Recuerda que esta serie se compone de:
El historiador romano Olimpiodoro refiere el acceso al trono de Valentiniano, acompañado de su unión con la hija de Teodosio, Licinia Eudoxia, y escoge ese momento para dar fin a su obra histórica. Este hecho debe servir para darnos la medida de hasta qué punto los romanos llegaron a concebir el acceso a la púrpura por Valentiniano como el fin positivo de una época. Por fin, en su cabeza, tras un periodo de grandes problemas (que daban por resueltos y fagocitados en el estómago de ese poderoso Sharlak que era el Imperio), Roma volvía por sus fueros, unificado bajo una dinastía, la teodosia.
- Las envidias entre Valente y Graciano y el desastre de Adrianópolis.
- El camino hacia la primera paz con los godos.
- La llegada en masa, y desde diversos puntos, de inmigrantes al Imperio.
- La entrada en escena de Alarico y su extraño pacto con Flavio Stilicho.
- Los hechos que condujeron al saco de Roma propiamente dicho.
- La importante labor de rearme del Imperio llevada a cabo por Flavio Constancio.
- Las movidas de Gala Placidia hasta conseguir nombrar emperador a Valentiniano III.
El historiador romano Olimpiodoro refiere el acceso al trono de Valentiniano, acompañado de su unión con la hija de Teodosio, Licinia Eudoxia, y escoge ese momento para dar fin a su obra histórica. Este hecho debe servir para darnos la medida de hasta qué punto los romanos llegaron a concebir el acceso a la púrpura por Valentiniano como el fin positivo de una época. Por fin, en su cabeza, tras un periodo de grandes problemas (que daban por resueltos y fagocitados en el estómago de ese poderoso Sharlak que era el Imperio), Roma volvía por sus fueros, unificado bajo una dinastía, la teodosia.
Todo,
sin embargo, era un espejismo. Lo era porque, en realidad, el
problema de la caída del Imperio no fueron los godos, sino el propio
Imperio. Valentiniano era un emperador de seis años; gobernado, eso
sí, por un sargento de granaderos con mala leche como su madre, pero
era un criajo. En estas condiciones, en realidad el Imperio ravenés
estaba en manos de quien había estado siempre en los últimos veinte
años: de los milicos.
Así
pues, lo que siguió en la segunda mitad de la tercera década del
siglo V fue un enfrentamiento entre los tres grandes jefes militares
de Occidente: Félix, Aecio y Bonifacio, con Gala Placidia por medio
tratando de labrar pequeñas alianzas con cualquiera de ellos para
evitar un desequilibrio definitivo del poder. Si pensáis
en cuatro personas jugando al parchís, una de las cuales concluye
constantemente alianzas con los otros dos que van perdiendo para
comerse a saco las fichas del que va ganando, accederéis a una
imagen razonablemente cercana del papel que yo creo que jugó la
herma del emperador muerto, madre del vivo, en todo aquel follón.
Félix,
en su condición de magister militum praesentalis, tenía el
control de las tropas acuarteladas en Italia. Aecio, por su parte,
había reemplazado a Castino como jefe militar en la Galia, tras la
caída de éste, que se fue por el desagüe cuando se fue Juan.
Pero su fuerza venía de otro lado. Ya hemos dicho que Aecio había
sido rehén de los hunos, lo cual quiere decir que los conocía como casi ningún otro romano. Cuando Juan se sintió en peligro por la
llegada de las tropas de Constantinopla, envió a Aecio a las
fronteras del Imperio para recabar la ayuda de mercenarios hunos.
Aecio no cumplió su misión porque no llegó a tiempo para salvar a
Juan; pero, por el camino, había creado un auténtico ejército huno
mercenario, que podría superar las 50.000 almas asiáticas. Aecio
pactó con aquellos tipos que volviesen a sus casas a condición de
permanecer al servicio del Imperio (esto quiere decir: de él). Con
esa fuerza en la chequera, a Rávena lo le quedó otra que darle el
control militar de la Galia.
En lo
que respecta a Bonifacio, ya sabemos bien cuál era su centro de
poder.
Gala
Placidia, como hemos dicho, se las arregló durante un tiempo para
tratar a los tres jefes militares como la langosta, la anguila y el
pulpo: tres enemigos mortales que, sin embargo, si son colocados en
un acuario nunca se atacarán, pues cada uno de ellos sabe que acabar
con el enemigo al que pueden provocará que se quedarán sin
contrapeso para poder vencer al tercero. Pero eso no podía durar
toda la vida.
En el
año 427, por razones cuya veracidad obviamente no podemos juzgar,
Félix acusó a Bonifacio de deslealtad, y lo llamó a Italia.
Bonifacio le contestó que unos cojones, con lo que Félix se sintió
legitimado para enviar una tropa al norte de África. Allí, sin
embargo, los bonifacios les dieron hasta en el perineo. Mientras
tanto, Aecio había realizado en los años 426 y 427 sus campañas
contra visigodos y francos, con gran éxito, lo cual le llevó a
crecerse y pensar que podía con Félix. Contando tal vez con la
complicidad de Gala, en el 429 consiguió ser designado segundo
general en jefe de las tropas en Italia. No se sabe muy bien lo que
pasó, pero el caso es que un año después, en la primavera del 430,
Aecio tenía a Félix y a su mujer arrestados, bajo la acusación de
conspirar contra él. Y se apresuró a ejecutarlos en la misma
Rávena.
La
jugada de Aecio no carece de lógica. Las tendencias centrífugas y
aislacionistas de las gentes que habían comandado los ejércitos del
norte de África eran bien conocidas. No habían sido pocas las veces
en que los mandos situados en la vieja Cartago habían decidido ver
los problemas del continente europeo desde el balcón. Supongo que
Aecio pensó que Bonifacio haría lo mismo y que, a cambio de un
inteligente acuerdo de status quo, no le daría por el saco.
Sin
embargo, en mi opinión (me parece la reconstrucción más lógica de
los hechos), Aecio había olvidado a Gala Placidia, la madre del
emperador, cuya prioridad en la vida era que nadie se hiciese lo
suficientemente fuerte como para albergar la idea de apiolarse a su
hijo y, por supuesto, ella misma. Así las cosas, tengo yo por
probable que ella, la misma persona que habría puesto las cosas
fáciles a Félix al traerlo a Italia, maniobró ahora para que el
propio Bonifacio fuese también llamado a la península. El gesto no
tiene vuelta de hoja interpretativa, pues la llamada se produjo
cuando Aecio había regresado a la Galia; además, el general
africano fue nombrado general en jefe de las tropas italianas.
Era la
guerra. Aecio marchó hacia Italia, y se encontró con las tropas de
Bonifacio cerca de Rimini. La cosa le salió de coña a Gala
Placidia: Bonifacio ganó la batalla, pero con el coste de ser
mortalmente herido, por lo que murió poco después. Aunque su
legado, por así decirlo, fue rápidamente capitalizado por su yerno,
Sebastiano. Aecio, por su parte, regresó, muy debilitado, a la
Galia, pero como quiera que allí sufriese dos atentados personales
que le enseñaron que no estaba ni de coña a salvo, decidió buscar
la protección de los hunos. Con su patota de amiguitos se presentó
en Italia en el 433, momento en que Sebastiano se fue por los pantys,
por lo que huyó a Constantinopla. Aecio, sin oposición, fue nombrado
comandante de las fuerzas italianas, y el 5 de septiembre del 435
adoptó el título de patricio.
Lo que
ocurrió en los años treinta del siglo había ocurrido
otras veces en la Historia del Imperio. Pero nunca, como esta vez,
las luchas de poder en Rávena y en los campos de Rimini habían
tenido tantas consecuencias en el debilitamiento del poder periférico
del Imperio. Aquí está, en buena medida, la raíz de su caída. Las elites romanas del siglo V no habían hecho otra cosa
que sus abuelos y bisabuelos; pero ellos se cargaron, en parte, el
Imperio, porque si bien sus antecesores habían sido capaces de darse
de hostias en Roma mientras con el otro brazo sofocaban rebeliones en
Judea, en la Galia, en Britania, en Hispania, éstos, ahora, para
poder darse zancadillas en Rávena, no tenían otro remedio que dejar
que los que estaban muy lejos de aquellas peleas hicieran lo que les
saliese de los huevos.
Y aquí
es donde entran en juego los godos, más bien visigodos, de nuevo. La
caída del Imperio no tiene tanto que ver con la infiltración goda
en el ejército imperial, como con la sensación que tenían estos mismos
godos de que podían, primero, gobernarse por sí mismos,
para después considerar que podían hacer suyo el Imperio mismo.
Hemos de recordar que la vieja tropa goda estaba establecida en
Aquitania, bajo los términos de la paz del 418. Pero muy pronto,
cuando realmente se den cuenta de que su metrópoli se desangra en
luchas partidarias, aspirarán a bastante más.
A esto
hay que unir que el trío calavera de las clases de historia en las
viejas escuelas gallegas (los suevos, vándalos y alanos) estaban
otra vez por ahí dando leches.
Los
alanos eran unos tipos que hablaban iranio y que habían sido
desalojados de la actual Ucrania por los hunos. Los vándalos, que
como hemos visto se dividían en silingos y hasdingos, hablaban
germánico y venían de Polonia. Los suevos, inicialmente bastante
dispersos, provenían de Hungría. Por lo tanto, podemos pensar que
suevos y vándalos se entendían entre ellos razonablemente, haciendo
un esfuerzo (como se entienden un español y un portugués: hablando
despacio); pero ni modo se entenderían con los alanos con sus
acentos mesopotámicos. No obstante, a ratos este colectivo tan
diverso y sin un Alarico claro conseguía razonables niveles de unión
a la hora de luchar y conquistar. Lo que para mí esta claro es que
siempre les faltó un general que, como hiciera Alarico con los
greutungos y tervingios, acabase por desdibujar las fronteras entre
ellos.
Existe
otra diferencia importante entre suevos y vándalos por un lado, y
alanos por el otro. Los primeros probablemente compartían la
estructura social germánica clásica, que se comunicaría con éxito
a la sociedad medieval, basada en la existencia de una elite
dominante sobre dos clases formadas por hombres libres (pero siervos)
y esclavos. Los alanos, sin embargo, no tenían esclavos, y se
consideraban todos ellos de igual nivel de nobleza (como los
vascones, por cierto). Retenían, pues, una pura estructura social
propia de pueblo nómada, en el que, por definición, nadie puede
poseer un palacio.
A base
de dar tumbos y de enfrentarse con las tropas romanas de cada zona,
este trío de la bencina terminó en España. Como ya hemos visto, a
mediados de la segunda década del siglo los vándalos silingos, al
mando de su rey Fredibaldo, a quien por tanto podríamos llamar
Freddy el Vándalo, fueron duramente derrotados en Andalucía
(Freddy sería ejecutado en Rávena, por cierto), junto con los
alanos, que quedaron seriamente diezmados, por lo que buscaron la
protección del hasdingo galaico Gunderico Carballeira.
La
derrota de la Bética tuvo consecuencias importantes para Roma, que
recuperó control y poder sobre nuestra piel de toro; pero fue, en
realidad, mucho más importante para los invasores. Aunque todo es
terreno de pura especulación, os diré que mi opinión es que, hasta
que Freddy el Vándalo fue derrotado en el Benito Villamarín, el
guión estaba escrito para que la dominación bárbara en España
estuviese dirigida y monopolizada por los alanos. Probablemente, eran
la tropa más numerosa y más cabrona de las cuatro (recordar que
vándalos los había de dos tipos, los que hablaban catalán y los
que hablaban valenciano); y tenían un rey, Addax, con toda la pinta
de ser un buen cabrón con borlas. Todo aquello, sin embargo, se fue
a tomar por saco en la Bética, donde los alanos perdieron un
porcentaje de acometividad que no podía estar por debajo del 70% u
80%; sólo así se entiende que se retirasen al culo del mundo, tierra de nécoras.
Pero,
claro, la pérdida de poder de los alanos sirvió para que la
relativa fragmentación entre ellos perdiese tensión. Gunderico
tenía ahora el control de las dos tribus vándalas y de los propios
alanos, lo que venía a suponer una coalición razonablemente viable
a la hora de construir un poder alternativo en España. Esto quiere
decir que, además del grupo godo construido por Alarico, ahora
existía una confluencia bárbara que venía a dibujar un segundo
tercer gran foco de poder dentro del Imperio. No obstante, hay que
recordar que los reyes vándalos se llamaban a sí mismos “Rey de
los vándalos y de los alanos”; lo cual sugiere que ambos
colectivos mantenían su identidad propia. Una especie de Unidos Podemos goda, pues.
Como ya
sabemos, Constancio, tras la victoria de la Bética y otras más,
decidió dejar España en paz para poder llevarse a los godos de
Wallia a Aquitania, a que se hiciesen granjeros. Con las manos más
libres, en el 419 probablemente Gunderico Carballeira intentó vencer
al rey suevo Hermerico (no menos Carballeira) y someter a sus altos
y rubios súbditos. Hermerico se encastilló en las montañas del
norte de Lugo, más o menos. En el 420 el Imperio intervino en este
conflicto, probablemente temiendo que una victoria de Gunderico
pusiese bajo su manto tropas en exceso, y envió a un oficial llamado
Asterio, que logró romper el bloqueo al que los vándalos tenían
sometidos a los suevos. Las cosas, sin embargo, quedaron en paso por
causa de la muerte de Constancio (lo que da que pensar qué habría
sido de España de haber vivido cinco o diez años más; ucronía que
se queda para la especulación del lector pero que, en mi opinión,
sostiene la idea de que Flavio Constancio es mucho más importante
para la Historia de lo que normalmente se cree).
En el
422, una coalición romano-visigoda atacó de nuevo a los vándalos y
alanos que, hartos de la lluvia, se habían movido de nuevo hacia la
Bética. Por parte romana participaron Castino desde Galia y
Bonifacio desde África, más los godos aquitanos; esto nos da la
medida de que Roma había preparado toda una expedición contra los
bárbaros hispanos. Sin embargo, cuando Placidia fue exiliada a
Constantinopla, Bonifacio volvió grupas en protesta, y la campaña
quedó en poca cosa. Castino siguió adelante, pero fue derrotado por
los vándalos y alanos. Castino se retiró a Tarragona para preparar
una nueva ofensiva, pero por medio la cascó Honorio y tuvo que
volver a Italia.
La
inestabilidad política en Rávena supuso una gran ventaja para los
vándalos y alanos, quienes se quedaron en España sin ser
molestados. En los años veinte del siglo capturaron Sevilla y
Cartagena, lo cual nos da la medida de su libertad de movimientos a
escala peninsular. No obstante, eran bárbaros, pero no gilipollas.
Sabían que no tenían ningún instrumento jurídico que les diese
derecho, a los ojos de Roma, para estar allí (nunca habían firmado
un tratado de paz, nunca se habían declarado vasallos ni
tributarios); y sabían, por lo tanto, que la primera promesa que
haría quien acabase por llegar al poder imperial supremo no sería
derogar la reforma laboral, sino degollarlos. Y ésta la cumpliría
o, cuando menos, intentaría cumplirla. No siempre se les iba a morir
un emperador o un generalísimo en el tiempo de descuento.
Gunderico
murió en el 428, y fue sucedido por un medio hermano que surgió
inesperadamente del suelo en forma de chorro: Geiserico (estas cosas
las pongo porque me divierten, porque ni soy historiador profesional
ni pretendo serlo y, last but not least, para que, si copias
todo esto para un trabajo del cole, por lo menos tengas que
leértelo).
Geiserico
estaba minusválido a causa de una caída del caballo, y los
testimonios que nos han quedado sobre él nos pintan a un tipo
bastante austero y excelente estratega, que sabía manipular a sus
enemigos, y a sus amigos, para ponerlos a unos en contra de otros.
Estratégicamente hablando, tenía bastante clara cuál había de ser
la opción de los vándalos y alanos; y no era Galicia, por mucho que
se empeñen algunos nacionalistas de esa tierra, sino el norte de
África.
Geiserico
quería para su pueblo un lugar a salvo de posibles enfrentamientos,
y alianzas, ante romanos y godos. No quería luchar ni contra ni con
ellos. No es que fuera un pacifista; era un realista que conocía las
limitaciones de su pequeña nación, y leía los tiempos como para
comprender que para su gente tenía que llegar un momento en el que
el relativo nomadismo en que se resumía su vida mutase a algún tipo
de existencia más estable. Durante la estancia de los vándalos en
la Bética, éstos habían establecido ya contactos diversos con
propietarios de barcos y astilleros, estudiando las posibilidades de
un traslado. De hecho, había sido con estos medios que habían
podido saquear las Islas Baleares.
Así las
cosas, en el mes de mayo del 429, con el buen tiempo, Geiserico juntó
a los suyos en Tarifa, y comenzó a trasladar a su nación hacia el
continente de enfrente. Siendo como eran, al parecer, arrianos, su
llegada al nuevo territorio se caracterizó no sólo por los saqueos
by default, sino también por una violencia adicional contra
el cristianismo católico. En todo caso, el hecho de que Roma, como
sabemos, tenía un ejército en el África del norte, así como que
la capacidad entonces de poner barcos en la mar era limitada, abre el
misterio, nunca suficientemente resuelto, de cómo pudo ser capaz
Geiserico de trasladar a tanta gente a través del Estrecho. Cabe
recordar aquí que 1.500 años después, el mismo problema, pero en
sentido contrario, lo tuvo el general Francisco Franco, y sólo lo
pudo resolver con la ayuda extraordinaria de Alemania. Y Franco, no
se olvide, transportaba tropas; Geiserico transportaba una nación
entera.
Según
todos los indicios, lo que hicieron los vándalos y alanos fue cruzar
el Estrecho por su parte más ídem, desembarcando en Tánger, esto
es muy lejos de donde estaba la mayoría de las tropas romanas, en la
actual Túnez. Tardaron un año en aparecer en Hippo Regius, esto es
Hipona, la ciudad de la que era obispo Agustín de Allí Mismo. Eso
quiere decir que hicieron unos 2.000 kilómetros en doce meses.
Los
godos y las tropas romanas de Bonifacio se encontraron en la raya de
Numidia. Los romanos fueron vencidos y Bonifacio se retiró a Hipona,
ciudad que sería asediada durante algo más de un año. Otras tropas godas se movieron más al oeste, hacia la provincia romana de
Proconsularis, la antigua Cartago.
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