Hay muchos testimonios, incluso en la
primera Historia de Roma, de que la frontera oriental de sus
posesiones europeas nunca dejó de ser un problema. Pero para hablar
de la caída del poder de Roma, en puridad, hay que desplazarse hasta
el cuarto siglo de la era. Un siglo en el que Roma seguía siendo
enormemente poderosa, pero había cambiado bastante.
En primer lugar, las acromegálicas necesidades de su organización estatal habían llevado al Estado romano a establecer una red de impuestos que muy probablemente era confiscatoria. En segundo lugar, la clase política se encontraba bastante debilitada pues, a pesar de basarse en el poder de unas cuantas familias, para entonces, según se ha estimado, apenas una cuarta parte de los senadores procedía realmente de aquella casta que había hecho grande al Estado y que justificaba su naturaleza oligárquica.
En primer lugar, las acromegálicas necesidades de su organización estatal habían llevado al Estado romano a establecer una red de impuestos que muy probablemente era confiscatoria. En segundo lugar, la clase política se encontraba bastante debilitada pues, a pesar de basarse en el poder de unas cuantas familias, para entonces, según se ha estimado, apenas una cuarta parte de los senadores procedía realmente de aquella casta que había hecho grande al Estado y que justificaba su naturaleza oligárquica.
En el año 368, un senador llamado
Símaco visitó la ciudad de Trier o Treveris, situada en la actual
frontera entre Francia y Luxemburgo. La misión de Símaco era
imponer la aurum coronarium,
la corona de oro, al emperador Valentiniano I. La corona de oro no
era una corona. En realidad, era una pasta que las ciudades del
imperio otorgaban voluntariamente (so to speak;
o sea, más o menos con el mismo nivel de voluntariedad con que los
coruñeses le regalaron Meirás a Franco) a un nuevo emperador
en el momento de su nombramiento y con cada quinquennalia,
esto es, cada vez que acumulaba un lustro de mandato. Valentiniano
había subido al poder en el 364, por lo que estaba a punto de llegar
a su quinto año de mandato, y debía recibir los euros.
Así
pues, hay ciertas cosas que se deben entender. La primera, que en el
cuarto siglo de nuestra era, para ir a ver a un emperador ya no te
bastaba con cruzar el Foro a pie o en carrito: tenías que salir de
Roma y muy a menudo, llegarte hasta donde Jesucristo perdió su
abono-transporte. La capital seguía siendo la capital y demandando
buena parte de los ingresos fiscales del Estado romano, pero había
dejado de ser el centro del Imperio. En Italia, había sido batida
por Milán, que tenía la ventaja de estar más cerca de otras
fronteras del Imperio. Pero además estaban Trier, o Sirmium en el
Danubio, Nicomedia en Asia Menor, o Antioquía. Todos estos lugares
eran ya políticamente mucho más relevantes que Roma. Estas nuevas
capitales de hecho no hacían sino reflejar una situación por la
cual los emperadores tenían que estar centrados en las tensiones
existentes en sus fronteras.
La
segunda cosa que hay que saber es que la figura del emperador había
cambiado radicalmente, orientalizándose. El contacto de Roma con el
mundo helenístico y, sobre todo, con las mesetas de Persia y sus
satrapías, había cambiado para siempre la figura del emperador.
Éste, recuérdese, comenzó siendo un primus inter pares,
aunque ya muy pronto (sobre todo con Augusto) se procedió a hacer
cosas como divinizarlos. El proceso, lento pero seguro, se
perfeccionó durante el periodo que podemos denominar de los Doce
césares por seguir con la descripción de Suetonio. En el cuarto
siglo de nuestra era, el emperador romano ya poco se distinguía de
un basileus
helenístico y, entre otras cosas, en presencia del emperador se
exigía la proskynesis,
esto es el acto de tirarse al suelo y humillarse. La descripción que
nos ha llegado de la entrada del emperador Constancio en Roma, apenas
siete años antes de la elevación de Valentiniano, nos pinta a un
tipo sentado en su trono que no mueve ni un músculo; los emperadores
se han convertido en estatuas admiradas por su pueblo.
Pero la gran
novedad que se había producido en el cuarto siglo de la era, por la
importancia que tendría en el funcionamiento del Imperio, fue la
introducción de la corregencia. Adelantando la decisión de
Constantino el Grande, para entonces era normal que el Este y el
Oeste del Imperio fuesen administrados por distintos jerarcas.
Algunos emperadores (Constancio II, Juliano, Joviano o Teodosio I)
gobernaron solos durante algún tiempo todo el Imperio, pero eso fue
la excepción.
Para gobernar,
aquellos emperadores no tenían que mirar al Senado, que de tiempo
atrás era ya una institución bastante poco útil. En realidad, el
Imperio se había convertido en buena parte en lo que hoy
denominaríamos una dictadura militar, puesto que el ejército era el
principal punto de atención para los emperadores; especialmente los
comitatenses o comandantes de las fuerzas desplegadas en
diferentes regiones, y que habitualmente tenían el poder de poner y
de quitar. El ejército y los palatini, esto es la corte de
burócratas que rodeaban al emperador, eran los dos elementos de
gobierno. Ser emperador, de esta manera, era un hecho que surgía
mucho más del consenso de militares y altos funcionarios que de una
legitimidad dinástica que a veces no estuvo tan clara.
Un elemento
importante del Imperio romano tardío es que había roto el vínculo
entre la carrera política clásica, el cursus honorum, y la
carrera militar. Los senadores podían aspirar a conseguir puestos
diversos que les darían poder para distribuir trigo o presidir
fiestas religiosas; pero ya no eran los cónsules de siglos atrás,
aspirantes a obtener mando en tropa que consolidase su poder. El
ejército, en un fenómeno muy moderno, se había convertido en una
realidad en sí misma.
Ser senador cada
vez contaba menos para el poder, y por esa razón el acceso a la
condición ya no era lo que había sido en el pasado. Fue,
precisamente, en aquel cuarto siglo de nuestra era cuando fueron
básicamente emasculados. En primer lugar, si los emperadores de los
tiempos más conocidos habían tenido asesores en los que habían
podido confiar pero sin darles categoría senatorial, eso se acabó.
A partir más o menos del año 300, los emperadores empezaron a petar
el Senado con sus propios ministros y secretarios. Más de 5.000
altos funcionarios del siglo, que no tenían sangre para ser
senadores, ocuparon sin embargo sitial. De hecho, fue en este siglo
cuando se crearon dos categorías de senadores, por así decirlo, de
pata negra: los spectabiles y los illustres; categorías
ambas a las que se accedía siendo un buen burócrata, no
perteneciendo a familias patricias. En la segunda mitad del siglo,
para colmo, se creó un nuevo Senado en la mitad oriental del
Imperio; la verdad es que muchos de los burócratas y aristócratas
que lo formaron ya residían allí.
Aquella Roma, de
hecho, inventó la aristocracia, con la invención, desde
Constantino, del comite o conde como lo llamamos nosotros,
inicialmente una marca que señalaba un favor personal del emperador.
¿Y los bárbaros?
Bueno, en el siglo IV, los bárbaros ya habían tenido sus momentos.
Por ejemplo, el año noveno de nuestra era, cuando tres legiones
enteras comandadas por Publius Quintilius Varus, totalizando hasta
20.000 hombres, fueron masacradas en el Teutobergiensis Saitus o, como
lo conocemos hoy, el bosque de Teotoburgo. Roma nunca olvidó la
humillación y, de hecho, en cuanto pudo envió a Germanicus Caesar,
sobrino del emperador de Tiberio, a poner las cosas en su sitio en el
año 15.
La masacre de Varo
fue perpetrada por una coalición oportunista de pueblos germánicos,
que eligieron como comandante al caudillo de los cherusci, Arminius,
conocido como El Germánico, todo un modelo para el nacionalismo
alemán, que le ha compuesto más de sesenta óperas (la mayor parte
de ellas, plúmbeas como un melón colgado de un párpado). Eso sí,
los alemanes erraron al especular con el lugar de la batalla, y de
hecho hay un monumento que la celebra en Detmold, cuando ésta tuvo
lugar a unos 70 kilómetros de allí, en Wiehengebirge, en un lugar
conocido como la depresión de Kalkriese-Niewedde.
La derrota de
Varo, sin embargo, no nos alcanza para explicar por qué los romanos
se pararon en el Rhin. También sufrieron otras derrotas humillantes,
por ejemplo contra los galos, pero eso no les impidió conquistar las
tierras más tarde.
La tierra que se
dejaron por conquistar los romanos en los tiempos de su gran
expansión era en realidad más grande que la actual Alemania. Aun
así, era relativamente homogénea, puesto que, con la excepción de
los nómadas sarmatios que vivían en Hungría y hablaban iranio, y
de los dacios establecidos en los Cárpatos, todos o casi todos los
demás bárbaros hablaban germánico. Sin embargo, esto no quiere
decir que estuviesen unidos; en realidad, estaban distribuidos en más
de cincuenta pequeñas naciones. Como ya hemos dicho, es cierto que
estos germánicos fueron capaces de masacrar a las legiones de
Varus, pero no es menos cierto que años después, cuando llegó
Germánico, la historia fue otra. En realidad, si los romanos se
pararon en el Rhin fue porque gracias a otros dos ríos que sí
dominaban, el Ródano y el Mosela, podían garantizarse el transporte
fluvial de sur a norte sin problemas. Si analizamos la Historia de
Roma, llegaremos fácilmente a la conclusión que la labor de hacer
suya Germania le correspondía a Tiberio. Augusto, su predecesor,
había sido contemporáneo de la catástrofe de Varus, y no podía
confiar en una campaña exitosa. Tiberio, sin embargo, parece haber
llegado a la simple conclusión, que compartirían sus sucesores, de
que más allá del Rhin había muy pocos impuestos que cobrar.
Dominar aquello hubiera supuesto tejer una costosa red de fuertes y
campamentos para someter a unos pueblos de escasa prosperidad. Por lo
demás, la fragmentación de los germánicos le hizo pensar a
Tiberio, y no se equivocó cuando lo pensaba, que los haría unos
enemigos poco poderosos. En otras palabras, no es verdad que la
fiereza de los bárbaros explicase que no fuesen romanizados; lo
explica el hecho de que eran demasiado pobres para que mereciese la pena someterlos.
De todas formas,
hay una poderosa razón más que explica el desinterés romano por
los bárbaros. Esa razón se llama Persia, y tiene que ver con los
cambios que allí se operaron en el siglo III de nuestra era.
Hasta entonces, el
enemigo de Roma en Persia había sido la dinastía parta de los
arsácidas, que llevaba en el machito guerrero desde más o menos el
año 250 antes de nuestra era. Los arsácidas tenían algunas muescas
en las culatas de sus pistolas. Poderosos y muy extendidos en su
momento, a la altura del siglo II habían perdido fuerza para
oponerse a los romanos. La última gran victoria romana en la zona
llegó al final de aquel siglo, cuando Septimius Severus ensanchó el
Imperio creando las provincias de Osrhoene y Mesopotamia. Estas
victorias supusieron una gran crisis en el mundo persa. En el año
205 comenzó una gran rebelión en el territorio de lo que hoy es la
India. Fue impulsada por el más importante señor de la guerra
local, Sasán, y continuada, a su muerte, por Ardashir I, quien es el
verdadero iniciador de la dinastía que, sin embargo, llamamos
sasánida cuando, en realidad, deberíamos considerar ardasírica.
Tras una serie de victorias seguidas, fue coronado súper compi
yogui, o sea Rey de Reyes, en Persépolis; era septiembre del 226.
Con Ardashir, la
zona adquiría un contrapoder a Roma que no tenía con los reyes
arsánidas. De hecho, diez años después de su coronación, invadió
la Mesopotamia romana, tomando Carrhae, Nisibis y Hatra. Ya muerto
Ardashir y sustituido por su hijo Shapur I, éste tuvo que
enfrentarse a tres grandes contraataques romanos. La cosa salió como
el culo para los romanos, ya que fueron derrotados, sufrieron la
muerte de dos emperadores y la captura de un tercero, Valeriano.
Shapur le dio el tratamiento a Valeriano que Julio le había dado a
Vercingetórix, esto es se lo llevó consigo cargado de cadenas. Otro
emperador, Numerianus, fue también capturado y asesinado.
La eclosión
sasánida y la personalidad de Shapur eran mucho más que un
movimiento de resistencia. En parte diádoco de los diádocos, Shapur
conservaba las viejas ambiciones del sueño de Alejandro y,
consecuentemente, no se contentaba con echar a los romanos de sus
lugares. Quería, sí, Mesopotamia, pero también ambicionaba Egipto
y partes de Turquía. En suma: era una potencia competidora en toda
regla.
Roma, en parte, no
estaba preparada para este enfrentamiento. El constante crecimiento
de su Imperio le había llevado a realizar una reforma militar que,
en la práctica, la hacía menos eficiente contra un solo enemigo
poderoso. Las viejas legiones romanas habían sido reformadas, y
ahora el ejército romano se componía de campamentos militares
fronterizos, los limitanei, y las fuerzas móviles o
comitatenses, emplazadas en el Rhin, el Danubio y el Este.
También había cambiado el ejército desde los tiempos de Julio
desde una fuerza basada fundamentalmente en el soldado de a pie a una
formación en la que había un montón de especialistas, desde los
sagitarii o arqueros a caballo, hasta los artilleros o
ballistiarii, pasando, sobre todo, por la caballería
(clibanarii). Conscientes de que buena parte de las victorias
persas contra Gordiano, Felipe o Valeriano se habían debido a
fuertes contingentes a caballo, el ejército romano había copiado la
movida. De todas formas, la principal reforma que hizo Roma fue
fiscal, para poder recaudar dinero y así tener un ejército
suficiente. La creación por Diocleciano de la annona militaris
fue, probablemente, el acierto que se estaba esperando. En el 298
Galerio, corregente junto con Diocleciano, obtuvo finalmente una
victoria sobre los persas que pudo hacer pensar a Roma que había
estabilizado su frontera oriental.
La amenaza persa, y
sus necesidades fiscales, es la gran responsable de la
descentralización romana, que se aceleró considerablemente en
paralelo a los grandes enfrentamientos con los sasánidas. Asimismo,
es la gran responsable de las corregencias, necesarias para darle al
Imperio una administración eficiente.
Pero la
consecuencia fundamental fue que los romanos dejaron en paz a los
bárbaros de Europa. Tras el tratado con Joviano, que le aportó
diversos territorios en Mesopotamia, Shapur decidió actuar en el
Cáucaso. Así, echó de sus poltronas a los reyezuelos de Armenia y
la actual Georgia, que eran aliados de Roma. Para el emperador
Valente esta amenaza era mucho más importante de lo que pudieran ser
los germánicos, por lo que extrajo tropas de los Balcanes para
enviarlas a Persia. En razón de aquel traslado, finalmente tuvo que
buscar el fin de las hostilidades en el Danubio, pactando con el
líder local, Atanarico. En dicho tratado se eliminó el privilegio
que hasta entonces había tenido Roma de convocar tropas góticas
cuando necesitara ayuda en Persia.
Apuntados estos
antecedentes, acerquémonos a los tiempos de la caída propiamente
dicha.
En el invierno que abrochó los años
375 y 376 de nuestra era, el ya de por sí débil equilibrio
geopolítico en Europa se vio claramente amenazado. Para entonces,
Roma ya no era lo que había sido. Ni como ciudad, pues su calidad de
centro del propio imperio al que había dado nombre era más que
dudosa. Ni como unidad política. A pesar de seguir siendo todavía
una potencia económica de grandes dimensiones, éstas no eran
suficientes como para garantizar una presencia uniforme del poder
romano en sus extensísimos territorios y, consecuentemente, hacía
sus fronteras cada vez más permeables.
En lo que hoy conocemos como Europa del
Este, el río Danubio operaba como frontera del Imperio. Más allá
del río, los romanos tenían una información bastante fragmentaria;
pero, aún así, aquel invierno las noticias de luchas y
enfrentamientos en el área norte del Mar Negro fueron bien
conocidas.
Para los romanos, aquello fueron buenas
noticias; o más bien noticias insulsas. En lo que a ellos
respectaba, los putos bárbaros podían matarse entre ellos, mientras
que quedasen de aquella orilla del río. Por desgracia para ellos,
eso no fue lo que pasó. El verano del 376, sin pateras sino en
carros o andando, toneladas de inmigrantes se presentaron en la
frontera, huyendo de la guerra.
Aquellos inmigrantes, en decenas de
miles, eran fundamentalmente dos pueblos organizados. Por un lado,
los greutungos venían de las riveras de Dniester; por el otro, los
tervingios, comandados por dos caudillos llamados Alavivo y
Frigiterno. En realidad, más que inmigrantes deberíamos llamarlos,
en términos actuales, refugiados políticos, porque todos ellos
huían de la presión de los hunos, quienes, desde algún punto de
Asia (hay quien sostiene incluso que eran una tribu nómada que venía
dando tumbos desde China) los empujaban literalmente fuera de las
tierras donde se habían emplazado. Los hunos no parecían muy
interesados en dominar a los pueblos que encontraban, pero los hechos
nos demuestran que se las arreglaban para convencerlos de que se
abriesen.
Aquella inmigración masiva, que podría
llegar hasta a 200.000 personas, fue vista por los romanos de la
frontera de una forma zapateril, esto es: considerando que no
plantearía problema alguno sino que, es más, sería un gran
negocio. Los godos, malamente establecidos en la frontera, tardaron
algunos meses en comerse todas las provisiones que habían traído y,
a partir de ese momento, volvieron el rostro hacia los romanos de
frontera para comprar la manduca; momento en el cual éstos los
esquilmaron, reduciéndolos a la postre a la esclavitud en los casos
en que ello fue necesario. Esto ya encabronó de por sí a los
bigotudos godos; pero el encabronamiento se colocó en el punto de
ebullición tras una jugada del jefe de las tropas de Tracia, comes
Thraciae, Lupicinio. Lupicinio
invitó a un banquete a algunos de los líderes godos y, una vez
allí, los atacó.
¿Por qué hizo
aquello Lupicinio? La hipótesis más plausible, en mi opinión, es
que, como por otra parte suele ocurrir con las inmigraciones masivas
aceptadas sin un poquito de reflexión previa, muy pronto el
emperador Valente se encontró con que todos aquellos tipos
desbordaban su capacidad de control. Entre otras cosas, porque la
inmigración goda vino a coincidir con un nuevo periodo de
estabilidad en el imperio persa, bajo el mando del rey Shapur, que
colocó bajo serio peligro las ganancias de territorio romanas en los
Cárpatos, obligó a Valente a amenazar al sátrapa varias veces e
hizo que, en realidad, cuando los godos se presentaron en el Danubio,
Roma estuviese desviando todo lo gordo de sus tropas hacia la lucha
con los partos. Ésta es la razón, de hecho, de que Valente, contra
lo que se suele decir en muchos libros de Historia en el sentido de
que aceptó a todos los godos con total alegría, acabó por permitir
únicamente la implantación de los tervingios en territorio del
Imperio, manteniendo a los greutungos en el otro lado del río.
Lupicinio, que
había decidido trasladar a los tervingios a Marcianópolis, tuvo que
estrechar su control sobre éstos, lo que supuso retirar de sus
puestos a las tropas encomendadas de controlar que los greutungos se
quedaban más allá de la frontera... que éstos traspasaron. De
hecho, en aquel movimiento probablemente existió algún tipo de
planificación germánica, pues la marcha de los tervingios hacia su
nuevo lugar de asentamiento, Marcianópolis, fue inusitadamente
lenta, se diría que artificialmente lenta, lo cual dio tiempo a los
greutungos para moverse sin control por parte de unas tropas que
tuvieron que permanecer pendientes de los tervingios. Al fin
y a la postre, pues, los romanos acabaron encontrándose frente a una
rebelión considerablemente bien organizada.
Éste era el
ambiente en el cual se produjo la famosa cena en la que Lupicinio
intentó, sin éxito, descabezar a los cada vez mejor organizados
godos. El retorno de Frigiterno de aquella cena, y lo que contó,
provocó importantes actos de pillaje y violencia en los alrededores
de Marcianópolis, donde los godos se encontraban ya. En respuesta,
Lupicinio procedió a una leva urgente dentro de la ciudad y salió a
campo abierto, hacia el refugio de los godos. Los germánicos les
dieron hasta en el yeyuno.
De esta manera
comenzó una costosa guerra de seis años en los terrenos balcánicos
del Imperio. Una guerra que comenzó con la destrucción de la única
fuerza realmente móvil con que los romanos contaban en la zona (la
de Lupicinio), lo que dio una ventaja sensible a los godos, siempre y
cuando no hostilizasen la numerosa y bien dotada línea de
fortificaciones del Danubio. Los godos, ahora unificados con la unión
de los greutungos a la lucha, tenían como principal problema
encontrar tierras suficientemente provisorias como para poder
realizar una cosecha, y fue por eso que marcharon hacia la península
griega. Entraron en la llanura de Tracia con el cuchillo de capar
entre los dientes.
La reacción romana
a esta situación llegó desde el único sitio que podía venir:
desde el Este. Valente envió a uno de sus generales, Víctor, a
pactar con los persas una paz casi a cualquier coste; rebajando la
presión por el Este, dos de sus generales, Trajano y Profuturo,
fueron enviados con sus tropas a los Balcanes, zona que alcanzaron en
el verano del 377. Su presencia, inmediatamente, presionó a los
godos hacia el norte. Fortalecidos con tropas de otro comandante
romano, Richomeres, Trajano y Profuturo los persiguieron. La batalla
duró todo el día, sólo se detuvo con la llegada de la oscuridad, y
ambas partes quedaron seriamente diezmadas. Los godos tuvieron que
permanecer semanas emboscados en un círculo de carros (su formación
defensiva típica), incapaces de moverse. Los romanos fomentaron esa inmovilidad, tratando de conseguir con ello el tiempo
suficiente como para que Valente y Graciano, los emperadores,
consiguiesen realizar una leva en invierno que llegase a la zona en la primavera del 378.
Los godos, sin
embargo, no eran tontos, y también aprovecharon el invierno enviando
heraldos más allá del imperio, donde contactaron con los líderes
hunos y alanos (un pueblo que hablaba iranio y que recorrería Europa
entera hasta España; cierto nacionalismo gallego pretende ver en los
galaicos gente de raíz alana, aunque no hay pruebas fehacientes de
que los gallegos hayan entendido nunca la lengua irania). Ambos
pueblos, de probada ferocidad, aceptaron aliarse con ellos a cambio
de recompensas en forma de botín (un modo de guerra que, a decir de
cohortes de ignorantes, fue inventado por los tercios de Flandes).
Algunos relatos llegan a decir que la movilidad y ferocidad que
obtuvieron los godos de esta manera les llevó hasta los mismos
alrededores de Constantinopla (o sea, para entendernos, de
Washington), donde el imperio romano oriental tuvo que echar mano de
mercenarios árabes para rechazarlos.
A principios del
378, sin embargo, buena parte de las tropas de Valente drenadas del
frente persa comenzaron a llegar a los Balcanes. Además, Valente
tenía cartas del emperador de Occidente, Graciano, en las que se
comprometía a ir personalmente a Tracia con sus tropas. Sin embargo,
pronto los compromisos de Graciano se convirtieron en wishful
thinking, a causa de las presiones que el propio Imperio
occidental empezó a experimentar en los altos Rhin y Danubio. Los
lentienses cruzaron el Rhin por el norte en febrero del 378. Primera
invasión que se vio rápidamente seguida por otra, esta vez de
alamanni o alemanes. Hecho éste que hizo a buena parte de las tropas
ya en marcha hacia el problema balcánico volver grupas hacia la
Galia.
Fue en estas
circunstancias bastante desesperadas en las que el ejército de
Valente tuvo conocimiento de un avance gótico cerca de Adrianópolis,
y resolvió hacerles una emboscada. Los atacaron de noche, con mucho
éxito. Fritigerno decidió reagrupar todas su tropas y moverlas
hacia la ciudad de Cabila al norte. Valente, mientras tanto,
permanecía al sur de Adrianópolis.
El emperador
oriental esperó semanas por Graciano, sin éxito. En julio, mientras
la moral entre las tropas valentinianas era cada vez de menor
calidad, llegó carta de Graciano, en la que éste relataba sus
victorias contra los alamanni y aseguraba que estaba de camino. Pero
ya era prácticamente agosto, y el otoño se echaba encima. Estaba,
además, el factor, nada desdeñable, del tono sobrado con que
Graciano hablaba de sus victorias, que con seguridad excitó la
envidia de Valente. En ese ambiente, llegaron noticias del avance
hacia el sur de los godos, hacia Adrianópolis. Es bastante probable
que, además, los informes que recibió Valente estuviesen errados o
fuesen fruto del soborno, porque le convencieron que los godos eran
unos 10.000 combatientes, cifra que está muy por debajo de los que
finalmente se presentaron. Para terminar de arreglarlo, más cartas
llegaron de que Graciano tenía el paso franco hacia Adrianópolis,
lo que movió a lo generales de Valente a pensar que podría llegar a
tiempo y llevarse parte del mérito de la victoria. Parece increíble,
pero lo cierto es que, en el entorno de la rara competencia entre
bloques que fue la dinámica entre el imperio romano de Oriente y de
Occidente, competencia que es tan fuerte que llegaría a provocar el
cisma de la Iglesia católica; en dicho contexto, digo, los generales
romanos preferían exponerse a perder la batalla con tal de no
compartir la victoria.
Fritigerno envió,
en los primeros días de agosto, un heraldo de paz a los romanos; un
sacerdote cristiano que, sin embargo, fue displicentemente rechazado
por Valente. Los godos enviarían dos embajadas más, sin demasiado
éxito. En medio de un proceso que en modo alguno anunciaba las
hostilidades (ambas partes estaban intercambiando prisioneros) un ala
del ejército romano, inexplicablemente, atacó. Los godos
respondieron atacando con su caballería, acompañada de algunos
alanos, bajo el mando de sus generales Alateo y Safrax. Los godos
acabaron fácilmente con el ala izquierda romana que lo había
iniciado todo, lo cual dejó totalmente desguarnecido el centro del
ejército romano. Para colmo, la batalla había comenzado tras una
marcha de ocho horas en pleno verano, y los soldados no habían
comido; estaban exhaustos. Los godos, dándose cuenta de que tenían
el viento a la espalda, encendieron grandes hogueras, ahumando a los
romanos. El empuje godo se redobló, y la principal línea central de
los romanos se derrumbó. En ese punto, el ejército del imperio
volvió grupas, y huyó desordenadamente; la mejor de las
situaciones, en toda guerra, para garantizar una masacre. La derrota
romana fue tan brutal que incluso Valente perdió la vida en ella. En
suma: Valente había sido derrotado con todas las de la ley, hasta el
punto de perder la vida; y con él, el mejor ejército romano de su
mitad oriental había desaparecido virtualmente. Hasta dieciséis
regimientos romanos sufrieron tan terribles pérdidas que ya no
fueron rearmados jamás.
Y todo esto no
había ocurrido por una inferioridad militar objetiva. Los romanos
estaban muy lejos de ser menos poderosos que los godos. Lo que pasa
es que las envidias entre Valente y Graciano habían llevado a aquél
a hacer cosas que ningún militar con dos dedos de frente habría
hecho. El primer paso hacia su caída lo dio Roma el día que acunó
en su seno una cultura política, por así decirlo, para la cual la
desgracia tenía sentido siempre y cuando sirviese para disminuir al
rival.
No deberías usar palabras tan vulgares, como "el culo", para relatar episodios tan interesantes de la HISTORIA...
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