Hola.
Ayer, almorzando frugalmente con un amigo (no, no era Tiburcio, esta vez), nos ha surgido una conversación que ha acabado quintaesenciándose en una pregunta: ¿cuál es el hecho de la Historia que, en sí, ha sido más importante por sus consecuencias?
Debo decir que yo no he dudado ni un segundo a la hora de contestar a la pregunta; mi amigo sí, ha cambiado varias veces de idea y, al final, no me ha quedado clara su elección postrera. Así pues, todo lo que me queda es explicar la mía.
En primer lugar, para no hacernos trampas en el solitario, partamos de una definición de Hecho Histórico Abracadabrantemente Importante o HHAI. Un HHAI (pronúnciese Khai, con doble jota, en honor al inventor de la expresión) se define (o sea, lo defino yo) como aquel hecho real ocurrido que sea tal que, elaborando una racional ucronía sobre qué habría pasado de no haberse producido, el resultado fuese un mundo significativamente diferente del real. Así las cosas, por ejemplo, la batalla de Waterloo puede considerarse un hecho histórico de gran importancia; pero no, en mi opinión, un HHAI, porque una victoria de Napoleón o un empate difícilmente sostiene la idea de que el francés hubiese recuperado la capacidad de dominar Europa y cambiar su Historia.
Puedes, por supuesto, aportarnos tu idea. De hecho, tienes dos maneras de hacerlo: o escribir un comentario, o escribirle al autor de este bodrio a granmiserableARROBAgmailPUNTOcom con un artículo sobre la materia; con la seguridad de que lo publicaré aquí mismo con tu firma. Salvo, claro, que consideres que el HHAI sea la separación de Los Amaya...
Yo ya he dicho que lo tengo claro. Para mí, el HHAI más importante de la Humanidad es la destrucción del Templo por Tito (año 70 de nuestra era).
La destrucción del Templo de Jerusalén hizo que una etnia de muy poca importancia demográfica en el mundo, menos aun política y menos aun militar, se diese cuenta de una cruda realidad: no eran la hostia, no eran los elegidos. Ni siquiera eran un pueblo ligeramente respetado. Eran unos mierdas. Ellos llevaban decenas de siglos alimentando la idea de que eran el centro del mundo y, de repente, unos tipos prostibularios, unos okupas con uniforme, se llevaron por delante las piedras un día levantadas allí mismo personajes de naturaleza casi divina. Delante de ellos, es probable, se cagaron, se mearon y violaron a unas cuantas pibas sobre piedras situadas en esquinas hasta entonces remotas de aquel lugar sagrado, en las que hasta aquel día sólo podía entrar el sumo sacerdote, y eso después de preparativos y abluciones mil.
En teoría, aquel momento estaba diseñado para joder sólo a los judíos, esa pequeña esquina del mundo mundial, bastante poco conocida y desde luego no muy admirada; por no mencionar su sempiterna división interna en sectas. sub-sectas, grupúsculos y capillas. De hecho, los hebreos del año 70 ni fueron los primeros, ni serían los últimos, a los que un ejército cabreado y borracho se les llevaba por delante sus lugares sagrados. Su reacción, sin embargo, cinceló el mundo occidental tal y como lo conocemos.
Hasta aquel día, el hebreo average había creído en eso que los griegos no tardarían por conocer como parusia. Más o menos: en un tiempo, Dios le había dado a Moisés la fuerza necesaria para que el judío fuese el ejército más poderoso del mundo (Ramsés pillado en el mar, las trompetas de Jericó, tal); y esto volvería a pasar cuando llegase un definitivo Mesías, que iba a hacer que Moisés pareciese un santo becario. Ya hemos recordado varias veces en este blog que esta creencia era una creencia terrenal, esto es: lo que los judíos esperaban no era a un sacerdote que transustanciase el vino, sino a un jefe militar que arramblase con lo que se le pusiera por delante. Tengo por mí que los judíos habían heredado esa visión de su estancia en Egipto, donde aprendieron que Dios es un señor que se sube a un carro y empala libaneses.
El tipo de situación moral en la que dejó Tito a los hebreos se puede contrastar en un poema que se conserva en la ciudad neerlandesa de Leiden, y que se suele conocer como Papiro de Ipuwer. Vale, el PdI no es hebreo, es egipcio; pero si lo piensas, describe una situación muy parecida: un pueblo orgulloso, que se ha creído el dueño del mundo (y probablemente lo ha sido), de repente vive hambrunas, falta de absolutamente todo, y, last but not least, la humillación de que unos pringaos que hogaño no servían ni para limpiarle los pies a Horus con la lengua, los hicsos, vayan y se hagan con el control territorial de la parte mollar del país: el llamado Bajo Egipto.
Los hicsos por un lado, los romanos por otro, vienen a ser lo mismo: enemigos inesperadamente poderosos que parecen estar sobre la Tierra con la única misión de transmitirte un mensaje claro: eres una puta mierda de egipcio. Una puta mierda de hebreo.
Y nadie, absolutamente nadie, baja de los cielos, montado en un caballo blanco, para defenderte.
Si Dios no quiso impedir que los lugares más sagrados de la Tierra no fuesen mancillados por mercenarios de toda laya, que vomitaron sus borracheras sobre las aras de las que supuestamente Dios tomaba sus sacrificios; si Dios, digo, permaneció así de tranquilo, eso sólo puede ser por dos razones: porque Dios no existe, o porque sus fieles algo habían hecho mal.
Y el intento de hacerlo bien se llama cristianismo.
El pensamiento hebreo se libera, con la caída de Jerusalén, del estrecho corsé de que los que piensan son sólo los rabinos, y comienza a especular. ¿Y si los mensajes no fueron bien entendidos? ¿Y si, en realidad, lo que nos dicen las tradiciones es que nuestro Reino (Jesús dixit) no es de este mundo? ¿Y si eso de lo que hablan los profetas, y los salmos, y toda la pesca, es de nuestra superioridad trascendente, no porque vamos a tener con nosotros al más poderoso general, sino porque tenemos de nuestro lado al único Dios verdadero?
Esos hebreos que piensan esas cosas, que aligeran el corsé de la vieja religión hebrea, esa incómoda religión bajo la que, según lo días, antes de sentarse había que cerciorarse de que no se hubiese sentado antes una mujer en esos días del ciclo; esos hebreos, digo, a base de hacer amigos en Facebook, acaban aceptando amistad de unos extraños tipos, los platónicos, y también algún que otro devoto de religiones orientales que, ya para entonces, creen en el Cielo y en la Otra Vida y, sobre todo, creen en la Expiación: no es más fuerte quien más fuerte es sobre la Tierra, sino quien más limpio trata de entrar en el Cielo.
Este panaché ideológico, muy bien formado, es relativamente fácil de trazar en el Evangelio de Juan, el más moderno y gnóstico de todos, el menos arameo, por así decirlo. Esa reflexión cambió el mundo, porque cambió a buena parte de los que lo habitaban.
Es muy posible, tal y como yo lo veo, que sin la destrucción de Jerusalén, la religión hebrea nunca habría dado el paso de evolucionar en este sentido. Si los hechos del siglo le hubiesen permitido a todos los judíos seguir siendo orgullosos, seguir abrazados a sus tradiciones, lo habrían hecho. Se puede aducir que el contacto entre judaísmo y platonismo era inevitable. Y es verdad. Lo que para mí no está tan claro es que ese contacto hubiera tenido tantos acólitos en el área de la actual Israel y países vecinos si el personal no hubiese estado tan de bajón como estaba.
A mi modo de ver, la destrucción del Templo es un hecho más importante para el cristianismo y, por ende, para la Historia de la Humanidad (occidental) que la propia decisión de Constantino, en la cual tenía pocas alternativas, la verdad.
Pero es sólo mi opinión, claro.
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