Un rey con dos coronas, y su pastelera señora
La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pax, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas
Cuando Ricardo de York fue nombrado teniente de la Corona en Irlanda, el cargo en Francia que verdaderamente ambicionaba el hombre más rico de Inglaterra fue para el hijo menor de Juan Beaufort, Edmundo, que había sido reconocido duque de Somerset en 1448. York, sin embargo, se resistió todo lo que pudo y, de hecho, no fue hasta julio de 1449 que tomó el barco de las siete para Irlanda.
El rey de Inglaterra estaba jugando con fuego con Ricardo. A
base de no reembolsarle las soldadas francesas que él había adelantado de su
propio peculio, la Corte le debía al duque de York casi 40.000 libras (para que
podáis valorar bien esta cifra, os daré el dato de que las rentas netas de
York, insisto el mayor propietario del país, se han calculado en esa misma
época en algo menos de 6.000 libras). Para colmo, en Irlanda las cosas
siguieron el mismo camino y, on top of
that, el Estado incluso dejó de pagarle al duque la pensión que le
correspondía (a ver si os vais a pensar que sois los primeros baby boomers de la Historia a los que les bastardean la pensión). En poco tiempo, la deuda se había acrecentado en 10.000 libras
más. Esto convirtió a York en el principal acreedor del Estado inglés, y le
obligó incluso a vender algunas de sus posesiones. El Estado, ya se sabe: desde que existe, le ha aplicado a sus administrados un nivel de exigencia que, a sí mismo, no se exige. Porque lo público vale más, por seguridad nacional, por solidaridad; por cualquiera de estas mierdas.
Llegados al año 1450, toda esta situación no hacía sino ir a
peor. De hecho, las finanzas inglesas, desangradas en su aventura francesa,
estaban en un estado desesperado. Pero el principal movimiento era político,
pues Suffolk estaba maniobrando para conseguir de alguna manera colocar a su
familia en primer lugar de la sucesión, él también especulando con las
dificultades de la familia real a la hora de tener descendencia abundante. Esto, obviamente, suponía desplazar a York, de quien se decía que estaba acopiando
un ejército en Irlanda para pasar a la isla gorda y empezar a repartir hostias, o sea, wafers.
En la Corte llegaron, cuando menos, a estar convencidos de que la rebelión de
Jack Cade no fue, en modo alguno, algo desconectado de la estrategia yorkista
en Irlanda; pero esto no se puede afirmar con total seguridad. Pero lo
importante es entender que el país estaba en este estado de nervios cuando, en
septiembre de 1450, York pilló el ferry de vuelta y apareció en Norzueils, o sea, Gales del
Norte.
El viaje no tenía, cuando menos en mi opinión, la intención de montar una
invasión, una guerra civil, que echase al rey. En realidad, yo creo que lo que
iba buscando Richi era posicionarse en un momento en el que la principal pieza
de la monarquía inglesa distinta del rey, Suffolk, había desaparecido; para ser
más concreto, lo que quería York era tratar de sacar de la cabeza del rey la
idea que se le podría ocurrir de llamar a Somerset a Londres. No andaba descaminado,
pues Edmundo pisó las feraces tierras inglesas el 1 de agosto de aquel mismo
año.
Beaufort estaba, probablemente, en mejor situación que York, cuando menos desde el ángulo meramente político.
Aunque desde el punto de vista de la imagen pública no era la persona más
admirada del país (él era quien había entregado personalmente las llaves de
Rouen a Carlos VII; los hombres de Estado, en el siglo XV, no habían inventado todavía al asesor de imagen, y por eso cometían estos errores. Comenzar a comprender esto es lo que hace tan grande a Maquiavelo), sin embargo tenía una posición financiera más arreglada
pues, sabiendo muy bien con quién se estaba jugando, literalmente, los cuartos,
había racaneado los adelantos de pasta a la Corona. Beaufort, además, tenía
argumentos también muy sólidos para reclamar sus derechos sobre la corona en el
caso de que la estirpe de los Lancaster se agotase, puesto que los Beaufort
descendían de Juan de Gante, exactamente igual que los reinantes lancastrianos.
Contaba con un pasado acto del Parlamento legitimando a los hijos de Juan de
Gante con Catarina Swynford, aunque después Enrique IV los había retirado de la
sucesión del trono. Pero eso había pasado hacía medio siglo, y siempre se podía
revertir. Lo que se dice un reembolso dinástico.
La llegada de Ricardo a Inglaterra puso de los nervios a la
Corte de Londres. El poder real se aplicó con mucho interés a la labor de
encontrar a York en su camino a Londres y prenderlo con alguna excusa; el
duque, sin embargo, programó el navegador por rutas secundarias y, a la postre, se las arregló para presentarse en Westminster sin haber
tenido ningún encuentro con los Cuerpos y Fuerzas de la Seguridad del Estado. Nada
más llegar, comenzó a hacer público su enfado de decepción por, como decía,
haber sido tratado poco menos que como un sucio traidor. York era el rey de la doblez y la mentira política; pero en esto, la verdad, tenía toda la razón, pues no dejaba de ser la cumbre del peerage inglés y, la verdad, el rey se estaba portando con él como el culo. Presentado ante la
presencia del rey, se desempeñó con él, sin embargo, con una pleitesía incluso exagerada. Le dijo aquello que decía José Luis López Vázquez en la irrepetible Atraco a las tres: "en mí tiene, Majestad, a un amigo, un esclavo, un servidor"; y, en
un clima tan difícil como el reciente, explicó, todo lo que quería era
asegurarse de que podría seguir manteniendo la cabeza sobre los hombros. Se
presentó, de hecho, como el campeón del orden y la ley frente a los convulsos
tiempos que acababa de vivir Inglaterra.
En el fondo, lo que estaba haciendo Ricardo de York es algo
muy moderno: jugar una campaña de opinión pública, aunque sin periódicos,
estaciones de televisión ni redes sociales. El gobierno del rey Enrique estaba
en plena fase de lavado de cara tras los graves sucesos de la Revuelta de Jack
Cade, y había instituido diversas comisiones de investigación sobre la
corrupción y las disfunciones de la Administración. Sin embargo, muy poca gente
en la calle creía que esas comisiones pudiesen llegar a conclusiones ciertas,
menos aún acusaciones sólidas, teniendo en cuenta que, pese a los tres asesinatos
cometidos por las turbas, la mayor parte de los beneficiarios de todas esas
políticas seguían deambulando por los pasillos de las residencias reales.
York, en este sentido, pretendía aparecer ante el inglés común como la persona
que estaba realmente dispuesta a
acabar con aquellas mierdas. Detrás de él, y antes, ha habido otros muchos. Pero ninguno lo ha hecho.
Aquel otoño de 1450, York lo invirtió en el tejido de
influencias. Viajó por East Anglia y las Midlands, manteniendo reuniones
diversas con los hombres importantes del poder local en cada lugar, tratando de
ganarlos para su causa; todo ello apoyado en la publicación de un edicto con
sus posiciones sobre el presente y el futuro del país. El objetivo fundamental
de aquellos contactos fue tratar de asegurar la llegada al Parlamento de los
representantes adecuados. Sin embargo, el rey Enrique lo contraprogramó con su
propio bando, un documento en el que, sobre todo, venía a decir que no quería
un gobierno en el que un solo hombre lo aconsejase; que prefería la formación
de un consejo. Enrique, por lo tanto, lo que trataba era de hacer homeopatía
con el yorkismo, ya que sabía que los apoyos de Ricardo entre la alta nobleza
eran escasos, apenas el duque de Norfolk y el conde de Devon. York, sin embargo,
tenía otros apoyos, precisamente aquéllos que ahora trataba de ampliar y
reforzar: la representación de los comunes en el Parlamento, liderada por uno
de sus parciales, Guillermo Oldhall. Sin embargo, el Parlamento podía ser
disuelto en cualquier momento, así pues había que aprovechar la ocasión. Así
las cosas, hizo que Oldhall utilizase sus influencias para hacer que un
diputado por Bristol, Tomás Young, presentase un proyecto de ley que declaraba
a Ricardo de York heredero de la Corona. Esta propuesta le sentó al rey a
cuerno quemado, por lo que Enrique procedió a disolver la asamblea y mandar a
Young a la Torre.
De esta manera, el rey probablemente creyó tener solucionada
la partida. Sin embargo, en el otoño de 1451, a Ricardo le llegó una nueva
oportunidad.
El suroeste de la isla había sido tradicionalmente posesión
de la familia Courtenay. De largo, los Courtenay ostentaban el título de condes
de Devon; sin embargo, en aquellos tiempos, el ya décimo segundo conde, Tomás,
estaba empezando a notar la competencia de una figura emergente en la zona,
Guillermo Bonville. Salido de las clases bajas, Bonville había servido en
Francia en los tiempos de Enrique V y Juan Bedford, y luego había sido nombrado
senescal en Gasconia. En 1449, todos estos servicios sirvieron para que su
sangre fuese definitivamente teñida de azul cuando fue nombrado Lord Bondville
of Chewton. Bonville, además, se había casado con una tía de Tomás Courtenay,
lo que le había permitido tomar partido en las frecuentes querellas entre las
diferentes ramas de la familia; en su caso, en favor de los que normalmente se
conocen como los Courtenay de Powderham.
En 1440, Bonville y Tomás ya se habían enganchado, pero en
1441 fue cuando comenzaron los problemas de verdad cuando el rey Enrique VI
nombró a Tomás mayordomo del ducado de Cornwall, uséase Cornualles, un puesto que había sido
tradicionalmente ocupado por Bonville (no os creáis que es una discusión de
estatus; detrás está la pasta, como
siempre).
Bonville había estado siempre, en su carrera política,
íntimamente ligado a los Beaufort y también a Suffolk; esto, lógicamente, movió
a Tomás Courtenay a tomar partido por Ricardo de York. En septiembre de 1451,
la violencia en este enfrentamiento se disparó, ya que el conde y su aliado
Lord Cobham levantaron un pequeño ejército y se lanzaron contra los Bonville. En
medio de la inoperancia de Londres, que no quiso o no supo desescalar el
conflicto, el ejército de Courtenay logró asediar a Bonville en el castillo de
Taunton.
Ésa fue la ocasión de Ricardo.
Ante la lenitud del rey, Ricardo marchó sobre Taunton. Una
vez allí, convenció a Courtenay de levantar el asedio; y a Bonville para que
entregase sin lucha el castillo. En otras palabras: demostró a todo el mundo de
que podía ser más efectivo que el propio gobierno. El rey podía decir que
prefería ser asistido por un consejo; pero, ¿qué pasaría si ese consejo
resultaba ser un grupo de nenazas como el actual? A la luz de estos argumentos,
el asesinato de Suffolk aparece, como poco, como una casualidad beneficiosa
para York, pues si el rey siguiese contando con el concurso de un hombre tan
capaz como él, probablemente estos argumentos no se podrían esgrimir.
Ricardo de York, en todo caso, estaba perdiendo la
paciencia. Su objetivo no era sólo obtener el poder personal, sino consolidarlo
para su familia. Y, a la edad que tenía, se le estaba pasando el arroz. En
aquella época, él tenía que saber que un simple filete en mal estado podía dar
al traste con todos sus planes. Tenía que actuar. Convencido por la violenta
reacción al proyecto de ley de Young de que Enrique nunca aceptaría resolver
aquello en los despachos, se convenció de que tenía que resolverlo en las
calles.
Los meses de octubre y noviembre fueron fundamentales.
Oldhall, de hecho, en noviembre decidió desaparecer de su domicilio, consciente
de que el CNI estaba detrás de él, y se refugió en sagrado en el santuario de
Saint Martin-le-Grand (allí se quedaría cuatro años). Los conspiradores
siguieron captando voluntades y apañando aceitunas hasta febrero de 1452. Para
entonces, el duque de York estaba sentado sobre los resultados de una intensa
campaña de imagen, puesto que había hecho publicar urbi et orbe los textos de diversas cartas abiertas en las que se
quejaba del estado de la nación y de todo lo quejable. El principal argumento
era la humillación militar. En junio de 1451 había caído Burdeos y, con él,
toda Gascuña. Los franceses avanzaban sobre la última perla: Calais. Y de eso,
el responsable no podía ser otro que Somerset.
Ricardo, sin embargo, había, probablemente, calculado mal
sus fuerzas. Había juzgado mal al pueblo inglés. Los ingleses del siglo XV, ya
lo he dicho, estaban menos acostumbrados a guerrear que otros europeos. Por lo
tanto, la solidaridad con las protestas del duque, fuera de las villas que
controlaba directamente o a través de su aliado Devon, se puede decir que fue
nula. Incluso la ciudad de Londres, que en el otoño de 1450 lo había ponderado
con las mejores palabras por sus intervenciones como pacificador, se negó esta
vez a franquearle el paso. En Kent, la región a la que se dirigió convencido de
que las brasas de la Revuelta de Jack Cade se pondrían a su favor, se encontró
con esa típica actitud equívoca, con los siglos perfeccionada por la diplomacia
inglesa, que tienen siempre los sajones cuando se les obliga a posicionarse
sobre algo que no les interesa. Por lo que se refiere al apoyo de otros
miembros del peerage, todo el mundo
sabía que en el campamento yorkista de Dartford, en el banco sur del Támesis,
sólo se podía ver a Devon y a Lord Cobham. Incluso los parientes de Ricardo, la
familia Neville, condes de Salisbury y Warwick, habían preferido mantenerse
leales al rey.
A pesar de estos fracasos, York tenía una posición bastante
sólida en su campamento. Entre ello y que Enrique era ya bastante maula de
serie, la Corte decidió negociar.
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