El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
Mal que nos pese a quienes creemos en más bien poca cosa, la Humanidad actual, tal y como la conocemos, se la debemos, para bien o para mal, a dos hombres cuyo oficio fue ser líderes religiosos: Pablo de Tarso, y Mahoma. Sobre el auténtico teórico e inventor del cristianismo ya he escrito en este blog largo y tendido (como comprobarás visitando la Biblioteca); será sobre Mahoma que despliegue ahora algunas notas que permitan al lector conocerlo. Aquí no se discute quién porta la verdad, sino algo relativamente distinto, como es el nacimiento y desarrollo del Islam; un proyecto religioso, moral, político y militar que, por la rapidez y la extensión de sus éxitos, puede con justicia compararse con las más ambiciosas extensiones que ha conocido la Historia.
Que el teatro de la labor mahometana es la península arábiga no es una afirmación que aporte a nadie algo que no sepa. Sin embargo, tal vez debamos detenernos un poco en exactamente qué era esa península en el momento en que El Profeta comenzó a predicar. Durante más de diez siglos había florecido en el sur de dicha península, más o menos en el actual Yemen, una cultura muy fértil que, sin embargo, a mediados del siglo VI de la era cristiana comenzó a emigrar masivamente hacia el norte. El norte de esta zona, donde se encuentran algunas joyas artísticas como la ciudad de los nabateos, se caracterizaba por haber tenido un contacto bastante estrecho con la civilización griega y también con la romana. Estos árabes del norte no desconocen la organización de Estados más o menos sólidos, como son los de los lajmíes o los gassaníes, en constante contacto con persas y bizantinos (a los que habitualmente alquilan el alfange y la falange). El resto de la península, finalmente, está poblado por el árabe nómada del desierto, organizado en tribus y, por su propia realidad y situación, reacio a la creación de grandes unidades políticas, como tampoco las han tenido, a lo largo de la Historia, otras civilizaciones nómadas o basadas en la organización tribal.
Todo este conjunto humano había tenido, como ya hemos dicho, contacto con culturas exteriores, pero había permanecido en buena parte cerrado en sí mismo y sin desarrollar capacidad alguna de irradiarse más allá de su territorio. En puridad, en el año 570, el año en que nace Mahoma, el reciente colapso de la cultura yemení, probablemente la expresión intelectual autóctona más dinámica y valiosa, tal vez haría presagiar a más de un estratega la producción de una catástrofe cercana.
La Arabia de Mahoma no es un territorio sin religión. La tiene, de hecho, aunque de carácter politeísta. Tal vez la principal creencia árabe preislámica sea la de los yinns, o genios. En el siglo VII de nuestra era, la población de la península arábiga no era ajena a la especulación sobre el origen y el sentido de la existencia; especulación que se concretaba en una serie de creencias totemistas. Muchos de los hombres de aquella civilización creían que animales y plantas eran dominados por poderes superiores. El totemismo establecía un vínculo importante entre los hombres y los yinns, muy especialmente los animales (un modo de expresión teológica que podemos rastrear hasta el antiguo Egipto).
La creencia generalizada de estos árabes preislámicos en el sentido de que los yinns gustaban de vivir o refugiarse en las piedras hace que éstas tengan un papel muy importante en la liturgia de la zona. Los árabes creían que los genios anidaban en ciertas piedras, creencia que fue heredada en el momento en que algún pueblo inventaba o adoptaba deidades diversas, que quedaban vinculadas a esas piedras. La competencia por la piedra hoy sagrada de los musulmanes, la Kaaba, no es ajena a los primeros y conflictivos tiempos del islamismo. Asimismo, también creían los árabes preislámicos que los duendes habitaban y poseían las fuentes (lo más valioso del entorno, por otra parte) y las cedían a los hombres para su disfrute. Esta relación con los seres sobrenaturales a través de las fuentes de agua tuvo como consecuencia que el acto de lavarse y de realizar abluciones adquiriese un importante valor litúrgico, que el islamismo heredaría.
La religiosidad preislámica, a causa de su hondo valor totémico, adquiere tintes muy parecidos a algunas religiones antiguas que fueron competidoras del cristianismo. El elemento fundamental de la vida del creyente es no mosquear a los duendes, a los yinns que pueden secar su fuente, o secar el vientre de su mujer. Cada vez que hacen algo, desde comenzar un viaje comercial hasta construir una casa, hacen un sacrificio para aplacarlos. Los yinns son los autores de las epidemias, las tormentas de arena, o de la locura. Los árabes decían entonces de alguien que recibía el castigo que en realidad debiera recibir otro: “como el toro, que recibe palos cuando la vaca no quiere beber”. Este refrán trae causa en que los pastores árabes, cuando el toro se volvía contra las vacas impidiéndoles beber, creían que todo se debía a la acción de un yinn, así que apaleaban al morlaco para expulsar al duende.
La ghul, o yinn hembra, era un ser nocturno al que el amanecer ponía en fuga y que seguía a los hombres para fascinarlos. Otras tradiciones les atribuían la afición de ir a los cementerios a comer cadáveres.
Antes del nacimiento de Mahoma, sin embargo, la dispersa sociedad árabe había comenzado ya a sustituir estas creencias totémicas por sistemas teológicos más elaborados. Poco a poco se fueron admitiendo deidades, por así decirlo, más poderosas; deidades que, por afinidad de los vecinos mesopotámicos, tenían un carácter astral. Es así como llegó a la región Athtar, en otros lugares conocido como Isthar o Astarté. O el dios lunar masculino, con variados nombres en la zona. Aquellos creyentes preislámicos ya peregrinaban a La Meca, normalmente para pedir buenas temporadas de pastoreo o de comercio; y ya celebraban el tawaf o circunambulación, que conservó todo su poder litúrgico con la llegada del Islam.
Como una herencia directa de los tiempos totémicos, el acto religioso principal era el sacrificio. A diferencia de lo que hacían otras sociedades cercanas, como los hebreos, éste no era practicado por el sacerdote, sino por el propio creyente o peregrino. Lo normal era que el animal sacrificado fuese el primer nacido de un rebaño, y su muerte tenía como objetivo solicitar la prosperidad de toda la reata. Cuando el sacrificio que se pretendía era el del propio creyente, éste ofrecía su cabellera, considerado una representación de la persona (dato que tal vez ayude a entender el mito de Sansón).
En el Heyaz, esto es la zona de La Meca, todo parece indicar que se producía una creencia muy conservadora y renuente a la evolución; razón por la cual sería errado atribuir el nacimiento del Islam a un ambiente previo de especulación que Mahoma no haría sino salpimentar; muy al contrario, El Profeta hubo de desenvolverse en un ambiente en el cual sus palabras eran escuchadas con incredulidad, cuando no con abierta hostilidad; y, como veremos, una parte no desdeñable de su victoria se basa en el hecho de la victoria simple y puramente militar. No obstante, este hecho no debe impedirnos ver la importantísima inteligencia estratégica contenida en el gesto de ofrecer, en aquella zona y en el siglo VII, una religión monoteísta, coherente, con un corpus teológico y moral muy sólido, con el que ser capaz de ganar conversos.
En el siglo VII, antes de la llegada del islamismo, La Meca contaba ya con un templo en el que se veneraba a cuatro divinidades. Para Mahoma, aquellos edificios sagrados habían sido reconstruidos por Abraham, personaje que se encuentra en el origen de la fe mahometana, como lo está de la judía y cristiana (consideradas todas ellas, por ello, religiones abrahamánicas). El señor de esta casa de Dios antes del Islam era, probablemente, Hobal. También era venerada una deidad femenina, al-Lat, figura muy semejante a otras diosas de la fecundidad existentes en el área (así, la propia Afrodita). La mayoría de los dioses preislámicos, si no todos cuando menos en su origen, eran de identificación tribal. Las tribus que formaban parte de una alianza realizaban un hadij o peregrinación al santuario de la tribu dominante; pero ésta, en expresión de los vínculos respecto de sus socios, también debía reservar en los cultos un espacio para las deidades de sus clientes. Los coraichitas o coraixíes, esto es el elemento tribal preeminente en La Meca de Mahoma, adoraban a Hobal, pero habían ido añadiendo a sus cultos a otras tres divinidades como consecuencia de que eran las adoraciones de sus tribus amigas.
Toda esta organización teológica y litúrgica, sin embargo, se enfrentaba, en el momento en que nace Mahoma, a tres elementos que la mueven a la evolución. En primer lugar, el contacto entre tribus es cada vez más intenso, como consecuencia de las actividades comerciales y las ferias que se celebran en distintos lugares de la península, que hacen un poco las veces de las peregrinaciones cristianas, poniendo en contacto a gentes teóricamente destinadas a no conocerse. El segundo elemento, también muy importante, es la cercanía de territorios como Siria o Persia, donde la especulación religiosa, para entonces, está alcanzando cotas que van mucho más allá de la superstición y la adoración mágica a la procura de buenas cosechas o suerte para las caravanas. El tercer y último elemento tiene que ver con la evolución de la religiosidad en el Heyaz, y muy particularmente en La Meca. La práctica, que ya hemos apuntado, de aceptación de deidades distintas en un mismo templo por razones de cercanía entre las tribus que sostenían cada culto, operaba, casi sin darse cuenta quienes la practicaban, a favor del monoteísmo. La Kaaba, casa de los dioses, evoluciona rápidamente hacia el concepto de casa de Dios.
Mahoma, como Pablo de Tarso seis siglos antes que él, será el personaje que tendrá la clarividencia, la mentalidad estratégica y la valentía personal suficientes como para tomar todos esos elementos y construir una religión de orden mundial. Algo que está al alcance de muy pocas personas. Dos, para ser exactos.
Un retazo, Juan. Me encanta. ¡Y pretendes escribir incluso sobre los Tailbán y la guerra de Irak? No me lo pierdo.
ResponderBorrarAhora bien, tengo una curiosidad: ¡Está ocurriendo en el islamsimo lo que pasa desde hace algun tiempo con la iglesia católica y otras confesiones cristianas, donde muchos se adscriben pero no practican? Lo digo por lo que, según tendo entendido, la vida cotidiana de un musulmán está llena de restricciones y de actos litúrgicos que, me imagino, son más difíciles de practicar mientras más apegado a lo urbano vivamos...
El Islam no se diferencia en esto del cristianismo o el judaísmo. En todas las religiones hay personas (muchas) que colocan por delante la creencia a las formalidades. Si hay católicos que lo son y nunca se abstienen de comer carne, no ha de extrañar que haya musulmanes que engullen jamon Serrano a dos carrillos.
Borrar¡Por fin hablas de Mahoma! Leeré con particular atención esta serie de entradas...
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