lunes, septiembre 25, 2017

Isabel (2: El asesinato de Guillermo de Orange, y sus consecuencias)

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Habíamos dejado a Francis Thorckmorton atado al potro de tortura en el momento en que debió decir aquello de I'm confessin'. Y lo que dijo, básicamente, es que el duque de Guisa había concebido el mismo plan que en su día diseñó Ridolfi, esto es: colocar a María Estuardo en el trono tras deponer y asesinar a Isabel. Para llevar a cabo su plan, Thorckmorton había entrado en tratos con quien era desde 1578 el embajador español en Londres, Bernardino de Mendoza, al que había provisto con mapas bastante precisos que marcaban los mejores lugares de la costa meridional de Inglaterra para proceder a desembarcos. Asimismo, también le había dado una lista con los principales nobles y burgueses prósperos de religión católica, a los que consideraba dispuestos a secundar el plan.


Conocidos estos datos, Burghley y Walsingham trataron de cortar el rollo por lo sano. El 19 de enero de 1584 Robert Beale, que era cuñado de Walsingham, consiguió invitar a Mendoza a una reunión social en la que estaría el consejero de la reina. Fríamente, Walsingham lo acusó de estar complotando contra la reina en favor de María Estuardo, y le dió quince días para empacar sus cosas y salir de Inglaterra.

Un mes más tarde, el duque de Anjou, uno de los hombres que estuvo más cerca de llevar a la reina virgen al altar, moría, de forma además inesperada, en Château-Thierry. No tenía ni treinta años aunque, claro, si empiezas a pulir de adolescente, a esa edad una buena sífilis ya ha tenido tiempo para comérsete por las patas. Isabel guardó un luto de seis meses por aquella muerte. Vistió de negro, muy especialmente en las ocasiones en las que estaban presentes representantes franceses, otorgándose con ello un estatus de viuda que no tenía.

Pero lo importante no eran los sentimientos, entre otras cosas porque muy probablemente esos sentimientos eran impostados por razón de Estado. Con Anjou, los tres hermanos de Enrique III habían descendido al Hades, Francia se enfrentaba al hecho de que su monarca no tenía hijos varones y muy pocas perspectivas de tenerlos, entre otras cosas porque el rey no parecía muy aficionado al tipo de cosas que entonces era necesario hacer para procurar dichas descendencias. Así las cosas, la sucesión estaba entre el primo del rey, Enrique de Navarra, y el tío de éste, que era el cardenal de Borbón, arzobispo de Rouen.

Enrique de Navarra parecía mucha mejor opción. Tenía treinta palos (su tío, el doble) y parecía bastante sano. Pero tenía el leve problema de que era hugonote y, por lo tanto, la poderosa familia Guisa no lo quería ni para fregar los suelos del Louvre. Así las cosas, el propio duque de Guisa contempló la posibilidad de autopostularse para el trono de Francia. Pero si Guisa llegaba al trono, Inglaterra ya podía prepararse, pues tendría al otro lado del canal a una gran potencia en manos de un fanático antiprotestante. Afortunadamente para Isabel, Michel de Castelnau, que ya hemos dicho era el embajador francés en la Corte inglesa, era un anti Guisa declarado, razón por la cual ambos pudieron hablar abiertamente sobre los peligros que presentaba la situación.

Como toda situación jodida es siempre susceptible de empeorar, el 6 de junio lo hizo. Ese día, un innominado soldado inglés, sudoroso y polvoriento, llegó a Londres a uña de caballo, portando un mensaje para la reina: cinco días antes, un aprendiz, Baltasar Gérard, había asesinado en Delft a Guillermo de Orange, que no es que fuera el consejero-delegado de una empresa de telefonía, sino el líder de los protestantes holandeses.

Gérard tenía sus razones para hacer eso. Al fin y al cabo, Felipe II había prometido una recompensa de unos 7 millones de euros de hoy en día a quien se lo apiolase. Así pues, le disparó con una pistola que tenía capacidad para tres balas. Una le dio en el estómago y las otras dos le traspasaron los pulmones.

Así que ahora los holandeses habían perdido a su Napoleón, dicho sea desde el punto de vista de los protestantes; o a su Bin Laden, si lo vemos a través de la lupa de los españoles. En paralelo, el duque de Parma ya estaba preparando antes del atentado los asedios de Bruselas y Amberes, seguidos de avance hacia el norte. Así pues, en ese momento parecía que los españoles volverían a hacer suyas las Provincias Unidas sin mediar acuerdo alguno.

La cercanía percibida del momento en que la rebelión holandesa pasase a estar cautiva y desarmada afectaba, asimismo, a los planes de Guisa. Rápidamente diseñó el plan de limpiar Francia de hugonotes, contando con una carísima financiación de España (unos 15 millones de euros mensuales). Pero, si conseguía eso, ¿qué impedimento podría haber para que Francia, España y el Papa se uniesen para invadir Inglaterra?

Estos planes estaban tan claros, que los holandeses tenían claro que no les quedaba otra que buscar un padrino al que besar la mano y que les protegiese de las armadas de Parma. Por eso invitaron al rey francés Enrique para que fuese también su monarca. La oferta no era una locura completa. Enrique III era un católico ferviente, pero también era un enemigo declarado de Felipe de España, por lo que había razones para imaginar que podría aceptar. Los ingleses supieron de estos planes casi inmediatamente, en octubre de 1584, gracias a una rápida comunicación de un espía en Delft. También casi inmediatamente, el Consejo Privado de la reina decidió enviar allí a un propio, para que negociase para Isabel el estatus de co-signataria de ese acuerdo, apareciendo por lo tanto como garante del eventual acuerdo franco-holandés. De esta manera, Inglaterra aparecía como parte interesada en el conflicto, pero sin llevar a cabo una implicación total (de hecho, Isabel había decidido que, caso de rechazar la oferta el rey francés, ella no haría una contraoferta). De ese modo, Inglaterra quedaría en el sitio en el que siempre le ha gustado estar, esto es, sin implicarse directamente pero con las manos libres para ayudar.

El enviado al continente para recabar noticias fue William Davison, un funcionario, diríamos hoy, que trabajaba para Walsingham. Asimismo, envió a Henry Stanley, conde de Derby, a París. Lo hizo con una disculpa formal (investir al rey francés como miembro de la Orden de la Liga), pero en realidad le envió a averiguar cuál era la posición de Francia respecto de la oferta de los holandeses.

El viernes, 5 de marzo de 1585, otro soldado repleto de barro y agua en los ropajes llegó a Londres subido sobre un caballo veloz y golpeó violentamente con su espada el portalón del castillo de Greenwich. Ésta vez sí sabemos su nombre: Charles Merbury. Traía la noticia de que Enrique de Francia había declinado ser rey de los holandeses. El gobierno inglés (o sea, el Consejo Privado) celebró reunión de urgencia el lunes. Tuvo lugar en el Strand, en la casa de Cecil, que era un casoplón justo al lado del Covent Garden.

Las cosas estaban bastante calientes en Londres. Una semana antes de esa reunión, William Parry había sido ejecutado. Parry, un galés bastante culto, se había empleado como espía de Burghley pero, una vez en Italia, no sólo se había pasado al bando católico tras ser sobornado, sino que se había convertido y había prometido matar a la reina. Descubierto en Londres, fue ejecutado de una forma que Isabel le reservaba a las personas (no de sangre real) a la que odiaba más. O sea, formalmente, Parry fue ahorcado. Pero, en realidad, al sacar de sus pies el soporte, apenas dejaron que la cuerda se balancease una o dos veces, y procedieron a cortarla inmediatamente. De esta manera, el “ahorcado” permanecía plenamente consciente... momento en el cual, usando un cuchillo de carnicero, se le arrancaron los intestinos y el corazón a lo vivo. Ya muerto, su cabeza y costillas fueron mutiladas para ser colocadas en picas en el Puente de Londres.

Éstas son las cosas que hacían los tipos que escriben libros diciendo que las brutalidades de la Inquisición no tienen parangón en la Historia.

En las Provincias Unidas, mientras tanto, el duque de Parma avanzaba como un Transformer por un convento de ursulinas. Amenazaba con hacerse con el control de todo el territorio con la única excepción, tal vez, de Holanda, Zelandia y Utrecht. La caída de Amberes se esperaba de forma inminente, y es por eso que en el encuentro de aquel lunes en casa de Cecil, los consejeros de la reina decidieron urgirla para que enviase alguna ayuda. Cecil le mandó una especie de acta por escrito de lo tratado y, ese mismo día, envío a Holanda a Edward Burnham, otro de los asistentes de Walsingham, con el mensaje para los holandeses de que la reina estaba dispuesta a ayudarles. Paralelamente, ordenó el refuerzo de los puertos de Dover y Portsmouth, y de la propia Torre de Londres.

Los holandeses enviaron al punto representantes para cerrar el acuerdo con Inglaterra. Las puñeteras tormentas del Canal los retrasaron bastante, pero finalmente el 24 de junio lograron pisar la Isla de Cameron, concretamente Margate. El 10 de agosto, en el palacio de Nonsuch en Surrey, firmaron los términos del acuerdo. Inglaterra enviaría a un noble de rango para asistir a los holandeses, así como una fuerza expedicionaria bien equipada. El acuerdo, además, se aplicaría con inmediatez, y la razón era que los españoles ya habían movido pieza. Un mercante inglés, el Primrose, había atracado unas semanas antes en el puerto de Bilbao, y había recibido noticias de que las autoridades españolas lo iban a embargar. Que, de hecho, habían decretado un bloqueo de todos los barcos ingleses y holandeses surtos en puertos ibéricos. Rápidamente, el capitán del Primrose había levado anclas y había abandonado el mismo Bilbao defecando pan de ángel, y se había dirigido a las orejas de Francis Walsingham para contárselo.


Ahora Londres tenía que proveer a los holandeses con un caudillo. Pero el candidato lo tenía: el conde de Leicester. De largo, el hombre a quien la reina Isabel de Inglaterra amó más en toda su vida.

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