Dentro de los ritos de la iglesia cristiana visigoda existió uno, la penitencia in extremis, quizá no especialmente diseñado para los reyes, pero sí utilizado por ellos. Probablemente por la preocupación que los monarcas y otros jerarcas tenían de poder terminar en el Infierno (quién no ha pecado siendo rey...), existía una manera de saber que se moría limpio de polvo y paja. En la penitencia in extremis, el penitente, que habitualmente se encontraba mortalmente enfermo, acudía a la iglesia y, una vez allí, se despojaba de todas sus vestiduras y adornos y, semidesnudo, confesaba sus pecados y pedía penitencia por ellos.
Como reconocimiento de absolución, el sacerdote, entonces, le afeitaba al penitente la cabeza (en otros casos, se la tonsuraban), se la cubría de ceniza, y le ponía un cilicio.
Después de eso, el penitente estaba muerto. Cierto es que si estaba enfermo y, además, se desnudaba y le ponían un cilicio, era como para morirse. Pero cuando digo que estaba muerto quiero decir que lo estaba aunque siguiese vivo. Para los visigodos, la persona que se sometía a esta penitencia estaba muerto civilmente. No podía poseer nada ni ejercer acto alguno de los vivos. Puede que se marchase trastabillando de la iglesia; pero estaba muerto.
Para los reyes, esta muerte en vida suponía, entre otras cosas, abandonar la corona.
¿Que qué pasaba si el enfermo, por esas cosas, se recuperaba milagrosamente? Respuesta: Dios no decide dos veces que uno de sus hijos ha muerto. Respirar, respira. Ha recuperado el apetito, el habla y toda su fuerza. Pero ya lo hemos dicho: estar estar, está muerto.
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