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Los estonios se ponen Puchimones
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El problema armenio, versión soviética
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La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
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Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
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La apoteosis de Boris Yeltsin
El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro
Milhail Gorvachev procedió a convocar el Politburó en el mismo momento que tuvo las primeras noticias de Chernóbil. El máximo órgano de gobierno colegiado de la URSS, en ese momento, navegaba en la misma dirección que todo el sistema soviético; en la misma dirección en la que siempre había avanzado la URSS ante cualquier suceso parecido desde que había comenzado a existir: la censura y la imposición de una tranquilidad oficial.
El Politburó, de hecho, envió una misión urgente sobre el terreno que cumplió este guion a la perfección: casi no había habido muertos, los cuatro reactores de la central se habían parado, y la zona se había evacuado perfectamente y sin problemas. El secretario general, sospechando sin embargo que le estaban engañando, decidió enviar a dos pesos pesados: Ryjkov y Ligachov, a Chernóbil, para elaborarle una información precisa.
Digan lo que digan Gorvachev y sus hagiógrafos, la intención primera era puramente soviética: mantener el tema tras un telón de oscuridad. Sin embargo, esta vez no fue posible. La explosión de Chernóbil había provocado una nube radiactiva que había alcanzado el rango de los aparatos de medida de Suecia y, después, siguió en dirección oeste. Por primera vez probablemente en toda su Historia, la URSS podía esconder un hecho, pero no sus consecuencias.
Internamente, además, el Politburo había cometido un error de libro: no tener en cuenta el régimen de vientos, ese mismo que había llevado la radioactividad a Suecia. Centrados en Ucrania, los jerifaltes soviéticos no repararon en que el viento, en realidad, llevaría los isótopos asesinos hacia Bielorrusia; si, a trancas y barrancas, el Estado había conseguido evitar males mayores en Ucrania, en Bielorrusia las consecuencias de Chernóbil fueron catastróficas.
Chernóbil petó el 26 de abril de 1986. La alocución televisada de Gorvachev sobre la movida se produjo el 14 de mayo. En términos soviéticos, aquello era un notable ejercicio de transparencia; pero, la verdad, con cualquier otro Catón, era una ful, sobre todo teniendo en cuenta que, de tiempo atrás, en Rusia la escucha de emisoras occidentales era deporte nacional.
Al parecer, el Politburó había experimentado una fuerte división sobre la estrategia a seguir. Poco a poco, conforme las dimensiones del problema se fueron haciendo evidentes, el partido de la transparencia fue ganando adeptos. El problema, en todo caso, era más profundo.
Chernóbil no sólo afloró los problemas inherentes de la afición soviética por el oscurantismo y la mentira hacia ese pueblo por el que el sistema dice hacerlo todo. Chernóbil, mal que le pese al ecologismo militante, no es la consecuencia del riesgo inherente a la energía nuclear; es la consecuencia directa de que, en un sistema productivo centralizado como el soviético, conceptos como eficiencia, cadena de valor, responsabilidad, simplemente no se usan; millones y millones de trabajadores simplemente van cada día a su puesto de trabajo sin importarles lo más mínimo que las cosas funcionen bien, ni sean seguras, ni nada. A mí siempre me ha parecido muy curioso la cantidad de gente que considera a Homer Simpson el retrato perfecto de las consecuencias del capitalismo rabioso cuando su perfil de jefe de seguridad de una central nuclear al que todo se la suda completamente es, en realidad, un perfil totalmente soviético.
Chernóbil era el síntoma; la enfermedad era el sistema. Para colmo, desde luego, estaba el hecho de que muchos elementos de las consecuencias se podrían haber evitado si la Administración soviética hubiera sido, ella misma, más consciente y eficiente; pero los rangos funcionariales estaban enfermos del mismo virus que los productivos (lo cual es lógico, pues en un sistema centralizado no hay sector público y sector privado, sino sólo el primero).
Ante esta situación, la decisión de Gorvachev fue valiente, o eso es lo que dicen muchos historiadores: ser completamente transparente, con su público y con las naciones afectadas. La verdad, yo siempre me he preguntado si, en realidad, tenía alternativa para ese gesto tan valiente. La URSS no podía ocultar la catástrofe de Chernóbil y, de haber sido parca en las informaciones sobre la misma, de haber alimentado la desconfianza internacional más allá de lo que ya la alimentaba by default, se hubiera enfrentado a consecuencias que no estaba en condiciones de arrostrar. La valentía de Gorvachev fue, más bien, un intento desesperado de bracear para salir de las arenas movedizas.
Decir la verdad; exponer, de una manera o de otra, la increíble cadena de ineficiencias que había terminado por provocar la explosión del reactor nuclear, vino a lanzar un proceso sociológico en el interior de la URSS que, como la fisión nuclear, se controlaba en el momento de empezarlo, pero era muy difícil de parar una vez iniciado. Muchos ciudadanos despertaron, con mayor o menor lentitud, a la triste realidad de que su país era una puta mierda, y su clase dirigente, una patota de mediocres extractivos. Por decirlo de alguna manera, muchos ciudadanos soviéticos despertaron a la realidad de que no es que el teléfono de su casa no funcionase; es que lo que no funcionaba eran los teléfonos. De repente, aquel hombre inusitadamente joven que había llegado para insuflar ilusión a un sistema político normalmente regido por fósiles procariotas había pasado a ser el jefe de una pandilla de inútiles.
Por si Chernóbil no se bastaba solo para dejar claro hasta qué punto la URSS era un Estado Teletubbie, el 28 de mayo de aquel año, doce días después del discurso televisado del camarada primer secretario general, un chavalote alemán de 19 años, Mathias Rust, tomó los mandos de una pequeña avioneta Cessna, entró en la URSS y aterrizó en medio de la Plaza Roja. Rust, como digo, había pasado la frontera, había volado centenares de kilómetros y, finalmente, había aterrizado a unos pocos centenares de metros del condensador de fluzo del poder soviético, sin que un solo radar, sin que un solo técnico de inteligencia soviético lo hubiese detectado. Con posterioridad, la investigación interna habría que descubrir que los operadores de radar responsables de la cagada estaban mamados mientras Rust brillaba en sus pantallas.
El escándalo Rust costó un cese: el del ministro de Defensa, mariscal Serguei Leonidovitch Sokolov, sustituido por Dimitri Timofeyevich Yazov, el último mariscal de la Unión Soviética; quien, por cierto, todavía falleció muy recientemente, en febrero del 2020.
Un informe emitido en junio de 1987 para el Comité Central del PCUS venía a echar sal en la herida del principal mal de la Unión Soviética, dramáticamente desvelado por el escándalo Rust. El plan contra el alcoholismo, de una forma parecida al efecto de la Ley Seca en su día en los EEUU, había provocado que los ciudadanos bebiesen menos formalmente; pero, en la realidad, se entregasen al consumo de vodka adulterado e ilegal. De hecho, la Ley Seca soviética había provocado la desaparición del alcohol puro tanto de farmacias como de hospitales; también había desaparecido casi cualquier traza de azúcar, por ser ingrediente fundamental en los alambiques caseros.
El 21 de octubre de 1987 era la fecha señalada por Gorvachev para proceder, una vez hecha la digestión de Chernóbil, a la consagración de su nuevo sistema basado en la glasnost y la perestroika. Para entonces, Gorby levantaba pasiones en Occidente, sobre todo entre los viejos intelectuales e intelectualoides que habían sido los tradicionales compañeros de viaje del comunismo en los países occidentales y que ahora, sobre todo después del espectáculo de ineficacia que había supuesto el temita de la central nuclear, se encontraban incómodos. Locos por la perestroika fue el enfoque de un número de Cambio 16 de aquella década dedicada a la conversión perestroikófila de la intelectualidad hispana; portada en la que podía ver a Aitana Sánchez Gijón y María Barranco (ambas intelectuales profundas, con miles de páginas teóricas publicadas en editoriales de prestigio); a Imanol Uribe; a Juan Diego, el actor antifranquista por antonomasia, conocido en vida del dictador como Juan Pliegos; y José Sacristán, entonces un must de aquellos círculos que no paraban de buscar la cuadratura. Esta pasión, simplista como todas, hacía pensar, en nuestras casas, que Gorvachev lo tenía chupado. Sin embargo, no era así. En los dos años anteriores, el secretario general del Partido había tenido que hacer una constante labor de zapa, muy agotadora, para socavar la posición de la vieja guardia soviética. Sin embargo, tal vez no había sabido ver que ésa no era la única competencia que se le presentaba.
Desde que había llegado a la máxima responsabilidad del Partido Comunista en Moscú, Boris Yeltsin había tratado de cultivar una imagen muy particular y rompedora. Una de sus primeras decisiones fue dejar el coche oficial en el garaje; la mayor parte de sus desplazamientos los hacía en tranvía, o en el metro. Asimismo, se dejaba ver comprando en los mercados de la ciudad, en un gesto que tenía un alto valor para los ciudadanos, pues todo soviético sabía bien que los miembros de la nomenklatura, los altos cargos, disfrutaban de acceso a economatos exclusivos donde se podían encontrar productos occidentales totalmente fuera del rango del ciudadano normal. Yeltsin, de esta manera, lanzaba dos mensajes: uno, yo me muevo como tú te mueves, yo como lo que tú comes; y, dos, como responsable del funcionamiento de transportes y mercados en Moscú, estoy siempre atento a su situación, es decir, a tus necesidades como ciudadano. Esto convirtió pronto a Yeltsin en una bestia negra para los miembros del Partido, claro.
Al parecer, todo comenzó porque el Politburo consideró que Yeltsin, que era miembro suplente de este órgano como sabemos, no merecía ser miembro titular o, por lo menos, no lo merecía todavía en 1987. Esto enrabietó al político que, sin duda, responsabilizó de la cerrazón a Gorvachev (y no cabe culparle, pues en el sistema soviético lo normal es que los miembros del Politburó ni se cambiasen de calzoncillos sin el placet de su camarada primer secretario general).
Así las cosas, tras la lectura del informe de Gorvachev al Pleno del Comité Central, primer acto importante de la reunión del mismo, Yeltsin pidió la palabra. Gorvachev se la concedió, muy probablemente, sin imaginar ni de lejos lo que se venía encima.
Yeltsin tomó la palabra para decir que la perestroika estaba “mal conducida, construida a partir de promesas falsas y diseñada para arruinar la ilusión de la gente por un cambio”. Yeltsin, por lo tanto, no se lanzaba a por Gorvachev por el flanco cuya defensa el líder había preparado (te estás pasando) sino por el exactamente contrario: te estás quedando corto o, más bien, te estás quedando conscientemente corto mientras, por el camino, le mientes al personal.
Yeltsin, consciente de que la única forma de triunfar en su ataque era hacerlo completo, no se paró en la inanidad de las reformas, sino que pasó a los males esenciales del propio sistema que, dijo, otorgaba demasiado poder a una sola persona y, por lo tanto, tenía de democrático lo que él de lagarterana. El dirigente del PC moscovita resucitó en su discurso una crítica que nunca le había faltado a la nomenklatura soviética desde la muerte de Vladimiro Lenin: la pérdida de las decisiones colegiadas, el entierro de la discusión interna abierta. Uno de los mantras de mucha historiografía, sobre todo rusa, es, en efecto, que en tiempos de Lenin los miembros de los órganos del partido se levantaban y decían lo que pensaban; y si tenían que poner al líder de puta para arriba, lo hacían. En realidad, cuando menos en mi opinión, no es oro todo lo que reluce. Lenin y Trotsky permitían la disidencia teórica, ciertamente; pero sólo hasta un punto, punto que estaba muy lejos de la constitución de alternativas a su mando. Sea como sea, en el sistema soviético hay, desde la llegada de Stalin al poder, una cierta nostalgia de esos good all days en los que la expectativa que se tenía de los miembros del Comité Central era algo más que pasarse 50 minutos aplaudiendo como chimpancés entrenados. Y Yeltsin lo aprovechó.
Su siguiente punto argumental era el más temible desde el punto de vista de su auditorio: los privilegios de la clase política. Con su natural hablar apasionado, Yeltsin, quien pretendía con ello erigirse con ello en portavoz de Iván Soviético y, en gran parte, lo consiguió, argumentó que resultaba muy difícil explicarle al honrado obrero que, “a pesar de tener el poder desde hace 66 años” (porque, claro, formalmente en el sistema soviético, el poder era del pueblo) tenía que hacer colas interminables para comprar productos de calidad cuestionable, “cuando nuestras mesas [las de la clase política] están repletas de carne de esturión, de caviar y de alimentos delicados, que compramos sin problemas ni colas en almacenes a los que ese mismo obrero tiene el acceso prohibido”.
Boris Yeltsin había, el 21 de octubre de 1987, defecado en el centro del debate del marxismo-leninismo a un nuevo protagonista: el proletario. Ese tipo por cuyo bien y para cuya victoria final, teóricamente, todo se hacía, todo se diseñaba, todo se ejecutaba; pero que, sin embargo, se veía obligado a observar cómo tres generaciones de comunistas no habían hecho otra cosa que construir privilegios para ellos mismos. Su pretensión era bien clara: lanzar el mensaje de que lo suyo sí era glasnost, lo suyo sí era perestroika.
En un movimiento muy inteligente, Yeltsin terminó su espich con un anuncio: puesto que la clase política y dirigente soviética no era lo que tenía que ser; puesto que se dedicaba a saquear al obrero en lugar de procurar su bienestar, solicitaba ser liberado de sus funciones como miembro suplente del Politburo y como jefe del comunismo moscovita; aunque en este segundo caso, matizó, como buen demócrata tendría que someter la decisión de su salida al propio Partido. Esto último era otro torpedo en la línea de flotación del sistema soviético: estaba insinuando que el Comité Central del Partido en Moscú podría llegar a una decisión autónoma y distinta a la del Comité Central del PCUS.
El discurso de Yeltsin fue saludado por gritos de sus todavía camaradas y la honda decepción de Gorvachev. El secretario general consideró que aquello era una prueba de narcisismo político de alguien que, dijo, osaba colocarse por delante de los intereses del Partido. En eso, la verdad, Gorvachev demostraba que seguía siendo, como él decía, un marxista-leninista. Cometía el mismo error de Lenin: considerar que el partido es un bien, y un fin, por sí mismo; y no un mero instrumento.
En otros tiempos, se habría anunciado, dos o tres semanas después, que a Boris Yeltsin se le había diagnosticado una invalidante dolencia cardíaca que lo haría desaparecer por el sumidero de la Historia. Pero, claro, si Gorvachev hubiera hecho eso, habría colapsado marxistamente bajo el peso de sus propias contradicciones.
Aquello no había hecho más que empezar.
Lo de que Lenin permitía la disidencia siempre ha sido más mito que otra cosa (y una forma de exculparle de los crímenes de Stalin) pero ya en la clandestinidad llevaba fatal cualquier opinión contraria a la suya y, tras las críticas al "Comunismo de Guerra" (y su evidente fracaso) en el X congreso prohibió toda facción o tendencia dentro del partido bajo pena de expulsión y centralizó toda la autoridad en la dirección (También anunció la NEP que luego fue implementada por el secretario general que había nombrado, Stalin)
ResponderBorrarLo de Rust no fue en 1986, sino en 1987.
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