miércoles, mayo 26, 2021

#HiginiaYoSiTeCreo (El crimen de la calle Fuencarral)

 

Aquel 2 de julio de 1888, el verano ya había llegado a Madrid. Se desperezó el día poco a poco, con menos prisas que hoy en día; pero, sin embargo, en el número 109 de la calle Fuencarral la actividad se hizo casi frenética desde primera hora de la mañana. Para ser más exactos, desde el momento en que Manuel Triviño, el portero de la finca, se despertó.

Poco rato después de haberse despertado, Triviño se encontraba en la vigilancia de distrito del distrito de Hospicio, algo así como la comisaría local, hablando con el delegado, algo así como el comisario. El comisario envió enseguida un mandadero al juzgado de guardia. En el cuarto segundo izquierda de la casa se advertían señales de un incendio, además del típico olor penetrante que deja el fuego.

El juez de guardia, señor Felipe Peña, se apresuró a otorgar su autorización para que se pudiera penetrar en la vivienda. En el piso, la policía encontró a dos mujeres. Una de ellas, muerta, estaba semicarbonizada en su parte superior, tumbada en el suelo de una de las alcobas. La segunda, desmayada, estaba en la cocina junto a un perro bulldog, también desmayado.

La mujer desvanecida era Higinia Balaguer Ostolé, empleada de hogar. Era, pues, la chacha de la muerta, Lucía Borcino. Higinia llevaba apenas seis días currando en aquella casa, pues donde había trabajado más tiempo había sido en la casa de José Millán Astray, en ese momento director de la Cárcel Modelo de Madrid y padre (al menos eso he leído en alguna fuente) del fundador de la Legión. Refirió que la noche anterior había encontrado a doña Lucía acompañada por un caballero. Que aquel hombre le había dicho que no la necesitaban más y que podía acostarse, cosa que hizo. Y que, ya dormida, le había despertado una densa humareda. Higinia especulaba, sin datos, con que el hombre pudiera tratarse del hijo de la finada, a quien no conocía pero de cuya existencia sí que estaba informada.

Las interconexiones del caso se fueron haciendo evidentes pronto. Millán Astray no sólo era el antiguo jefe de la empleada de hogar de la muerta; era, también, buen conocedor de un antiguo novio de Higinia, Evaristo Abad Mayoral, El Cojo Mayoral, quien regentaba una cantina cerca de la cárcel; y era, sobre todo, el guardián de su hijo. Luciana Borcino era una viuda de unos cincuenta años que, por mor de sus herencias y negocios, tenía una situación económica muy desahogada. Tenía, efectivamente, un hijo, José Vázquez-Varela y Borcino quien, a pesar de ser hijo de buena familia, había elegido la mala vida. Conocido en según qué ambientes como El Pollo Varela, lo cual lo dice todo, el 20 de abril de aquel mismo año, apenas un par de meses antes del crimen pues, había robado una capa en un célebre café de Madrid (el Café de Mazzantini), le habían trincado y lo habían metido, precisamente, en la Cárcel Modelo, donde ocupaba la celda 105. Aparentemente, a través de este encarcelamiento, Millán había trabado conocimiento con la viuda Borcino.

Cuatro forenses: los doctores Sicilia, Bustamante, Lozano y Bueno, realizaron la autopsia del cadáver, y concluyeron fácilmente que el incendio era algo que probablemente se había urdido para esconder la verdadera causa de la muerte, que eran tres puñaladas que presentaba el cadáver. Certificaron que la mujer habría muerto en torno a las diez de la noche del día 1 de julio.

El juez decretó la imputación con prisión incomunicada de Higina Balaguer, así como el interrogatorio de José Vázquez en la cárcel.

El siguiente dato que intrigó a la policía fue el hecho de que en la casa de Fuencarral no parecía que hubiera habido un robo. Los muebles de la casa estaban impolutos e, incluso, en alguno de ellos se encontraron joyas y objetos de valor. Sin embargo, el armario de la alcoba donde había aparecido el cadáver de Luciana estaba arrasado; como si alguien hubiera intentado robar algo muy concreto, y cuya ubicación en la casa conociese bien.

La investigación no avanzaba. En el marco de este stalemate, al juez no le extrañó demasiado que Millán, haciendo uso además de su prestigio como servidor público, se le acercase para proponerle una conversación con Higinia; con lógica, Millán argumentaba que, habiendo sido su primer amo, tal vez la empleada de hogar se explayase con él. Bingo: tras una resistencia inicial, Higinia Balaguer acabó por confesarle a Millán que había matado a Lucía Borcino para robarle 10.000 pesetas (un pastón) y entregarle el botín a una amiga suya, Dolores Ávila, una mujer que vivía con su hermana María en un bajo de la calle Eguiluz; conocida como Lola la Billetera, otro detalle de esta mujer que siempre intrigó al público en general y a los investigadores fue que, al parecer, tuviese una relación con el Pollo Varela. Higinia confesó también haber rociado el cuerpo de petróleo y haber provocado el incendio para escamotear las puñaladas. Dolores Ávila fue detenida e interrogada, y lo negó todo.

En su declaración, Higinia introdujo otro detalle que, al parecer, era totalmente cierto: Lucía Borcino era un puñetero grano en el culo. La típica ama que siempre está abroncando a la chacha por hacerlo todo mal; una porculera, pues. En parte, Higinia decía habérsela llevado por delante también por tener aquel carácter de orangután con hemorroides.

Para mayor confusión, Higinia Balaguer solicitó días después hablar con el juez instructor y le confesó lo siguiente: que todo lo que había contado hasta entonces era mentira. Que, en realidad, había sido José Millán quien le había instado a colocarse en casa de Luciana Borcino. Le dijo que la mujer tenía un hijo preso que planeaba robarla; ella debía facilitarle la labor, a cambio de lo cual recibiría una coima. En consecuencia, dijo, el asesino era el hijo.

La reacción del juez instructor, lógica, fue retirarle a Millán el acceso a Higinia y organizar un careo entre ambos, en el curso del cual, por cierto, el director de la Modelo sufrió una especie de ataque de pánico; creo yo que porque barruntó que pronto se sabría lo que estoy a puntito de contar. Tras el careo, en el que ambas partes mantuvieron sus versiones, Millán fue detenido y su domicilio registrado, aunque sin encontrarse allí nada de importancia.

¿Qué es lo que preocupaba a Millán? Pues, muy probablemente, que diversos testimonios acabasen por documentar algo que él había callado. Diversos testigos laboriosamente localizados por la policía declararon que habían visto a José Vázquez por la calle durante las últimas semanas. Especialmente demoledora fue la declaración de Luis Ramos Querencia, funcionario de la Modelo, en las que, además de confirmar que el hijo disfrutaba de un tercer grado porque yo lo valgo, afirmó haberle escuchado decirle a otro preso que había matado a su madre. El dato que apareció pronto en el sentido de que Luciana, quien al parecer quería mucho a su hijo, había testado a su favor, no hizo sino encajar la penúltima pieza del puzzle.

Los diferentes testimonios fueron, poco a poco, dando cuerpo a la versión de Higinia. Vázquez-Varela y su madre habían comido juntos el día 1, y los testigos cercanos certificaban que habían tenido una fuerte discusión. Asimismo, el hijo fue visto saliendo de la casa de Fuencarral a las diez y media de la noche; y que regresó dos horas más tarde acompañado de dos tipos llamados Medero y Lossa, cómplices habituales suyos. Se suponía que habían sido Medero y Lossa, al fin y al cabo un par de sicarios, los que habían matado a Luciana Borcino. A Vázquez no se lo podía situar en la cárcel hasta las tres y media de la mañana. Higinia Balaguer, por su parte, habría recibido 1.000 pesetas como gratificación; por razones que no están claras, se fue a ver a Dolores Ávila, a la que entregó unos 92.000 reales, regresó a la casa, y quemó el cadáver.

Ya detenidos (o re-detenidos), Vázquez negó haber salido de la prisión aquel día; por su parte, Medero y Lossa presentaron coartadas muy sólidas que los hicieron acreedores de la libertad a los pocos días. Para mayor confusión, Higinia Balaguer cambió de nuevo su testimonio y dijo que Vázquez había cometido el crimen asistido por Dolores Ávila. Vázquez, por su parte, igual que Millán, sostenían que todo lo había hecho por sí sola la empleada de hogar. Todavía había un peón más, Fernando Blanco, el novio de Balaguer, a quien en algunos puntos de la investigación se había considerado podría estar implicado.

Pasado más de un mes desde la fecha del crimen, nada se sabía y todo era una confusión de versiones. En ese punto, el pueblo de Madrid sobre todo, pero toda España en realidad, devoraba cada día la menor noticia que se publicaba sobre el tema: era el debate nacional. Poco a poco, lo que era un mero trabajo periodístico se fue convirtiendo en un hecho de crítica social y política. Elementos de gran importancia en la prensa liberal consideraban que la instrucción no estaba siendo buena y, lo que es más, estaba siendo discriminatoria: se trataba con más deferencia a los sospechosos de nivel mientras que a gentes como Higinia, hija de la clase trabajadora y blablablá, se la acosaba.

Todos estos sentimientos, que eran los que había en la calle, movieron a los señores Martínez Aguilar, Vera, Pérez Vento, Araus, Giner de la Rosa y Suárez de Figueroa, directores, respectivamente, de La Iberia, La República, La Opinión, El Liberal, El País y El Resumen, a abrir una suscripción (o sea, un crowfunding) para poder costear la personación en la causa como acusación popular, para lo que contrataron a uno de los mejores abogados de Madrid, sino el mejor: Francisco Silvela. La acción tuvo enemigos muy fuertes: Montero Ríos, presidente del Supremo, la atacó; y, lo que es más importante, Silvela, al parecer porque así se lo ordenó Cánovas, rechazó el ofrecimiento. Pero mes y medio después la suscripción había acopiado 3.500 pesetas, más que suficiente.

Las repetidas publicaciones periodísticas dejaron claras cuáles eran las líneas de ataque de la acusación popular:

  • ¿Como pudo Higinia asestar tres puñaladas en el esternón de una mujer que con seguridad se resistiría? ¿Acaso no necesitaba uno o varios cómplices?
  • ¿Cómo creer a José Vázquez cuando decía que no salía de la prisión, cuando había diversos testigos que decían lo contrario?
  • Si Higinia tenía tan poca catadura moral, ¿cómo pudo Millán no percatarse de ello, él, cuyo trabajo consistía en vivir rodeado de gente así?
  • ¿Cómo podía ser el robo el móvil del crimen si en la casa siguió habiendo objetos de valor e, ítem más, el cadáver conservaba sus propias joyas?
  • ¿Cómo interpretar el interés de Millán de entrevistarse con su ex-empleada sin testigos?
  • ¿Qué papel juegan los personales colaterales: las hermanas Ávila, Melero, Lossa, Blanco?

En este clima de excitación social se llegó a la vista oral, en el edificio de las Salesas, el 26 de marzo de 1889. La plaza, como dirían los Sacapuntas, estaba abarrotá.

En la exposición de motivos, el fiscal Toda (a quien, con los años, dedicaría una canción Jesulín de Ubrique) acusó a Higinia Balaguer de matar a Luciana Borcino y quemar el cadáver, por el robo de unas alhajas y 92.000 reales. Acusaba a Dolores Ávila de encubridora pues, argumentó, había recibido el dinero sabiendo de dónde venía. Descartaba, por falta de pruebas, la participación de Millán, Vázquez-Varela y María Ávila. Solicitó la pena capital para Higinia, doce años de prisión mayor para Dolores y la libre absolución para el resto.

La acción popular, por su parte, consideraba culpables a Higinia y José Vázquez, afirmando el papel de Millán como inductor y acusándolo de quebrantamiento de condena por las salidas no programadas de su preso. Consideraban a Dolores Ávila encubridora, y sólo dejaban libre de culpa a su hermana María. Pedían muerte para Higinia y José y doce años de prisión mayor para Dolores, pero también para Millán. La madre de Luciana se presentó también como acusación popular, solicitando sólo pena de muerte para la empleada de hogar.

A partir de ahí, llegó el turno de las defensas. Un turno que duró 22 días y demandó más de 400 deposiciones de testigos, y que fue seguido minuto a minuto por una España que se apretaba la vejiga para ir a mear únicamente durante las pausas publicitarias.

La defensa de Higinia, realizada por un abogado llamado Galiana, se basó en demostrar que la dueña no se había portado bien con ella y que Higinia, en una reacción excesiva, la había acometido; por lo que el delito era, en realidad, un homicidio, con los atenuantes de provocación y arrebato, que la harían acreedora de 12 años de prisión. Como he dicho, Luciana tenía un carácter horroroso; era muy mala ama y, supuestamente, en la mañana de aquel 2 de julio le había montado un pollo de la hostia a Higinia porque había roto un jarrón. Ésta, argumentaba el abogado, se enajenó, y se fue a por ella.

El señor Rojo, abogado de José Vázquez, negó toda participación de su defendido; en realidad, vino a decir que era la Prensa, y no las pruebas, la que le había sentado en el banquillo de los acusados, y solicitó la libre absolución. Por su parte, el abogado Díaz Cobeña, defensor de Millán, también negó toda implicación de su defendido. Pérez de Soto, abogado de las hermanas Ávila, siguió la misma línea.

El juicio terminó el 25 de mayo, fijándose el día 29 para la lectura de la sentencia, que sería redactada por el magistrado Conrado de Córdoba. Hicieron falta más de 150 agentes del orden para mantener la paz en la plaza. Se dijo, y es probable verdad, que hubo hasta quien pagó por estar presente en la sala.

Las heroínas del pueblo eran Higinia Balaguer y Dolores Ávila. Fueron recibidas en la sala entre vítores e, incluso, a la segunda se le entregaron 35 pesetas y un décimo de lotería (número 8.186, para ser exactos; estoy casi en condiciones de afirmar que no tocó) que habían sido recaudados a toda prisa en la misma plaza. Millán y Vázquez, por su parte, fueron recibidos con un silencio tenso, no exento de silbidos. Los magistrados, por su parte, fueron recibidos por una monumental bronca. Y todavía no habían dictado sentencia.

El juez condenó a Higinia Balaguer por asesinato y robo con el agravante de incendio (pena de muerte); y a Dolores Ávila por complicidad y encubrimiento (18 años). El resto quedó libre.

El fallo de la Audiencia Provincial de Madrid provocó un sentimiento generalizado de tongo en Madrid. Nadie creía el veredicto. La absolución de Vázquez y de Millán se consideró, desde el primer momento, como una prevaricación de libro. Se magnificaban las dudas sobre la capacidad de Higinia de asestar tres puñaladas ella sola, como se destacaban todas las muchas, muchas, contradicciones en las que habían incurrido los diferentes sospechosos durante la instrucción del sumario. Así las cosas, el recurso al Supremo iba de suyo.

Para entonces, en todo caso, el caso de la calle Fuencarral ya había dejado de ser un suceso judicial, para pasar a ser un tema político. Cada vez menos, el encausado era Higinia Balaguer, y lo era más la Justicia española, presuntamente ineficiente, discriminatoria en favor de los ricos y prevaricadora. El tema tomó temperatura cuando se supo, además, que el ex presidente de la República Española, Nicolás Salmerón, había aceptado defender a Higinia Balaguer.

La revisión de la causa no comenzó hasta el 11 de abril de 1890, dado que los abogados defensores provocaron que, en la práctica, casi casi se instruyese un segundo sumario. Y es probable que todo obedeciese a una estrategia de Salmerón; durante aquel año, lentamente cinceladas las imágenes por la Prensa, Higinia dejaba de ser una asesina, para pasar a ser una víctima.

La exposición de motivos de Salmerón en la vista es un ejemplo como hay pocos de buena literatura procesal. Preciso en las referencias jurídicas, cartesianamente ordenado a la hora de exponer los hechos, Salmerón trata de derruir, pieza a pieza, el edificio de la sentencia de la Audiencia Provincial. Extendió diversas pruebas que, en su opinión, sostenían la hipótesis de que Higinia no había podido actuar sola (como que el cadáver también tenía heridas en la cabeza, que no podían haber sido causadas, dijo, por quien la estaba apuñalando); incluso anunció que solicitaría (sin éxito) la exhumación del cuerpo. Y, sobre todo, lanzó la sombra de la duda sobre un pretendido tratamiento preferencial de la Justicia hacia Millán Astray. Entendía Salmerón que a Higinia le debían caer 12 años, pero no la pena capital. La acusación popular reincidió en que Vázquez y Millán debían ser condenados.

Dos semanas después de los alegatos, el 26 de abril, el Supremo dictó sentencia. Desestimaba todos los recursos y confirmaba la sentencia de la Provincial.

Horas después, una multitud de estudiantes apedreó la sede del Ministerio de Justicia, exigiendo la modificación del veredicto. En el flanco legal, grandes personajes públicos, entre ellos Romero Robledo, Mariano de Cavia, Pérez Galdós, y otros, firmaron un manifiesto solicitando el indulto de Higinia Balaguer. El 16 de julio, el Consejo de Ministros, presidido por Antonio Cánovas, desestimó la petición, no sin recordar que la Regente María Cristina retenía el derecho a concederlo graciosamente. Allí todos se pasaban la pelota.

Se fijó la fecha del 18 a las seis de la mañana para el traslado de Higinia Balaguer a la Modelo. Allí, a las ocho de la mañana del 19, debería ser agarrotada.

Higinia Balaguer, pues, pasó 24 horas en la celda de condenados a muerte de la Modelo, esperando un indulto, acompañada por dos celadoras, un sacerdote confesor (padre Vicente Villa, párroco de San Ildefonso) y cuatro hermanos de la Caridad. Al parecer, al principio la condenada mantuvo la compostura; pero, conforme fueron pasando las horas sin noticias, se fue derrumbando. El doctor de la cárcel, señor Rufilanchas, certificó que tenía febrícula (37,2) y 110 pulsaciones por minuto (aunque cuando fueron a recogerla para la ejecución estaba en 122). Cenó merluza y ternera en salsa. A las cuatro de la mañana, Higinia Balaguer hizo testamento, distribuyendo las 136 pesetas que dejaba tras de sí.

Ya sentada en el garrote, con las manos y los pies atados, Higinia habría de decir sus últimas palabras: “Dolores... ¡Doce mil duros!”

Siguiendo las costumbres del momento, el cadáver estuvo unas nueve horas expuesto a la curiosidad pública, hasta que la amortajaron con un hábito franciscano y la llevaron a su última morada, en la parcela 35, letra A, del Cementerio del Este.



El crimen de la calle Fuencarral siempre ha estado en el imaginario público, sobre todo del madrileño, desde que se produjeron los hechos y el juicio. Durante muchos años, ese interés se ha basado en el hecho de que mucha gente lo considera un crimen sin resolver. En efecto, son demasiados los hilo que se aprecian en toda la trama que da la impresión que se quisieron dejar sueltos. Que Millán Astray fuese a la vez el carcelero del hijo de la finada y el anterior empleador de la chacha no es algo que se pueda considerar el resultado lógico de las leyes de la probabilidad. Que el hijo disfrutase de un régimen carcelario tan generoso resulta también sospechoso. Yo, personalmente, creo que la opción más racional es imaginar que Higinia Balaguer no era ni de lejos inocente; pero es probable que no actuase sola, como de hecho insinúan sus últimas palabras.

Pero no es por eso por lo que yo pienso que el crimen de la calle Fuencarral podría encontrar una nueva vida lustrosa en los momentos presentes. Además de las dudas procesales, además de los agujeros del sumario que, la verdad, hoy por hoy resultaría muy difícil tapar, está la polémica añadida que convirtió a aquel juicio en un hecho mediático: su consideración de conflicto social. Los grandes defensores de Higinia Balaguer, sobre todo aquéllos que lo eran desde fuera de las salas judiciales, defendieron a menudo la idea de que aquella mucama era una pobre diabla que había tenido la desgracia de aliarse con personas que tenían muchas más agarraderas que ella. Convencidas estas versiones de que Millán tenía un papel que jugar como, diríamos hoy, autor intelectual del asesinato, argumentaban que Higinia nunca había calculado que, si las cosas salían mal, su destino no iba a ser el mismo que el de sus cómplices, porque sus cómplices serían tratados con una deferencia que a ella se le negaría. En este sentido, yo pienso que las personas que apoyaban, de una manera u otra, a Higinia Balaguer, algunas tan notables como la pareja formada por Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán (quien quiso ser testigo de su ejecución), de vivir hoy, elegirían el eslógan #Higiniayositecreo.

En los tiempos actuales, es posible que no pasara desapercibido el detalle de que, del amplio elenco de personas que orbitó alrededor de las acusaciones del caso Fuencarral, las dos condenadas fueron mujeres. Éste es un tema que tiene tres niveles:

  1. Creer que Higinia Balaguer no participó en el asesinato.
  2. Creer que participó en él pero fue condenada (y otros no) por ser de baja extracción.
  3. Creer que el Supremo hizo lo que tenía que hacer y que, con las pruebas que tenía, tenía que concluir que Higinia Balaguer fue la única asesina.
Tanto la primera como la segunda de las opciones presenta muchas derivadas interesantes en el momento presente. 

A partir de aquí, caminas solo.

6 comentarios:

  1. ...A ver en qué quedamos, diez mil pesetas, noventa y dos mil reales o doce mil duros?

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  2. Anónimo3:52 a.m.

    Hola, querido Juan: Este párrafo me parece interesante, por lo contradictorio que resultaría el hecho que el director de la Modelo haya facilitado un robo para conseguir una coima, usando, o abusando, además, de su cargo...:
    Para mayor confusión, Higinia Balaguer solicitó días después hablar con el juez instructor y le confesó lo siguiente: que todo lo que había contado hasta entonces era mentira. Que, en realidad, había sido José Millán quien le había instado a colocarse en casa de Luciana Borcino. Le dijo que la mujer tenía un hijo preso que planeaba robarla; ella debía facilitarle la labor, a cambio de lo cual recibiría una coima. En consecuencia, dijo, el asesino era el hijo.

    Otra cosita: ¿Por qué se usaba la expresión "libre absolución"? ¿Se podían dictar absoluciones condicionadas, o era una forma de decir?

    Una ultimita: ¿En España, a los ladrones se les dice pollos?

    Un fuerte abrazo desde la húmeda Lima, Perú.

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  3. Anónimo3:55 a.m.

    De otro lado, suscribo la duda expresada en el comentario anterior; en ese sentido, no termino de entender este extracto. Dices: "Higinia Balaguer, por su parte, habría recibido 1.000 pesetas como gratificación; por razones que no están claras, se fue a ver a Dolores Ávila, a la que entregó unos 92.000 reales (...)". O sea, no comprendo cómo, habiéndosele supuestamente brindado 1000 pesetas a Iginia, ella habría entregado 92000 reales a Dolores?

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  4. Anónimo3:59 a.m.

    Perdón: Sobre mi primer comentario, ahora enteindo que quien recibiría una coima era Iginia; de todos modos, me parece por lo menos curioso que todo un director de la Cárcel Modelo haya participado en un robo de un preso hacia su madre, facilitándole las cosas al sentenciado.

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  5. Lo que se viene a decir en el párrafo es que Higinia habría robado 92.000 reales que no se quedó; y por hacerlo habría cobrado las 1.000 pesetas. Pero es solo una de las hipótesis.

    Un pollo, en aquel español, no era un ladrón. Era alguien que normalmente frecuentaba los bajos fondos bien vestido y eso. Lo que se dice un chulo.

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  6. Anónimo2:54 a.m.

    Oh, ahora comprendo. Muchísimas gracias.

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