En la torpe programación mental que me voy haciendo para estimar los asuntos que podría tratar en estos post estaban, esta semana, el juicio político al que la República sometió al rey Alfonso XIII, y que culminó en una sentencia por alta traición; así como unas notas que voy recopilando para construir la crónica de la triste jornada de septiembre en la que fue derrocado el presidente de Chile, Salvador Allende. No obstante, hoy me ha podido otro de mis impulsos.
Alguna vez os he hablado de algún blog cuya lectura disfruto. Uno de éstos, que nunca he comentado, es Wonkapistas. La sociología fue mi segunda opción de carrera universitaria; no la estudié porque soy muy buen chico, tenía buenas notas y, por lo tanto, no se me pudo negar la primera elección. Pero este dato debe bastar para demostrar que es una disciplina que, en algún momento de mi vida, captó mi interés. Hoy capta mi curiosidad. Allí, en Wonkapistas me refiero, encontraréis quienes aún no conozcáis ese espacio un trabajo muy pulcro de análisis social en el que su autor, me parece a mí, se desquita del hecho de que su vida oficial y laboral tenga que transcurrir por unos derroteros concretos, así pues drena su curiosidad por otras movidas a través de sus anotaciones. Creo que esto es lo que hace grande internet en general y la blogosfera en particular; en buena parte, es una manera de aprovecharse de los conocimientos, con perdón, residuales, de auténticos intelectuales. Una manera inexistente hasta hoy.
Yo las cosas que admiro tiendo a imitarlas. Así pues, hoy quiero hablaros de cosas de las que estoy seguro que Wonka os disertaría mucho mejor. Porque todo tiene historia en esta vida, y la ciencia que está en la sala de máquinas de la sociología, es decir la estadística, no es una excepción.
La estadística nace por dos necesidades claras: el censo y el catastro. El censo cuenta personas y el catastro patrimonios, sobre todo tierras. Podemos decir que, desde el momento que existen organizaciones administrativas razonablemente complejas, existen cosas como la leva militar y la cobranza de impuestos; realidades, ambas, para las que es necesario saber cuántas personas y cuántas riquezas hay en un país. Veintidós siglos antes de nacer Jesucristo, ya hubo un emperador en China, de nombre Yao, que abordó la división de su país en provincias, nueve, empresa que complementó con una medición de las tierras, así como un censo de sus equipamientos y de sus habitantes. Así pues, la estadística, de alguna manera, lleva entre nosotros ya más de 4.000 años.
Los pueblos antiguos no tenían transportes adecuados y, además, carecían de personal suficientemente cualificado para ser encuestador. Por este motivo, en la antigüedad los censos se valían de mecanismos intermedios para los arqueos o inventarios, especialmente la religión. Por ejemplo, en la Atenas de los tiempos aristotélicos, los habitantes tenían la arraigada costumbre de ofrecer una medida de trigo a la diosa Minerva por cada hijo nacido y una de cebada por cada fallecido; motivo por el cual los estadísticos del tiempo, que eran los sacerdotes, no contaban personas, sino donaciones de trigo y de cebada, información con la cual estimaban el movimiento natural de la población.
En la misma línea el rey romano Servio Tulio, el primero que creó una organización que de verdad tuviese datos fiables de su pueblo, estableció que cada barrio de Roma levantase un monumento a su deidad propiciatoria. En el día del patrón, cada vecino estaba obligado a dar como donativo una moneda al sacerdote, y se establecía el tipo de moneda a entregar si se era hombre o mujer o según la edad que se tuviese; luego el sacerdote (además de forrarse) contaba las monedas, y elaboraba el censo del área. Para poder medir el movimiento natural de la población, Servio Tulio estableció que las familias deberían hacer una donación determinada a la diosa Lucina por el nacimiento de un hijo, otro a la diosa Libitina por el fallecimiento, y uno especial a la diosa Juventus por cada varón que llegaba a la edad de vestir la toga viril. Independientemente de ello, el pueblo romano era contado cada cinco años, tras haber sido oportunamente convocado para ello al Campo de Marte; actividad que era dirigida por un magistrado especial, el Censor, que no viene de censurar, sino de censo.
El censo más famoso de la Historia de Roma es el de Augusto, puesto que fue el que obligó a José a llevarse a su mujer embarazada, María, desde Nazaret hasta Belén. El matrimonio se encontraba allí cuando el parto de Jesucristo precisamente para cumplir con el censo augustiano. En los tiempos imperiales, el plazo intercensos se dilató: de cinco pasó a diez años (es el plazo que tenemos nosotros ahora, por ejemplo) y, tras la reforma de Constantino, quince.
Existen otros métodos de contabilización en el mundo antiguo que no dejan de ser curiosos. Por ejemplo, Robert Graves nos refiere en El conde Belisario que, en Constantinopla, era costumbre reunir al ejército que marchaba de campaña en alguna campa, donde cada soldado clavaba una estaca en el suelo. A la vuelta de la batalla o de la guerra, los soldados se reunían en la misma explanada y cada uno arrancaba una estaca. Luego se contaban las que quedaban clavadas para conocer las bajas.
En la Europa medieval fue especialmente famoso, complejo y meritorio el censo y catastro realizado por Guillermo el Conquistador en Inglaterra, más o menos a mediados del siglo XI. Era una operación política, pues don William le había encendido el pelo a los sajones, antiguos inquilinos de la isla, y necesitaba contabilizar (y dar con ello estabilidad jurídica) a los cambios de propiedad a favor de los suyos. Será por eso que los sajones conocieron este censo como Doomsday Book, literalmente Libro del Juicio Final.
Los habitantes originarios de la América que hoy habla español parecen ser los primeros inventores de los gráficos. Hernán Cortés dice haber visto en México registros pintados, donde se expresaban los cambios de población y las riquezas de los habitantes. Y en Perú, según Garcilaso de la Vega, los indígenas tenían un conocimiento exacto de su población, distribución geográfica, edades, condición civil, etc., mediante censos sistemáticos que expresaban mediante un complejo sistema de cordones de colores. Combinando los colores y los nudos de los cordones conseguían expresar gráficamente los guarismos. O sea, como el Excel, pero sin Excel.
En España tampoco esperamos al nacimiento de la estadística en sí para hacer estadísticas. En 1351, las Cortes castellanas, convocadas por Pedro I (ya sabéis, el alanceador de reyes moros refugiados), dispuso la creación del Becerro de las Behetrías (una behetría, según he podido saber, es un terreno propiedad de un campesino libre que tiene, además, la libertad de elegir señor feudal, siempre y cuando lo haga dentro de un determinado linaje). Este censo recogía los señoríos de las merindades de Castilla. Los Reyes Católicos, siempre atentos a las novedades del Estado renacentista, dictaminaron el empadronamiento de los habitantes de Castilla y Aragón, trabajo del que surgió una estimación cercana a los 8 millones de habitantes. No obstante, cuando sesenta años después, en 1541, Carlos V hiciera un censo por razones fiscales, sólo le salieron 4,2 millones de contribuyentes, lo cual hace pensar que Isabel y Fernando sumaron mal (frase ésta que, ahora que la he escrito, veo que tiene más de un significado). En aquellos años, no obstante, no quedó terreno en Hispania por censar. Cataluña, Vascongadas, Navarra y el Reino de Valencia tuvieron sus censos.
Felipe II, por su parte, realizó dos empadronamientos. Uno, en 1587, le dio 6,630 millones de ciudadanos. El otro, en 1594, le dio 6,888 millones, aunque esta cifra probablemente sea más baja que la real, porque dicho empadronamiento se hizo para fijar el servicio de los millones (un impuesto) del que había personas que estaban exentas y, probablemente, no fueron contadas.
Con esa afición tan suya a los proyectos acromegálicos a la par que irrealizables, Felipe II albergó el plan de compilar una descripción minuciosísima de España, pueblo a pueblo. En siete años, de los 13.000 pueblos que había entonces en España, Felipe II había conseguido que le contestasen 636, y hubo de abandonarse.
En 1748, siendo rey Fernando VI, el Marqués de la Ensenada hizo un nuevo censo, del que salieron 7,473 millones de habitantes. Al conde de Aranda, ministro que lo fue de Carlos III, le salieron, veinte años después, 9,307 millones de habitantes. En 1787, Floridablanca repitió el ensayo, y ya calculó 10.409.879 habitantes. Los españoles, a las puertas de la Revolución Francesa, éramos ya two digits.
Ahora la cosa iba en serio. En 1802 se crea la primera Oficina de Estadística existente en España, la cual no pudo hacer gran cosa porque fue invadida, junto con el resto del país, por el pérfido francés, que traía en el zurrón, sin embargo, las ideas que luego nos pasaríamos cien años intentando imponer. José Bonaparte, el triste Pepe Botella tan odiado por el pueblo de Madrid, abordó en 1810 un censo de vecinos.
De 23 de junio de 1813 data la obligación a los ayuntamientos de llevar un registro de nacimientos, matrimonios y defunciones, confirmada por la ley de 3 de febrero de 1823. En 1833, cuando se dividió España en 49 provincias, se calculó la población en 12.286.941 habitantes. En 1836 se hace el primer padrón de extranjeros. De 1844 es la primera estadística criminal.
En 1856 se crea la Comisión Estadística General del Reino, el primer organismo centralizado para la realización de censos y otros trabajos. En 1857 había terminado ya su primer censo (15.464.340 habitantes), que repitió en 1860 (15.673.536).
En 1873 nace el Instituto Geográfico y Estadístico, que será el germen de lo que hoy conocemos como Instituto Nacional de Estadística.
El INE tiene algunas malas costumbres y otras muchas buenas. Entre las buenas está la decisión de escanear su biblioteca de publicaciones estadísticas y ponerla a disposición de los lectores ávidos en su página web. A ello y, más concretamente, a la introducción a la Memoria Estadística de 1912, le debéis buena parte de estas torpes notas.
viernes, febrero 09, 2007
martes, febrero 06, 2007
¿Dejà vu?
En el día de hoy, una de las noticias que más pita en los medios españoles tiene que ver con el Estatuto de Cataluña. Como, gracias al Google Analytics, puedo saber de dónde se conectan algunos lectores y hay accesos desde varias partes del globo, quizá sea necesario explicar algunas cosas. Si no es así, pido perdón por el coñazo.
Durante los años 2005 y 2006, impulsado por el cambio de gobierno generado en las elecciones del 2004, donde las derechas cedieron el poder a las izquierdas, se ha producido un proceso de reforma del Estatuto de Autonomía de (entre otras regiones) Cataluña, proceso que, en el caso catalán, ha sido extraordinariamente polémico, yo diría que por tres causas:
La primera, de orden filosófico, porque los redactores de la nueva constitución autonómica querían que, cuando menos en su preámbulo, se afirmase la identidad nacional de Cataluña; algo que tiene su importancia porque las naciones son soberanas y reconocer que un territorio de España es una nación equivaldría a declararlo soberano por sí mismo y en sí mismo. Eso sí, hay toda una discusión jurídica, interminable, sobre el valor jurídico que tiene una afirmación hecha en el preámbulo de una norma, y no en su articulado.
El segundo motivo de polémica es la pasta. Cataluña se siente, desde hace algo más de cien años, contribuyente neta de España. Lo cual quiere decir que aporta más dinero (impuestos) del que recibe (gasto público). Esta afirmación es discutida por unos, que aseveran que las cuentas hay que hacerlas de otra manera; y combatida por otros, que consideran que, por definición, una región rica ha de ser, en un esquema de solidaridad territorial, contribuyente neta. En el fondo de la cuestión, sin embargo, no está tanto (o a mí me lo parece) la cuestión de si pone o no pone más que otros, como la discusión sobre el modelo de financiación. El nacionalismo catalán añora el sistema foral de cupo que disfrutan el País Vasco y Navarra, porque es notablemente más soberano. En un sistema de cupo, la región o reino afectados cobran los impuestos y, posteriormente, negocian con el Estado el valor de los servicios que éste ha realizado en su territorio, y le pagan por ello. Entre las autonomías denominadas de régimen común, Cataluña incluida, el sistema es otro: es el Estado el que recauda los impuestos (aunque hay algunos cedidos) y las autonomías le piden pasta.
El tercer problema es el idioma que, en realidad, no hace sino acrisolar todas las vertientes culturales de la identidad nacional, que suelen ser las más enraizadas y, consecuentemente, defendidas o atacadas, por ambas partes, con mayor virulencia.
El Estatuto catalán fue aprobado ya por el parlamento español hace algunos meses, bien es verdad que con cambios que a mí me parecen bastante sustanciales sobre la redacción inicial (aunque ya digo que en esto hay tantas opiniones como traseros). Sin embargo, queda un tramo, un tramo olvidado por muchos pero que tiene su importancia: la oportuna sentencia del Tribunal Constitucional.
El TC es el tribunal en el que se dirimen aquellos casos en los que lo que se ventila es si una actuación es o no acorde con la Constitución Española. El principal partido opositor de los dos nuevos estatutos de Cataluña (el inicialmente redactado y el finalmente aprobado), es decir el Partido Popular, hizo uso de la prerrogativa que tiene de presentar un amplio recurso de inconstitucionalidad contra el nuevo Estatuto, recurso en el que pide al tribunal que se defina sobre prácticamente toda la norma. Este recurso, de hecho, convierte al TC en una tercera cámara, después del Congreso y del Senado, que tendrá que dirimir, votar, el Estatuto.
¿Qué pasó ayer? Bueno, pues lo que pasó es que el TC hizo pública su decisión sobre una, por así decirlo, cuestión de orden presentada por el PP, anterior a la sentencia en sí, que era la recusación de uno de los jueces que tenían que participar en el fallo. Se trata de Pablo Pérez Tremps, hoy magistrado del Constitucional pero que ayer, siendo jurista en ejercicio, realizó, al parecer, un trabajo sobre el Estatuto encargado por la Generalitat de Cataluña. El PP argumentaba que aquel informe era una pieza más del trabajo realizado para redactar el Estatuto y que, en consecuencia, Pérez Tremps iba a dirimir la constitucionalidad de un texto que él mismo había contribuido a redactar, lo cual es un contrasentido. Sea o no cierto este argumento, lo que sí es cierto es que el TC, por ajustado margen, ha decidido atenderlo. Pérez Tremps ha sido recusado y ahora no podrá participar en el dictamen que sostendrá el fallo del Constitucional.
La prensa se ha apresurado a hacer una identificación, o sea: juez partidario de recusar a Pérez Tremps = juez partidario de la inconstitucionalidad del Estatuto. En fin, es un poco precipitada. A mí me parece que el caso de Pérez Tremps era bastante evidente, hasta el punto que, si debo escribir mi opinión personal, no es que esté bien recusado; es que debería haber sido él quien, voluntariamente, se hubiese declarado incompetente. Pero eso no prejuzga, en lo absoluto, un juicio sobre la constitucionalidad de la norma, precisamente por lo evidente que resulta la recusación.
Todo esto, no obstante, sólo es una introducción para legos. Como aquí hablamos de Historia, no nos vamos a separar de la línea. Porque a mí, cuando he leído estas noticias, y a pesar de que, como digo, me parece absolutamente exagerado concluir de la recusación que va a haber un fallo judicial claramente contrario al Estatuto, sí se me ha planteado qué es lo que puede ocurrir si es así. Y me he acordado de que España y Cataluña ya estuvieron en la misma tesitura, en junio de 1934.
Con la llegada de la República, en España se formaron unas Cortes netamente de izquierdas que, de la mano de Manuel Azaña, presidente del Gobierno, iniciaron una labor importante de desarrollo de legislaciones de corte social. Esta labor, además de parir otras medidas laborales diseñadas por Francisco Largo Caballero, ministro de Trabajo, tuvo un punto importante en la reforma agraria. España, hace 70 años, era aún un país fundamentalmente agrario y la propiedad de la tierra estaba notablemente concentrada, especialmente en el sur. Los grandes terratenientes eran quienes se habían beneficiado de las desamortizaciones del siglo XIX, y había zonas, como Andalucía y Extremadura, donde había grandes bolsas de jornaleros en paro.
La reforma agraria nunca funcionó bien. Los elementos burgueses del Gobierno presionaron para que las expropiaciones de tierras (pues la Constitución permitía expresamente la expropiación de bienes económicos por interés social) fuesen a cambio de indemnizaciones justipreciadas, lo cual dificultó notablemente el reparto de tierras. Hoy hay toda una corriente de escritores e historiadores empeñada en demostrar que la reforma fue mejor de lo que se dice; pero esa afirmación se da de bruces con la evidentísima decepción que sintieron los jornaleros de izquierdas por sus escasos avances, decepción que acabaría cristalizando en los tristísimos sucesos de Castilblanco y, sobre todo, Casas Viejas, que acabarían por costarle el puesto a Azaña y el gobierno a las izquierdas.
A pesar del mal funcionamiento, el gobierno aprobó medidas, entre ellas una Ley de Términos Municipales que establecía medidas como que un patrón no podía contratar jornaleros de otra población si quedaban parados en aquélla donde radicaban las tierras. Fue una medida para impedir que los patronos, ante la eventualidad de grupos de jornaleros organizados en el Pueblo A, capaces por lo tanto de conseguir salarios dignos, se fuesen al Pueblo B a contratar a otros menos organizados por la mitad de precio. Los terratenientes reaccionaron con bastante cabreo e iniciaron medidas obstruccionistas, que se resumen en el famoso eslogan que se les atribuyó, dirigido a los jornaleros: «Comed República».
En noviembre de 1933, la cosa cambió. Hubo unas elecciones que ganaron de largo las derechas, sobre todo por el desencanto creado por Casas Viejas y, dicen algunos sociólogos, porque por primera vez votaron las mujeres, entonces mayoritariamente conservadoras. Como ya hemos contado aquí, la llegada de las derechas al poder supuso un automático frenazo al desarrollo del Estatuto de Cataluña, que ya había sido aprobado pero al que le quedaban aún muchas cosas por dirimir.
En Cataluña gobernaban las izquierdas. Era presidente Lluis Companys y la Esquerra Republicana el partido de referencia. Este gobierno catalán quiso, también, regular el sector agrario, un sector presidido en buena parte por relaciones de arriendo, en ocasiones verbales como era entonces muy común en el agro, conocidas como la rabassa morta. Por ello, el gobierno catalán dictó una ley, la Ley de Cultivos, en la que, entre otras cosas, regulaba (artículo 8, según la documentación que he podido leer) las atribuciones de una Junta Arbitral existente para dirimir conflictos entre arrendador y arrendatario.
Aquel artículo 8 estaba redactado con el espíritu de la reforma agraria que, como ya os he dicho, se había abordado en Madrid meses antes. Así pues, establecía que la Junta Arbitral podría establecer las condiciones de la rabassa entre el propietario y arrendatario inicial o, si lo consideraba conveniente, con otro arrendatario diferente, fuera éste una persona física, una cooperativa, un sindicato…
La Ley de Cultivos catalana gustó más bien poco a los terratenientes catalanes. Con un gobierno de izquierdas, sin embargo, se habrían tenido que callar. Pero en Madrid gobernaban las derechas. Y lo que hizo el gobierno presidido por el Partido Radical fue denunciar la Ley de Cultivos catalana en el Tribunal de Garantías Constitucionales.
Y ganó.
Es cierto que la Constitución permitía la disposición de los bienes económicos por razones sociales. Pero el Tribunal entendió que esa potestad constitucional le era concedida sólo al Estado central y entendió que la citada ley catalana era una intromisión de una autonomía en una competencia estatal (regulación de la propiedad privada).
¿Cuál fue la reacción de los catalanes? El 12 de junio de 1934, el presidente Lluis Companys se presentó ante el parlamento autonómico con la intención de presentar el nuevo texto de la Ley de Cultivos; el texto diseñado para superar los problemas de constitucionalidad que había señalado el Tribunal de Garantías.
Presentó la misma ley. Exactamente la misma. Copiada hasta la coma. A día de hoy, y si exceptuamos la acción armada de octubre de aquel mismo año, nunca una autonomía ha planteado un conflicto tan grave con el Estado.
La sesión del 12 de junio fue tormentosa. Los mossos d’esquadra tuvieron que aplicarse bien a fondo para evitar que el público, que ya no cabía en la tribuna de visitantes, siguiese entrando en el edificio. Un grupo de militantes de Estat Catalá, formación que, como su propio nombre indica, era claramente independentista, intentaron colgar una bandera de su partido en el mismo balcón del parlamento. Adabal, diputado de la conservadora Lliga Regionalista, casi fue linchado en la calle a su llegada.
En su discurso, Companys apartó con rapidez las exquisiteces jurídicas del conflicto y lo llevó al terreno político, reclamando el total apoyo a sus tesis porque, dijo, «frente a un ataque a Cataluña, no pueden existir divisiones entre los que nos sentimos catalanes». Ese «los que nos sentimos catalanes» fue una puyita, muy típica de él, a los miembros de la Lliga, a los que negaba la condición de amantes de Cataluña (cosa que a un catalanista, obviamente, le jode más que cualquier otra cosa).
Acto seguido, anunció que la ley presentada era exactamente la misma que había sido tumbada por el Tribunal, y anunció que «el Gobierno [catalán] la hará cumplir, pase lo que pase y sea como sea». Confesión que arrancó un largo aplauso cerrado, tan escandaloso que el presidente tuvo que amenazar al público con echarlo si no se callaba.
Acto seguido, Companys holló los terrenos que realmente le importaban; la madre de cordero. Porque el problema con el gobierno de Madrid, el gobierno de derechas, no era tanto la Ley de Cultivos (ésa era sólo la fiebre) como el retraso o, más bien, parón que había sufrido la negociación de las transferencias (la enfermedad). De persistir esa actitud obstruccionista de Madrid, dijo, «nuestra autonomía iría desfalleciendo de tristeza, iría perdiendo el color y el carácter para terminar desviándose y hundiéndose por la cobardía o por la estupidez de los catalanes». Más aún: ante un «alzamiento monárquico y centralista de todas las tierras hispánicas», que era algo que la izquierda temía entonces, «Cataluña daría la gran batalla, porque nosotros no queremos morir de asco ni de vergüenza». Como se ve, Companys ya tenía, en junio del 34, la cabeza amueblada para hacer lo que hizo en octubre.
¿Que cómo terminó esto? Pues no lo sé, la verdad. En octubre, Companys metió la pata hasta el corvejón y decidió aprovechar el golpe de Estado revolucionario liderado por el PSOE y la UGT en Madrid (aunque sólo medró en Asturias) para impulsar la proclamación del Estado catalán de la República Federal Española (así lo definió en su alocución, a las 20,20 horas del 6 de octubre, desde el balcón del palacio de la Generalitat) e iniciar un proceso de sedición cuya consecuencia sería la suspensión de la autonomía durante el resto del bienio de derechas. Para cuando gobernó el Frente Popular, la Ley de Cultivos ya no era un problema.
Esto fue lo que pasó. Para saber lo que pueda pasar en el futuro, os diría que os equivocáis de blog; tal vez en el de Iker Jiménez o el de Rappel, si es que tienen, os lo cuenten.
Durante los años 2005 y 2006, impulsado por el cambio de gobierno generado en las elecciones del 2004, donde las derechas cedieron el poder a las izquierdas, se ha producido un proceso de reforma del Estatuto de Autonomía de (entre otras regiones) Cataluña, proceso que, en el caso catalán, ha sido extraordinariamente polémico, yo diría que por tres causas:
La primera, de orden filosófico, porque los redactores de la nueva constitución autonómica querían que, cuando menos en su preámbulo, se afirmase la identidad nacional de Cataluña; algo que tiene su importancia porque las naciones son soberanas y reconocer que un territorio de España es una nación equivaldría a declararlo soberano por sí mismo y en sí mismo. Eso sí, hay toda una discusión jurídica, interminable, sobre el valor jurídico que tiene una afirmación hecha en el preámbulo de una norma, y no en su articulado.
El segundo motivo de polémica es la pasta. Cataluña se siente, desde hace algo más de cien años, contribuyente neta de España. Lo cual quiere decir que aporta más dinero (impuestos) del que recibe (gasto público). Esta afirmación es discutida por unos, que aseveran que las cuentas hay que hacerlas de otra manera; y combatida por otros, que consideran que, por definición, una región rica ha de ser, en un esquema de solidaridad territorial, contribuyente neta. En el fondo de la cuestión, sin embargo, no está tanto (o a mí me lo parece) la cuestión de si pone o no pone más que otros, como la discusión sobre el modelo de financiación. El nacionalismo catalán añora el sistema foral de cupo que disfrutan el País Vasco y Navarra, porque es notablemente más soberano. En un sistema de cupo, la región o reino afectados cobran los impuestos y, posteriormente, negocian con el Estado el valor de los servicios que éste ha realizado en su territorio, y le pagan por ello. Entre las autonomías denominadas de régimen común, Cataluña incluida, el sistema es otro: es el Estado el que recauda los impuestos (aunque hay algunos cedidos) y las autonomías le piden pasta.
El tercer problema es el idioma que, en realidad, no hace sino acrisolar todas las vertientes culturales de la identidad nacional, que suelen ser las más enraizadas y, consecuentemente, defendidas o atacadas, por ambas partes, con mayor virulencia.
El Estatuto catalán fue aprobado ya por el parlamento español hace algunos meses, bien es verdad que con cambios que a mí me parecen bastante sustanciales sobre la redacción inicial (aunque ya digo que en esto hay tantas opiniones como traseros). Sin embargo, queda un tramo, un tramo olvidado por muchos pero que tiene su importancia: la oportuna sentencia del Tribunal Constitucional.
El TC es el tribunal en el que se dirimen aquellos casos en los que lo que se ventila es si una actuación es o no acorde con la Constitución Española. El principal partido opositor de los dos nuevos estatutos de Cataluña (el inicialmente redactado y el finalmente aprobado), es decir el Partido Popular, hizo uso de la prerrogativa que tiene de presentar un amplio recurso de inconstitucionalidad contra el nuevo Estatuto, recurso en el que pide al tribunal que se defina sobre prácticamente toda la norma. Este recurso, de hecho, convierte al TC en una tercera cámara, después del Congreso y del Senado, que tendrá que dirimir, votar, el Estatuto.
¿Qué pasó ayer? Bueno, pues lo que pasó es que el TC hizo pública su decisión sobre una, por así decirlo, cuestión de orden presentada por el PP, anterior a la sentencia en sí, que era la recusación de uno de los jueces que tenían que participar en el fallo. Se trata de Pablo Pérez Tremps, hoy magistrado del Constitucional pero que ayer, siendo jurista en ejercicio, realizó, al parecer, un trabajo sobre el Estatuto encargado por la Generalitat de Cataluña. El PP argumentaba que aquel informe era una pieza más del trabajo realizado para redactar el Estatuto y que, en consecuencia, Pérez Tremps iba a dirimir la constitucionalidad de un texto que él mismo había contribuido a redactar, lo cual es un contrasentido. Sea o no cierto este argumento, lo que sí es cierto es que el TC, por ajustado margen, ha decidido atenderlo. Pérez Tremps ha sido recusado y ahora no podrá participar en el dictamen que sostendrá el fallo del Constitucional.
La prensa se ha apresurado a hacer una identificación, o sea: juez partidario de recusar a Pérez Tremps = juez partidario de la inconstitucionalidad del Estatuto. En fin, es un poco precipitada. A mí me parece que el caso de Pérez Tremps era bastante evidente, hasta el punto que, si debo escribir mi opinión personal, no es que esté bien recusado; es que debería haber sido él quien, voluntariamente, se hubiese declarado incompetente. Pero eso no prejuzga, en lo absoluto, un juicio sobre la constitucionalidad de la norma, precisamente por lo evidente que resulta la recusación.
Todo esto, no obstante, sólo es una introducción para legos. Como aquí hablamos de Historia, no nos vamos a separar de la línea. Porque a mí, cuando he leído estas noticias, y a pesar de que, como digo, me parece absolutamente exagerado concluir de la recusación que va a haber un fallo judicial claramente contrario al Estatuto, sí se me ha planteado qué es lo que puede ocurrir si es así. Y me he acordado de que España y Cataluña ya estuvieron en la misma tesitura, en junio de 1934.
Con la llegada de la República, en España se formaron unas Cortes netamente de izquierdas que, de la mano de Manuel Azaña, presidente del Gobierno, iniciaron una labor importante de desarrollo de legislaciones de corte social. Esta labor, además de parir otras medidas laborales diseñadas por Francisco Largo Caballero, ministro de Trabajo, tuvo un punto importante en la reforma agraria. España, hace 70 años, era aún un país fundamentalmente agrario y la propiedad de la tierra estaba notablemente concentrada, especialmente en el sur. Los grandes terratenientes eran quienes se habían beneficiado de las desamortizaciones del siglo XIX, y había zonas, como Andalucía y Extremadura, donde había grandes bolsas de jornaleros en paro.
La reforma agraria nunca funcionó bien. Los elementos burgueses del Gobierno presionaron para que las expropiaciones de tierras (pues la Constitución permitía expresamente la expropiación de bienes económicos por interés social) fuesen a cambio de indemnizaciones justipreciadas, lo cual dificultó notablemente el reparto de tierras. Hoy hay toda una corriente de escritores e historiadores empeñada en demostrar que la reforma fue mejor de lo que se dice; pero esa afirmación se da de bruces con la evidentísima decepción que sintieron los jornaleros de izquierdas por sus escasos avances, decepción que acabaría cristalizando en los tristísimos sucesos de Castilblanco y, sobre todo, Casas Viejas, que acabarían por costarle el puesto a Azaña y el gobierno a las izquierdas.
A pesar del mal funcionamiento, el gobierno aprobó medidas, entre ellas una Ley de Términos Municipales que establecía medidas como que un patrón no podía contratar jornaleros de otra población si quedaban parados en aquélla donde radicaban las tierras. Fue una medida para impedir que los patronos, ante la eventualidad de grupos de jornaleros organizados en el Pueblo A, capaces por lo tanto de conseguir salarios dignos, se fuesen al Pueblo B a contratar a otros menos organizados por la mitad de precio. Los terratenientes reaccionaron con bastante cabreo e iniciaron medidas obstruccionistas, que se resumen en el famoso eslogan que se les atribuyó, dirigido a los jornaleros: «Comed República».
En noviembre de 1933, la cosa cambió. Hubo unas elecciones que ganaron de largo las derechas, sobre todo por el desencanto creado por Casas Viejas y, dicen algunos sociólogos, porque por primera vez votaron las mujeres, entonces mayoritariamente conservadoras. Como ya hemos contado aquí, la llegada de las derechas al poder supuso un automático frenazo al desarrollo del Estatuto de Cataluña, que ya había sido aprobado pero al que le quedaban aún muchas cosas por dirimir.
En Cataluña gobernaban las izquierdas. Era presidente Lluis Companys y la Esquerra Republicana el partido de referencia. Este gobierno catalán quiso, también, regular el sector agrario, un sector presidido en buena parte por relaciones de arriendo, en ocasiones verbales como era entonces muy común en el agro, conocidas como la rabassa morta. Por ello, el gobierno catalán dictó una ley, la Ley de Cultivos, en la que, entre otras cosas, regulaba (artículo 8, según la documentación que he podido leer) las atribuciones de una Junta Arbitral existente para dirimir conflictos entre arrendador y arrendatario.
Aquel artículo 8 estaba redactado con el espíritu de la reforma agraria que, como ya os he dicho, se había abordado en Madrid meses antes. Así pues, establecía que la Junta Arbitral podría establecer las condiciones de la rabassa entre el propietario y arrendatario inicial o, si lo consideraba conveniente, con otro arrendatario diferente, fuera éste una persona física, una cooperativa, un sindicato…
La Ley de Cultivos catalana gustó más bien poco a los terratenientes catalanes. Con un gobierno de izquierdas, sin embargo, se habrían tenido que callar. Pero en Madrid gobernaban las derechas. Y lo que hizo el gobierno presidido por el Partido Radical fue denunciar la Ley de Cultivos catalana en el Tribunal de Garantías Constitucionales.
Y ganó.
Es cierto que la Constitución permitía la disposición de los bienes económicos por razones sociales. Pero el Tribunal entendió que esa potestad constitucional le era concedida sólo al Estado central y entendió que la citada ley catalana era una intromisión de una autonomía en una competencia estatal (regulación de la propiedad privada).
¿Cuál fue la reacción de los catalanes? El 12 de junio de 1934, el presidente Lluis Companys se presentó ante el parlamento autonómico con la intención de presentar el nuevo texto de la Ley de Cultivos; el texto diseñado para superar los problemas de constitucionalidad que había señalado el Tribunal de Garantías.
Presentó la misma ley. Exactamente la misma. Copiada hasta la coma. A día de hoy, y si exceptuamos la acción armada de octubre de aquel mismo año, nunca una autonomía ha planteado un conflicto tan grave con el Estado.
La sesión del 12 de junio fue tormentosa. Los mossos d’esquadra tuvieron que aplicarse bien a fondo para evitar que el público, que ya no cabía en la tribuna de visitantes, siguiese entrando en el edificio. Un grupo de militantes de Estat Catalá, formación que, como su propio nombre indica, era claramente independentista, intentaron colgar una bandera de su partido en el mismo balcón del parlamento. Adabal, diputado de la conservadora Lliga Regionalista, casi fue linchado en la calle a su llegada.
En su discurso, Companys apartó con rapidez las exquisiteces jurídicas del conflicto y lo llevó al terreno político, reclamando el total apoyo a sus tesis porque, dijo, «frente a un ataque a Cataluña, no pueden existir divisiones entre los que nos sentimos catalanes». Ese «los que nos sentimos catalanes» fue una puyita, muy típica de él, a los miembros de la Lliga, a los que negaba la condición de amantes de Cataluña (cosa que a un catalanista, obviamente, le jode más que cualquier otra cosa).
Acto seguido, anunció que la ley presentada era exactamente la misma que había sido tumbada por el Tribunal, y anunció que «el Gobierno [catalán] la hará cumplir, pase lo que pase y sea como sea». Confesión que arrancó un largo aplauso cerrado, tan escandaloso que el presidente tuvo que amenazar al público con echarlo si no se callaba.
Acto seguido, Companys holló los terrenos que realmente le importaban; la madre de cordero. Porque el problema con el gobierno de Madrid, el gobierno de derechas, no era tanto la Ley de Cultivos (ésa era sólo la fiebre) como el retraso o, más bien, parón que había sufrido la negociación de las transferencias (la enfermedad). De persistir esa actitud obstruccionista de Madrid, dijo, «nuestra autonomía iría desfalleciendo de tristeza, iría perdiendo el color y el carácter para terminar desviándose y hundiéndose por la cobardía o por la estupidez de los catalanes». Más aún: ante un «alzamiento monárquico y centralista de todas las tierras hispánicas», que era algo que la izquierda temía entonces, «Cataluña daría la gran batalla, porque nosotros no queremos morir de asco ni de vergüenza». Como se ve, Companys ya tenía, en junio del 34, la cabeza amueblada para hacer lo que hizo en octubre.
¿Que cómo terminó esto? Pues no lo sé, la verdad. En octubre, Companys metió la pata hasta el corvejón y decidió aprovechar el golpe de Estado revolucionario liderado por el PSOE y la UGT en Madrid (aunque sólo medró en Asturias) para impulsar la proclamación del Estado catalán de la República Federal Española (así lo definió en su alocución, a las 20,20 horas del 6 de octubre, desde el balcón del palacio de la Generalitat) e iniciar un proceso de sedición cuya consecuencia sería la suspensión de la autonomía durante el resto del bienio de derechas. Para cuando gobernó el Frente Popular, la Ley de Cultivos ya no era un problema.
Esto fue lo que pasó. Para saber lo que pueda pasar en el futuro, os diría que os equivocáis de blog; tal vez en el de Iker Jiménez o el de Rappel, si es que tienen, os lo cuenten.