Atenta la compañía con:
Habíamos dejado a
Francis Thorckmorton atado al potro de tortura en el momento en que
debió decir aquello de I'm confessin'. Y lo que dijo,
básicamente, es que el duque de Guisa había concebido el mismo plan
que en su día diseñó Ridolfi, esto es: colocar a María Estuardo
en el trono tras deponer y asesinar a Isabel. Para llevar a cabo su
plan, Thorckmorton había entrado en tratos con quien era desde 1578
el embajador español en Londres, Bernardino de Mendoza, al que había
provisto con mapas bastante precisos que marcaban los mejores lugares
de la costa meridional de Inglaterra para proceder a desembarcos.
Asimismo, también le había dado una lista con los principales
nobles y burgueses prósperos de religión católica, a los que
consideraba dispuestos a secundar el plan.
Conocidos estos
datos, Burghley y Walsingham trataron de cortar el rollo por lo sano.
El 19 de enero de 1584 Robert Beale, que era cuñado de Walsingham,
consiguió invitar a Mendoza a una reunión social en la que estaría
el consejero de la reina. Fríamente, Walsingham lo acusó de estar
complotando contra la reina en favor de María Estuardo, y le dió
quince días para empacar sus cosas y salir de Inglaterra.
Un mes más tarde,
el duque de Anjou, uno de los hombres que estuvo más cerca de llevar
a la reina virgen al altar, moría, de forma además inesperada, en
Château-Thierry. No tenía ni treinta años aunque, claro, si
empiezas a pulir de adolescente, a esa edad una buena sífilis ya ha
tenido tiempo para comérsete por las patas. Isabel guardó un luto
de seis meses por aquella muerte. Vistió de negro, muy especialmente
en las ocasiones en las que estaban presentes representantes
franceses, otorgándose con ello un estatus de viuda que no tenía.
Pero lo importante
no eran los sentimientos, entre otras cosas porque muy probablemente
esos sentimientos eran impostados por razón de Estado. Con Anjou,
los tres hermanos de Enrique III habían descendido al Hades, Francia
se enfrentaba al hecho de que su monarca no tenía hijos varones y
muy pocas perspectivas de tenerlos, entre otras cosas porque el rey
no parecía muy aficionado al tipo de cosas que entonces era
necesario hacer para procurar dichas descendencias. Así las cosas,
la sucesión estaba entre el primo del rey, Enrique de Navarra, y el
tío de éste, que era el cardenal de Borbón, arzobispo de Rouen.
Enrique de Navarra
parecía mucha mejor opción. Tenía treinta palos (su tío, el
doble) y parecía bastante sano. Pero tenía el leve problema de que
era hugonote y, por lo tanto, la poderosa familia Guisa no lo quería
ni para fregar los suelos del Louvre. Así las cosas, el propio duque
de Guisa contempló la posibilidad de autopostularse para el trono de
Francia. Pero si Guisa llegaba al trono, Inglaterra ya podía
prepararse, pues tendría al otro lado del canal a una gran potencia
en manos de un fanático antiprotestante. Afortunadamente para Isabel, Michel de Castelnau, que ya hemos dicho era el embajador francés en
la Corte inglesa, era un anti Guisa declarado, razón por la cual
ambos pudieron hablar abiertamente sobre los peligros que presentaba
la situación.
Como toda situación
jodida es siempre susceptible de empeorar, el 6 de junio lo hizo. Ese
día, un innominado soldado inglés, sudoroso y polvoriento, llegó a
Londres a uña de caballo, portando un mensaje para la reina: cinco
días antes, un aprendiz, Baltasar Gérard, había asesinado en Delft a Guillermo de Orange, que no es que fuera el
consejero-delegado de una empresa de telefonía, sino el líder de
los protestantes holandeses.
Gérard tenía sus
razones para hacer eso. Al fin y al cabo, Felipe II había prometido
una recompensa de unos 7 millones de euros de hoy en día a quien se
lo apiolase. Así pues, le disparó con una pistola que tenía
capacidad para tres balas. Una le dio en el estómago y las otras dos
le traspasaron los pulmones.
Así que ahora los
holandeses habían perdido a su Napoleón, dicho sea desde el punto
de vista de los protestantes; o a su Bin Laden, si lo vemos a través
de la lupa de los españoles. En paralelo, el duque de Parma ya
estaba preparando antes del atentado los asedios de Bruselas y
Amberes, seguidos de avance hacia el norte. Así pues, en ese momento
parecía que los españoles volverían a hacer suyas las Provincias
Unidas sin mediar acuerdo alguno.
La cercanía
percibida del momento en que la rebelión holandesa pasase a estar
cautiva y desarmada afectaba, asimismo, a los planes de Guisa.
Rápidamente diseñó el plan de limpiar Francia de hugonotes,
contando con una carísima financiación de España (unos 15 millones
de euros mensuales). Pero, si conseguía eso, ¿qué impedimento
podría haber para que Francia, España y el Papa se uniesen para
invadir Inglaterra?
Estos planes
estaban tan claros, que los holandeses tenían claro que no les
quedaba otra que buscar un padrino al que besar la mano y que les
protegiese de las armadas de Parma. Por eso invitaron al rey francés
Enrique para que fuese también su monarca. La oferta no era una
locura completa. Enrique III era un católico ferviente, pero también
era un enemigo declarado de Felipe de España, por lo que había
razones para imaginar que podría aceptar. Los ingleses supieron de
estos planes casi inmediatamente, en octubre de 1584, gracias a una
rápida comunicación de un espía en Delft. También casi
inmediatamente, el Consejo Privado de la reina decidió enviar allí
a un propio, para que negociase para Isabel el estatus de
co-signataria de ese acuerdo, apareciendo por lo tanto como garante
del eventual acuerdo franco-holandés. De esta manera, Inglaterra
aparecía como parte interesada en el conflicto, pero sin llevar a
cabo una implicación total (de hecho, Isabel había decidido que,
caso de rechazar la oferta el rey francés, ella no haría una
contraoferta). De ese modo, Inglaterra quedaría en el sitio en el
que siempre le ha gustado estar, esto es, sin implicarse directamente
pero con las manos libres para ayudar.
El enviado al
continente para recabar noticias fue William Davison, un funcionario,
diríamos hoy, que trabajaba para Walsingham. Asimismo, envió a
Henry Stanley, conde de Derby, a París. Lo hizo con una disculpa
formal (investir al rey francés como miembro de la Orden de la
Liga), pero en realidad le envió a averiguar cuál era la posición
de Francia respecto de la oferta de los holandeses.
El viernes, 5 de
marzo de 1585, otro soldado repleto de barro y agua en los ropajes
llegó a Londres subido sobre un caballo veloz y golpeó
violentamente con su espada el portalón del castillo de Greenwich.
Ésta vez sí sabemos su nombre: Charles Merbury. Traía la noticia
de que Enrique de Francia había declinado ser rey de los holandeses.
El gobierno inglés (o sea, el Consejo Privado) celebró reunión de
urgencia el lunes. Tuvo lugar en el Strand, en la casa de Cecil, que
era un casoplón justo al lado del Covent Garden.
Las cosas estaban
bastante calientes en Londres. Una semana antes de esa reunión,
William Parry había sido ejecutado. Parry, un galés bastante culto,
se había empleado como espía de Burghley pero, una vez en Italia,
no sólo se había pasado al bando católico tras ser sobornado, sino
que se había convertido y había prometido matar a la reina.
Descubierto en Londres, fue ejecutado de una forma que Isabel le
reservaba a las personas (no de sangre real) a la que odiaba más. O
sea, formalmente, Parry fue ahorcado. Pero, en realidad, al sacar de
sus pies el soporte, apenas dejaron que la cuerda se balancease una o
dos veces, y procedieron a cortarla inmediatamente. De esta manera,
el “ahorcado” permanecía plenamente consciente... momento en el
cual, usando un cuchillo de carnicero, se le arrancaron los
intestinos y el corazón a lo vivo. Ya muerto, su cabeza y
costillas fueron mutiladas para ser colocadas en picas en el Puente
de Londres.
Éstas son las
cosas que hacían los tipos que escriben libros diciendo que las
brutalidades de la Inquisición no tienen parangón en la Historia.
En las Provincias
Unidas, mientras tanto, el duque de Parma avanzaba como un
Transformer por un convento de ursulinas. Amenazaba con hacerse con
el control de todo el territorio con la única excepción, tal vez,
de Holanda, Zelandia y Utrecht. La caída de Amberes se esperaba de
forma inminente, y es por eso que en el encuentro de aquel lunes en
casa de Cecil, los consejeros de la reina decidieron urgirla para que
enviase alguna ayuda. Cecil le mandó una especie de acta por escrito
de lo tratado y, ese mismo día, envío a Holanda a Edward Burnham,
otro de los asistentes de Walsingham, con el mensaje para los
holandeses de que la reina estaba dispuesta a ayudarles.
Paralelamente, ordenó el refuerzo de los puertos de Dover y
Portsmouth, y de la propia Torre de Londres.
Los holandeses
enviaron al punto representantes para cerrar el acuerdo con
Inglaterra. Las puñeteras tormentas del Canal los retrasaron
bastante, pero finalmente el 24 de junio lograron pisar la Isla de
Cameron, concretamente Margate. El 10 de agosto, en el palacio de
Nonsuch en Surrey, firmaron los términos del acuerdo. Inglaterra
enviaría a un noble de rango para asistir a los holandeses, así
como una fuerza expedicionaria bien equipada. El acuerdo, además, se
aplicaría con inmediatez, y la razón era que los españoles ya
habían movido pieza. Un mercante inglés, el Primrose, había
atracado unas semanas antes en el puerto de Bilbao, y había recibido
noticias de que las autoridades españolas lo iban a embargar. Que,
de hecho, habían decretado un bloqueo de todos los barcos ingleses y
holandeses surtos en puertos ibéricos. Rápidamente, el capitán del
Primrose había levado anclas y había abandonado el mismo
Bilbao defecando pan de ángel, y se había dirigido a las orejas de
Francis Walsingham para contárselo.
Ahora Londres tenía
que proveer a los holandeses con un caudillo. Pero el candidato lo
tenía: el conde de Leicester. De largo, el hombre a quien la reina
Isabel de Inglaterra amó más en toda su vida.
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