Hay apuntes del presente que tienen bastante que ver con el pasado. Así pues, con el permiso de Wonka que, de los lectores que sé que tiene este blog, es el que más sabe de sociología, quisiera dejaros un apunte basado precisamente en eso.
El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) español realiza periódicamente lo que denomina un Latinobarómetro, basado en conocer el conocimiento e ideas que los españoles tenemos respecto de Latinoamérica. En el último hay un par de preguntas que me han llamado la atención.
Por ejemplo, se le preguntaba a los españoles qué país latinoamericano es el principal amigo de España. Pues bien: uno de cada dos españoles (52%), no contestó, lo cual lo interpreto como un ni puta idea, a mí qué me pregunta. La siguiente frecuencia más alta está lejísimos, es del 17,5%, y se refiere a quienes consideran que Argentina es nuestro mejor amigo en Latinoamérica. De seguido (7%) van los que piensan que ninguno (no tenemos amigos en Latinoamérica), seguido de México y Venezuela (5,8%).
La otra pregunta se refiere a la valoración de los principales líderes políticos americanos. Empezando por el nivel de conocimiento, el líder político más conocido en España, pues sólo un 3,6% de los encuestados declara no saber quién es, es Fidel Castro. Castro es, a decir de la encuesta, más conocido en España que Georges Bush, de quien dice no tener razón el 5,7% del personal. El 16% no conoce a Hugo Chávez, y el 34% no conoce a Evo Morales o a Luiz Inacio Lula da Silva. Como se ve, el pueblo español tiene cierta querencia por las figuras que se ven o se quieren ver tirando a Bolívar y tal. El 66% no sabe quién es Néstor Kirchner, el mismo porcentaje desconoce que Álvaro Uribe esté sobre la tierra, a Michelle Bachelet y a Alan García los desconoce aproximadamente el 70% de la peña y la guinda se la lleva el presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez quien, a pesar de tener un nombre de pila tan fácil de retener en la memoria, es un desconocido para el 82% de los españoles adultos.
Entramos ahora en el aspecto de la valoración que, de cada uno, dan aquéllos que les conocen. En este punto, suelo hacerme yo una cuenta, que no sé si tiene valor científico, que es tomar los porcentajes de valoración más elevada (en la escala de 0 a 10, el encuestado califica al personaje con un 9 o un 10, o sea este tío es la rehostia) y compararlos con los de valoración más reducida (o sea, 0 o 1, más o menos vaya pedazo de cabrón).
El peor parado es Bush. Por cada español que lo consideran el compendio de todo bien sin mezcla de mal alguno, hay 60, repito, 60, que lo consideran un PdeC. El siguiente es Fidel Castro, que por cada hooligan a su favor en España tiene 22 opositores cerriles. Y le anda a la zaga Kirchner, cuyo ratio es de 18. Después viene Chávez (14 enemigos por cada amiguito), Tabaré (6), Evo Morales (4), Uribe y Lula (3), hasta llegar al único líder que tiene, mutatis mutandis, un enemigo acérrimo por cada amigo del alma: Michelle Bachelet.
Sí, sí. Ya sé que falta Alan García. Pero es que recordaréis de las clases de mates que una división por cero es imposible. Y eso es lo que pasa: de todos los encuestados, no hubo ni uno que le diese al pobre don Alan un 9 o un 10.
La reflexión que me ha provocado la lectura de estos datos es: ¿habrá sido siempre así? Obviamente, no podemos aseverarlo científicamente, puesto que la demoscopia es una ciencia relativamente moderna. Sin embargo, yo creo que hay cosas que leyendo quedan muy claras.
Por ejemplo, me llama la atención que, con la única excepción relativa de Cuba, cuanto más tiempo ha sido un país latinoamericano colonia española, más empeño parecemos poner en olvidarlo. ¿Dónde está Puerto Rico en toda esta historia? Parece como si los primeros que hubiésemos asumido que Puerto Rico no es sino un estado de los Estados Unidos hubiéramos sido los propios españoles.
También aprecio un fenómeno que, insisto, no puedo demostrar pero en el que creo: la indiferenciación de Latinoamérica. El hecho de que el país del que más nos acordemos (poco, pero el que más) a la hora de buscar un amigo sea Argentina viene a ser un síntoma de que hay cierta cohorte de españoles para la cual la palabra argentino y la palabra latinoamericano son sinónimas. Error que es injusto con todos los países del área, con Argentina incluso, pero lo es especialmente, en mi opinión, con México, un país que ha estado muy presente en la Historia reciente de España, especialmente durante los años del franquismo, y que parece totalmente olvidado en las conciencias de los españoles.
Si esta encuesta se hubiese hecho a mediados del siglo XIX, estoy seguro que, cuando menos entre las clases medias, habría aportado niveles de conocimiento muy superiores. España se ha sentido orgullosa de su labor en América hasta un punto, en el 98, en el que lo perdió todo y por ello se embarcó en una reflexión sobre todas las cosas que había hecho mal. De ahí nació, en mi opinión, todo un latinopesimismo, basado en la mala conciencia colonial que, por lo que se ve, es una mancha que hoy sigue extendiéndose.
Con todo, la evolución sociológica más formidable parece la relativa al vecino del norte. Porque tan sólo han pasado treinta o cuarenta años desde el actual paso de tu culo, Georges y aquella coplilla que cantaba el pueblo de Bienvenido Mr. Marshall, cuyo estribillo decía:
Americanos,
vienen a España
guapos y sanos,
viva el tronío
de ese gran pueblo
con poderío,
olé Virginia,
y Michigan,
y viva Texas, que no está mal,
os recibimos
americanos con alegría,
olé mi mare,
olé mi suegra y
olé mi tía.
jueves, abril 19, 2007
martes, abril 17, 2007
Amor que mata
Hoy os voy a contar una historia de amor desgraciado. Uno de esos amores que matan, la treta del enamorado que responde al amor con traición. Es, por lo tanto, una historia tan vieja como el mundo. Yo la voy a contar. Pero la cuenta mucho mejor mi fuente, el escritor alemán Hermann Kesten, en un libro portentoso que no estaría mal que leyéseis en estos días tan letrados que rodean la onomástica de ese santo de nombre catalán que mataba dragones. El libro se llama Fernando e Isabel y en España lo ha publicado Edhasa.
Situación: estamos en el siglo XV, en Castilla. Gobierna Castilla... ¿quién gobierna Castilla? No es tan fácil la contestación.
Hasta 1454, el rey de Castilla ha sido Juan II, hombre muy empeñado en consolidar la autoridad real frente a las grandes casas nobles castellanas, acostumbradas a hacer y deshacer a su antojo pues, al fin y al cabo, Castilla la han construido los castellanos, o sea ellos. A la muerte de Juan II le ha sucedido su hijo, Enrique IV, más que probablemente homosexual, de carácter más pactista que proclive al enfrentamiento y, en general, ecléctico: pese a estar al frente del Estado que carga sobre sus espaldas la labor de expulsar al moro de España, gusta de dar audiencias vestido al modo musulmán.
Como buen homosexual, Enrique no era muy ducho, lo cual no quiere decir necesariamente impotente, con las mujeres. Su primer matrimonio, con Blanca de Navarra, fue anulado por el propio Papa tras comprobarse que no había sido consumado. No obstante, en 1455, ya rey de Castilla, comenzará a sentir esa presión que todo príncipe sin hijos legítimos siente enseguida; la cosa no es, como en las reuniones familiares de la clase media, que la abuela da el coñazo con eso de cuándo vas a tener hijos, chatín. La cosa es que la Corte te dice: vos habéis venido al mundo a tener heredero sí o sí, majestad. Por tal motivo, casa don Enrique para tener hijos, y escoge a una mujer de una importante casa real, Juana de Portugal. Con mucho o con poco esfuerzo, Enrique logrará tener una hija con Juana, una hija que hoy se da básicamente por cierto que fue suya. La niña se llamó como su madre, Juana. Nació para ser Juana de Castilla pero se quedó en Juana la Beltraneja.
La llamaban de aquella guisa porque todo el mundo la decía hija no del rey, sino de un valido de la corte, don Beltrán de la Cueva. A Enrique le pusieron el escasamente nebuloso mote de El Impotente. Aunque con la Historia antigua es difícil llegar a claridades absolutas, todo parece indicar que en aquel mito de la impotencia y de la bastardía de la niña tuvieron mucho que ver los nobles que habían decidido aliarse con la hermanastra de Enrique, Isabel. Isabel, una de las mujeres más ambiciosas de nuestra Historia, por lo general generosa en féminas dispuestas a todo, acabaría encontrando en los Mendoza y otros pares castellanos y, sobre todo, en el aún más ambicioso que ella Fernando de Aragón, los apoyos perfectos para iniciar la campaña para sostener una idea: la Beltraneja es una hija de puta, aquí no hay más reina que Yo Misma.
En fin. Todos sabéis que lo consiguió, claro. Que se coronó Isabel la Católica y luego se dedicó a hacer puñetas con fray Torquemada. Pero, en realidad, la historia que quiero contaros ni he empezado a contarla. Empezó antes de todo esto. Empezó cuando todavía vivía el infante Alfonso.
Alfonso era hermano de Enrique IV y, cuando algunas casas nobles decidieron ponerle la proa a su amanerado hermano reinante, se convirtió en su campeón. Antes, pues, de todo el lío de la Beltraneja e Isabel y tal, estuvo el lío de Alfonso y Enrique, o Enrique y Alfonso. Eran hermanos, sí; pero ya sabéis que, en aquella época, los hermanos de las dinastías reinantes se llevaban peor que Javi Navarro y los delanteros contrarios.
Ahora tenéis que pensar en Toledo. No os tiene que costar mucho, porque esta ciudad bellísima conserva muchas cosas de aquella época. Si miráis el mapa, veréis que, en un supuesto de guerra larvada en el seno de Castilla, Toledo está situada en medio; lo que se dice un hostiadero. Enrique y Alfonso, cada uno con su partido y sus fuerzas del orden, campaban por la meseta reclamando de villas y ciudades la adhesión a su causa. Y pocas ciudades había entonces más grandes que Toledo, así pues ambos pretendientes contendieron para ganar la ciudad para su causa. En los tiempos que relato, las mesnadas del infante Alfonso estaban a tres días de la ciudad. Así pues ésta debía decidir, sí o sí, si se unía a la causa alfonsina o le cerraba las puertas al muchacho.
Toledo era entonces, además, la ciudad de los mil barrios, pues allí tenían área propia: los moros, los moriscos (ex moros convertidos), los cristianos, los judíos y los conversos (o sea, antiguos judíos convertidos al cristianismo, conocidos entre los cristianos como marranos). Para tomar la decisión de qué partido tomar, se reunieron por separado los judíos, los cristianos viejos y nuevos, y los moros y moriscos (el hecho de que los moriscos se fuesen a parlamentar con los moros permite avizorar que su decisión de seguir a la santísima trinidad no debía de ser muy sincera).
Los cristianos decidieron, bastante juiciosamente creo yo, abrirle las puertas a Alfonso, probablemente temerosos de que, de cerrarlas, el niño las abriese a hostias. Los moros, enterados de tal decisión, dictaminaron: lo que diga la rubia. O sea, si los cristianos dicen sí, nosotros también. Pero, claro, llegaron los judíos. Para un judío hay muchas cosas sagradas, pero una de ellas es la ley. Las leyes de su dios han de respetarse y, de hecho, por respetarlas no pocos de ellos acabarían ardiendo vivos en la plaza de cualquier pueblo. En esa ocasión, no se desviaron ni medio milímetro de sus convicciones: puesto que la ciudad había jurado, en su día, fidelidad al rey Enrique, el juramento era sagrado. Básicamente, pues: los hebreos votamos por darle a Alfonsito por donde amargan los pepinos.
Aquella posición de los judíos no varió la de los cristianos, que siquieron apoyando al infante. Pero, eso sí, terminó de cabrearlos, pues sintieron como que los judíos les decían que eran incapaces de cumplir un compromiso, ergo eran pecadores.
¿Fue casualidad, por lo tanto, lo que empezó a pasar en los días siguientes? Más que probablemente, no. Porque lo que empezó a pasar fue que por Toledo comenzaron a deambular cuadrillas de pobres, de tullidos, de soldados en paro, clamando por la carestía de la vida, la pobreza y la imposibilidad de conseguir pan, y preguntándose en voz alta, en las calles, en los mercados, de quién era la culpa de aquella situación. Sabido es que, en aquellos tiempos, la culpa del malestar económico siempre la tenía uno: el usurero, el recaudador de impuestos, el ricachón comerciante.
El puto judío.
Los hebreos ya estaban condenados, sólo que no lo sabían. A Toledo, al calor de la rebelión que se avecinaba, se dejó caer el confesor del rey, Alonso de Espina, quien adornó los púlpitos de la ciudad con unas soflamas al lado de las cuales los discursos de Hitler parecerían los de un liberal moderado.
De la misa, el pueblo de Toledo se fue a la judería, cada cual agarrando lo que tenía: un hacha, un cuchillo, un simple palo o una espada. Los judíos se metieron en sus casas. No les sirvió de nada. Los cristianos derribaron las puertas a hachazos, quemaron los edificios. Para muchos judíos aquello no era nuevo. Algunos padres, oyendo retumbar los golpes brutales en la puerta de su casa, cogieron el cuchillo de la cocina y, antes de que la puerta cayese, degollaron a sus hijos, sobre todo los más pequeños, para ahorrarles el horror, y sobre todo a las niñas, porque la caridad cristiana, cuando se trataba de violar en medio de una razzia, no le hacía ascos absolutamente a nada. Además del dato importante de que, en el caso de que el padre o la madre se hubiesen olvidado o resistido a matar a sus hijas de diez, de once, de trece años, se veían por ello condenados a ser testigos directos de cómo eran desfloradas. Casi en cada esquina había un fraile, normalmente dominico, predicando: por si tienes dudas, chaval, por si estás a punto de vomitar o de llorar con tanta depravación, que lo sepas: Dios lo quiere. En la puerta de la judería, otros frailes esperaban con un barril de agua; los judíos que lograban llegar allí eran invitados a bautizarse.
Cuando leo eso de que el Vaticano ha perdido perdón por haber puteado a Galileo, siempre pienso: hay miles, centenares de miles de almas que habrían dado lo que fuese por ser Galileo. Y por ellas no ha pedido perdón nadie. Nadie.
Los niños no fueron respetados. Se lo dijo Heinrich Himmler a su médico: mirar a un niño judío puede moverte a la compasión; pero se te pasa si piensas que si no te lo cargas llegará a adulto. Hay que tener mucho cuajo para ensartarle los intestinos a un niño de siete años que llora e implora por su vida; pero, claro, si Dios lo quiere...
Al día siguiente, los judíos fueron expulsados de Toledo. El cargo: recaudar un impuesto sobre el pan que había sido impuesto por la catedral, pero que los frailes no querían cobrar porque los panaderos les apaleaban.
La violencia, sin embargo, no terminaría ahí. Conscientes de la animosidad de los cristianos contra todo lo judío, los conversos sabían que eran los siguientes en la lista. Uno de los conversos más ricos de Toledo, Fernando de la Torre, reunió un ejército de 4.000 hombres con el que planeó un golpe de mano. Tomaría la ciudad, sometería a los cristianos e impondría en Toledo su ley antes de ser masacrado.
¿Podía salirle bien el plan? No lo sabemos. Porque el amor se metió en medio.
Tenía Fernando de la Torre una hija, joven, bella y enamorada de un joven noble cristiano, Almaido Brabillo, que se colaba en su cama a escondidas por las noches. En la noche previa al alzamiento, Almaido y su novia holgaron entre las sábanas pero ella, extrañamente, no quería dejarle marchar. Sabido es que el tabaco vino de América, así pues en el siglo XV el macho egoísta, tras oportuna eyaculación, no podía darse la vuelta en la cama y encender un pitillo, por la razón de que no había pitillo. Así pues, Almaido quiso simplemente marcharse una vez que se había descargado, pero ella no estuvo de acuerdo. Lo abrazó, lo besó y le dijo:
-Tengo miedo de no volver a verte.
Y, a las preguntas de su amado, la amada lo confesó todo.
Así, las tropas de Fernando de la Torre, cuando llegaron a la catedral, se encontraron la puerta bien cerrada y a varios centenares de cristianos dentro, bien armados y esperándolos. La lucha fue tremenda. Los conversos nunca pudieron ganar pues, a mitad de batalla, tuvieron que volver grupas porque otra horda, llegada de los barrios bajos, estaba atacando su barrio, que ardió como la yesca. Fernando de la Torre murió, ahorcado, en la puerta de la que había sido su casa.
¿Y su hija? Se podría decir que tuvo suerte. El cuarto o quinto violador que se la folló tuvo piedad de ella y la llevó a la cárcel, donde ya había algunos judíos autoencerrados para salvar la vida. Fue condenada al destierro y a tres días de penitencia. Fueron, pues, setenta y dos horas durante las cuales hubo de permanecer descalza y vestida tan sólo con una camisa, día y noche, con dos alguaciles guardándola a derecha e izquierda. Debía estar de pie, con una vela en la mano, y de los jirones de la camisa le colgaban papeles donde estaban escritos sus pecados. Los alguaciles estaban ahí para garantizar que nadie la matase. Pero, durante esas setenta y dos horas, cualquiera, incluso los niños, podía insultarla y, sobre todo, escupirla. Y ella no podía moverse. Así que ahí la tenéis, casi cumplidos los tres días, temblando de frío con una vela entre las manos y centenares de salivazos adornando su cuerpo.
Ese cuerpo serrano que tanto le gustaba al joven Almaido, que ahora mismo pasa junto a ella y que, lejos de tener siquiera una mirada compasiva, aprieta los labios, inspira fuerte con las narices, y dentro de su boca fabrica una pequeña bomba verde.
Estas cosas pasaban en la España que, a decir de algunos, era un modelo de convivencia racial.
Situación: estamos en el siglo XV, en Castilla. Gobierna Castilla... ¿quién gobierna Castilla? No es tan fácil la contestación.
Hasta 1454, el rey de Castilla ha sido Juan II, hombre muy empeñado en consolidar la autoridad real frente a las grandes casas nobles castellanas, acostumbradas a hacer y deshacer a su antojo pues, al fin y al cabo, Castilla la han construido los castellanos, o sea ellos. A la muerte de Juan II le ha sucedido su hijo, Enrique IV, más que probablemente homosexual, de carácter más pactista que proclive al enfrentamiento y, en general, ecléctico: pese a estar al frente del Estado que carga sobre sus espaldas la labor de expulsar al moro de España, gusta de dar audiencias vestido al modo musulmán.
Como buen homosexual, Enrique no era muy ducho, lo cual no quiere decir necesariamente impotente, con las mujeres. Su primer matrimonio, con Blanca de Navarra, fue anulado por el propio Papa tras comprobarse que no había sido consumado. No obstante, en 1455, ya rey de Castilla, comenzará a sentir esa presión que todo príncipe sin hijos legítimos siente enseguida; la cosa no es, como en las reuniones familiares de la clase media, que la abuela da el coñazo con eso de cuándo vas a tener hijos, chatín. La cosa es que la Corte te dice: vos habéis venido al mundo a tener heredero sí o sí, majestad. Por tal motivo, casa don Enrique para tener hijos, y escoge a una mujer de una importante casa real, Juana de Portugal. Con mucho o con poco esfuerzo, Enrique logrará tener una hija con Juana, una hija que hoy se da básicamente por cierto que fue suya. La niña se llamó como su madre, Juana. Nació para ser Juana de Castilla pero se quedó en Juana la Beltraneja.
La llamaban de aquella guisa porque todo el mundo la decía hija no del rey, sino de un valido de la corte, don Beltrán de la Cueva. A Enrique le pusieron el escasamente nebuloso mote de El Impotente. Aunque con la Historia antigua es difícil llegar a claridades absolutas, todo parece indicar que en aquel mito de la impotencia y de la bastardía de la niña tuvieron mucho que ver los nobles que habían decidido aliarse con la hermanastra de Enrique, Isabel. Isabel, una de las mujeres más ambiciosas de nuestra Historia, por lo general generosa en féminas dispuestas a todo, acabaría encontrando en los Mendoza y otros pares castellanos y, sobre todo, en el aún más ambicioso que ella Fernando de Aragón, los apoyos perfectos para iniciar la campaña para sostener una idea: la Beltraneja es una hija de puta, aquí no hay más reina que Yo Misma.
En fin. Todos sabéis que lo consiguió, claro. Que se coronó Isabel la Católica y luego se dedicó a hacer puñetas con fray Torquemada. Pero, en realidad, la historia que quiero contaros ni he empezado a contarla. Empezó antes de todo esto. Empezó cuando todavía vivía el infante Alfonso.
Alfonso era hermano de Enrique IV y, cuando algunas casas nobles decidieron ponerle la proa a su amanerado hermano reinante, se convirtió en su campeón. Antes, pues, de todo el lío de la Beltraneja e Isabel y tal, estuvo el lío de Alfonso y Enrique, o Enrique y Alfonso. Eran hermanos, sí; pero ya sabéis que, en aquella época, los hermanos de las dinastías reinantes se llevaban peor que Javi Navarro y los delanteros contrarios.
Ahora tenéis que pensar en Toledo. No os tiene que costar mucho, porque esta ciudad bellísima conserva muchas cosas de aquella época. Si miráis el mapa, veréis que, en un supuesto de guerra larvada en el seno de Castilla, Toledo está situada en medio; lo que se dice un hostiadero. Enrique y Alfonso, cada uno con su partido y sus fuerzas del orden, campaban por la meseta reclamando de villas y ciudades la adhesión a su causa. Y pocas ciudades había entonces más grandes que Toledo, así pues ambos pretendientes contendieron para ganar la ciudad para su causa. En los tiempos que relato, las mesnadas del infante Alfonso estaban a tres días de la ciudad. Así pues ésta debía decidir, sí o sí, si se unía a la causa alfonsina o le cerraba las puertas al muchacho.
Toledo era entonces, además, la ciudad de los mil barrios, pues allí tenían área propia: los moros, los moriscos (ex moros convertidos), los cristianos, los judíos y los conversos (o sea, antiguos judíos convertidos al cristianismo, conocidos entre los cristianos como marranos). Para tomar la decisión de qué partido tomar, se reunieron por separado los judíos, los cristianos viejos y nuevos, y los moros y moriscos (el hecho de que los moriscos se fuesen a parlamentar con los moros permite avizorar que su decisión de seguir a la santísima trinidad no debía de ser muy sincera).
Los cristianos decidieron, bastante juiciosamente creo yo, abrirle las puertas a Alfonso, probablemente temerosos de que, de cerrarlas, el niño las abriese a hostias. Los moros, enterados de tal decisión, dictaminaron: lo que diga la rubia. O sea, si los cristianos dicen sí, nosotros también. Pero, claro, llegaron los judíos. Para un judío hay muchas cosas sagradas, pero una de ellas es la ley. Las leyes de su dios han de respetarse y, de hecho, por respetarlas no pocos de ellos acabarían ardiendo vivos en la plaza de cualquier pueblo. En esa ocasión, no se desviaron ni medio milímetro de sus convicciones: puesto que la ciudad había jurado, en su día, fidelidad al rey Enrique, el juramento era sagrado. Básicamente, pues: los hebreos votamos por darle a Alfonsito por donde amargan los pepinos.
Aquella posición de los judíos no varió la de los cristianos, que siquieron apoyando al infante. Pero, eso sí, terminó de cabrearlos, pues sintieron como que los judíos les decían que eran incapaces de cumplir un compromiso, ergo eran pecadores.
¿Fue casualidad, por lo tanto, lo que empezó a pasar en los días siguientes? Más que probablemente, no. Porque lo que empezó a pasar fue que por Toledo comenzaron a deambular cuadrillas de pobres, de tullidos, de soldados en paro, clamando por la carestía de la vida, la pobreza y la imposibilidad de conseguir pan, y preguntándose en voz alta, en las calles, en los mercados, de quién era la culpa de aquella situación. Sabido es que, en aquellos tiempos, la culpa del malestar económico siempre la tenía uno: el usurero, el recaudador de impuestos, el ricachón comerciante.
El puto judío.
Los hebreos ya estaban condenados, sólo que no lo sabían. A Toledo, al calor de la rebelión que se avecinaba, se dejó caer el confesor del rey, Alonso de Espina, quien adornó los púlpitos de la ciudad con unas soflamas al lado de las cuales los discursos de Hitler parecerían los de un liberal moderado.
De la misa, el pueblo de Toledo se fue a la judería, cada cual agarrando lo que tenía: un hacha, un cuchillo, un simple palo o una espada. Los judíos se metieron en sus casas. No les sirvió de nada. Los cristianos derribaron las puertas a hachazos, quemaron los edificios. Para muchos judíos aquello no era nuevo. Algunos padres, oyendo retumbar los golpes brutales en la puerta de su casa, cogieron el cuchillo de la cocina y, antes de que la puerta cayese, degollaron a sus hijos, sobre todo los más pequeños, para ahorrarles el horror, y sobre todo a las niñas, porque la caridad cristiana, cuando se trataba de violar en medio de una razzia, no le hacía ascos absolutamente a nada. Además del dato importante de que, en el caso de que el padre o la madre se hubiesen olvidado o resistido a matar a sus hijas de diez, de once, de trece años, se veían por ello condenados a ser testigos directos de cómo eran desfloradas. Casi en cada esquina había un fraile, normalmente dominico, predicando: por si tienes dudas, chaval, por si estás a punto de vomitar o de llorar con tanta depravación, que lo sepas: Dios lo quiere. En la puerta de la judería, otros frailes esperaban con un barril de agua; los judíos que lograban llegar allí eran invitados a bautizarse.
Cuando leo eso de que el Vaticano ha perdido perdón por haber puteado a Galileo, siempre pienso: hay miles, centenares de miles de almas que habrían dado lo que fuese por ser Galileo. Y por ellas no ha pedido perdón nadie. Nadie.
Los niños no fueron respetados. Se lo dijo Heinrich Himmler a su médico: mirar a un niño judío puede moverte a la compasión; pero se te pasa si piensas que si no te lo cargas llegará a adulto. Hay que tener mucho cuajo para ensartarle los intestinos a un niño de siete años que llora e implora por su vida; pero, claro, si Dios lo quiere...
Al día siguiente, los judíos fueron expulsados de Toledo. El cargo: recaudar un impuesto sobre el pan que había sido impuesto por la catedral, pero que los frailes no querían cobrar porque los panaderos les apaleaban.
La violencia, sin embargo, no terminaría ahí. Conscientes de la animosidad de los cristianos contra todo lo judío, los conversos sabían que eran los siguientes en la lista. Uno de los conversos más ricos de Toledo, Fernando de la Torre, reunió un ejército de 4.000 hombres con el que planeó un golpe de mano. Tomaría la ciudad, sometería a los cristianos e impondría en Toledo su ley antes de ser masacrado.
¿Podía salirle bien el plan? No lo sabemos. Porque el amor se metió en medio.
Tenía Fernando de la Torre una hija, joven, bella y enamorada de un joven noble cristiano, Almaido Brabillo, que se colaba en su cama a escondidas por las noches. En la noche previa al alzamiento, Almaido y su novia holgaron entre las sábanas pero ella, extrañamente, no quería dejarle marchar. Sabido es que el tabaco vino de América, así pues en el siglo XV el macho egoísta, tras oportuna eyaculación, no podía darse la vuelta en la cama y encender un pitillo, por la razón de que no había pitillo. Así pues, Almaido quiso simplemente marcharse una vez que se había descargado, pero ella no estuvo de acuerdo. Lo abrazó, lo besó y le dijo:
-Tengo miedo de no volver a verte.
Y, a las preguntas de su amado, la amada lo confesó todo.
Así, las tropas de Fernando de la Torre, cuando llegaron a la catedral, se encontraron la puerta bien cerrada y a varios centenares de cristianos dentro, bien armados y esperándolos. La lucha fue tremenda. Los conversos nunca pudieron ganar pues, a mitad de batalla, tuvieron que volver grupas porque otra horda, llegada de los barrios bajos, estaba atacando su barrio, que ardió como la yesca. Fernando de la Torre murió, ahorcado, en la puerta de la que había sido su casa.
¿Y su hija? Se podría decir que tuvo suerte. El cuarto o quinto violador que se la folló tuvo piedad de ella y la llevó a la cárcel, donde ya había algunos judíos autoencerrados para salvar la vida. Fue condenada al destierro y a tres días de penitencia. Fueron, pues, setenta y dos horas durante las cuales hubo de permanecer descalza y vestida tan sólo con una camisa, día y noche, con dos alguaciles guardándola a derecha e izquierda. Debía estar de pie, con una vela en la mano, y de los jirones de la camisa le colgaban papeles donde estaban escritos sus pecados. Los alguaciles estaban ahí para garantizar que nadie la matase. Pero, durante esas setenta y dos horas, cualquiera, incluso los niños, podía insultarla y, sobre todo, escupirla. Y ella no podía moverse. Así que ahí la tenéis, casi cumplidos los tres días, temblando de frío con una vela entre las manos y centenares de salivazos adornando su cuerpo.
Ese cuerpo serrano que tanto le gustaba al joven Almaido, que ahora mismo pasa junto a ella y que, lejos de tener siquiera una mirada compasiva, aprieta los labios, inspira fuerte con las narices, y dentro de su boca fabrica una pequeña bomba verde.
Estas cosas pasaban en la España que, a decir de algunos, era un modelo de convivencia racial.
300
Según Google Analytics, ayer lunes, día 16, y por primera vez en la historia de este sitio, se superaron las 300 visitas diarias. Para ser exactos, 305, lo cual lo deja en 303 contando la que hice yo y la que hizo Ina. Normalmente nos movemos en un entorno de 200 o así, pero ayer no sé yo qué pasaría que la cosa se animó.
Madrid, Rota, Valladolid, Barcelona y Valencia fueron las ciudades de España con más conexiones. Pero también hubo 13 visitas desde Francia, 12 desde Perú, 10 desde México, 7 desde Argentina, 6 desde Alemania...
Os imagino a todos entrando, uno por uno, en el pequeño vestíbulo de mi casa. Y busco la manera de daros el chasco y confesaros que soy abstemio, así pues no puedo ofreceros whisky.
Luego me siento en el sofá, frente a vosotros que apretais un vasito de agua mineral o de zumo de melocotón, y comienzo mi rollo: ¿habéis oído hablar alguna vez de ....?
Joder, joder. 300. Uno cada cinco minutos.
Me entran ganas de echar a correr ;-)
Madrid, Rota, Valladolid, Barcelona y Valencia fueron las ciudades de España con más conexiones. Pero también hubo 13 visitas desde Francia, 12 desde Perú, 10 desde México, 7 desde Argentina, 6 desde Alemania...
Os imagino a todos entrando, uno por uno, en el pequeño vestíbulo de mi casa. Y busco la manera de daros el chasco y confesaros que soy abstemio, así pues no puedo ofreceros whisky.
Luego me siento en el sofá, frente a vosotros que apretais un vasito de agua mineral o de zumo de melocotón, y comienzo mi rollo: ¿habéis oído hablar alguna vez de ....?
Joder, joder. 300. Uno cada cinco minutos.
Me entran ganas de echar a correr ;-)