Un rey con dos coronas, y su pastelera señora
La puerta que abrió Jack Cade parea Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pax, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas
La Inglaterra del siglo XV era un lugar relativamente pacífico. De alguna manera, como le ha pasado y le pasa muchas veces a lo largo de la Historia, en las islas se contemplaba el continente como otro mundo; en Francia, en Borgoña, incluso en los reinos ibéricos, no digamos ya Italia, la guerra era la norma. Un año sin guerras era una cosa muy rara. Pero no en Inglaterra. Los estudiosos, por ejemplo, han demostrado que, durante las primeras décadas de aquel siglo, las inversiones realizadas en las ciudades inglesas para construir murallas prácticamente no existieron. Desde el siglo XIII, la mayoría de las ciudades inglesas disfrutaban del murage, una concesión real que les permitía fijar portazgos para toda aquella mercancía que entrase en su ámbito urbano a cambio de que los ingresos se dedicasen a la protección física de esa misma ciudad. Los murages fueron muy intensamente recaudados en la segunda mitad del siglo XIV, a causa del miedo generalizado que había entonces en Inglaterra de sufrir una invasión francesa. Pero la cosa, luego, se tranquilizó. De hecho, en los tiempos anteriores a la Guerra de las Rosas sólo tenemos noticia de un gran ejército inglés, el levantado por Eduardo IV para cruzar el Canal en 1475.
Pero situémonos en el 14 de septiembre de 1422. Este día, en
el caso de que nos pille en París, tendremos que ir de funeral en el Bois de
Vincennes. La procesión que salió de allí llevaba un ataúd; pero el ataúd no
portaba sólo un cuerpo. Portaba el ataúd a
Enrique V, rey de Inglaterra; el hombre que había querido poner a
Francia a sus pies y que ahora salía en procesión camino de la abadía de
Westminster para reposar allí. Siete años antes, Enrique había llegado al mismo
lugar de Calais por donde ahora regresaría a casa, dispuesto a librar la famosérrima
batalla de Agincourt. Las cosas, sin embargo, habían terminado con una disentería y ahora Enrique había muerto
con 35 años y su heredero, Enrique VI, apenas tenía nueve años.
No había pasado ni un mes desde que la triste patota de
silenciosos ingleses vencidos había partido de Vincennes con su rey hecho
chuletas en el ataúd, que los franceses perdieron a su propio monarca. El 22 de
octubre, efectivamente, Carlos VI de la Francia, murió en París. El nuevo rey,
Enrique II, también era un niño; claro, porque
era el mismo niño. Bajo los auspicios del Tratado de Troyes, firmado en el
año 1420, Enrique V, el ahora malhadado rey inglés, se había casado con
Caterina, la hija de Carlos VI, con lo que se había garantizado la corona
francesa para él o para sus herederos.
El tema, como casi
siempre, era bastante más complicado que como lo vería un contertulio político
de televisión hispana. Enrique V había muerto sin terminar su trabajo francés.
El Tratado de Troyes establecía que el Delfín de Francia, hijo del rey Carlos,
sería apartado de la carrera por la corona de París. Pero, claro, los ingleses,
que siempre han sido tan suyos para conservar lo suyo, no pueden extrañarse de
que los franceses, que no son sino ingleses continentales con algún que otro
anexo de chulería, hicieran lo propio: el Delfín, lejos de haberse retirado a
un monasterio o algo así, mantenía una Corte propia, y competidora en Bourges,
haciéndose llamar Carlos VII de Francia y excitando el nacionalismo camembert
entre todos aquéllos, que eran muchos, que no gustaban de los usos del poder
inglés; pues, justo es reconocerlo, los ingleses nunca han colonizado, siempre
han invadido.
El nuevo y joven rey inglés, que era un Lancaster, no tenía
la mejor de las posiciones en Francia. Pero la cosa es que en Inglaterra, el
tono no mejoraba. Los ingleses, quizá sospechando en el fondo de su ADN la
sorprendente serie de reyes, y sobre todo reinas, de exagerada longevidad de
que iban a disfrutar; los ingleses, digo, solían aprovechar esos periodos en los
que al frente del país estaba alguien sin pelos en los huevos para montarla
como, realmente, sólo saben montarla los ingleses y esos ingleses 2.0 que
llamamos estadounidenses. De hecho, Inglaterra tenía todavía entonces el
recuerdo de un reinado en minoría, el de Ricardo II entre 1377 y 1389, que
había vivido, casi seguidos, una rebelión de paganos (o sea, de agricultores)
de la puñetera hostia, y otra dirigida por algunas de las principales casas
nobles. En Inglaterra, es tradición, cada vez que hay un lerdo en Downing
Street, la gente empieza a dar por culo. El tema, tal vez, se explica porque,
comiendo lo que comen, es probable que las digestiones problemáticas les muevan
a la rebelión.
Y ahora resulta que el rey era menor; y, además, era doble
rey.
Por lo menos, Inglaterra seguía teniendo las de ganar.
Aliada con los borgoñones, enemigos tradicionales de los franceses, seguía
ganando batallas y empujando a las tropas francesas hacia el sur. El mito
nacional quiere ver el cambio de tornas en 1429 con la gesta de la famosa Ana
de Arco; pero, en realidad, a los ingleses no les empezó a abandonar la suerte
hasta 1435 cuando, tras el Consejo de Arras, la alianza anglo-borgoñona se
rompió. La presencia inglesa siguió, sin embargo, siendo fuerte y relevante;
tanto, que en la Paz de Tours (1444), cuando Enrique era ya un joven, todavía
retuvieron Normandía, Maine, Anjou y gran parte de la Guyena.
En Inglaterra, el consejo formado por los Lancaster supo
llevar la administración del país sabiamente y generar prosperidad, lo cual fue
muy importante para reducir la proclividad a las rebeliones. Este consejo,
sobre todo, sirvió para que las principales casas nobles del país resolviesen
sus diferencias alrededor de una mesa y no en el campo de batalla, cosa que las
personas que solían morir en el mismo agradecieron bastante.
En 1445, en un momento en el que Inglaterra, como acabo de
decir, retenía importantísimas partes de lo que hoy conocemos como el Estado
francés, el rey Enrique, o tal vez su primer ministro, William de la Pole,
marqués de Suffolk, decidió llamar a su comandante en jefe en Francia (para
entonces, el rey inglés había decidido no pisar el continente, salvo extrema
necesidad), el duque de York; de manera un tanto inexplicable, Londres se pasó
dos años sin enviar sustituto para este puesto fundamental. Claramente, Enrique
dio ese paso porque, adulto ya, tenía sus propias ideas sobre la política que
había que desplegar en Francia; de esta manera, se dejó el camino libre para
manejar.
Enrique había decidido; quería llevar a cabo una retirada
táctica en Francia, para consolidarse en Inglaterra. En ese periodo, según los
registros, él y Suffolk estaban concediendo dignidades nobiliarias a
cascoporro, a costa de las tierras reales claro, en un intento por allegar
voluntades en el país que realmente le interesaba. Enrique VI de Inglaterra es,
pues uno de los primeros reyes ingleses a los que, verdaderamente, el Canal se
les hace bola. El 22 de diciembre de 1455, Enrique le escribe una carta secreta
a Carlos VII, hurtada a los ojos de los nobles y del parlamento inglés porque
el rey sabía que no se la hubieran dejado firmar, en la que le promete la
entrega de Maine y Anjou para la siguiente primavera. Al parecer, Enrique
incluso mantuvo esta promesa fuera del conocimiento del propio Suffolk; o, al
menos, así lo declaró él solemnemente en 1447.
Enrique, además de ser un rey muy inglés so to speak, era un maula. Un rocapollas
que, verdaderamente, se había creído a la letra los sustentos de los sistemas
monárquicos medievales, eso de que los países eran fincas propiedad de
familias. Deseando la paz porque barruntaba que la no-paz le podía llegar a ser
muy negativa en casa, creía sinceramente que llegar a esa paz era algo que le
incumbía exclusivamente a él y a
Carlos, al fin y al cabo el primero dueño de Cantora-Inglaterra y el otro
candidato a ser el propietario de Ambiciones-Francia. Creía sinceramente que
los asuntos de Europa dependían, literalmente, de que la Pantoja y Jesulín se
tomasen un café.
Aunque había otro factor: su señora esposa. Margarita de
Anjou no había pisado Inglaterra hasta 1445. La colega era tan modesta que la
flota que portaba su menaje, sus ropas, sus cositas, demandó 56 barcos
repletos. La tipa ésta instalada en lo puto pijo tenía entonces quince años de
edad, y quienes la conocieron entonces coincidieron en opinar que era un crush; si alguna crítica se le ponía, es
que era un poco tirando a negra de piel (vamos, que la pilla Oprah Wimphrey y se hace un prime time).
El 30 de mayo de 1445, a la Conguita la coronan reina en la
abadía de costumbre (que a veces parece que los ingleses sólo tienen una,
coño). La nueva reina de Inglaterra era hija de rey, Renato de Anjou,
mandatario de Sicilia y bro de la
reina de Francia. En consecuencia, Carlos VII era su tito. Y aquí es donde
vemos la conexión, porque Margarita se dedicó, nada más ser reina de
Inglaterra, a escribirle cartas a Carlos prometiéndole que haría todo lo que
estuviese en sus manos (y en otras partes de su cuerpo) para convencer a su
marido de que soltase Maine y Anjou.
La decisión de Enrique, parcialmente impulsada por su
señora, probablemente buscó colocarse en algún punto intermedio entre las dos posiciones
imperantes en la Corte de Londres: los halcones, representados por el duque
Humphrey de Gloucester, que querían la guerra; y las palomas, cuyo principal representante
era Suffolk, partidarios de una paz honrosa que cerrase el cajón francés de una
vez.
El propio matrimonio del rey era parte de esas tentativas de
paz. Margarita no era sino la principal cláusula de unos acuerdos que buscaban
la concordia con Carlos VIII quien, de hecho, muy poco tiempo después de la
boda realizaría el gesto de, como se dice hoy, normalizar relaciones
diplomáticas con Inglaterra. Margarita, sin embargo, pronto comenzó a tener problemas
de opinión pública. En primer lugar, en un gesto que yo creo no fue muy bien
medido en Francia, había llegado sin dote; y ya se sabe que a los ingleses los
europeos que cogen sin dar no les van mucho. En segundo lugar, la propaganda,
cierta o falsa, de que manejaba a su marido a su discreción pronto se extendió.
Y, en tercer lugar, estaba su bajísima productividad de herederos. Durante todo
su matrimonio, Enrique y Margarita sólo tendrían un hijo, y de hecho tuvieron
que esperar diez años. El problema, al parecer, estaba en Enrique, un rey con
probables frecuentes dudas sobre las relaciones maritales, al parecer atizadas
por su consejero espiritual, el obispo Ayscough de Salisbury. De hecho, el año
1453, que fue el año en el que Margarita se quedó preñada, fue también el año
que el rey se volvió definitivamente tolili.
El gesto de ofrecer secretamente la entrega sin lucha de una
parte importante de los terrenos ingleses en Francia colocaba al rey Enrique en
una posición desabrida frente a su tío Humphrey y sus partidarios de seguir la
lucha at all costs. Gloucester era el
único hermano vivo de Enrique V, y como tal se veía como ungido de la misión
terrenal de continuar la labor de Agincourt. En este papel, y puesto que
mientras la pareja real no tuvo a su hijo era el heredero de la corona si al
monarca le pasaba algo, Inglaterra se convirtió en algo así como un gobierno
español en el que el primer ministro fuera de Podemos y el vicepresidente de
VOX. En 1442 hubo un intento de quitarlo de en medio cuando Eleanora, su mujer,
fue acusada de intentar matar al rey mediante prácticas de brujería. Cinco años
después, Suffolk trató de dar su golpe de gracia. Organizó una reunión del
Parlamento en sus Estados, en Bury St. Edmunds, y, cuando quiera que Gloucester
llegó (18 de febrero de 1447) se encontró con una patrulla de soldados que lo
arrestó. Se le anunció que iba a sufrir un juicio parlamentario pero, de todas
maneras, falleció cinco días después. Los historiadores tienden a pensar que
fue una casualidad, que le dio un jare natural; pero eso no fue lo que creyeron
muchos ingleses. De hecho, Suffolk hubo de decretar que el cuerpo fuese
expuesto al público, para que pudiera comprobar que no tenía heridas ni señales
de lucha. En realidad, Humphrey, como el Cid, habría de ganar alguna que otra
batalla después de muerto, pues la larga sombra del conocido como The Good Duke se proyectaría bastante a
menudo sobre las tres personas: Suffolk, Enrique y Margarita, que probablemente
brindaron con champán cuando supieron de su muerte.
Muy bueno, as usual.
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