha a José María Aznar de tertuliano.
En efecto: SEAT quería abandonar, o mejor diríamos dejar de centrarse en, el segmento de coches más pequeños, más utilitarios. Y llevaba su razón de ser la cosa, porque en España, como en toda Europa, cada vez la gente tenía más pasta, y cuando se tiene más pasta, hay dos cosas que pasan: en las mujeres, su frecuencia de compras aumenta; en los hombres, lo que aumenta es el tamaño y potencia de su coche.
Así pues, el Seiscientos tenía heredero: el SEAT 127, otra antigualla que casi no se ve hoy en día, pero en su tiempo toda una revolución: un coche algo más amplio (la verdad es que el Seiscientos es como un huevo de avestruz con ruedas) y más potente. Pero esto se pensó a principios de los setenta. Y quienes lo pensaban no contaban ni con la guerra del Yon Kippur, ni con el cabreo de la OPEP ni, consecuentemente, con la crisis del petróleo, que mandó al carajo todas esas predicciones. La pasta empezó a escasear y, de hecho, comenzó a ser buen rollo tener un coche pequeño y que gastara poca gasolina. Además, hay que tener en cuenta el proceso, entonces embrionario pero progresivo, de motorización de la mujer, y sabido es que las mujeres tienen preferencias por coches más pequeños y utilitarios que los hombres.
SEAT, con el paso cambiado, pasó en cinco años de vender uno de cada dos coches que se vendían en España a vender uno de cada tres. Y, como nunca se había preocupado de ser una empresa independiente, tampoco tenía grandes exportaciones que echarse a la boca (aparte de que el mundo entero andaba descojonado con lo del petróleo, así pues poco iba a vender).
En 1976, en medio de toda esta merdé, se produce un hecho aún peor: la dinastía Ford, ésa que nosotros pronunciamos sin d y los americanos sin r, pone sus ojos en la hoy Comunidad Valenciana e instala sus reales en Almusafes.
Para SEAT, la llegada de Ford fue la introducción de un matón más en un barrio donde ya era difícil conseguir gente que se dejase chantajear. Los planes de Ford eran, y fueron, apostar fuerte en el mercado español con un modelo, el Fiesta, de gama media. Como el 127.
Estamos más o menos en 1978, y para entonces ya está claro que SEAT no podrá sobrevivir sola. Primero se intenta, que era lo obvio, la alianza con FIAT. Pero los italianos tienen sus propios problemas, pues están fuertemente afectados por la crisis en Italia, así pues, lejos de aceptar, hacen todo lo posible por desvincularse de la empresa, y lo consiguen.
¿Por qué Volkswagen? Pues tiene toda la lógica. De hecho, la colaboración con SEAT, a partir de 1982, que culminaría con la adquisición de la compañía, ha sido largamente beneficiosa para los alemanes. Los coches del pueblo teutones tenían una reducidísima cuota de mercado en España y, merced a los acuerdos de SEAT, accedieron a la red de ventas y asistencia técnica más desarrollada que existía en dicho mercado (y esto no lo digo porque mi padre formara parte de ella; pero también, qué coño). Esto les permitió salpimentar sin problemas nuestras calles de modelos no fabricados en España, como el célebre Golf.
En segundo lugar, VW estaba muy presionado en sus costes por los elevados salarios pagados en Alemania, y fabricar en España (esto es: Zona Franca de Barcelona, Pamplona, Prat del Llobregat y Martorell) le supuso reducirlos con claridad.
En tercer lugar, mediante el acuerdo con SEAT, VW ponía una pica en el último gran mercado europeo por descubrir (hasta la caída del Muro, claro), lo que le permitía abonar un liderazgo continental para el que competía duramente con Fiat.
Eso sí, la empresa estaba en unas condiciones financieras muy comprometidas, lo que hizo necesario que, en los años previos a la privatización, el Estado (o sea, nosotros) pusiera, como accionista, un montón de pasta para poder vender la empresa limpia de polvo y paja. Hasta 250.000 millones de pesetas inyectó en esos pocos años el accionista en SEAT. Con la privatización, aún asumiría el Estado las pérdidas del último año en su accionariado (casi 37.000 millones de pesetas), amén de concederle un crédito de 186.000 millones más.
El gran acierto de SEAT, en esos años, es el modelo Ibiza, idealmente diseñado para un tipo de conductor, joven y crecientemente consumista, que empieza a surgir conforme superamos las crisis del petróleo: la primera, ya citada, y la segunda, provocada por la guerra Irán-Irak. Asimismo, se comienza a producir el Polo con tecnología compartida. Luego, ya siendo alemana, llegará la era del Toledo.
¿Ha superado SEAT esa existencia de incertidumbre casi continua? Pues la verdad es que no. Poco a poco, el fabricante español ha ido perdiendo uno de sus atractivos competitivos, como era el menor coste relativo de fabricar aquí; de hecho, tras la caída del Muro y la adquisición por Volkswagen del fabricante checo Skoda, en realidad la situación ha dado la vuelta. Pero no hay que ser pesimistas. Las cosas también cambian para bien, y uno de esos cambios positivos es el peso que ha adquirido el mercado español de automoción. No fueron pocos los agoreros que, en los años ochenta y noventa, afirmaron que la España del millón de coches de venta anual era una quimera y, sin embargo, se equivocaron. Ojo, pues, con abandonar este mercado, que no es cualquier mercado.
Quizá, alguna de las cosas que le dejemos a nuestros nietos será un modelo SEAT, por supuesto más ecológico que los actuales. ¿Por qué no?
viernes, septiembre 14, 2007
miércoles, septiembre 12, 2007
El primer genocidio
Tiburcio strikes again. Enterado, a través no sé yo de qué viles canales, de que estoy preparando un borrador de post para su blog (yo, sí, yo escribiendo sobre budismo... ¡dónde vamos a llegar!), se ha apresurado a enviarme una serie de material que ha estado pergeñando a lo largo del verano. Esto de hoy es sólo una parte. La parte más sangrienta, pues de genocidios va.
Aquí está, pues, el primer genocidio. By Tiburcio Samsa.
Los primeros homo sapiens llegaron al extremo occidental de Eurasia hace unos 40.000 años. Cuando llegaron se encontraron con lo mismo que milenios después les ocurriría a los colonos anglosajones de Norteamérica: que ésas tierras que molaban tanto ya estaban ocupadas. En este caso, por el hombre de Neandertal.
No sabemos cómo fueron las relaciones entre los sapiens y los neandertales. Lo que sí sabemos es el resultado de su encuentro: unos 10.000 años después los neandertales se habían extinguido y lo que queda de su ADN duerme en huesos polvorientos en los museos. Parece ya demostrado que no hubo cruces entre sapiens y neandertales o, si los hubo, o no produjeron descendencia o la que produjeron era estéril. El linaje del homo sapiens y el del hombre de Neandertal se habían separado hacía unos 500.000 años. Medio millón de años de evolución separada son muchos años. Ambos ya eran especies separadas sin posibilidad de entrecruzamiento.
¿Qué produjo la extinción del hombre de Neandertal? Preguntarlo es un poco como cuando el inspector Colombo entraba en la habitación, se encontraba al mayordomo con una pistola humeante en las manos y a la señora Brisby tirada en el suelo con un balazo en la cabeza y le preguntaba: «¿Sabe usted si la fallecida sufría del corazón?»
Veamos: el hombre de Neandertal llevaba viviendo desde hacía decenas de miles de años en el Europa, llega el homo sapiens y en el transcurso de 10.000 años se extingue. Verde y con asas.
Sin descartar un escenario a lo general Custer en el que el homo sapiens hubiera invitado activamente al hombre de Neandertal a salir de la escena, la extinción del hombre de Neandertal parece fácil de explicar.
De pronto en el mismo territorio se encuentran dos cazadores que ocupan exactamente el mismo nicho ecológico. Mientras los recursos sean abundantes, ambos podrán prosperar, con ventaja eso sí para el que disponga de mejor tecnología, que verá como su población aumenta más rápidamente. Si los recursos disminuyen, el menos eficiente se encontrará con menos alimentos a su disposición y eventualmente acabará extinguiéndose. Eso fue lo que sucedió: hace 30.000 años el problema del planeta no se llamaba calentamiento global, sino enfriamiento global. Como en las películas del Oeste, «no hay sitio para los dos en este pueblo, forastero». Sólo que en este caso fue el forastero el que se quedó.
Existen modelos que muestran que una leve ventaja entre dos especies que compitan por el mismo nicho ecológico puede llevar en poco tiempo a la especie desfavorecida a la extinción. La leve ventaja se traduce en el logro de más alimentos, lo que lleva a más nacimientos, que a su vez aumentan todavía más la cantidad de alimentos que van para la especie con ventaja. Con que la tasa de mortalidad de los neandertales hubiese aumentado en un 1% anual o sus nacimientos hubiesen disminuido anualmente en la misma proporción, tendríamos que podrían haberse extinguido en sólo 1.000 años.
Hay indicios de que los homo sapiens disponían de importantes ventajas sobre los neandertales. Sus herramientas líticas eran más sofisticadas y parece que sus redes comerciales estaban hasta tres veces más extendidas que las de los neandertales, lo que mostraría una organización social más elevada. En el caso de los homo sapiens, se han encontrado herramientas cuyas materias primas procedían de lugares distantes varios cientos de kilómetros. En el caso de los neandertales, los casos que se conocen apenas superan los cien kilómetros. Por otra parte, los neandertales muestran una notable falta de progreso tecnológico. Apenas se perciben avances en sus herramientas durante los 200.000 años que permanecieron en Europa. De hecho sólo hacia el final se detecta alguna mejora en sus útiles y es bastante probable que esa mejora fuera provocada por la imitación de los más exitosos homo sapiens.
Mi teoría personal es que la ventaja del homo sapiens no consistió solamente en que sus hachas de piedra fueran más eficaces. Su ventaja pudo haber residido en el lenguaje.
No se sabe a ciencia cierta cuándo apareció el lenguaje humano, entendido éste como la posibilidad de comunicar pensamientos complejos y abstractos, estructurados sintácticamente. Hace unos 50.000 años aparecen los primeros ejemplos de arte, lo que parece indicar cierta capacidad de pensamiento abstracto y posiblemente el lenguaje.
Existe un amplio consenso entre los paleontólogos de que, si bien los neandertales tenían la estructura fisiológica necesaria para el habla y posiblemente dispusieran de un lenguaje, éste sería rudimentario. Poco más que frases sencillas del tipo «ven aquí» o «león peligroso». ¿Qué podían hacer unas gentes con ese lenguaje contra unos homo sapiens capaces de decirse cosas como «cuando salga la luna, yo me acerco, le rebano el cuello al jodío centinela Neandertal y prendo fuego a sus pieles, mientras tú aprovechas la confusión para robarles la comida»?
Aquí está, pues, el primer genocidio. By Tiburcio Samsa.
Los primeros homo sapiens llegaron al extremo occidental de Eurasia hace unos 40.000 años. Cuando llegaron se encontraron con lo mismo que milenios después les ocurriría a los colonos anglosajones de Norteamérica: que ésas tierras que molaban tanto ya estaban ocupadas. En este caso, por el hombre de Neandertal.
No sabemos cómo fueron las relaciones entre los sapiens y los neandertales. Lo que sí sabemos es el resultado de su encuentro: unos 10.000 años después los neandertales se habían extinguido y lo que queda de su ADN duerme en huesos polvorientos en los museos. Parece ya demostrado que no hubo cruces entre sapiens y neandertales o, si los hubo, o no produjeron descendencia o la que produjeron era estéril. El linaje del homo sapiens y el del hombre de Neandertal se habían separado hacía unos 500.000 años. Medio millón de años de evolución separada son muchos años. Ambos ya eran especies separadas sin posibilidad de entrecruzamiento.
¿Qué produjo la extinción del hombre de Neandertal? Preguntarlo es un poco como cuando el inspector Colombo entraba en la habitación, se encontraba al mayordomo con una pistola humeante en las manos y a la señora Brisby tirada en el suelo con un balazo en la cabeza y le preguntaba: «¿Sabe usted si la fallecida sufría del corazón?»
Veamos: el hombre de Neandertal llevaba viviendo desde hacía decenas de miles de años en el Europa, llega el homo sapiens y en el transcurso de 10.000 años se extingue. Verde y con asas.
Sin descartar un escenario a lo general Custer en el que el homo sapiens hubiera invitado activamente al hombre de Neandertal a salir de la escena, la extinción del hombre de Neandertal parece fácil de explicar.
De pronto en el mismo territorio se encuentran dos cazadores que ocupan exactamente el mismo nicho ecológico. Mientras los recursos sean abundantes, ambos podrán prosperar, con ventaja eso sí para el que disponga de mejor tecnología, que verá como su población aumenta más rápidamente. Si los recursos disminuyen, el menos eficiente se encontrará con menos alimentos a su disposición y eventualmente acabará extinguiéndose. Eso fue lo que sucedió: hace 30.000 años el problema del planeta no se llamaba calentamiento global, sino enfriamiento global. Como en las películas del Oeste, «no hay sitio para los dos en este pueblo, forastero». Sólo que en este caso fue el forastero el que se quedó.
Existen modelos que muestran que una leve ventaja entre dos especies que compitan por el mismo nicho ecológico puede llevar en poco tiempo a la especie desfavorecida a la extinción. La leve ventaja se traduce en el logro de más alimentos, lo que lleva a más nacimientos, que a su vez aumentan todavía más la cantidad de alimentos que van para la especie con ventaja. Con que la tasa de mortalidad de los neandertales hubiese aumentado en un 1% anual o sus nacimientos hubiesen disminuido anualmente en la misma proporción, tendríamos que podrían haberse extinguido en sólo 1.000 años.
Hay indicios de que los homo sapiens disponían de importantes ventajas sobre los neandertales. Sus herramientas líticas eran más sofisticadas y parece que sus redes comerciales estaban hasta tres veces más extendidas que las de los neandertales, lo que mostraría una organización social más elevada. En el caso de los homo sapiens, se han encontrado herramientas cuyas materias primas procedían de lugares distantes varios cientos de kilómetros. En el caso de los neandertales, los casos que se conocen apenas superan los cien kilómetros. Por otra parte, los neandertales muestran una notable falta de progreso tecnológico. Apenas se perciben avances en sus herramientas durante los 200.000 años que permanecieron en Europa. De hecho sólo hacia el final se detecta alguna mejora en sus útiles y es bastante probable que esa mejora fuera provocada por la imitación de los más exitosos homo sapiens.
Mi teoría personal es que la ventaja del homo sapiens no consistió solamente en que sus hachas de piedra fueran más eficaces. Su ventaja pudo haber residido en el lenguaje.
No se sabe a ciencia cierta cuándo apareció el lenguaje humano, entendido éste como la posibilidad de comunicar pensamientos complejos y abstractos, estructurados sintácticamente. Hace unos 50.000 años aparecen los primeros ejemplos de arte, lo que parece indicar cierta capacidad de pensamiento abstracto y posiblemente el lenguaje.
Existe un amplio consenso entre los paleontólogos de que, si bien los neandertales tenían la estructura fisiológica necesaria para el habla y posiblemente dispusieran de un lenguaje, éste sería rudimentario. Poco más que frases sencillas del tipo «ven aquí» o «león peligroso». ¿Qué podían hacer unas gentes con ese lenguaje contra unos homo sapiens capaces de decirse cosas como «cuando salga la luna, yo me acerco, le rebano el cuello al jodío centinela Neandertal y prendo fuego a sus pieles, mientras tú aprovechas la confusión para robarles la comida»?
lunes, septiembre 10, 2007
Ejercicio de agudeza visual antidictadores
A mi amigo Dani Durán, que no tardará ni dos minutos en descubrir el truco.
Alguna vez hemos hablado en estas notas de la censura. La censura cultural y de prensa tiene muchas cosas malas y una sola buena. De la buena es de la que vamos a hablar hoy.
Esa cosa buena que tiene la censura es que aguza la inventiva. Quien quiere decir públicamente algo pero no puede porque se lo impide el Estado, la moral, el cura del pueblo o la guardia civil, trata de buscarse las vueltas para decirlo de otra manera. Yo descubrí este efecto siendo un adolescente, en los primeros años de nuestra democracia. En aquellos tiempos un cantautor catalán, Joan Manuel Serrat, compuso y grabó una canción titulada Cada loco con su tema. Muy propia de aquellos tiempos, empezaba por decir que cada uno decide lo que le gusta, para pasar a describir las preferencias del cantante de forma contrapuesta (o sea: esto me gusta, esto no me gusta).
Un día, sentado frente al televisor, vi un reportaje televisivo sobre un concierto que había dado Serrat en el Luna Park de Buenos Aires. En aquel entonces Argentina era un país bajo una dictadura, aunque en sus últimas boqueadas. Entonces Serrat comenzó a cantar su canción. Yo la había escuchado miles de veces sin darle la mayor importancia. Pero cuando llegó a un verso que dice «[prefiero] un sioux al Séptimo de Caballería», el auditorio se volvió loco. En ese momento me di cuenta de que esa letra tenía, para alguien viviendo en una dictadura militar, una intención que yo nunca le había encontrado.
El burla burlando de la censura ha existido siempre. Ahí están las letras folklóricas de significado sexual que se vienen cantando en España de tiempo atrás, tales como:
En la puerta de tu casa un tejo de oro perdí.
Nadie con el tejo daba
y yo con el tejo dí.
Esta misma técnica la aplicaban, en los últimos años del franquismo, Tip y Coll, mediante un diálogo en el que peroraban sobre lo que le había pasado al burro de un tal López. El animal, según contaban, se había despeñado por un barranco. Primero resbaló, decían, y luego el burro de López, rodó. López Rodó eran los apellidos de uno de los más afamados ministros franquistas, así pues con la dicha anécdota ambos humoristas conseguían insultarlo impunemente.
También existen mitos de la censura probablemente falsos. En los años del franquismo corría la historia de que La Codorniz, revista satírica que fue no pocas veces secuestrada por la censura, había publicado el siguiente pasatiempo: «Regla de tres: bombín es a bombón como cojín es a X. Y nos importa tres X que nos cierren la edición».
Gente que cuente esta anécdota la hay a capazos. Incluso jurando que leyeron dicho pasatiempo. Pero gente capaz de enseñar el recorte de la revista yo, por lo menos, no he encontrado jamás alguno. Es, más que probablemente, una leyenda urbana.
La censura tiene que ver con las dictaduras. Y de una de esas dictaduras vamos a hablar hoy, concretamente de la que detentó el general Miguel Primo de Rivera entre 1923 y 1930.
La dictadura de Primo de Rivera (padre de José Antonio, fundador de la Falange) es habitualmente conocida como la dictablanda, ya que no fue excesivamente violenta ni brutal con sus opositores. Yo creo que esto fue así por varias razones, pero fundamentalmente dos. Primero, porque se suele entender que fueron opositores de la dictadura quienes en realidad no lo fueron. Ahí están, por ejemplo, el PSOE y la UGT, dos organizaciones teóricamente poco proclives a apoyar a un dictador militar, pero que de hecho lo hicieron, a cambio de que obtener con ello una posición monopolística en la representación obrera (en detrimento de la CNT anarquista, que contestó a ello radicalizándose, y tal vez por eso se desempeñó, años después, con tanta violencia contra gobiernos republicanos de izquierdas). El pacto entre Primo y el PSOE fue tal que el líder socialista Largo Caballero fue durante aquellos años nada menos que consejero de Estado.
La segunda razón, mucho más poderosa, es que la dictadura de Primo fue, sobre todo en sus primeros años, una dictadura popular. En no pocos libros, de texto y de no texto, se lee eso de que el golpe de Estado de Primo de 1923 se hizo para evitar las responsabilidades que estaban a punto de definirse por el desastre de Annual, en Marruecos, donde en 1921 palmaron un montón de españolitos y otro montón fue hecho prisionero. Con ser cierto que Primo quería librar al Ejército de tal oprobio, ésa es una visión reduccionista y simplista. El principal motor del golpe y la dictadura posterior fue el hecho de que la sociedad española, después de cuarenta años de Restauración; después de cuatro décadas de parlamentos que nunca terminaban sus mandatos; después de cuarenta años de gobiernos presididos por el cabildeo y el tráfico de influencias; después de cuatro décadas de un sistema democrático parlamentario en que las elecciones se amañaban sistemáticamente y, en cualquier caso, los partidos turnantes eran dominados en cada sitio por los caciques locales y, por lo tanto, usados a favor de oscuros intereses personales; después de cuatro décadas de todo eso, el personal estaba hasta los pelos. Incluso en la muy catalana Barcelona, que no tenía nada que ganar en una dictadura militar que a buen seguro no favorecería ni un tanto sus pretensiones regionalistas, autonomistas o independentistas, incluso en Barcelona, digo, el golpe de Estado fue recibido con alharacas (Primo era allí gobernador militar y fue allí donde se sublevó).
Si a eso unimos que en los primeros tres años de dictadura, Primo consiguió acabar con la sangría de la guerra de Marruecos, podemos estimar que hubo un primer momento de aquel régimen en el que el apoyo popular fue su principal argumento para mantenerse.
El problema con los dictadores es siempre el mismo: no saben irse. A partir de 1926, cuando el desembarco de Alhucemas termina con la guerra marroquí, el divorcio entre dictador y pueblo se va haciendo cada vez más amplio. Primo de Rivera se parecía mucho a su sucesor, Francisco Franco, en que por mucho que en algunas cosas no se le pudiese negar inteligencia política, en general tenía el defecto de confundir un país con el patio de un cuartel. Si te asomas al patio de un cuartel y ves al personal haciendo lo que le sale de los huevos, mandas un toque de corneta y en medio minuto has cambiado la situación: todo el mundo está formado. Pero un país no es así. En un país puede haber gente haciendo cosas que por mucho que le toques la corneta no deja de hacerlas, no forma, no se pone firmes ni canta el himno de infantería ni Cristo que lo fundó.
Primo de Rivera estaba dispuesto a muchas cosas, pero no a volver a un sistema de partidos políticos (igual, otra vez, que Franco). Despreciaba a los políticos y se consideraba a sí mismo liberado de sus vicios. Se tenía por un hombre de enorme capacidad de comunicación con su pueblo, cosa que hacía a través de un sistema poco común, las notas oficiosas, especie de mezcla entre bando municipal, carta personal y nota de prensa que escribía de vez en cuando, y que eran de inserción obligada en la prensa. Su referente era el jefe del Estado, o sea el rey Alfonso XIII, por quien probablemente no sentía excesivo afecto personal, por decirlo finamente. Primo y el rey nunca se entendieron bien, a pesar del entusiasmo con que el rey aceptó el golpe de Estado (y por el que sería juzgado como traidor por la República). Primo no se fiaba de Alfonso, hasta el punto de acuñar el verbo borbonear que, para el general, significaba algo así como engañar o marear. «A mí no me borbonea éste», solía decir.
Durante toda la dictadura, pero sobre todo en la segunda mitad, Primo de Rivera estableció una muy estricta censura de prensa. Como ya he escrito, sus propias notas oficiosas eran de obligada inserción y, más allá, los contenidos de los periódicos estaban estrictamente controlados. Conforme le fueron apareciendo enemigos al general (entre los que cabe anotar al arma de Artillería, que hubo de disolver; a los catalanes, que trataron de darle un golpe de Estado en El Garraf; o incluso a los conservadores dinásticos de Sánchez Guerra, que dieron otro golpe en Valencia), esta censura se hizo peor y ya sólo tenía libertad de opinión la Unión Patriótica, especie de partido político títere creado por el propio Primo para dar a su régimen una apariencia democrática que no engañaba a nadie.
No se podía publicar libremente, pues. Pero eso no importa a los periodistas con imaginación, como José Antonio Balbontín. Balbontín era un personaje de ideas avanzadas, que se fueron haciendo más avanzadas en la República, de temperamento muy sanguíneo y, desde luego, un cachondo mental, que es lo que hay que ser siempre para burlar la censura.
Había fundado, ya lo he dicho, Primo un partido, la Unión Patriótica, y dicho partido tenía un periódico de cámara que se llamaba La Nación. Balbontín maquinó la mayor venganza contra una censura dictatorial: esquivarla y, además, en su propio terreno.
Simulando ser una señora entrada en años y aficionada a los ripios apellidada Valdecilla, Balbontín remitió a La Nación un soneto laudatorio del general/dictador. Un poema estomagante lleno de topicazos románticos y neobarrocos, muy del gusto de la [mala] poética del siglo XIX. La Nación, cómo no, lo publicó. Helo aquí.
Paladín de la patria redimida,
recio soldado que pelea y canta,
ira de Dios que, cuando azota, es santa,
místico rayo que al matar es vida.
Otra es España a tu virtud rendida;
ella es feliz bajo tu noble planta.
Sólo el hampón, que en odio se amamanta,
blasfema ante tu frente esclarecida.
Otro es el mundo ante la España nueva,
rencores viejos de la edad medieva
rompió tu lanza, que a los viles trunca
Ahora está en paz tu grey bajo el amado
chorro de luz de tu inmortal cayado.
¡Oh, pastor santo! ¡No nos dejes nunca!
Dejemos las cosas claras. Que nadie se escude en lo distinto que fue el pasado, porque vencido el primer cuarto del siglo XX, este poema era tan hortera como lo pueda ser hoy. Que nadie piense que estaba dentro del buen gusto de la época escribir chorradas como «está en paz tu grey bajo el amado/chorro de luz de tu inmortal cayado». Y mira que se dijeron y escribieron imbecilidades durante el franquismo; pero no sé de nadie que se atreviese a llamar a Franco «pastor santo». No sé el vuestro, pero mi preferido, sin duda alguna, es el verso sobre el hampón que en odio se amamanta.
La señora Valdecilla era, pues, una imbécil ripiosa. Pero más imbécil era, aún, el director de La Nación, por ordenar la publicación de este engendro. Porque engendro es, pero no por lo que él pensaba.
La publicación del poema fue un escándalo. ¿Por qué? Pues porque, en la misma mañana que se publicó, Primo era el hazmerreír de todo Madrid, de España entera.
¿Por qué? No creo que os resulte muy difícil descubrirlo.
Alguna vez hemos hablado en estas notas de la censura. La censura cultural y de prensa tiene muchas cosas malas y una sola buena. De la buena es de la que vamos a hablar hoy.
Esa cosa buena que tiene la censura es que aguza la inventiva. Quien quiere decir públicamente algo pero no puede porque se lo impide el Estado, la moral, el cura del pueblo o la guardia civil, trata de buscarse las vueltas para decirlo de otra manera. Yo descubrí este efecto siendo un adolescente, en los primeros años de nuestra democracia. En aquellos tiempos un cantautor catalán, Joan Manuel Serrat, compuso y grabó una canción titulada Cada loco con su tema. Muy propia de aquellos tiempos, empezaba por decir que cada uno decide lo que le gusta, para pasar a describir las preferencias del cantante de forma contrapuesta (o sea: esto me gusta, esto no me gusta).
Un día, sentado frente al televisor, vi un reportaje televisivo sobre un concierto que había dado Serrat en el Luna Park de Buenos Aires. En aquel entonces Argentina era un país bajo una dictadura, aunque en sus últimas boqueadas. Entonces Serrat comenzó a cantar su canción. Yo la había escuchado miles de veces sin darle la mayor importancia. Pero cuando llegó a un verso que dice «[prefiero] un sioux al Séptimo de Caballería», el auditorio se volvió loco. En ese momento me di cuenta de que esa letra tenía, para alguien viviendo en una dictadura militar, una intención que yo nunca le había encontrado.
El burla burlando de la censura ha existido siempre. Ahí están las letras folklóricas de significado sexual que se vienen cantando en España de tiempo atrás, tales como:
En la puerta de tu casa un tejo de oro perdí.
Nadie con el tejo daba
y yo con el tejo dí.
Esta misma técnica la aplicaban, en los últimos años del franquismo, Tip y Coll, mediante un diálogo en el que peroraban sobre lo que le había pasado al burro de un tal López. El animal, según contaban, se había despeñado por un barranco. Primero resbaló, decían, y luego el burro de López, rodó. López Rodó eran los apellidos de uno de los más afamados ministros franquistas, así pues con la dicha anécdota ambos humoristas conseguían insultarlo impunemente.
También existen mitos de la censura probablemente falsos. En los años del franquismo corría la historia de que La Codorniz, revista satírica que fue no pocas veces secuestrada por la censura, había publicado el siguiente pasatiempo: «Regla de tres: bombín es a bombón como cojín es a X. Y nos importa tres X que nos cierren la edición».
Gente que cuente esta anécdota la hay a capazos. Incluso jurando que leyeron dicho pasatiempo. Pero gente capaz de enseñar el recorte de la revista yo, por lo menos, no he encontrado jamás alguno. Es, más que probablemente, una leyenda urbana.
La censura tiene que ver con las dictaduras. Y de una de esas dictaduras vamos a hablar hoy, concretamente de la que detentó el general Miguel Primo de Rivera entre 1923 y 1930.
La dictadura de Primo de Rivera (padre de José Antonio, fundador de la Falange) es habitualmente conocida como la dictablanda, ya que no fue excesivamente violenta ni brutal con sus opositores. Yo creo que esto fue así por varias razones, pero fundamentalmente dos. Primero, porque se suele entender que fueron opositores de la dictadura quienes en realidad no lo fueron. Ahí están, por ejemplo, el PSOE y la UGT, dos organizaciones teóricamente poco proclives a apoyar a un dictador militar, pero que de hecho lo hicieron, a cambio de que obtener con ello una posición monopolística en la representación obrera (en detrimento de la CNT anarquista, que contestó a ello radicalizándose, y tal vez por eso se desempeñó, años después, con tanta violencia contra gobiernos republicanos de izquierdas). El pacto entre Primo y el PSOE fue tal que el líder socialista Largo Caballero fue durante aquellos años nada menos que consejero de Estado.
La segunda razón, mucho más poderosa, es que la dictadura de Primo fue, sobre todo en sus primeros años, una dictadura popular. En no pocos libros, de texto y de no texto, se lee eso de que el golpe de Estado de Primo de 1923 se hizo para evitar las responsabilidades que estaban a punto de definirse por el desastre de Annual, en Marruecos, donde en 1921 palmaron un montón de españolitos y otro montón fue hecho prisionero. Con ser cierto que Primo quería librar al Ejército de tal oprobio, ésa es una visión reduccionista y simplista. El principal motor del golpe y la dictadura posterior fue el hecho de que la sociedad española, después de cuarenta años de Restauración; después de cuatro décadas de parlamentos que nunca terminaban sus mandatos; después de cuarenta años de gobiernos presididos por el cabildeo y el tráfico de influencias; después de cuatro décadas de un sistema democrático parlamentario en que las elecciones se amañaban sistemáticamente y, en cualquier caso, los partidos turnantes eran dominados en cada sitio por los caciques locales y, por lo tanto, usados a favor de oscuros intereses personales; después de cuatro décadas de todo eso, el personal estaba hasta los pelos. Incluso en la muy catalana Barcelona, que no tenía nada que ganar en una dictadura militar que a buen seguro no favorecería ni un tanto sus pretensiones regionalistas, autonomistas o independentistas, incluso en Barcelona, digo, el golpe de Estado fue recibido con alharacas (Primo era allí gobernador militar y fue allí donde se sublevó).
Si a eso unimos que en los primeros tres años de dictadura, Primo consiguió acabar con la sangría de la guerra de Marruecos, podemos estimar que hubo un primer momento de aquel régimen en el que el apoyo popular fue su principal argumento para mantenerse.
El problema con los dictadores es siempre el mismo: no saben irse. A partir de 1926, cuando el desembarco de Alhucemas termina con la guerra marroquí, el divorcio entre dictador y pueblo se va haciendo cada vez más amplio. Primo de Rivera se parecía mucho a su sucesor, Francisco Franco, en que por mucho que en algunas cosas no se le pudiese negar inteligencia política, en general tenía el defecto de confundir un país con el patio de un cuartel. Si te asomas al patio de un cuartel y ves al personal haciendo lo que le sale de los huevos, mandas un toque de corneta y en medio minuto has cambiado la situación: todo el mundo está formado. Pero un país no es así. En un país puede haber gente haciendo cosas que por mucho que le toques la corneta no deja de hacerlas, no forma, no se pone firmes ni canta el himno de infantería ni Cristo que lo fundó.
Primo de Rivera estaba dispuesto a muchas cosas, pero no a volver a un sistema de partidos políticos (igual, otra vez, que Franco). Despreciaba a los políticos y se consideraba a sí mismo liberado de sus vicios. Se tenía por un hombre de enorme capacidad de comunicación con su pueblo, cosa que hacía a través de un sistema poco común, las notas oficiosas, especie de mezcla entre bando municipal, carta personal y nota de prensa que escribía de vez en cuando, y que eran de inserción obligada en la prensa. Su referente era el jefe del Estado, o sea el rey Alfonso XIII, por quien probablemente no sentía excesivo afecto personal, por decirlo finamente. Primo y el rey nunca se entendieron bien, a pesar del entusiasmo con que el rey aceptó el golpe de Estado (y por el que sería juzgado como traidor por la República). Primo no se fiaba de Alfonso, hasta el punto de acuñar el verbo borbonear que, para el general, significaba algo así como engañar o marear. «A mí no me borbonea éste», solía decir.
Durante toda la dictadura, pero sobre todo en la segunda mitad, Primo de Rivera estableció una muy estricta censura de prensa. Como ya he escrito, sus propias notas oficiosas eran de obligada inserción y, más allá, los contenidos de los periódicos estaban estrictamente controlados. Conforme le fueron apareciendo enemigos al general (entre los que cabe anotar al arma de Artillería, que hubo de disolver; a los catalanes, que trataron de darle un golpe de Estado en El Garraf; o incluso a los conservadores dinásticos de Sánchez Guerra, que dieron otro golpe en Valencia), esta censura se hizo peor y ya sólo tenía libertad de opinión la Unión Patriótica, especie de partido político títere creado por el propio Primo para dar a su régimen una apariencia democrática que no engañaba a nadie.
No se podía publicar libremente, pues. Pero eso no importa a los periodistas con imaginación, como José Antonio Balbontín. Balbontín era un personaje de ideas avanzadas, que se fueron haciendo más avanzadas en la República, de temperamento muy sanguíneo y, desde luego, un cachondo mental, que es lo que hay que ser siempre para burlar la censura.
Había fundado, ya lo he dicho, Primo un partido, la Unión Patriótica, y dicho partido tenía un periódico de cámara que se llamaba La Nación. Balbontín maquinó la mayor venganza contra una censura dictatorial: esquivarla y, además, en su propio terreno.
Simulando ser una señora entrada en años y aficionada a los ripios apellidada Valdecilla, Balbontín remitió a La Nación un soneto laudatorio del general/dictador. Un poema estomagante lleno de topicazos románticos y neobarrocos, muy del gusto de la [mala] poética del siglo XIX. La Nación, cómo no, lo publicó. Helo aquí.
Paladín de la patria redimida,
recio soldado que pelea y canta,
ira de Dios que, cuando azota, es santa,
místico rayo que al matar es vida.
Otra es España a tu virtud rendida;
ella es feliz bajo tu noble planta.
Sólo el hampón, que en odio se amamanta,
blasfema ante tu frente esclarecida.
Otro es el mundo ante la España nueva,
rencores viejos de la edad medieva
rompió tu lanza, que a los viles trunca
Ahora está en paz tu grey bajo el amado
chorro de luz de tu inmortal cayado.
¡Oh, pastor santo! ¡No nos dejes nunca!
Dejemos las cosas claras. Que nadie se escude en lo distinto que fue el pasado, porque vencido el primer cuarto del siglo XX, este poema era tan hortera como lo pueda ser hoy. Que nadie piense que estaba dentro del buen gusto de la época escribir chorradas como «está en paz tu grey bajo el amado/chorro de luz de tu inmortal cayado». Y mira que se dijeron y escribieron imbecilidades durante el franquismo; pero no sé de nadie que se atreviese a llamar a Franco «pastor santo». No sé el vuestro, pero mi preferido, sin duda alguna, es el verso sobre el hampón que en odio se amamanta.
La señora Valdecilla era, pues, una imbécil ripiosa. Pero más imbécil era, aún, el director de La Nación, por ordenar la publicación de este engendro. Porque engendro es, pero no por lo que él pensaba.
La publicación del poema fue un escándalo. ¿Por qué? Pues porque, en la misma mañana que se publicó, Primo era el hazmerreír de todo Madrid, de España entera.
¿Por qué? No creo que os resulte muy difícil descubrirlo.