Otros escalones de esta escalera:
El Consejo Real de Castilla,
reunido en Segovia, consideró la carta de los nobles rebeldes a las ciudades
como un ultraje en toda regla, y exigió del rey un castigo ejemplar. Pero eso
era demasiado pedir para Enrique, el rey acomodaticio, que prefirió la
estrategia del avestruz. Eso sí, se avino a arreglar otra reunión con los
rebeldes, esta vez en la planicie entre Cigales y Cabezón. Este encuentro sí
que se produjo, y en el mismo el ciclotímico rey, siguiendo su guión vital, le
dijo a los rebeldes lo que querían oír: que exiliaría a Beltrán de la Cueva de
la Corte; que le devolvería la orden de Santiago a Alfonso; y que lo designaría
su heredero.
Eso sí, en una jugada que, creo
yo, trataba de cerrar todo problema presente o futuro, Enrique sólo puso una
condición: Alfonso sería heredero de la corona castellana siempre y cuando
aceptase los esponsales con Juana, la hija del rey. La Beltraneja, pues, no
sería reina de Castilla pues su padre venía a reconocer que no tenía derecho a
ello; pero sería reina consorte que, supongo que pensaba el Trastámara silbando
a Silvio Rodríguez, no es lo mismo, pero es igual.
Este pacto pareció bien a las
partes, que por lo tanto quedaron en el mismo sitio en noviembre de 1464 para
sellar el acuerdo. Enrique juró delante de Alfonso, un niño de once años, que
sería su heredero, y luego se lo entregó a Pacheco para que lo cuidase.
Obsérvese que, en el pacto de
1464, de Isabel no se decía nada. Nada. Los nobles rebeldes, conscientes de lo
esquiva que era la vida en aquellos tiempos, querían guardar a aquella
adolescente en la recámara por lo que pudiera pasar; pero, la verdad, su intención
no era usarla para gran cosa. Esta es la razón de que en el pacto de Cigales ni
siquiera se acordasen de impugnar la presencia de Isabel en la Corte para que
pudiese volver a Arévalo con su madre (como ella deseaba).
En aquel acuerdo también se
pactaron reformas demandadas por los nobles, y entre ellas se creó un consejo
que debía estudiar la reforma del reino. Este consejo debería tener cinco
miembros: dos de cada facción y un quinto neutral. Este equilibrio se rompió
pronto. Con las semanas, los miembros del Consejo se fueron decantando por el
bando rebelde y, de hecho, al alborear el año 1465 publicaron un documento
tremendo que la Historia conoce como la Sentencia de Medina del Campo. Esta
sentencia suponía una victoria sin paliativos de los planteamientos de los
rebeldes, o si se prefiere, de la alta nobleza castellana que se resistía a
darle poder a una monarquía centralizada; y, de hecho, se dictaban una serie de
normas que convertían a Enrique en un rey apenas formal que, entre otras cosas,
no podía decretar ni siquiera la prisión de un miembro de la nobleza sin la
aquiescencia del propio Consejo. Asimismo, en una especie de Tratado de
Versalles tardomedieval, al rey se le imponía una reducción del volumen de sus
tropas que las dejaban en menos de un tercio.
En la Sentencia de Medina del
Campo, por lo tanto, Castilla retrasaba el reloj de la Historia, caminando
hacia una prelación feudal que nunca había sido la norma en el reino (pues
Castilla es una de las naciones más tenuemente feudalizadas de toda la Edad
Media europea); aprovechando la figura de un rey asténico, cobardón y demasiado
pactista quien, sin embargo, tiene muy buena prensa en la historiografía moderna porque era muy cool, no iba a la guerra y le caían bien los moros.
Hasta Enrique el conciliador, sin embargo, se
percató esta vez de que tendría (este es el verbo, y esa la forma verbal, correctos) que ir a la guerra, y ordenó a Beltrán de la Cueva que
organizase a sus ejércitos. En febrero de 1465, declaró la nulidad de la
Sentencia de Medina y también se desdijo del juramento de Cigales en el que
había designado a Alfonso como su sucesor. Se encastilló en Segovia, adonde
hizo trasladar el tesoro real, que dejó bajo la protección de los hermanos
Arias Dávila (Juan, obispo de Segovia; y Pedro). Otros “activos” que fueron
trasladados desde Madrid a Segovia fueron su esposa Juana, la niña de mismo
nombre, y, de rondón, también la infanta de Castilla, Isabelinchi.
La primavera de 1465 fue para las ciudades castellanas un
constante pasar de mesnadas, bien del rey, bien de los rebeldes, buscando
siempre la complicidad de cada villa con su causa. Los rebeldes trajeron a su
causa a ciudades como Plasencia, Ávila, Medina del Campo o Valladolid. Lo que
sabemos de lo que hicieron en Ávila nos da la medida de cómo se las gastaban
los rebeldes. Construyeron una plataforma detrás de la catedral en la que
sentaron a un muñeco vestido de rey, sentado en su trono, ante el cual leyeron
un largo memorial de agravios. El arzobispo Carrillo, teatralmente, le quitó la
corona de la cabeza al muñeco, y declaró que Enrique era indigno de la dignidad
real. Luego le quitaron la espada y el cetro y, agarrando el pelele, lo
arrojaron al suelo.
Allí donde llegaban y eran
razonablemente aceptados los rebeldes, procedían a proclamar al infante Alfonso
como rey de Castilla, esto es como Alfonso XII. Este gesto, que iba más allá de
lo que hasta aquel momento había intentado la oposición a Enrique, que había
partido siempre de la legitimidad del rey y, por lo tanto, no negaba su derecho
a serlo hasta la muerte, hizo sonar en toda Castilla los tambores de guerra
civil: rey contra rey. Algunos de los apellidos más sonoros de Castilla, antes y después de aquello, estaban
con Alfonso: Enríquez, Mendoza, Guzmán, Stúñiga, Girón. Asimismo, las tres
grandes órdenes militares (Santiago, Calatrava y Alcántara) estaban básicamente
con el nuevo rey, bastante escocidas, sobre todo, por el importante recorte a
la posibilidad de obtener glorias (y tierras, y pasta) que había supuesto la
guerra anestesiada contra el moro que practicaba aquel rey que, por no ser
conquistado, tampoco quería conquistar.
No hemos de olvidar, sin embargo,
que Enrique no estaba solo. La mayoría de la alta alcurnia eclesial castellana,
acostumbrada a estar muy cerca de la Corte desde que, con el cisma, los poderes
temporales en los obispados quedasen adverados, estaba con él. También estaban
con él la mayor parte de los Mendoza, los eternos Alba, y otros grandes nobles.
Este cuerpo de nobles y servidores, digamos, legalistas o constitucionalistas
(pues la Constitución, en la medida en que podemos pensar que existía,
lógicamente estaba con el rey al mando, que no había cometido ninguna traición
como para poder ser reo de impeachment)
hizo con el acto de Ávila algo muy parecido a lo que, en los últimos meses, han
hecho las izquierdas españolas con la manifestación en la plaza de Colón. Igual
que éstas bautizaron el acto como La Foto de Colón, éstos bautizaron la
promenade abulense como La Farsa de Ávila, y consiguientemente la trataron, y
de una forma muy parecida: como una unión de fuerzas heterogéneas a las que sólo
les unía el deseo de derribar al poder legítimamente constituido. Como se ve,
en la vida, y mucho menos en la vida política, rara vez nos encontramos con
algo que, en realidad, no esté ya inventado.
El rey Enrique preparó a sus
mesnadas para defenderle en los campos castellanos, pero reservó una parte
sustancial para sustantivar uno de sus movimientos de álfil previstos, que era
el viaje de su mujer, la reina Juana; y su medio hermana, Isabelinchi, a
Portugal. No es, claro, que tuviesen antojo de bacalao o de toallas; la cosa es
que Enrique tenía prisa por soldar y templar el matrimonio de su medio hermana con
Alfonso V, operación con la que esperaba matar literalmente dos pájaros de un
tiro.
Los rebeldes, sin embargo, no se
estuvieron quietos. La escolta que le puso Enrique a su mujer y a su hermana
fue tan fuerte que ni soñaron con atacarla. Sin embargo, prosiguieron su
campaña de prensa. El 4 de julio, Carrillo firmó personalmente una carta a las
ciudades de Castilla, que era el equivalente a lo tuits de hoy en día aunque
con mayor valor jurídico (y más caracteres). En esa carta Carrillo, desde su autoridad arzobispal,
insistía en la ilegitimidad de la princesa Juana; pero no lo hacía con la
historia de Beltrán de la Cueva, sino aduciendo que el matrimonio entre Enrique
y Juana de Portugal era nulo a los ojos de la Iglesia.
La cosa era medio cierta. Como
era bastante habitual en los enlaces entre casas reinantes, en realidad Enrique
de Trastámara y Juana de Portugal eran parientes muy cercanos, primos en primer
grado para ser exactos (la condición de primo era tan común entre reyes y
príncipes que entre ellos se acabaría haciendo habitual apelarse de primos
incluso sin serlo literalmente).
La Iglesia, en aquella época y
prácticamente durante todas las que ha tenido autoridad en la materia, prohibía
by default los matrimonios hasta el
cuarto grado de consanguinidad. Así las cosas, en el 1455, cuando Enrique y
Juana se habían casado, habían tenido que realizar la gestión habitual en las
modas dinásticas del momento, esto es: solicitar la dispensa papal para poder
casarse; dispensa que los papas, habitualmente, y siempre a cambio de pasta, han sido bastante proclives a
conceder.
No había sido el caso de la boda
de Enrique, sin embargo. Nicolás V, CEO (Chief Earth Officer) de la Paloma Muda en el
momento en que el rey castellano se casó, no estaba nada convencido de la
anulación del matrimonio anterior del rey. Castilla había enviado a Roma un
ejército de prelados que fueron relatando la milonga cubana ésa de que la
churri del rey era medio bruja y que le había metido el pito para dentro y tal;
pero el tema, la verdad, tenía poco pase. Dado que la clerecía católica siempre
ha mostrado una importante capacidad de entender cosas que no practica, a
Nicolás todo aquello del embrujo de Enrique le sonaba un poco a que el
castellano se estaba escaqueando de la verdad de que se ponía más morcillón que
erecto delante de las mujeres, por así decirlo. Por esa causa, dictó una bula
en la que hacía una cosa muy rara que, la verdad, el conocimiento bulítico no
me llega a decir que es la única dictada nunca por un Papa en estos términos,
pero no me extrañaría: autorizaba al rey castellano a casarse pero no le extendía la dispensa, que
sólo le sería dictada en el caso de que demostrase que se había tirado a su nueva mujer. O sea, si no interpreto mal
del Derecho canónico, el Papa se marcó un escrito en el que le negaba al
matrimonio de Enrique y Juana la condición de tal mientras estuviese rato, esto
es, no consumado. Es un tema extraño, ya digo, porque yo creo que el Derecho
canónico concede al matrimonio rato no consumado la firmeza como tal desde el
momento de su celebración. Dadas las especiales circunstancias del caso, pues,
el Papa dijo: no estarás casado hasta que no te la lleves por delante y te la
pulas comme il faut.
La bula así signada exigía que el
Vaticano comprobase la virilidad del rey Enrique. Para esta misión el Papa ni
se planteó designar tres médicos, que tal vez habría sido lo lógico, sino que
designó a tres sacerdotes (porque los sacerdotes, todo el mundo lo sabe, son
súper expertos en virilidad). Éstos fueron: Alfonso Carrillo, titular de Toledo
como sabemos; Alfonso Fonseca, obispo de Ávila y otro personaje fundamental
para la época; y Alfonso Sánchez de Valladolid, obispo que lo era de Ciudad
Rodrígo. La cosa tenía que ir rápida pero, como sabemos, no fue así. La noche
de bodas de los reyes fue cervantina (la reina fuese, y no hubo nada); y la única prueba de virilidad en la que
podían creer los prelados de la comisión, esto es el embarazo de la reina,
tardó siete años en producirse; y para cuando se produjo, todo el mundo decía
que el padre era otro. Como consecuencia burocrática fundamental, los
documentos que los tres prelados debían enviar a Roma adverando que habían
comprobado que el rey era un macho man con
borlas, nunca fueron redactados, nunca fueron remitidos al Vaticano y éste, por
lo tanto, nunca emitió formalmente la dispensa para que Enrique y Juana
pudieran casarse. Una historia que Carrillo conocía al dedillo, pues lo
acabamos de ver implicado en la comisión comprobatoria de las turgencias
penianas del rey.
Hay que decir que el titular de
la sede toledana supo esperar para jugar este comodín. Para cuando lo hizo, la
popularidad de Enrique en la Castilla central estaba bajo mínimos (mientras,
sin embargo, tendía a ser más popular en los territorios más periféricos); y,
lo que es más importante, el Papa Nicolás ya había muerto, por lo que deducir
su testimonio ya no era posible.
Castellanos y portugueses se
habían reunido en 1465 en Zamora. No lograron ponerse de acuerdo sobre los
términos del matrimonio entre Alfonso e Isabel, pero aun así acordaron seguir
hablando, al juzgar que la operación merecía la pena ser explorada. Con esos
mimbres, Isabel regresó a Segovia, donde siguió viviendo bajo la tutela del rey
Enrique, quien la tenía a buen recaudo por considerarla una buena moneda de
cambio si las cosas se ponían feas en algún momento. El bando rebelde, sin
embargo, era consciente de que si Isabel se casaba con el rey de Portugal,
perderían un comodín que les podía llegar a ser muy útil. Por lo tanto,
creyeron llegado el momento de empezar a negociar un poco más en serio el
futuro de la niña.ó
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