Creer eso del hombre medieval, sin embargo, es una injusticia. Pero, a menudo, ni siquiera hay que viajar mucho en el tiempo para encontrar este error. En España, sin ir más lejos, no son pocas las personas que ven eso mismo en el franquismo, un periodo que, históricamente hablando, ocurrió antes de ayer por la tarde.
Me gusta preguntar a las personas que conozco, de una forma más o menos sibilina, sobre el franquismo, para comprobar hasta qué punto esa visión está nítidamente bruñida en nuestro subconsciente. Tendemos a ver el franquismo como un movimiento político monolítico, formado por lo tanto por personas que se distanciaban unas de otras en su forma de pensar apenas unos milímetros.
En realidad, sin embargo, el franquismo fue, en sus inicios, algo bastante variado, como siempre lo son los movimientos anti. De forma bastante parecida a la variedad que exhibía a principios de los años setenta el antifranquismo, dentro del cual cabían desde el maoísmo hasta la democracia cristiana, el franquismo fue, en 1936, una especie de antirrepublicanismo que englobó un importante abanico de fuerzas de corte conservador que llegaron a la defección respecto de la República a causa de la defensa de sus privilegios, ciertamente; pero también a causa de los problemas, sobre todo de orden público y de definición ideológica, en que la República se acabó sumiendo.
El franquismo, en mi particular modo de ver, pasó por tres etapas. Empezando por el final, la tercera y última fue su agonía, que comienza el día que Franco se convence de verdad de que le ha de suceder un príncipe y elige a uno que no tiene demasiadas ganas de mantener un esquema dictatorial; se desarrolla con el asesinato del almirante Carrero, destinado a ser el centinela del franquismo en el juancarlismo; y recibe la puntilla, lógicamente, con la muerte de Franco.
El periodo intermedio es el que podríamos denominar de franquismo puro, y va (siempre según mi opinión; libros tengo en mi biblioteca en los que respetables catedráticos y estudiosos o bien marcan otras etapas, o bien cambian las fechas) desde 1956/1957 hasta finales de los sesenta, cuando, como ya he dicho, fue proclamado otro Borbón más para ceñir la corona de España (y esto es metáfora pues España, que yo sepa, nunca ha tenido corona física, como ocurre en Inglaterra). Es el periodo más fecundo del franquismo y por eso, quizá, tendemos a identificarlo con la totalidad del periodo. Son los años del monolitismo de los partidarios de Franco, provocado por los hechos combinados de que el dictador reparte entre sus acólitos un montón de prebendas, cargos, licencias de importación y negocietes poco claros (algún día hablaremos, por ejemplo, de los de su propia hermana); y por la creciente oposición democrática, cada vez más visible, que obliga a los franquistas a cerrar filas.
¿Por qué digo que este periodo comienza en 1957? Pues porque entre 1939, final de la guerra civil, y 1957, España está, a mi modo de ver, lejos de ser un Estado ideológicamente monolítico. Y lo que ocurre en esos años, concretamente en 1956, es que la fuerza política que se creía llamada a nuclear el franquismo, la Falange, le juega su último órdago al general.
Dentro de un proceso impulsado por los franquistas más duchos en Derecho, que saben que un Estado debe dotarse de normas para su funcionamiento, en la década de los cincuenta se habla, y mucho, de dicha organización jurídica del Estado. Franco está empezando a escuchar los cantos de sirena de quienes estarán a su derecha durante los años sesenta, es decir la elite de altos funcionarios del Opus Dei, a los que, entre las muchísimas críticas que de ellos se pueden verter, hay que reconocerles sin embargo sus intentos denodados por hacer de España un país jurídicamente presentable por ahí fuera, lo cual supone construir el régimen de seudolibertades, en gran parte fachada cierto es, que se fue aprobando en los años sesenta.
El franquismo, sin embargo, es muy vario. En aquel entonces hay, por lo menos, dos grandes fuerzas más: el tradicionalismo carlista y el falangismo. Aunque habría que hablar de las fuerzas financieras, de los cedistas franquistas, de los monárquicos asimilados al régimen…; especialmente éstos últimos, que fueron mimados por Franco desde que, a finales de los años cuarenta, socialistas y monárquicos comenzaron a mantener contactos y a acercarse cada vez más y de hecho llegaron a un acuerdo, el llamado Pacto de San Juan de Luz, que intentaba acorralar al franquismo. La respuesta de Franco fue echar su caña en el río donde se bañaba Juan de Borbón, titular de los derechos dinásticos tras la muerte del inefable Alfonso XIII, y hay que reconocer que el señor príncipe mordió el anzuelo y, a cambio de fomentar la cercanía entre Franco y su joven hijo Juan Carlos, aceptó decir y, sobre todo, escribir cosas que a la luz de la Historia quedan pelín sonrojantes.
No obstante lo dicho, la gran pelea política dentro del franquismo se librará entre falangistas y tecnócratas. Entre fascistas y católicos ultramontanos. Entre políticos y economistas.
Entre aquéllos que terminaron por ser llamados tecnócratas y los carlistas/falangistas había una diferencia: éstos habían dado sangre por el franquismo. Mucha sangre. Por lo demás, Franco había llevado a cabo, desde que los aliados ganaran la segunda guerra mundial y dejase de molar ser fascista, una política progresiva de desdibujamiento de Falange como partido; porque a Franco no le gustaban los partidos políticos, ninguno de ellos. Tampoco el de José Antonio.
Poco a poco, de la chistera de Falange y el carlismo, Franco se iba sacando el conejo que llamó el Movimiento; expresión harto cachonda por su parte, pues pocas cosas se han visto más inmovilistas en nuestro pasado. Sin embargo, dentro del Movimiento, que controlaba dicho partido (cuyo Secretario General era ministro) y del único sindicato vertical, mandaba Falange. En realidad, el Movimiento se construyó desde Falange a base de meterle militantes de muy variado pelaje, hasta desvirtuar la formación. Pero éste fue un proceso que llevó su tiempo, así pues cuanto más nos acerquemos, en la observación, a los años de la guerra, más nos encontraremos una Falange, por así decirlo, auténtica (dicho sea sin intentar mediar en las actuales discusiones sobre qué Falange es la auténtica).
En 1956, sin embargo, el secretario general del Movimiento, Arrese, ya podía, y con razón, quejarse de que sólo el 5% de los cargos importantes de España eran ostentados por falangistas. Y, en toda la Historia del franquismo encontramos unos 80 ministros de los que sólo siete u ocho juraron su cargo con el uniforme de Falange.
Tal vez por eso, algunos falangistas, no pocos de ellos muy jóvenes y radicalizados, comenzaron a sentir desafección, quizá no tanto respecto del régimen en sí, pero sí de sus decisiones. Franco celebró un referéndum de aquellos que hacía para que los españoles decidiesen si España debía ser un reino y, claro, lo ganó; momento a partir del cual quedó claro que, algún día, España volvería a tener un rey (en el extranjero se decía que Franco y Juan de Borbón habían pactado que el general se iría en 1964).
Redefinir España como reino puso de los nervios a los falangistas, que nunca habían sido monárquicos. Así las cosas, en muchas centurias falangistas se acuñó la consigna ¡No queremos reyes idiotas!, frase que los camisas azules pronunciaban sin recatarse de dejar ver que, para ellos, rey e idiota eran palabras sinónimas en cualquier caso. En la misa-funeral por el alma de José Antonio Primo de Rivera celebrada el 19 de noviembre de 1955 en El Escorial se cantó la siguiente canción:
Que no queremos, ¡no!
reyes idiotas ¡no!
que no sepan gobernar.
Porque queremos, ¡sí!
implantaremos, ¡sí!
el Estado Sindical
¡Abajo el rey!
Durante ese acto, según algunos testimonios quizá exagerados (me explico: lo he leído en un libro contemporáneo de Ruedo Ibérico, y esta editorial del exilio tiene a veces cierta tendencia a exagerar hechos internos), no pocos falangistas arrojaron al suelo, con desprecio, sus boinas rojas. La boina roja era un elemento del uniforme oficial de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (FET de las JONS), el partido que había fundado Franco en plena guerra, básicamente fusionando a falangistas y carlistas. El uniforme también era fusionado: la camisa azul falangista y la boina carlista. A los falangistas de verdad, por lógica, no les gustaba la boina.
A Franco le vino Dios y a ver y le invitó a cañas con los sucesos de principios del 56, en los que, en el marco de unos enfrentamientos entre falangistas y estudiantes de izquierdas, un falangista, Miguel Álvarez, resultó gravemente herido de un tiro en la cabeza, del que al parecer nunca se ha recuperado totalmente (prometo un post sobre esto algún día). Los sucesos le sirvieron para poner orden en el falangismo y rebajar las ínfulas de aquellos revolucionarios de despacho (que, de todas formas, serían en los años siguientes convenientemente incentivados con carteras ministeriales, cargos con chófer y negocios a la sombra del Boletín Oficial). Por eso hay quien piensa, exageradamente me parece a mí, que, en el fondo, todo lo preparó él; por ahí se lee, de cuando en cuando, que alguien dice que si a Álvarez le disparó la propia policía para poder echarle la culpa a los falangistas. Yo siempre he defendido, y sigo defendiendo, que una actuación así no forma parte del estilo de Franco.
Pasados estos sucesos, esa Falange que ya empezaba a dejar de serlo le jugó el último órdago a Franco. En el marco de la elaboración de proyectos de ley para la vertebración del Estado, de la Secretaría General del Movimiento, que entonces ostentaba un falangista de pies a cabeza como el mentado José Luis Arrese, salió un borrador de Ley del Gobierno que no tiene desperdicio. Está íntegramente reproducido, por ejemplo, en las memorias del tecnócrata Laureano López-Rodó. Sucintamente, los proyectos de ley elaborados por Falange establecían un sistema en el que el parlamento, las Cortes, estaban más de adorno de lo que estuvieron, y el gobierno también, pues todos, todos, eran dependientes del juicio de un órgano de vigilancia formado, básicamente, por el falangismo recalcitrante. Órgano al que dichas leyes querían conceder incluso la prerrogativa, siquiera teórica, de remover al jefe del Estado (Franco) si se salía del guión.
Y conste que este proyecto era el moderado; algunos de los falangistas más falangistas, como González Vicén, dimitieron durante las discusiones del borrador por considerarlo blando.
Los españoles, claro está, no se enteraron; pero, entre bambalinas del franquismo, hubo bofetadas como de aquí a China. Las memorias de López-Rodó reproducen una carta a Arrese del entonces presidente de las Cortes, el tradicionalista Esteban Bilbao, que no tiene desperdicio. La cosa más suave que le dice es que Falange quiere hacer de España un Estado como la Unión Soviética. Y no le faltaba razón, porque el esquema del proyecto de Falange se parecía mucho al de la URSS; un sistema en el que mandar, mandar, lo que se dice mandar, mandaba el partido único.
No obstante esa presión, había otro jugador en el tablero, bastante más poderoso. Y si Franco, ciertamente, tuvo la ocasión de ser torpe y políticamente ciego durante su vida (en los años sesenta cometería muchos errores de bulto), en aquellos meses de 1956-1957 se desempeñó con importantes dosis de maquiavelismo.
Primero, se dejó echar la bronca por la Iglesia. Los cardenales españoles fueron a verle al Pardo el 12 de diciembre de 1956, asustados con los proyectos de Falange. Protestaron ante Franco por la posible implantación de una dictadura de partido único. Curiosa inquietud ésta de la Iglesia, que temía una dictadura de partido pero, al parecer, no tenía nada que objetar a una dictadura personal.
A Franco, en todo caso, tener a la Iglesia en contra de los proyectos de Falange le vino chupi lerendi. Una semana después el ministro de Justicia, el carlista Iturmendi, escribía: «El Estado (…) ha de representar a la nación entera, es decir, a todos los españoles, sin excepción, incluso a los que ya no están afiliados al Movimiento». Obviamente, para Iturmendi ese sin excepción no incluía a los exiliados; pero la cita valía para montar una especie de todos contra Falange dentro del franquismo.
El más furibundo enemigo de los proyectos falangistas fue el almirante Luis Carrero Blanco, secretario de la Presidencia, con quien ya trabajaba, de mano derecha, un tal Laureano López-Rodó.
El 20 de julio de aquel 1957, Franco reorganiza el Movimiento, o sea FET y de las JONS, podándolo a fondo. Desaparecen o quedan desangeladas las delegaciones nacionales de: Educación, Obras Sociales, Ex Combatientes, Ex Cautivos, Justicia y Derecho, Información e Investigación y Sanidad. Muchos de éstos órganos eran usados por Falange para controlar la labor del gobierno de una forma paralela.
Y entonces llega el último estertor. El canto de cisne falangista.
Es 20 de noviembre de 1957 y, como siempre en dicho día, hace un importante relente en El Escorial. En tal fecha se celebra el aniversario del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera en la cárcel de Alicante, el 20-N de 1936. Es, por lo tanto, la celebración del primer y más calificado mártir del franquismo.
Se celebra una misa en la basílica del monasterio de El Escorial, terminada la cual, Franco sale, cruza el patio de los Reyes, y llega a la explanada de la Lonja, amplia y diáfana como cualquiera que ha estado en El Escorial sabe, porque haber ido allí y no haber pisado la Lonja es como imposible.
La explanada está libre de público. A los civiles no se les permite estar en ella hasta la marcha de Franco, así pues todos esperan más allá del murete bajo que delimita la explanada. En ella lo que hay es un batallón del Ministerio del Ejército, en representación del mismo; así como la centuria XVI de Montañeros de Falange. Franco escucha el himno nacional (el mismo que el actual, también sin letra) y, mientras suena, pasa revista a ambas unidades, camino de su bello Rolls-Royce negro, desde el cual tantas veces nos saludó en verano a los galleguiños acompañado de La Collares.
El paso frente al batallón militar se produce sin novedad. No obstante, al llegar a la centuria falangista, pasa algo increíble. Los montañeros, en bloque, dan media vuelta y le dan la espalda a Franco, sin bajar en brazo, que todos tienen en alto. Este espectáculo se ofreció a los ojos no sólo del público que rodeaba la explanada, sino de todos los invitados a la misa funeral (lo cual incluye al cuerpo diplomático), pues el protocolo marcaba que el primero en dejar la iglesia debía de ser Franco, así pues todos los asistentes a la misa estaban en la puerta del monasterio, esperando que terminase el himno y la revista y se metiera en el coche.
Este gesto, que yo sepa, no tuvo continuación en la historia de la relación entre Franco y Falange. Nunca, hasta los años de la agonía, se volvió a producir otro acto de fiera y visible indisciplina pública y colectiva contra Franco (si exceptuamos las huelgas). Y, para cuando con la agonía del franquismo estas rebeliones comenzaron a resurgir, muchos de los falangistas otrora críticos y aún furibundos con Franco, se habían convertido en sus principales valedores.
¿Quién provocó esos incidentes y quién estaba detrás de ellos? Bueno, muchos de los falangistas de entonces viven aún, así pues son ellos, tal vez, quienes pueden explicarlo mejor que yo. En mi opinión, ese ambiente estaba en manos de falangistas puros, de personas de corte ideológico nacionalsindicalista («Estado sindical» era, como hemos visto, el grito de guerra de muchos de ellos) que creían que la guerra civil se había hecho en España para formar en ella un Estado de corte fascista, de partido único cuyas necesidades y destinos estuvieran por encima de los individuos. Este falangismo era radicalmente antimonárquico y bastante poco religioso (no lo tengo a mano, pero creo que es Joan María Thomàs quien en su libro La Falange de Franco recuerda una reunión falangista en 1942 que, tras la intervención del sacerdote Fermín Yzurdiaga, acaba como el rosario de la aurora a gritos «¡nos quieren convertir en un país de curas y monjas!»; a lo que hay que unir aquella famosa frase de José Antonio, quien decía querer «una España alegre y faldicorta»).
Este falangismo, sin embargo, era radicalmente minoritario desde que el fascismo dejó de ser una alternativa política viable para Franco; así pues, primero les envió a desfogarse a Rusia en la División Azul y después, con la llegada de la paz también en el resto de Europa, les fue inventando ese polifacético Movimiento en el que debían compartir cama con el resto de los antirrepublicanos. A mediados de los cincuenta, podían aspirar a hacer machadas en los funerales; pero no a hacer la España que ellos querían hacer.
Franco no hizo nada. Según testimonios que he leído, las personas de su entorno le instaron, cuando aún no se había subido al coche, a hacer algo con aquellos díscolos; pero él prefirió dejarlo estar. Y yo, probablemente, habría hecho lo mismo de ser él; en noviembre de 1957, Franco ya sabía que había ganado.
Seis meses después de aquellos sucesos, Francisco Franco presentaba ante las Cortes la Ley de Principios del Movimiento. Muchos de los que escucharon o leyeron ese discurso no llegaron a reparar en que era la primera vez que, en un acto tan solemne, Franco se olvidaba de hacer alguna referencia a la persona de José Antonio Primo de Rivera.
Muy sabroso. Quiero más.
ResponderBorrarOtros dictadores habrían hecho correr la sangre ante semejante desplante. Cayera quien cayera.
ResponderBorrarPero, por lo que se, no era el estilo de Franco.
Muy bien
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