Arbuckle Post #2
Tras la muerte, Maude Delmont comenzó a relatar su propia versión de lo que había pasado en la famosa tarde del hotel. Según ella, Roscoe Arbuckle, con su corpachón, había violado a Rappe. De hecho, se la había pulido con tal fuerza que le había reventado la vejiga, causándole la peritonitis y la muerte. Con el tiempo, cuando se fue sabiendo todo eso de que no había signos de semen y bla, de algún sitio acabó surgiendo la historia de que el actor había violado a Rappe usando una botella que, según quién te lo contase, era de Coca-Cola o de champán. Total, como se parecen tanto…
Hay que decirlo bien claro: ni en ese momento, ni después,
hubo, jamás, una sola evidencia que mereciera la consideración de tal, que
corroborase estas historias. De hecho, alguno de los elementos de estos meconios
es bastante fácil de refutar. Yo no soy médico, pero en mi incultura llego a
entender que si alguien rebota su corpachón sobre el cuerpo de su amante hasta
el punto de reventarle la vejiga, suponiendo que eso sea posible hacerlo, lo
que no pasará es que sólo la vejiga se dañe. Luego está el curioso
detalle de que difícilmente se pudo usar para violar a Rappe una botella de
Coca-Cola, ya que aquel día no se sirvió la dicha bebida en la fiesta del
hotel. Asumir la historia de la botella equivale a asumir que
Roscoe Arbuckle iba por la vida con una botella en el bolsillo para irla
introduciendo cuando tenía ocasión.
Más: recordad que, cuando Virginia Rappe colapsó por primera
vez, en el baño de la habitación 1219, Maude Delmont no pudo verla ni oírla
porque estaba dos habitaciones más allá, en el baño de la 1221. Sin embargo, declaró
que la había oído gritar y, lo que es más importante, la policía la creyó.
La policía no tenía pruebas de nada. No tenía testigos. Sólo
el relato de una señora que ya había tenido problemas por mentirosa, y que
decía haber oído algo que no podía haber oído. En ese punto, la policía tomó la
decisión más racional [IRONIA OFF]: acusar a Arbuckle de asesinato. El capitán de detectives
Duncan Matheson declaró: “Ningún hombre, sea Fatty Arbuckle o cualquier otro,
puede venir a esta ciudad y cometer ese crimen”. Una cuidada declaración que ya
nos da bastantes claves, bastantes porqués. La policía detuvo y acusó a aquel
hombre porque era famoso, y rico. Quería lanzar ese típico mensaje de “todos
somos iguales ante la ley”. La típica leña al triunfador de toda la vida.
Matheson fue más lejos, de hecho, declarando a la Prensa que
“la evidencia nos dice que hubo un ataque sobre esa mujer”; declaración
en la que mintió como una perra, porque, en realidad, no había evidencia
alguna.
La fianza fue denegada. El ayudante del fiscal declaró: “No
es plato de gusto negar una fianza, pero ante las evidencias es lo único
que podemos hacer”. Repetimos: cero evidencias.
En ese momento, entró el juego el que siempre es el actor
más repugnante de este tipo de tristes vodeviles: la canallesca. Los
periodistas se tiraron encima de aquella historia como las moscas sobre la
mierda. Muy particularmente, los periodistas de los muchos periódicos de esa
luminaria de la libertad de expresión llamada William Randolph Hearst, de cuyo
respeto por la objetividad de los hechos sabemos mucho los españoles antes, durante y después de
la guerra de Cuba. Hearst llegó a publicar fotos manipuladas de Fatty Arbuckle
con unas barras delante de su rostro, como de prisión, tratando de hacer creer
que eran fotos auténticas. La presión de los campeones de la verdad fue tan
fuerte que las películas de Arbuckle fueron retiradas de los cines.
Los que no abandonaron a Roscoe Arbuckle fueron sus amigos.
Charlie Chaplin lo defendió en público. Buster Keaton, a quien realmente había
descubierto el propio Roscoe para el cine, incluso quiso testificar en el
juicio. Y, sobre todo, Minta Dufee voló desde Nueva York hasta Los Ángeles para
estar con quien ya no era su marido. Le dijo a todo el mundo que quiso
escucharla que creía en la inocencia de su marido, y siguió diciéndolo incluso
más allá de su muerte.
El primer juicio contra Roscoe Arbuckle comenzó el 14 de
noviembre de 1921. Para entonces, el fiscal y la policía, ante el hecho
palmario de que apenas tenían caso, habían modificado la acusación, que fue
bajando, de asesinato a homicidio, y de homicidio a homicidio involuntario
(nótese lo chusco del asunto: ¿cómo puede alguien que viola a una mujer hasta
el punto de reventarla por dentro, y/o luego le mete una botella hasta el
corvejón, cometer un homicidio involuntario?) Como fiscal, el caso lo
tomó Matthew Brady, entonces un ambicioso hombre de leyes que soñaba con ser
algún día gobernador de California (cosa que no consiguió; siguió siendo fiscal
hasta que en 1943 los electores lo botaron, pero hasta entonces fue todo un
fiscal Garzón, siempre llevando casos muy mediáticos). Brady, obviamente, se
aplicó a demostrar al mundo que Fatty Arbuckle, en lugar de la persona de bien
que sus amigos decían que era, era en realidad un cabrón con borlas.
Brady era un tipo, digamos, echado para adelante. Pero no
era completamente gilipollas. Se dio cuenta enseguida de que lo primero que
tenía que hacer era no poner a Maude Delmont en la lista de testigos de
la acusación. Era consciente de que aquella señora, una mentirosa compulsiva,
quedaría en el estrado como el culo. El fiscal, por lo tanto, actuó más o menos
confiando en que el veredicto le caería del cielo, mientras la defensa
organizaba un pequeño ejército de testigos favorables al acusado. Un médico del
hospital declaró que Rappe nunca había dicho que Arbuckle la hubiese atacado.
Varios patólogos declararon que la vejiga de la actriz no había reventado por
causas externas, sino por una inflamación crónica. Otro doctor se explayó sobre
la cistitis aguda de la muerta y sus consecuencias. Una dependienta de Santa
Ana declaró que había visto tres veces a Rappe, en medio del intenso dolor de
sus padecimientos, rasgando sus vestiduras ella misma.
La defensa, por otra parte, sí consideró recomendable que
Arbuckle declarase, y eso hizo. Al parecer, fue el testigo perfecto. Calmado,
conciso, no cayó en las provocaciones del fiscal y se atuvo a su versión. Se
explayó a gusto contra Maude Delmont. El resto del juicio se centró en discutir
mil formas diferentes de reventar una vejiga. La acusación acabó bastante
desesperada; lo bastante como para incluso modificar los hechos, pues acusaron
a Arbuckle de haber tratado a Rappe con hielo, cuando eso es lo que había hecho
Delmont.
El jurado se retiró a deliberar y, tras 44 horas de
discusiones, regresó, el 4 de diciembre, para informar al juez de que
estaban estancados en diez votos a favor de la inocencia, y dos a favor de la
culpabilidad. El principal voto por la culpabilidad, que había conseguido
arrastrar a un segundo jurado, era el de una tal señor Hubbard, quien le dijo a
sus compañeros que ni en mil años cambiaría su voto. Dato: Hubbard estaba casada
con un abogado que hacía negocios habitualmente con… el fiscal Matthew Brady.
Hubbard también era una devota feminista, y pertenecía a varias organizaciones
que, para entonces, estaban reclamando la prohibición para siempre de las
películas de Fatty Arbuckle. Hermana, yo si te creo.
El juicio hubo de declararse nulo, y tuvo que celebrarse
otro que comenzó el 11 de enero de 1922. Da la impresión de que en este segundo
juicio, la defensa de Arbuckle (quien para entonces estaba vendiendo sus
activos para poder pagarla) estuvo demasiado confiada. Decidieron, para
empezar, que con el primer testimonio de su cliente ya había sido suficiente, a
pesar de que se había revelado como un testigo muy sólido, un verdadero activo
para la causa. Los testimonios fueron repetitivos y, en realidad, la única
novedad fue que Zey Prevost, una de las invitadas a la fiesta, subió al estrado
para desdecirse de lo que había mantenido hasta entonces, y negar que alguna
vez Rappe le hubiese dicho que Arbuckle la había atacado. Lógicamente
presionada por la defensa sobre esta diferencia de versiones, acabó confesando
que el fiscal la había detenido y la había amenazado con la cárcel si no
testificaba contra el actor.
El jurado, esta vez, se reunió 40 horas, tras lo cual se
quedó con nueve votos por la inocencia y tres por la culpabilidad. De nuevo,
pues, juicio nulo.
El tercer juicio comenzó el 13 de marzo de 1922. Esta vez,
la defensa se había puesto las pilas. Fatty declaró de nuevo, y la defensa se
dedicó, básicamente, a demostrar que Virginia Rappe no era, ni de lejos, la
ursulina que decían su amiga Maude y los periodistas, siempre tan amigos de la
verdad. Una enfermera, Virginia Warren, subió al estrado para recordar cómo
había conocido a Rappe en Chicago, cuando la cuidó después de que hubiese dado
a luz a una niña. Ilegítima, claro. El jurado no necesitó mucho más para
cambiar su visión de la fallecida.
Las 44 horas de deliberación del primer juicio y 40 del
segundo fueron, en el tercero, seis putos minutos. El jurado entró, salió, e
hizo dos cosas. La primera, declarar a Roscoe Arbuckle inocente de todos los
cargos; lo segundo, declarar que no sólo era inocente, sino que había sido
injustamente acusado. El jurado, efectivamente, había elaborado un escrito de
disculpa en la que, entre otras cosas, decía que no había, ni había habido
nunca, the slightest proof, ni la menor prueba, de las acusaciones
hechas contra él.
Los amantes de los finales felices supongo que estaréis
esperando que ahora os escriba que, si Minta Dufee estuvo siempre al lado de su
ex marido, el final de aquella pesadilla trajo la reunificación de la pareja.
Pero no es así. Arbuckle y Dufee, aunque es obvio que se querían, sabían bien
que eran incompatibles, así que decidieron separarse para siempre, y se
divorciaron en París en 1925.
El veredicto del caso Arbuckle le importó una polla como una
olla a las organizaciones feministas y religiosas que llevaban, desde su
arresto, montando bulla. Para todas esas personas, un fallo judicial no tenía
valor alguno; ellos, y sobre todo ellas, eran los que sabían. Juntos o
separados, según el caso, meapilas y empoderadas se lanzaron a la campaña para
conseguir que Roscoe Arbuckle no fuese admitido en Hollywood nunca más.
Arbuckle acabó de inquilino de su propia casa, pues se la había tenido que
vender a su amigo Joseph Schenck durante el juicio.
En agosto de 1922, para poner tierra de por medio, Roscoe
Arbuckle inició una gira fuera de los Estados Unidos. Sin embargo, tuvo un
accidente en el barco y tuvo que regresar muy pronto. Dado que las campañas
para prohibir sus películas tuvieron éxito, comenzó a dirigir con seudónimo.
Buster Keaton, que siempre fue un cachondo mental, le propuso llamarse Will B.
Good (will be good, seré bueno) y, de hecho, algunas veces firmó así.
Aunque otras firmó William Goodrich que, si lo recordáis, era el nombre de su
padre. Hizo también giras con una compañía de teatro. Hizo un cameo en una peli
de Keaton.
Se casó por segunda vez, con una mujer llamada Doris Deane;
el matrimonio apenas duró cuatro años. En 1932, se volvió a casar, esta vez con
Addie McPhail. En 1933, parecía que la pesadilla había terminado cuando se le
ofreció un contrato para filmar dos comedias para la Warner. Habían pasado diez
años y las aguas parecían algo remansadas.
El 29 de junio, Roscoe Fatty Arbuckle estaba en Long Island
trabajando en sus futuras películas y en un vodevil que quería hacer en el
teatro. A sus amigos les decía: “He vuelto”. Aquella tarde cenó con su mujer, y
luego fueron al apartamento de su amigo Billy LaHiff, que había organizado una
fiesta en su honor.
Pasada la fiesta, Arbuckle y su mujer se acostaron, en
habitaciones separadas. A eso de las dos y cuarto de la mañana, Addie llamó a
su marido por si estaba despierto. Pero cuando entró en su habitación se lo
encontró muerto, fulminado por un ataque al corazón. Sólo tenía 46 años.
A Roscoe Arbuckle lo mataron sus muchos kilos y el mucho
alcohol que ingería. Pero también lo mataron los años de tensión y de desamparo
creados por un crimen que nunca cometió. Él siempre sostuvo que todo lo que
había hecho había sido tratar de ayudar a una mujer que estaba en una situación
desesperada; y todas las pruebas e indicios apuntan a que decía la verdad.
Trató de ayudarla pero, por el camino, motejó de subnormal a quien no debía, y
esa persona labró su desgracia. A partir de ahí, la policía, el ambicioso
fiscal del distrito, los siempre avezados periodistas, las organizaciones
feministas, los ultrarreligiosos que siempre están en cualquier salsa en
Estados Unidos, y buena parte de la opinión pública, simplemente decidió que
era culpable. Que había tirado a Virginia Rappe sobre la cama, se la había
pulido con unos embates tan fuertes que le había perforado la vejiga. Y que eso
era verdad dijesen lo que dijesen Agamenón, su porquero, las pruebas, los testigos, los indicios, todo.
Eran otros tiempos. Afortunadamente, y puesto que los
licenciados en Historia tienen razón y la Humanidad evoluciona linealmente;
afortunadamente, digo, hoy en día estas cosas no pueden pasar.
En una ocasión lei una anecdota sobre nuestro Alfonso XIII en Hollywood invitado por Errol Fynn, quien le preguntó a que celebridades quería conocer, a lo que el rey dijo que a Fatty.
ResponderBorrarParece que cuando Errol le dijo que eso no era posible por lo de la violacion y la botella de champán, nuestro monarca contestó "pero bueno, eso nos puede pasar a cualquiera!".
Ni idea de si es cierta la anecdota, pero es divertida ;)