Capítulos de esta serie:
Breve repaso de la (triste) Historia del parlamentarismo español
Haciendo equipo
Las mujeres, por la zona sucia de la pista
La conexión portuguesa
Para volver a volver, como has vuelto mil veces
La que has montado, pollito
El centralismo borbónico hizo desaparecer los consejos de Aragón, Flandes e Italia (bueno, éstos habían desaparecido por haberlo hecho el mando español sobre los territorios; aunque si el imperio español hubiera caído hoy en día, probablemente los hubiéramos mantenido para así permitir que los consejeros siguieran con sus mamandurrias black). Esto hizo del ya mal llamado Consejo de Castilla el elemento central del poder, junto con el Consejo de Estado, que permanece.
El verdadero órgano ejecutivo era el Consejo de Castilla. No sólo era gobierno, sino Tribunal Supremo y máxima corte contencioso-administrativa, por así decirlo. Las leyes en España, en esa época, eran sentencias, autos y autos acordados del propio Consejo, que era una especie de ejecutivo y legislativo totum revolutum, con la sanción del rey. Se ocupaba, como tribunal, de los crímenes tochos, así como apelaciones de otros menos importantes pero en todo caso relevantes. A causa de este extraordinario acopio de competencias, por muy dotado que quisiera estar el Consejo, siempre estaba agobiado, y se hizo famoso en su tiempo por su lentitud. De hecho, es el funcionamiento del Consejo de Castilla el que inspiró a Campomanes la más precisa crítica a la burocracia jamás emitida, cuando escribió aquello de que “a fuerza de ser precisos, nos hemos olvidado de ser razonables”. Concepto que fue reelaborado por Antonio Fraguas, Forges, en su célebre Forges Sound si no te pilla la ventanilla confesao / la ventanilla de la puntilla al más pintao (y que cantó Eduardo Aute).
Ser presidente del Consejo de Castilla equivalía a ser el Alfonso Guerra del rey. Quizás por eso, los Borbones le cambiaron el estatus, pues pasó de ser presidente a gobernador; para, en el cambio, emascularse el carácter vitalicio del cargo y poder, por lo tanto, nombrar en cada momento a quien les hiciese pandán. Carlos III realizó la reforma crucial, yo diría que fundamental para la Historia de España desde algunos puntos de vista, de eliminar la costumbre, siempre respetada, de que el gobernador de Castilla fuese un ser ensotanado. Al darle la gobernación de España a los seglares, la fibrilación ilustrada en España ganó momento.
El rey se apoyaba sobre todo en un órgano del Consejo, la Cámara de Castilla. Formalmente, la Cámara se ocupaba de las condecoraciones y esas cosas; pero dado que ahí se fueron concentrando las personas en las que el Borbón confiaba más (si es que a ese sentimiento que tenían algunos Borbones, entre distante y exigente, se le puede llamar confianza), se convirtió en algo así como el Privy Council del rey hispano más que español. Los Borbos fueron confiando en la Cámara para más cosas y, entre ellas, acabó cayendo la coima de ocuparse de las eventuales convocatorias de Cortes.
Los dos grandes referentes de la convocatoria de Cortes de 1789 son el conde de Campomanes, Pedro Rodríguez de Campomanes; y el conde de Floridablanca, José Moñino y Redondo. El primero presidía el Consejo de Castilla y, por lo tanto, era presidente automático de las Cortes que se convocaren; mientras que Floridablanca era secretario de despacho (algo cercano a ministro) para los asuntos de Estado.
Campomanes llevaba, en 1789, 27 años fuertemente ligado a la política, desde que fuese nombrado fiscal del Consejo de Castilla por Carlos III. Se benefició claramente de la repugnancia que sentía el rey Borbón por la novedad y los cambios nominales. Así pues, en el marco de una administración estable hasta el rajoyismo, en 1983 accedió a la presidencia del Consejo, bien que con titularidad provisional, en sustitución de Ventura Figueroa. Precisamente en 1789, el rey Carlos IV le dio la gobernanza del Consejo en propiedad. Fue el 11 de septiembre de aquel año, y el nombramiento no pudo ser ajeno a las Cortes que ya se estaban muñendo por entonces.
La interpretación más común para esta confluencia es que el rey Carlos no quería que las Cortes tuviesen un presidente que lo fuese por mor de un cargo provisional. Quería hacer las cosas bien, y esto abunda en un detalle que se hace bastante evidente en aquella convocatoria: el deseo del rey por darle a aquella asamblea una importancia política extrema, a través del respeto estricto de todos los elementos protocolarios del parlamentarismo español. Quería Carlos que quedase claro que aquellas Cortes eran llamadas para entender asuntos de gravedad e importancia, y para ello las quería perfectamente convocadas en tiempo y forma. La figura de su presidente era un elemento más de la ecuación. Campomanes cesaría en su importante puesto en 1791, pero el rey lo nombró consejero de Estado, donde permaneció hasta su muerte, acaecida en 1802.
Floridablanca, por su parte, era un noble murciano, quien también fue nombrado fiscal del Consejo de Castilla, en su caso en 1776; en el nombramiento hubo de pesar su sólida formación jurídica. Fue primero embajador en Roma y, después, ascendido a ministro de Asuntos Exteriores, por así decirlo, puesto en el que, como os he dicho, estaba cuando se convocaron aquellas Cortes. Floridablanca fue siempre una figura problemática de la política española, especialmente por los muchos opositores que tuvo y, de entre ellos, el más importante Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, más conocido como el conde de Aranda. Aranda, que ocupaba la fundamental embajada española en París, es decir, el gozne en el que giraba el pacto de familia entre Borbones que rigió toda la política exterior española del siglo, quería, sin embargo, volver a Madrid y ostentar alguna secretaría de poder. Hubo un escándalo por este tema a causa de un libelo que circuló por Madrid, en el que se reproducía una supuesta conversación entre Floridablanca y Campomanes sobre el tema, bastante injurioso contra Aranda. El escándalo ocurrido llevó a Floridablanca a presentarle su dimisión al rey quien, claro, no la aceptó.
Cuando Carlos IV ciñó la corona de España, hacía casi treinta años que no había habido Cortes en España. De hecho, descontadas las ceremonias de jura de príncipes y la serie corta de convocatorias que realizó Felipe V durante los años de su querella dinástica, en realidad la asamblea parlamentaria llevaba más de un siglo sin funcionar. Por otra parte, España vivía en una especie de ambiente intelectual, por así decirlo, en el que algunos o muchos de los ilustrados de la época querían interpretar la Historia de España en el sentido de destacar el recio parlamentarismo que había existido en la Edad Media y aun con los Reyes Católicos; y querían ver en los Austrias a unos reyes involucionistas en este sentido que, por serlo, se habían posicionado en contra de algo así como la esencia constitucional española. Jovellanos, por ejemplo, decía que sólo unas Cortes fuertes pueden mantener una constitución política en unos carriles adecuados, evitando que se produzca su más tóxico resultado, que es la tiranía.
Así pues, la convocatoria de Cortes bien pudo despertar expectativas, bien que no muy elevadas y desde luego no populares. La opinión pública española, ya lo he dicho, estaba formada por personas que tenían que remontarse a los abuelos de sus tatarabuelos para recordar un parlamentarismo en condiciones; y eso quiere decir que no lo recordaban. Para muchos españoles, pues, que Carlos IV convocase Cortes venía a ser como si Pedro Sánchez decidiese convocar un torneo medieval.
Las Cortes, sin embargo, tenían una razón de ser tradicional en la jura del príncipe. Carlos III murió el 14 de diciembre de 1788. Por ello, unos pocos meses después, Carlos IV, realizando con ello una previsión constitucional, convocó Cortes para que fuesen testigo y recepcionario del juramento de su hijo Fernando.
El rey Carlos firmó el decreto de convocatoria el 12 de mayo de 1789, en Aranjuez. Uno de los párrafos del decreto comunica a las ciudades con derecho a enviar representantes que éstos deberán llegar con poderes amplios para votar; de alguna manera, pues, el rey ya está avisando de que las Cortes podrían tratar asuntos inicialmente no previstos. Muchos juristas ven en esta cláusula la voluntad de dejar claro a las ciudades, y con ello al país, que las Cortes no van a ser unas Cortes normales; otros tienden a ver en el gesto la intención del rey de devolverle constitucionalmente el poder medieval que tuvieron las asambleas, más allá de la mera votación de subsidios y millones a que fueron reducidas con los Reyes Católicos primero y los Austrias después.
La fecha del 12 de mayo, por otra parte, es tan sólo una semana posterior a la fecha de la convocatoria de los Estados Generales en París. Nadie, sin embargo, podría imaginar en ese momento que la asamblea francesa iba a terminar como terminó.
Se produjo, en suma, la convocatoria de unas Cortes con un orden del día de dos puntos, uno concreto y el otro evanescente. El concreto era la jura del príncipe; el evanescente era la discusión de otros asuntos de importancia, sin más datos.
La existencia de estos dos elementos diferenciados también marcaba audiencias diferenciadas. Antes os he explicado ya que en las Cortes castellanas la existencia de una clase noble muy relapsa a someterse a los deseos del rey había provocado su expulsión de la asamblea, de la que también había sido desalojado el clero, quedando con ello sólo los procuradores. Así las cosas, y puesto que esta expulsión no regía para el acto formal de la jura del príncipe de Asturias, las Cortes de 1789 se conformaban de un parte, la jura, en la que habrían de estar presentes los tres brazos; mientras que tenía otra: la discusión de asuntos de interés, donde sólo habrían de estar las ciudades, es decir, los procuradores.
El extenuante análisis que se llevó a cabo de la institución de las Cortes desde un punto de vista histórico, hijo de la clara obsesión del rey por que las Cortes fuesen impolutamente inspiradas en la tradición y en las formas, llevó a los juristas a realizar una investigación meticulosa sobre el aspecto de la presidencia. Concluyeron, tras sus investigaciones, que las primeras Cortes que habían nombrado presidente se habían celebrado en 1506; que desde entonces el cargo se había dotado, pero que no parecía existir ninguna conexión automática entre un cargo precedente y esta condición. Desde 1621, el presidente del Consejo de Castilla había asistido a las Cortes, pero, se añadía, no constaba decisión ni tradición alguna que lo dotase de la condición de presidente nato de la asamblea. Si el presidente del Consejo de Castilla solía presidir Cortes era por una costumbre o inercia; pero no por una regulación o un acuerdo explícito. Asimismo, también se estudió la importante figura notarial del llamado escribano de los Reinos; cargo que, en 1789, recayó en las personas de Agustín Bravo de Velasco y Aguilera, y Pedro Escolano de Arrieta.
El siguiente elemento en el que el respeto de la realidad histórica planteaba un problema era la lista de ciudades que podían asistir a las Cortes a través de representantes. Aquí, los juristas de Carlos IV se encontraron con que esa lista había variado a lo largo de los siglos.
Aparentemente, la decisión fundamental, en los términos de fijar de forma más permanente la representatividad, la había tomado Carlos I en 1538, cuando decidió limitar la misma a 18 municipios, ocho como cabezas de reino y diez ciudades. Las cabezas de Reino eran: Burgos, León, Granada, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y Toledo. Mientras que las ciudades eran: Valladolid, Segovia, Salamanca, Ávila, Toro, Zamora, Cuenca, Soria, Guadalajara y Madrid. Esta decisión de Carlos I fue contemporánea de ésa otra según la cual la nobleza y el clero dejaron de ser invitados a participar en las asambleas; aunque hay autores que recuerdan que, en realidad, ambos brazos venían exhibiendo de tiempo atrás muy poco interés por las convocatorias.
La convocatoria de 1789 respetó esta clasificación, aunque algo aumentada. Ya Felipe IV le había concedido representación como tal en las Cortes al Reino de Galicia. Y, por otra parte, durante el reinado de Carlos II, quien ya os he contado que siguió la costumbre de su madre de no convocar Cortes y pedir la pasta por carta, esas cartas comenzaron a enviarse, además de a las ciudades carlinas, a Badajoz, Cáceres y Plasencia; las cartas, como quiera que todavía no se había inventado el ferrocarril, además solían llegar y todo. Extremadura, en todo caso, adquirió entidad como tal, por así decirlo.
Cuando Felipe V unificó toda España menos Navarra en una sola institución parlamentaria, a la lista de ciudades añadió Teruel que, como también existe, recibió el privilegio de voto en Cortes en 1773. Con estos cambios más los despliegues debidos a la propia evolución, las Cortes de 1789 convocaron a 38 ciudades, cada una representada por dos procuradores, con un claro sesgo a favor de Castilla.
Por Castilla: Burgos, León, Granada, Madrid, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, Zamora, Ávila, Guadalajara, Segovia, Salamanca, Soria, Cuenca, Toro, Valladolid, Galicia, Plasencia, Alcántara, Toledo y Palencia.
Por Aragón: Zaragoza, Calatayud, Tarazona, Fraga, Jaca, Huesca, Teruel y Borja.
Por Valencia: Peñíscola y Valencia.
Por Cataluña: Barcelona, Tarragona, Lérida, Tortosa, Cervera y Gerona.
Por Mallorca: Palma.
Hay que hacer notar que Plasencia y Alcántara, aunque tenían sus dos procuradores cada una, tenían, juntas, un solo voto.
La representatividad es algo que se puede discutir. Numéricamente, ya os he dicho, la lista está claramente sesgada a favor de Castilla. Pero no, desde luego, de acuerdo con las dimensiones reales, pues era cinco veces más extensa que Aragón. Por otra parte, Castilla la Vieja, que entonces tenía 1,1 millones de habitantes, tenía seis ciudades con voto; mientras que Galicia, con 200.000 almas más, sólo tenía uno.
Las ciudades cabezas de reino eran: Burgos, León, Zaragoza, Granada, Valencia, Palma, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, Barcelona y Toledo. Como cabezas de reino, tenían lugares de prelación en la asamblea, según señalamiento real. El resto de las ciudades formó parte de un sorteo, que se verificó el 14 de septiembre en la posada propiedad de Campomanes, para dirimir el orden en que intervendrían.
Como siempre, porque la cosa venía de antiguo, la convocatoria de Cortes supuso una agria pugna entre Burgos y Toledo sobre la prelación como primera ciudad del parlamento. Desde 1349 llevaban estas dos ciudades, una capital de los castellanos viejos y la otra de los nuevos, pugnando por ser las que más cerca se sentasen de la real persona y la que hablase con prelación. Los reyes renacentistas zanjaron la cuestión en favor de Burgos, pero Toledo siguió protestando, por lo que terminó votando al final de todas las demás ciudades, como si se tratase de una ciudad especial.
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