Este relato tiene una primera toma.
En medio de aquel
problema tan grave, las potencias occidentales comenzaron a buscar
soluciones políticas y Francia, siempre interesada en el área, se
adelantó desarrollando una que, sólo por casualidad, exploraba el
tipo de posibilidad que siempre se les ocurre a los franceses cuando
piensan: poner a uno de ellos al frente del machito. El elegido por
los estrategas de París fue Luis de Orléans, duque de Nemours.
Londres respondió inmediatamente que reaccionaría a esa propuesta
desembarcando en el país y, como diría Javier Clemente, si hay que
dar hostias, se dan.
La virulencia de
los ingleses tenía que ver, lógicamente, con su repulsión a que
Francia plantase sendas picas a ambos lados del Mediterráneo (puesto
que no se olvide que París y El Cairo ya tenían relaciones muy
estrechas, a los que hay que unir la tradicional influencia francesa
en Siria). Pero también tenía que ver con el hecho de que empezaban
a apreciar signos de apoyo a ellos mismos dentro de Grecia. Una parte
de la elite helena, en efecto, cada vez era más partidaria de alguna
forma de protectorado inglés sobre el país. De hecho, en Nauplia se
produjo el 26 de julio de 1825 una declaración formal en tal
sentido. Londres respondió con generosidad a aquel movimiento,
reconociendo oficialmente a los griegos como parte beligerante; sin
embargo, consciente de que los pasos hay que darlos poco a poco,
rechazó la idea del protectorado, se declaró neutral en el
enfrentamiento y ofreció sus oficios para mediar ante la Sublime
Puerta.
En ese momento,
estamos ya en diciembre de 1825, el zar Alejandro I desapareció de
la faz de la Tierra, lo cual dio paso al nuevo zar, Nicolás, hombre
considerado por todos como más proclive a tomar cartas en el asunto
griego y balcánico. Dicho, y hecho: el 17 de marzo, el emperador
ruso hizo llegar a Constantinopla un comunicado en el que exigía se
desplegasen en concreto las disposiciones que se habían escrito en
el tratado de Bucarest (1812), esto es el pacto en el que se habían
establecido los estatus de mayor o menor autonomía de serbios y
valaquios, bajo la atenta mirada activa de Rusia. Interesado en
avanzar en los principados balcánicos, sin embargo, el zar no tocó
el temita griego.
El 23 de marzo de
1826, el duque de Wellington, embajador extraordinario inglés
enviado a felicitar a Nicolás por su acceso al trono, y Nesselrode,
canciller local, firmaron un documento por el que acordaban la oferta
que ambos le harían a Turquía si aceptaba la mediación de Londres.
Según dicho acuerdo, Grecia seguiría siendo parte del Imperio
otomano y pagaría un tributo especial; pero a cambio de eso, sus
ciudadanos tendrían una libertad total, tanto religiosa como de
comercio (Londres nunca da hilo sin puntada) y tendrían plena
autonomía para gobernarse. Los griegos, además, adquirirían las
propiedades inmuebles que tuviesen los turcos en el ámbito de su
nación.
Cuando rusos e
ingleses llegaron a este acuerdo, Missolonghi, el verdadero símbolo
de la resistencia griega, llevaba un año completamente bloqueada por
la fuerza combinada de las tropas egipcias de Ibrahim y del general
turco Rechid Pachá, a quien se decía que el sultán había
asegurado que si no tomaba la ciudad perdería la cabeza. Imposible
de conseguir avituallamientos, la ciudad estaba perdida y sus
defensores decidieron escapar a través de las líneas enemigas. Unos
1.300 combatientes lo consiguieron. En lo tocante a los enfermos y
los heridos, se encerraron con toda la pólvora de que disponían en
un sótano y, cuando los turcoegipcios llegaron para llevárselos, la
hicieron explotar, inmolándose. Era el 22 de abril de 1826, una
fecha por lo que se ve hoy olvidada pero que tiene la misma
importancia (en realidad, mucha más) que el sacrificio numantino,
que sí tenemos presente en nuestra memoria. Europa tembló con
aquella prueba de sacrificio y, a tiempo, de miedo a la brutalidad de
unos musulmanes que ya se comenzaban a ganar la enemiga de la que
hoy, por así decirlo, siguen disfrutando (y que, consecuentemente,
esto es algo que los buenistas deberían tener en cuenta, no ha caído
del cielo).
Claro que entre los
europeos no era oro todo lo que relucía. Chateaubriand tuvo por
entonces una intervención vibrante en el Parlamento francés en la
que recordó que las mujeres y niños cristianos que habían sido
sacados de Europa para ser vendidos como esclavos en la otra orilla
del Mediterráneo habían sido transportados... en barcos europeos.
Sí, como suena.
Un año después de
Missolongui, 5 de abril de 1827, era la histórica Atenas la que
estaba asediada por Rechid Pachá y hubo de capitular. Para entonces
tal vez los turcos habían aprendido algo, porque el caso es que,
tras la mediación del almirante Marie Henri Daniel Gauthier, conde
de Rigny, se acordó una rendición honrosa en la que los atenienses
conservaron sus vidas.
En ese punto, los
griegos estaban vendidos. Les quedaba apenas Nauplia y la isla de
Hidra. Sin embargo, algo ocurrió que cambió las tornas.
Francia se había
adherido en julio a las propuestas británicas para la gestión de la
crisis griega, pero había añadido en el documento de adhesión una
previsión según la cual si la Sublime Puerta no aceptaba la
mediación de las tres potencias (Rusia, Inglaterra y la propia
Francia), éstas quedaban automáticamente facultadas para establecer
relaciones comerciales con los griegos y enviarles cónsules. El
Imperio turco tenía un mes para aceptar la mediación, como lo tenía
para aceptar un alto el fuego o un armisticio; si no se producía,
los acuerdos preveían que las potencias harían todo lo posible por
acordar a las dos partes, aunque sin entrar en hostilidades.
Turquía, sin
embargo, no estaba por la labor de seguir estas instrucciones. De
hecho, hizo enviar una nueva flota egipcia desde Alejandría con
destino a la Morea.
El 20 de
septiembre, el almirante inglés Edward Codrington, que llegaba de
Corfú con la escuadra inglesa, se encontró con la flota francesa,
comandada por el almirante de Rigny. Rigny, aprovechándose de las
siempre estrechas relaciones entre Francia y Egipto, estaba en
comunicación con Ibrahim, al que trataba de convencer de que no
diese más por saco. El general egipcio, sin embargo, se escudaba en
que él recibía órdenes de Constantinopla. Finalmente, Rigny logró
arrancarle el compromiso de que consultaría a la metrópoli por si
existieren nuevas instrucciones.
El 13 de octubre, a
los barcos ingleses y franceses se unieron los rusos. El día 2 de
noviembre, todos ellos entraron en la rada del puerto de Navarino,
donde ya se encontraban los barcos turcos y egipcios. Nadie debe
extrañarse de ello, pues las cinco naciones que juntaron sus barcos
en aquel arenal no estaban, ninguna de ellas, en guerra. De hecho,
los barcos de las naciones cristianas tenían, todos, instrucciones
claras de sus respectivos jefes en el sentido de no implicarse en
acto de guerra alguno con los musulmanes. Tan pacífico era el
ambiente, que los almirantes inglés y francés colocaron sus naves
capitanas al lado de las de los jefes de flota turco y egipcio, Tahir
Pachá y Morarem Bey, respectivamente.
Pero ahí estaba la
ley de Murphy, amigos. Un brulote egipcio se encontraba flotando muy
cerca de la nave almirante inglesa. Los ingleses, un poco inquietos,
enviaron un bote con el pabellón parlamentario (algo así como la
bandera blanca) bien visible para poder arrastrarlo lejos. No se sabe
muy bien si por alguna razón clara, por simple nerviosismo o por que
el brulote estuviera ocupado por tontos del culo, pero el caso es que
la delegación fue recibida con una ráfaga de plomo, una balasera
que dicen en Latinoamérica, que alcanzó a prácticamente todos los
ocupantes y dejó especialmente malherido al oficial al mando.
Al instante,
comenzó la pelea.
A esto la historia
lo llama batalla, la batalla de Navarino. Pero, la verdad, fue un
caos. Imaginaros un puerto pequeño, petado de barcos que comienzan a
cañonearse unos a otros, con el agravante de que amigos y enemigos
no están en formación de batalla, sino anclados y mezclados.
En todo caso, la superioridad cristiana, por así decirlo, hizo que
las flotas turca y egipcia acabasen ambas en el fondo del mar.
Para el Imperio
turco, el desastre (para ellos) de Navarino tuvo,en realidad, dos
consecuencias. La primera ya la hemos visto, y es que se quedaron sin
barcos. La segunda sólo es imputable a las gentes que gobernaban la
Sublime Puerta, y tiene que ver con el hecho de que, en realidad, no
se enteraron de las consecuencias de lo que había pasado. En el
primer encuentro que tuvieron los embajadores del sultán con las
tres potencias en Constantinopla, simplemente se limitaron a reclamar
reparaciones por los daños sufridos en Navarino... además de
exigirles que no se metiesen en el tema griego. A los musulmanes les
costaba entender que todo había cambiado ahora que ellos, que hasta
entonces habían sido tomados como un peso pesado con serias
posibilidades de cara a la corona mundial, se habían convertido en
un peso pluma que todo lo más podía aspirar a no quedarse tonto
tras un KO.
El 8 de octubre de
1827, los embajadores de las potencias dejaron Constantinopla sin
haber escuchado de los turcos otra cosas que: el asunto griego es
cosa nuestra. El 12 de diciembre, en Londres, las potencias renovaron
el compromiso de ir juntas, sin buscar ningún beneficio particular
para alguna de ellas (ja). El sultán respondió publicando un
documento el 20 de diciembre en términos muy violentos, tirando de
lo que siempre se tira cuando uno está con el agua al cuello: unas
veces es la lengua, otras veces es la cultura, otras la Historia; y
otras, como es el caso, la religión. El sultán llamaba a sus
súbditos musulmanes a resistir ante la odiosa tentativa de echar a
Alá de Europa.
Rusia no se lo
pensó mucho y, el 26 de abril, escudándose en los gravísimos
insultos incluidos en el papelín del 20 de diciembre, le declaró la
guerra a Turquía. Automáticamente, las tropas rusas se pusieron en
movimiento; llegaron hasta el Danubio sin encontrar gran resistencia;
hay que decir que a Londres no le gustó nada todo eso, pero Francia
medió entre ambas potencias para que no se peleasen.
La guerra
ruso-turca será, tal vez, motivo de otro artículo algún día. Pero
baste decir aquí que, sin duda, fue el hecho de abrió la lata del
problema griego; aunque, en realidad, los que arreglaron, por así
decirlo, el problema, fueron franceses e ingleses, que tuvieron la
habilidad de permanecer aliados a Rusia sin por ello romper sus
relaciones con la Sublime Puerta.
A comienzos de
1828, el conde Juan Capodistrias, que había sido ya elegido
presidente de Grecia por una asamblea, llegó a Nauplia en un barco
inglés escoltado por naves rusas y francesas, y fue saludado por los
cañones de los barcos situados en el puerto, lo cual le reconocía
su naturaleza como jefe de Estado. Sin embargo, la Morea seguía
ocupada por los egipcios.
Se acordó que las
tres potencias patrocinarían una intervención militar para forzar a
los egipcios a abandonar el terreno. La operación concreta se le
encargó a Francia, país que situó en la zona 15.000 efectivos,
bajo el mando del general Nicolás José Maison, primer marqués de
Maison. Los franceses ocuparon la Morea prácticamente sin problema;
la verdad es que para entonces los egipcios ya veían la partida
griega perdida, y estaban mirando en otras direcciones.
La independencia de
Grecia era ya un hecho consumado. Sin embargo, permanecía un
problema grave, que era definir las fronteras del nuevo país.
El interés de
Francia era dotar al país con un terreno suficiente como para
permitir que pudiera vivir por sí mismo, por lo que proponía que su
frontera septentrional, en el continente, abarcase desde el golfo de
Volo hasta el de Arta. Los ingleses, que consideraban que Grecia era
un candidato ideal a caer en la zona de influencia rusa, preferían un
país más pequeño, integrado únicamente por la Morea y Ática. Los
griegos, lógicamente, eran de la opinión expansionista, y
reclamaban Creta y Samos.
El 22 de marzo de
1829, las potencias firmaron un protocolo que aceptaba la solución
propuesta por Francia, incluyendo la isla de Negroponte y las
Cícladas, y admitía la transmisión hereditaria de la condición de
jefe del Estado. El 18 de junio, los embajadores francés e inglés
entraron de nuevo en Constantinopla, donde se encontraron a unos
negociadores turcos que, a pesar de todo lo que estaba pasando,
seguían considerando que podían mantener el tema griego como un
asunto interno.
El que cambió esta
situación fue el barón Dibitsch, general de las tropas rusas, que
consiguió entrar en los Balcanes mientras que la flota rusa
desembarcaba en Tracia. El 19 de agosto los rusos tomaron
Andrinópolis y, poco después, las vanguardias rusas llegaban a los
mares de Mármara y Egeo. Mientras tanto, el general Paskevitch, que
operaba en Asia, se acercaba ya a Trebisonda.
Sólo en este
punto, los turcos se dieron verdadera cuenta de la magnitud del
problema, y decidieron pactar con los embajadores. En ese momento,
Francia tuvo la inteligencia de tener situado en Constantinopla a un
militar muy dotado para la diplomacia, el general Armand Charles
Guilleminot, quien se había ganado a los turcos; Guilleminot
consiguió la adhesión formal turca a las propuestas de las
potencias.
De esta manera, la
paz con los rusos se firmó el 14 de septiembre en Andrinópolis, En
dicha paz, la Sublime Puerta formalizaba su adhesión a los tratados
concluidos en Londres entre las potencias.
Así las cosas, la
conferencia de Londres recomenzó sus sesiones el 3 de febrero de
1830. Su primer protocolo se ocupó de regular básicamente el nuevo
Estado griego. Sin embargo, la frontera dibujada por los franceses
fue movida hacia el sur a causa de las presiones de los turcos. A
cambio, Constantinopla aceptó renunciar a cualquier tipo de
vasallaje, de forma que los griegos adquirían su independencia total
(algo que los serbios tendrían que esperar para conseguir, por
ejemplo). El nuevo rey sería escogido por acuerdo de las tres
potencias y la Sublime Puerta, de entre las familias reales europeas,
excluidas las reinantes en las grandes potencias.
La isla de
Negroponte o Eubea y las Cícladas se incluyeron en el nuevo Estado,
pero no así Creta, y ello a pesar de que pocos lugares se habían
sacrificado tanto como ella. Londres, sin embargo, prefirió que
quedase bajo la dominación turca; para entonces, ya estaba
albergando el proyecto de quedársela.
La isla de Samos,
también muy importante en la insurrección, obtuvo una completa
autonomía política bajo el gobierno de un mutessarif o prefecto,
que debía ser cristiano pero era nombrado por la Sublime Puerta,
asistido por un consejo de notables locales. La isla quedaba
totalmente desmilitarizada.
El 24 de abril de
1830, Constantinopla se adhirió formalmente a todas estas
decisiones; todavía, sin embargo, fueron necesarias muchas
negociaciones para acabar de armar la constitución de Grecia. De
hecho, el proceso no se perfeccionó hasta 1832, año en el que la
Sublime Puerta mostró su acuerdo (26 de diciembre) para la
nominación del príncipe Otón, segundo hijo del rey de Baviera,
como rey de Grecia, a causa de la renuncia del príncipe Leopoldo de
Sajonia-Coburgo, que era el que habían preferido las potencias
europeas.
Y así encontró su
final el proceso insurreccional griego. Un proceso muy importante por
varias razones.
La primera porque,
recién inaugurado el sistema que conocemos como de Santa Alianza, se
lo cargó. La reacción tras la Revolución Francesa y el Imperio
napoleónico creía haber construido, en realidad reconstruido, una
Europa que creía en la monarquía derivada de Dios, inapelable u,
por así decirlo, inderribable; y eso, por extraño que
parezca, también incluía a la monarquía musulmana. Las potencias
europeas, sin embargo, pronto se vieron implicadas en un proceso de
escisión de un territorio como Grecia. Lo hicieron por intereses,
claro; por la pela y el poder geopolítico. Pero lo
realmente importante es que, haciéndolo, desmintieron el status
quo que prácticamente acababan de crear.
La segunda, porque
la revolución griega es el primer momento en la Historia en el que
aparece de forma neta la opinión pública. Franceses y, sobre todo,
ingleses, hicieron muchas cosas que tal vez no habrían querido hacer
como las hicieron, porque no podían soportar la presión en sus parlamentos y en
los cafés donde el personal devoraba la prensa. La sociedad europea
nació en buena parte durante aquellos años a esa afición hoy tan
practicada consistente en no ayudar al vecino porque es un gilipollas
que se merece lo que le pasa y, en cambio, bramar por lo mal que lo
están pasando personas en las antípodas del planeta.
La tercera, y en
modo alguno menos importante, porque al levantar la bota turca de
Grecia y, por extensión, de los Balcanes, lo que descubrió debajo
Europa fue unos territorios de extrema importancia estratégica tanto
comercial como bélica. Con la independencia griega lo que comenzó
fue una pelea intensa y brutal por establecer dominio geopolítico
sobre el país. Una pelea en la que el mejor situado, de salida,
parecía sin duda ser Rusia. Rusia, sin embargo, cometería varios
errores en las siguientes décadas, errores que dejarían espacio
para el de siempre.
Así está el tema.
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